10
Denise dormía, con el brazo doblado y la cabeza apoyada en él. Yves se había marchado al amanecer con la sensación de haberse acostado prácticamente con una muchacha, tan insegura y torpe se había mostrado Denise, con su deliciosa manera de superar el pudor entregándose casi como una virgen. Él se había dado cuenta de que, pese al matrimonio y la maternidad, aún no era realmente mujer.
Más tarde, mientras Denise se arreglaba con toda tranquilidad, deslizaron un telegrama por debajo de la puerta. Lo cogió, lo abrió y leyó:
Llego Hendaya 3 octubre. Salud bien. Besos.
JACQUES
Denise agachó la cabeza con un poco —una pizca— de remordimiento. Luego, casi enseguida, empezó a pensar, a ajustar las fechas… Yves se quedaría dos días más. Ella convencería a su marido para que volvieran a París de inmediato; al fin y al cabo, ya hacía fresco y Francette estaba cada vez más nerviosa tras aquella larga estancia a orillas del mar. Llegarían a casa el 4, como mucho el 5. Su vida cambiaría totalmente. ¡Qué alegría! Se acabarían los días interminables entre visitas y pruebas en las modistas, las largas horas sin nada que hacer y aquella sensación de vacío y aburrimiento que envenenaba su existencia de mujer feliz. Tendrían que buscar un sitio discreto; sabía que Yves poseía un piso de soltero, pero sería tan bonito disponer de un par de habitaciones coquetas, que ella llenaría de flores y que decorarían entre los dos… ¡Y los largos paseos por París! Era evidente que a Yves las viejas casas, las viejas calles, le gustaban tanto como a ella. Se imaginó deambulando en su compañía por los muelles del Sena en la penumbra y la soledad del atardecer, cuando los faroles de las gabarras se encienden a lo largo del río… Emocionada, pensaba en los pequeños cafés de la orilla que le habían llamado la atención al volver en coche de una visita en la Rive Gauche. Allí nadie los descubriría. Comprarían castañas en los puestos callejeros. En las tiendas de antigüedades encontrarían pequeños recuerdos absurdos, caros y encantadores, y libros —a ambos les gustaban las antiguas encuadernaciones y las páginas amarillentas y comidas por la polilla— para «su casa». Otras veces, Yves la llevaría al campo, a los plateados bosques de Fontainebleau, y cuando llegara la primavera, se las arreglaría para ir a comer con él a las afueras, bajo un cenador, a la orilla de un estanque donde croarían las ranas. No se le pasó por la cabeza que su idilio pudiera acabar antes de la siguiente primavera: era de esas mujeres que no entienden el amor si no es eterno. Se había entregado de una vez y por entero y, con la ingenua e ilimitada confianza de la niña que aún era, esperaba a cambio la total entrega del otro. Hizo un rebujo con el telegrama de su marido, lo arrojó distraídamente sobre la mesa y acabó de vestirse. La embargaba una dulce y profunda emoción, la absoluta certeza de haber hecho algo que la unía a Yves para siempre, algo similar, en definitiva, al ferviente sacrificio de una esposa.
El día pasó con extraña rapidez. Hacía viento, llovía, pero de pronto el cielo se aclaraba y el mar resplandecía como una inmensa lámina de plata. Sin importarles el barro de los caminos, Yves y Denise recorrieron la zona por última vez. Los árboles, zarandeados por la tormenta, perdían las hojas. En esa región, donde el tiempo varía sin cesar con inaudita rapidez, una noche de lluvia había bastado para que el radiante paisaje de la víspera se hubiera convertido en un desolado cuadro otoñal. Pasaban tiros de bueyes. Grandes aves llegadas del mar se perseguían tierra adentro con un siseo de alas casi a ras de suelo. Yves y Denise bajaron hasta el viejo puerto; los escalones de piedra rosácea, lamidos por el mar año tras año, eran tan lisos y suaves como mármol. Las antiguas murallas, las barcas, la casita de Pierre Loti, con su frondoso jardín y sus descoloridos postigos verdes, proyectaban en el agua sus móviles reflejos. Yves llevaba a Denise de la cintura. Su rostro, habitualmente cansado y un poco triste, parecía rejuvenecido por una expresión de apasionada ternura.
