14

—Y ahí me tienes, muchacho, ahí me tienes… —dijo Jean Vendômois—. En el norte de Finlandia, a orillas del océano Polar Ártico, sin ningún contacto con el mundo civilizado, viviendo como un pionero del Canadá del siglo pasado… Nueve meses al año dura ese invierno imposible de imaginar si no lo has visto… La blancura de la nieve… la pureza, la maravillosa transparencia del aire… Esos inmensos y profundos bosques dormidos bajo un manto nevado… Ni un soplo de viento, ni un ruido… Sólo las campanillas de los trineos… En los tres meses de verano el sol no se pone nunca.

—Ya veo —murmuró Yves con ojos soñadores.

La conversación, iniciada durante la comida, proseguía ante los cafés, que no habían tocado. Entre sus piernas, Pierrot alzaba hacia ellos el sonrosado y puntiagudo hocico con la expresión siempre risueña de los lulús de pelo rizado. Vendômois, bajo, fornido, de mirada inteligente y rostro cuadrado, moreno y curtido, se inclinó hacia Yves.

—Imagínatelo, muchacho, imagínatelo… Lejos de París, lejos de la dura y absurda vida de posguerra… Allí, la independencia es absoluta… Y además, sentir que lo que haces con estas dos manos es un trabajo de verdad, que al fin creas algo… Mira, hace tres años, en ese pueblo había veintidós caballos; ahora tenemos ciento setenta y cinco. Es asombroso. ¡Ah, mi sueño es construir una línea de ferrocarril que comunique el pueblo con Haparanda! Ahora tenemos que transportar nuestros productos en caballos y renos… El tren sería la riqueza, el éxito asegurado, ¿comprendes?

—¿Si comprendo? —exclamó Yves—. Es fantástico.

—Desde luego que sí… ¡Anímate, Yves, vente conmigo! ¿Qué haces aquí? Vegetar, hundirte… La mísera y rutinaria vida de oficinista no está hecha para ti… Allí serías tu propio jefe. Además, la fábrica está empezando, ¿sabes? Es muy pequeña, pero crecerá imparable, ya lo está haciendo… Es maravilloso verla crecer año tras año, como a un hijo… Déjame explicártelo. Como te he dicho, fabricamos cerillas. Pues bien, esos bosques inagotables que el gobierno vende por casi nada, porque necesita inversiones extranjeras, nos proporcionan hasta la madera para las cajas de embalaje, ¿te das cuenta? —Vendômois mencionó unas cifras que Yves escuchó con ojos brillantes—. Cinco años de duro trabajo y habrás rehecho tu fortuna de antaño… Y ya sabes que no me gusta exagerar.

—Lo sé.

Entre ambos amigos se hizo un gran silencio.

—¡Cómo te envidio! —exclamó al fin Yves.

—¡Pues acompáñame!

Por toda respuesta, él se encogió de hombros. Vendômois lo miró con atención.

—¿Una mujer?

—Una mujer.

—¿Y eso qué importa?

—«Eso» tiene sentimientos.

—¡Bah, primero hay que pensar en uno!

—No puedo.

—¿Una muñeca?

—No, una mujer de verdad, buena, sincera y cariñosa. Por eso no puedo…

—Es una estupidez, amigo mío.

—Lo sé.

—Escucha, al salir de aquí iré a firmar un contrato con un inglés —le explicó Vendômois—. Pero si me dices que sí, lo mando a paseo. Dame tu palabra y estaré allí esperándote.

—No puedo dártela.

—¿No vendrás?

Yves miraba el fuego y guardaba silencio. Vendômois se levantó.

—¡Qué se le va a hacer! —exclamó al fin, y soltó un breve suspiro—. Entonces, adiós, viejo amigo. Cuídate.

Los dos se abrazaron. Yves estaba pálido.

—Escucha, si un día las cosas no te funcionan (nunca se sabe), prométeme que vendrás —le pidió Vendômois antes de irse.

—Te lo prometo.

—Muy bien. Adiós.

De nuevo solo, Yves volvió junto al fuego, se arrodilló y apoyó la cabeza en la de Pierrot con un profundo suspiro, un seco y dolorido sollozo de hombre, sin lágrimas.

—Mi perro, mi buen perro… —murmuró con la boca en el rizado pelaje de Pierrot—. Sería estupendo… Imagínatelo: una vida libre y salvaje en esos bosques inmensos y nevados. La caza, el trabajo, un trabajo sano que requiere fuerza e inteligencia, la libertad… Y te llevaría conmigo… ¡Ah, el descanso por la noche en una cabaña de madera! ¡El silencio, la luna sobre la nieve, esas grandes estrellas de las que habla Jean, más grandes y brillantes que las nuestras! Los brazos doloridos de un leñador, pero el corazón libre, contento… ¡Qué sueño, mi buen Pierrot!

Yves reparó en las fotografías que le había enseñado Vendômois, que había dejado por olvido o a propósito. Las cogió. Mostraban llanuras, cabañas de madera, trineos ligeros tirados por renos, bosques de abetos, lagos transparentes donde se reflejaban los abedules… Las contempló largo rato y luego las arrojó al fuego.

—Denise, mi pequeña Denise —suspiró—. Nunca sabrás lo que he sacrificado por ti.