18
«Decididamente, esto no funciona», pensaba Denise esa mañana.
Seguía en la cama: aún no eran las nueve. Cogió el espejito de la mesilla de noche y se contempló largamente con la expresión ansiosa propia de las mujeres infelices o que empiezan a envejecer. No, no funcionaba en absoluto. Pensativa, se estiró el pequeño e insidioso pliegue que le marcaba la comisura izquierda de los labios. Aún no era una arruga, pero por desgracia tampoco un hoyuelo. Una señal ambigua, inquietante, como una discreta advertencia…
Otra mala noche con aquella sensación casi física de opresión en el pecho, y los confusos y desagradables sueños en que veía a su amante alejarse de ella, de los que despertaba anegada en lágrimas. Suspiró. Qué lejos quedaban las radiantes mañanas de Hendaya, al comienzo de su amor. Incluso recordaba con nostalgia los días tranquilos de antaño, aquella ausencia de dolor que podía pasar por felicidad y era como la prolongación de la paz de la infancia. Ahora, voluntariamente o no, había alejado de ella a su marido, a su hija, a sus amigos… Aterrorizada, comprendió que en el fondo no tenía a nadie en el mundo —¡en todo el mundo!— aparte de Yves. Quizá por eso se aferraba a él de aquel modo, con aquella frenética desesperación. El amor que nace del miedo a la soledad es tan triste y poderoso como la muerte. Su necesidad de Yves, de su presencia y sus palabras, empezaba a parecerse a una monomanía. Cuando no lo tenía al lado, se torturaba imaginando qué hacía, dónde estaba, con quién… Cuando descansaba entre sus brazos, la angustia respecto al mañana era tan intensa que acababa con su alegría poco a poco, como un lento veneno. Bajo el calor de sus caricias, en el fondo no podía dejar de pensar en la hora que pasaba (¿la última, quizá?) deprisa, tan deprisa… A veces, cuando daban las siete se agarraba a él como si estuviera ahogándose, tan pálida y temblorosa que Yves se asustaba. Y cuando se lo explicaba lo mejor que sabía, él le acariciaba la frente como a una niña enferma, suspiraba y le decía: «Pobrecita mía…». Pero no entendía aquella necesidad femenina de seguridad, aquel frenético deseo de tenerlo a su lado y aquel pánico a perderlo, como si en el mundo sólo existiera él. Sin embargo, tampoco esos minutos de amargo y delicioso sufrimiento eran frecuentes. Por lo general, su relación, como la de la mayoría de las parejas ilegítimas de París, se reducía a breves encuentros entre las seis y las siete de la tarde, cuando Yves salía de la oficina, a conversaciones insignificantes, a algunas caricias inacabadas… El sábado era una tarde de gestos amorosos, de silencios, la máscara absorta, impenetrable, del hombre que toma a su amante como quien bebe vino, solo… Qué pocas cosas, qué pocas… Monotonía, aburrimiento, inquietud, tristeza, interrumpidos por un enorme y profundo dolor, y luego de nuevo el aburrimiento, la inquietud… Y qué pocas alegrías, qué pocas… Denise bajó la cabeza, profundamente desanimada. En la playa, el pasado verano, Francette solía jugar a sumergir las manos en el mar para coger un poco de espuma; al cerrarlas, gritando de felicidad, echaba a correr hacia ella con toda la fuerza de sus piernecitas. Pero cuando volvía a abrirlas, sólo encontraba un rastro de agua… Entonces se echaba a llorar, pobre mujercita, y volvía a empezar. Pues eso era el amor.
Era una mañana de junio empolvada de sol. Para no ver el azul del cielo, los árboles reverdecidos, la luz de aquel hermoso día, que eran un insulto a su pena, Denise hundió la cabeza en el calor y la oscuridad de la almohada. Sin embargo, unos suaves golpes en la puerta la estremecieron.
—¿Quién es? —preguntó.
—Soy yo, cariño —respondió la serena voz de su madre.
Denise compuso el rostro a toda prisa, saltó de la cama y corrió a abrir. En el umbral apareció la señora Franchevielle, primorosamente maquillada, perfumada, fresca.
—¿Todavía en la cama, perezosa? —sonrió—. Vengo a que me invites a comer.
—Qué sorpresa… —farfulló Denise, que no tenía demasiados deseos de enfrentarse a la penetrante mirada materna—. Es que… pensaba salir y… Disculpa, mamá…
De pie ante su madre, descalza y en pijama, no cesaba de apartarse los mechones negros de la frente con gesto maquinal. Estaba muy pálida y temblaba un poco.