Ése fue el momento que eligió Denise para pedirle que se quedara dos días más en Hendaya, con ella. Estaba tan convencida de que accedería que su voz sonó despreocupada. Para su sorpresa, Yves, repentinamente serio, la miró perplejo.
—Pero Denise, pasado mañana es primero de octubre. Mis vacaciones acaban el uno. Pasado mañana tengo que estar en París.
—¿Te esperan?
—Me espera el trabajo, por desgracia…
—¡Bah! ¿Qué son dos días más o menos?
—Motivo suficiente para perder el trabajo —le explicó Yves con dulzura.
Desconcertada, se calló. Nunca se le había ocurrido preguntarle a qué se dedicaba. Su marido le había contado que Yves era rico, y Denise creía que tenía negocios, como Jacques y la mayoría de los hombres de su mundo, negocios sobre los que las mujeres como ella nada sabían, salvo que se traducen en cifras, a menudo en millones. Niña mimada, hija única de acaudalados industriales y joven esposa de un hombre que ganaba mucho dinero, inevitablemente vivía ajena a ciertos aspectos de la vida material. Comprendió que Yves era poco más que un empleado y, como asociaba los trabajos de oficinista con la idea de dependencia, se quedó sorprendida y apenada. Así que era pobre. Pero entonces, ¿qué hacía en Hendaya, donde debía de gastar al menos cien francos diarios? No acababa de entenderlo. Cierto es que aquella forma de vivir, renunciando a lo necesario por lo superfluo, habría asombrado a cualquiera. Pero ante el rostro súbitamente duro de su amante, comprendió que era mejor no insistir. Estaban sentados en la escalinata del puerto. Se limitó a posar la mano en el cabello de Yves y atraer hacia sí con suavidad su rebelde cabeza, que acabó apoyándose dócilmente en su regazo. Luego, la rodeó con las manos.
—Yves… —murmuró Denise al cabo de unos instantes—. Puedes irte cuando te parezca. Todavía tenemos toda una jornada para pasarla juntos, amor mío…
—No tan larga, Denise. Me marcho mañana a las siete.
—¡Pero bueno! ¿Te has vuelto loco? —exclamó ella, riendo—. ¿Qué necesidad tienes de madrugar tanto cuando hay un tren estupendo a las siete de la tarde que te dejará en París pasado mañana, a tiempo para llegar a la oficina?
—Ése sólo lleva literas, y yo viajo en segunda… He vivido a lo grande durante las vacaciones; ahora debo ahorrar. —Y con una especie de orgullosa torpeza, añadió—: No tengo la culpa de ser un nuevo pobre, Denise… No me lo tengas en cuenta.
—¡Oh, Yves! —protestó ella—. Desde que sé que no eres feliz, creo que aún te quiero más… —admitió tímidamente.
—Soy muy feliz, Denise —repuso él, sonriendo—. Pero no me arrebates nunca la felicidad, amor mío, porque si me dejaras, creo que ya no podría vivir solo como antes. Soy muy feliz —repitió, con aquella sonrisa suya tan dulce, que transfiguraba sus duras facciones, y posó los labios en la pequeña mano que sostenía entre las suyas—. ¿Cuándo llegarás tú?
—El cinco o el seis…
—¿Tan tarde?
—Es que volvemos en coche —le explicó, y de pronto sintió una especie de vergüenza por su lujo, por su riqueza, por el elegante Hispano que la devolvería a París, mientras que él regresaba en un traqueteante vagón de segunda.
—Es un viaje bonito… —se limitó a comentar Yves—. En otros tiempos, lo hacía a menudo… Pero las carreteras son malas, sobre todo hasta Burdeos. Tened cuidado y no corráis demasiado… Estaré muerto de preocupación.