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Lo esperó esa misma noche. No había encendido la luz. Sentada en la cama, tenía las manos juntas entre las rodillas apretadas. Yves le había rogado que cenara con él en Fuenterrabía o los alrededores, en alguna de las pequeñas ventas de paredes encaladas que se extendían por las laderas de las montañas, que por la noche adquieren un aspecto amenazador de cueva de bandidos, pero en las que suelen tener un vino español excelente, uva y habitaciones limpias y frescas, con camas protegidas por mosquiteros de muselina y suelos de madera que conservan el calor del día, por los que da gusto andar descalzo. Denise se había negado por su hija y, al instante, Yves había aceptado acompañarla de vuelta a Hendaya, sin un gesto de mal humor.

¡Oh, el regreso en barca por el Bidasoa, que el crepúsculo cubría de destellos rosáceos…! El viejo y atezado marinero, con su arete de oro en la oreja izquierda, fingía dormir sobre los remos y la brisa olía y sabía a sal. Al llegar a Hendaya, la noche ya estaba allí y las estrellas titilaban en el cielo; pero ellos, arrimados el uno al otro con los labios juntos y los ojos cerrados, mientras la barca se deslizaba suave y silenciosamente por el agua negra, no la habían visto venir.

Denise apoyó la cabeza en sus temblorosas manos.

—Mamá —llamó una vocecita en la habitación de al lado.

A regañadientes, se levantó y acudió junto a su hija, que, muy despierta, extendió los brazos hacia ella con ojos brillantes.

—¿Me has traído algo de ese sitio, mamaíta?

Fuera a un baile o a una excursión, Denise siempre volvía con algo para su hija.

—Claro que sí —respondió con naturalidad, tras un instante de apuro—. Te he traído el olor de la fiesta. Creía que lo había perdido por el camino, pero no, sigue aquí. ¿Lo hueles?

Muy seria, inclinó la mejilla hacia Francette, que, convencida por la expresión relajada de su madre, aspiró con todas sus fuerzas.

—Huele muy bien —aseguró—. Mamaíta, ¿cuando sea mayor también podré ir a fiestas?

—Claro que sí, tesoro mío.

—¿Y seré mayor pronto?

—Muy pronto, si te portas bien.

Enternecida, Denise posó los labios en la confiada manita que le aferraba un dedo. Para su alivio, no se sentía ni tan incómoda ni tan culpable como temía ante la inocente criatura, que volvió a dormirse sin rechistar. Sí, Francette sería mayor «muy pronto». Y también su hija esperaría a su dueño y señor en la oscuridad nocturna.

Puede que Denise se hubiera sentido más confusa y avergonzada ante un hijo varón. Pero frente a aquella futura mujercita, cuyos labios iban a estar perfumados y llenos de besos, frente a aquel cuerpecito preparado para el amor, Denise no podía calibrar del todo la gravedad de su falta. Besó a Francette, le remetió las sábanas, le subió la colcha hasta la barbilla y salió, cerrando la puerta con suavidad.

De nuevo en su habitación, se sentó en la cama deshecha y se quedó allí, con la cabeza gacha y los brazos caídos, sumisa, esperando oír los imperiosos pasos del hombre.