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Al día siguiente, volvió a verla a la hora de la siesta en la arena caliente de la playa. Jessaint se había marchado a Londres, como había anunciado. Yves se acercó, acarició la rubia y húmeda cabecita de la pequeña France y habló con la mamá de ésta de su marido y de esos amigos comunes que suelen surgir fácilmente en la conversación cuando ambas partes se toman la molestia de buscarlos.

En el restaurante, donde volvió a coincidir con ella, comprobó que tenían mesas contiguas. La vio de nuevo en el vestíbulo, hojeando los periódicos. Y así sucesivamente… A partir de entonces, se la encontró a diario y a todas horas. No era nada extraordinario: Hendaya es un pueblo muy pequeño y ninguno de los dos salía de él. A Denise no le gustaba dejar sola a su hija; tenía el corazón ansioso y la imaginación inquieta de las verdaderas madres. En cuanto a Yves, disfrutaba la placidez de aquella monótona y deliciosa vida, que transcurría con la peculiar celeridad de algunos sueños felices… Mañanas radiantes, largos días de indolencia y sol, breves crepúsculos y aquellas noches españolas, que llevaban al mar todos los aromas de Andalucía… Para Yves, la presencia de Denise era tan natural y al mismo tiempo tan extraordinaria como la del océano. La silueta femenina se deslizaba por el cambiante decorado de los tamariscos como un hermoso reflejo nacido del sol y la sombra. Ya no lo sorprendía: del mismo modo, el brillo y el fragor de las olas llenaban su vigilia y su sueño de violentos colores, de una música salvaje que, de tan habituales, ya no percibía. Ante la belleza de Denise, permanecía frío y tranquilo. Todas las mañanas la veía corretear por la playa en traje de baño, ágil y semidesnuda, con el inocente impudor de los seres muy jóvenes y muy hermosos; sin embargo, no lo turbaba el deseo, no experimentaba esa irritación, esa quemazón de curiosidad que hace sufrir a los hombres al comienzo del amor. Era hermosa y, sobre todo, sencilla y natural, y esa sencillez, esa naturalidad, lo cautivaban de un modo casi inconsciente. No se preguntaba si era honesta, si tendría uno o varios amantes. No la desnudaba con los ojos. ¿Para qué? Denise carecía de secretos y, por tanto, de misterio. Si estaba a su lado, no pensaba en ella. Pero ¿no lo estaba siempre? Por la mañana, cuando la veía, se sentía feliz: ¿no era para él como el símbolo, la encarnación misma de aquellas maravillosas vacaciones? En Hendaya, cuando aún iba al colegio, todas las tardes veía pasar por el espigón a dos mujeres con mantilla negra, dos españolas. Hablaban aquella lengua ruda y áspera que aún no entendía. En la penumbra del atardecer no les veía las caras, pero cuando el pincel luminoso del faro las tocaba, surgían súbitamente, envueltas en aquel resplandor tan intenso como el de las candilejas. Luego se alejaban con un balanceo de faldas.

Yves nunca habló con ellas. Más tarde, supuso que eran doncellas del hotel. Ni siquiera le parecían guapas, y si de ellas estaba vagamente enamorado, como suele ocurrir a los quince años, desde luego lo estaba mucho más de la hija del guarda, su primera amante, y de la chica norteamericana a la que besaba en la boca detrás de las cabinas. Sin embargo, a éstas las había olvidado, mientras que si pensaba en esa época de su adolescencia, aquellas dos extranjeras reaparecían al instante en su memoria hablando entre sí en aquel idioma desconocido, con la mantilla negra en la cabeza y haciendo oscilar la falda… De forma similar, se decía que, si tiempo después volvía a ver a Denise por la calle, en París, recordaría con absoluta precisión la dorada y cálida playa en forma de arco a orillas del Bidasoa, en el deslumbrante esplendor de un día estival. La música tiene el poder de resucitar los días del pasado, en especial la música sencilla. Algunos rostros de mujer, pensaba Yves, también.