—¿Te encuentras mal, Denise? —le preguntó con viveza y mirándola con atención la señora Franchevielle.
—No, claro que no —respondió su hija con una vocecilla triste y mortalmente cansada.
—¿Qué ocurre? —quiso saber su madre, cogiéndole la cara con ambas manos.
Denise negaba con la cabeza y se mordía el labio para no llorar. La señora Franchevielle le acarició el pelo con suavidad.
—¿Estás triste, cariño mío?
No obtuvo respuesta. De pronto, la miró a los ojos y, con deliberada brusquedad, le espetó a su hija:
—¿Te engaña Yves?
Pero Denise no se inmutó. Su temblorosa boca esbozó una triste sonrisa.
—¿Esperabas sorprenderme, mamá? Eres muy inteligente… Además, supongo que disimulo muy mal.
—¿No te engaña? —insistió su madre.
—No.
—¿Te ama?
—¡Ay! Eso… Déjame, mamá, déjame —murmuró con gesto de súplica—. No puedes ayudarme…
Se acercó a la ventana y, dándole la espalda a su madre, pegó los ardientes labios al cristal. Pero dos brazos amorosos la rodearon.
—¿Es que ya no confías en tu madre, Denise?
Con esa sencilla frase y ese ademán dulce con que le acariciaba la cabeza, como quien calma a un cachorro, la señora Franchevielle siempre había conseguido acabar con las rabietas de su hija de niña, y más tarde con sus preocupaciones de mujer adulta. Vencida una vez más, Denise se lo contó todo… Sus inquietudes, sus tormentos indefinidos y, sobre todo, aquella especie de enfurruñamientos infundados, aquellas sombras inexplicables que enturbiaban el cielo de su amor, como las tenues nubes que en verano, a orillas del mar, se extienden de un extremo a otro del horizonte y acaban por ocultar el sol…
—¿Crees que no te ama? —le preguntó la señora Franchevielle con precaución, suavizando expresamente su habitual tono mordaz.
—No sé… Tengo miedo…
—¿Y tú? ¿Estás segura de amarlo lo suficiente?
—Pero ¡¿cómo puedes preguntarme eso, mamá?! —exclamó Denise con vehemente indignación—. Se lo doy todo… Mi vida entera. Todos mis pensamientos. Más aún… Cuando me despierto, aun antes de saber dónde estoy, siento como si algo se agitara dentro de mí… Igual que me pasaba cuando estaba embarazada de Francette, ¿sabes? Es lo mismo que entonces: tan doloroso, tan dulce… Se diría que llevo mi amor dentro de mí, como a un hijo. No puedes entenderlo, mamá.
—Lo entiendo, querida, lo entiendo…
—Cuando no lo veo, no vivo… Porque a eso no puede llamársele vida. Me paso las horas muertas sin hacer nada. No sabes lo que es…
—Claro que sí, lo sé muy bien, hija mía.
—¿Lo sabes? —le preguntó Denise, bajando la voz, como ella—. ¿Tú… has amado, mamá? Entonces explícamelo. ¿Por qué no soy feliz? Tengo un amante joven, atractivo, fiel… ¡en fin, una joya! Y sin embargo, sufro. Mírame. Me he afeado, lo sé. ¿Por qué? ¿Es que el amor es una enfermedad, o es que «me invento ogros», como dice Francette cuando se cuenta historias de hadas malas «para darse miedo»?
La señora Franchevielle negó con la cabeza pensativamente.
—Me parece que tu enfermedad tiene un nombre: egoísmo.
—¿El suyo?
—Y el tuyo también.
Denise dio un respingo.
—Mira, hija, escúchame sin enfadarte y verás como tengo razón. Para empezar, piensa que llegáis a vuestras citas en un estado de ánimo muy diferente. Tú, sin mayor preocupación desde que te levantas que elegir el vestido que pueda gustarle más, y él, cansado, nervioso, angustiado, harto después de un día entero trabajando duramente para ganarse el pan… ¿Puedes imaginar lo que es, niña mimada? ¿Y te sorprenden vuestras desavenencias? Egoísta… ¡Ay, el amor es un lujo, cariño!
Denise la escuchaba estrujándose nerviosamente las manos.
—Sí, mamá, eso ya lo he pensado muchas veces —dijo al fin—. Sin embargo… Mira, el novio de mi doncella es mecánico. Se pasa el día trabajando, y más que Yves; pero por la noche se reúne con ella en su cuarto de la buhardilla, y son felices… ¡Como otros, tantos otros, todos los hombres! Mi marido, nuestros amigos, todos. La época de los héroes de Bourget, que coleccionaban mujeres y corbatas y no hacían nada más, pasó a la historia. ¡No hacer nada! ¡Hoy los héroes de Bourget se morirían de hambre!
