11
En París, los árboles perdían las hojas secas, que se pudrían en el pegajoso barro de las aceras. Reinaban un ruido y una agitación extraordinarios: un otoño más, el Salón del Automóvil había congregado a la mitad del país en la capital.
Todos los años, como la auténtica parisina que era, con profunda, dulce y absurda emoción, Denise se reencontraba con la tenue bruma, el olor a gasolina y electricidad, el vaporoso y «distinguido» cielo gris sobre los altos edificios, la animación de las calles y, al anochecer, la riada de luces que inunda los Campos Elíseos en dirección a l’Étoile. Por lo general, salía a dar un largo paseo apenas llegaba, después de un baño y tras haber dado instrucciones a los criados. Volvía con la cara sonrosada por el aire fresco y cargada de flores, crisantemos y dalias de vivos colores, que olían a tierra y setas. Luego arreglaba la casa, llenaba los floreros y toqueteaba y movía los adornos, los cuadros y cojines hasta devolver su antiguo calor y acostumbrado encanto a su hogar, que, tras tres meses de ausencia, parecía desangelado y frío.
Para Denise, ese año el regreso había sido agridulce, con una brizna de pesar. Al divisar Neuilly, casi había gritado de júbilo, y cuando el Arco de Triunfo había aparecido en el horizonte, las lágrimas habían acudido a sus ojos. Pero al llegar apenas le echó un vistazo a la casa. Se bañó, se puso una bata, rechazó la ropa de calle que le trajo la doncella, se sentó en el saloncito y, con los ojos clavados en el reloj de pared, esperó a que se marchara Jacques, que no tardó en hacerlo. Acto seguido, pidió el teléfono, cerró la puerta cuidadosamente y, con tono un poco tembloroso, pidió el número del despacho de Yves.
—¿Sí? —contestó una voz cansada.
—Hola, Yves. Soy yo, Denise…
Un breve silencio; luego, la misma voz, apenas cambiada:
—¿Usted? Mi estimada amiga… ¿Ha tenido un buen viaje?
Denise comprendió que estaba acompañado y se apresuró a decir unas frases banales.
—Te veré hoy, ¿verdad? —le preguntó al fin, ansiosa.
—Por supuesto, será un placer… Estoy libre a partir de las seis y media.
—¿Antes es imposible?
—Totalmente.
Denise sabía que él no podía hablar de otro modo: no estaba solo; oía el murmullo lejano de una conversación. Sin embargo, su frialdad la apenaba, le dolía.
—Entonces, a las seis y media —aceptó—. ¿Quieres que nos encontremos cerca de tu oficina?
—Sí. En la place de l’Opéra —le susurró Yves—. Hay un bar pequeño y tranquilo al que apenas va nadie. Tienen un oporto excelente. Está delante de mi oficina. ¿Nos vemos allí?
—Sí.
—Entonces, de acuerdo. Hasta luego.
Denise oyó el breve tono que señalaba el final de la conversación y colgó el auricular despacio, de repente con el corazón oprimido y sintiendo una inexplicable mezcla de decepción e inquietud. ¿La amaba? Su esperanza era tan grande que quiso tomarla por certeza. Además, ¡ella lo amaba tanto, Dios mío!
Eran las cuatro. Empezó a vestirse lenta y parsimoniosamente, con un esmero nuevo y esa peculiar manera de escrutarse la cara y el cuerpo en el espejo una y otra vez que bastaba por sí sola para delatar a una enamorada. Aun así, estuvo lista con bastante antelación. Cogió un libro, lo hojeó distraída, volvió a dejarlo. Luego se alisó los rizos rebeldes por enésima vez, cambió de sombrero. Por fin, a las seis en punto salió.
Debido al tráfico, llegó al lugar de la cita pasadas las seis y media. Pero Yves no estaba. Se sentó a una mesita medio oculta en un rincón. Era un bar inglés minúsculo e irreprochablemente limpio, de apariencia «respetable» y seria. Estaba casi vacío; una sola pareja se miraba a los ojos fumando en silencio en una mesa cercana.