—No, trabajarían, y algunos no serían felices. Harteloup nunca se acostumbrará a levantarse todos los días a las siete y media, esperar el autobús en una esquina, bajo la lluvia, hacer números, ahorrar, recibir órdenes. No es culpa suya. Los otros… has mencionado a tu marido, aunque lo engañas. Yves te parece cobarde, y tal vez lo sea. Pero tú lo amas.
Denise había dejado de escucharla.
—Mi amor debería ser para él una especie de lujo recuperado —murmuró, negando suavemente con la cabeza.
—¿Quién sabe? Quizá justo eso lo haga sentirse incómodo. Como una visita demasiado bien vestida en una casa humilde. Además, ¡le pedís al amor cosas tan distintas, Dios mío! Tu vida ha sido siempre tranquila y segura… Claro, necesitas las emociones del amor, placeres extraordinarios y dolores nuevos, y palabras, palabras, palabras…
—¿Y él?, ¿qué necesita?
—Simplemente tranquilidad.
—¿Qué hago, mamá?
—¿Qué haces? ¿Amarlo menos, quizá? A veces, el exceso de amor es una gran equivocación, una gran torpeza. Pobrecita mía… Qué duro parece, ¿verdad? Y difícil de entender. Así es la vida… Ya te lo enseñará, como me lo enseñó a mí. A los hombres no les gusta que los quieran demasiado, ¿entiendes? ¿Y sabes quién me lo hizo entender por primera vez? Tu pobre hermano, que en paz descanse. ¿Te acuerdas de él, Denise?
—Yo era muy pequeña… Tú lo querías mucho.
—Lo adoraba, cariño, como sólo se puede adorar a un hijo. Esa especie de arrobo que sientes ante ese hombrecito que es obra tuya… No puedes entenderlo. Era mi primogénito, mi niño. Y tan guapo. Lo quería con locura. Me pasaba las horas mimándolo, acariciándolo, cubriéndolo de besos. Un día (tenía dos años y medio, mi pobre angelito, y moriría tres meses después) me lo estaba comiendo a besos y de pronto me apartó los brazos con las dos manitas y dijo: «Mamá, me quieres demasiado fuerte, me ahogo…». Ya era un hombre, querida.
Denise se quedó pensativa.
—Eso que dices… —murmuró al fin con esfuerzo, y soltó una risita dura, desprovista de alegría—, ¿sabes a qué conclusión me lleva, mamá? En el fondo, lo más sensato sería engañar a Yves, puesto que no soy capaz de renunciar a él, ni de amarlo menos. Si lo repartiera entre dos hombres, ese amor que, como dices, lo ahoga, sería justo el que necesita. Es curioso, es terrible, pero es así…
La señora Franchevielle asintió con la cabeza.
—Conocí a una mujer que quería a su amante tanto como tú al tuyo, como una infeliz, como una loca… —murmuró con la mirada perdida—. Lo atormentaba a fuerza de caricias, atenciones, tiernos celos… Y como ella realmente se lo daba todo, todo su corazón, su vida entera, siempre tenía la sensación de que no recibía nada a cambio. Ya sabes que en el amor ambas partes creen que han hecho un mal negocio y que el otro ha salido ganando. Se olvidan del tercero en discordia, el amor… En fin, el caso es que los dos sufrían. Y un día…
—¿Sí…?
—Bueno, pues un día esa mujer se buscó un amigo, como entretenimiento, para pasar el rato. No un amante, pues la idea de la infidelidad física le resultaba insoportable. Un amigo. Y jugó a enamorarlo. Empezó a regañadientes, sólo para vengarse con un inocente. Pero poco a poco fue cogiéndole gusto… Volvió a estar guapa. El amor dichoso embellece a las mujeres. Su amante se dio cuenta. Se lo señaló. Como ella se sentía culpable, se volvió más indulgente, y de forma gradual más indiferente, y él fue más feliz… Y ya está. Eso es todo.
—¿Dónde está ahora esa mujer, mamá? —inquirió Denise, levantando la cabeza.
—¡Uy, hija, lejos, muy lejos!
—¿Siguió siendo feliz?
—Tanto como cabe serlo… Había aprendido la lección de la vida, que enseña a dar muy poco y exigir aún menos.
—¿Y nunca añoró la época en que no era más que una muchacha ingenua y enamorada? ¿Nunca añoró el sufrimiento?
La señora Franchevielle tenía la mirada ausente. Al cabo de unos instantes, soltó un suspiro y se quedó pensando.
—No, jamás —respondió al fin con firmeza.