Denise pidió un oporto y aguardó. Se sentía incómoda, nerviosa. Cuando el camarero le llevó unas revistas, enrojeció visiblemente; el hombre la había observado con discreción y una expresión irónica y enternecida, como si pensara: «Una más».
Al fin apareció Yves. Ella creyó que el corazón se le saldría del pecho.
—¿Qué tal estás, amor mío? —le preguntó con voz queda.
—Denise —se limitó a decir Yves. Pero le besó la mano con fervor. Parecía muy emocionado—. Por fin has vuelto.
—¿Estás contento? —inquirió ella, sonriendo—. Parecías tan frío hace un rato, por teléfono…
—¿Cómo? —exclamó él, sorprendido—. Pero ¿no has notado que no estaba solo?
—Sí, pero…
Yves se sentó y empezó a preguntarle por el viaje y su salud, con ojos relucientes de ternura y felicidad. Pero Denise lo miraba a hurtadillas con tristeza: parecía cansado, avejentado; tenía ojeras y una sonrisa amarga. Le faltaba algo indefinible, esa frescura, esa elegancia que pierden los hombres cuando no pueden cuidar de su persona en todo momento. Ella recordaba su atildado aspecto de joven anglosajón en Hendaya, cuando bajaba a cenar recién bañado, afeitado y ataviado con esmoquin.
—¿Quieres venir a mi casa? —le preguntó él de pronto.
—Me gustaría mucho, pero he de estar de vuelta a las siete… Mi marido suele llegar a esa hora.
—¡Ah! Vaya… —murmuró Yves, contrariado.
—¿Tu oficina siempre cierra tan tarde?
Él hizo un gesto de cansancio.
—¡Bah, ya me las arreglaré! Aunque no será fácil… —Y con alegría un tanto forzada, añadió—: Mañana precisamente tengo libre, Denise. Es sábado, semana inglesa… Vendrás, ¿verdad, cariño?
—¡Oh! ¿Cómo puedes dudarlo? Claro que sí…
El reloj de pared marcaba las siete menos cinco. Yves llamó un taxi. Dentro del vehículo, la atrajo hacia sí y la abrazó con ansia.
—Mi adorado cuerpecillo…
Denise, pálida, cerró los ojos y se dejó llevar. Yves le cubría de besos furiosos la mejilla, el cuello, la delicada piel de las muñecas… De pronto, ordenó al taxista que parara frente a una floristería y se apeó, mientras ella aguardaba en el coche. Volvió con una sola flor, una orquídea envuelta en papel de seda, como si fuera una joya: una costosa maravilla de pétalos irregulares, con un cáliz aterciopelado de un rojo encendido.
—¡Oh, qué bonita! —exclamó Denise, extasiada.
—¿De verdad te gusta? Me encantan estas flores, aunque prefiero las rosas. Pero no les quedaban. Así que he elegido ésta. Hay mujeres que parecen flores, ¿verdad? —comentó Yves sonriendo—. Al menos, eso dicen ellas. A ti no te hace falta, afortunadamente. Eres tan fresca y sencilla… Pareces una rosa, Denise, créeme, una de esas maravillosas rosas que crecen en los jardines de Inglaterra, con los delicados pétalos color carne y el corazón más oscuro. Y su olor también se parece al tuyo, amor mío, de verdad.
Ella había apoyado la cabeza en su pecho y lo escuchaba arrobada, con los ojos cerrados, embelesada por sus palabras como una niña a la que le cuentan un cuento de hadas. Yves se calló y empezó a mecerla en sus brazos con suavidad.
—Te amo —murmuró Denise con el corazón ofrecido, abierto.
Su instinto de mujer la hizo esperar el eterno «Te amo», como un eco adivinado más que oído. Pero Yves no dijo nada. Se limitó a abrazarla un poco más fuerte.