16

Yves abrió la puerta de su habitación, pero antes de entrar, se volvió hacia la oscuridad de la antecocina, como todas las tardes.

—¡Por favor, Jeanne, mi baño! —pidió con voz apagada—. Dese prisa… —Y se dejó caer en el sillón más cercano.

El baño vespertino sustituía al que no podía darse antes de marcharse a trabajar. Por la mañana, tenía que conformarse con lavarse a toda prisa con agua fría, tiritando en el cuarto de baño mal caldeado, mientras al otro lado de la ventana la fea y grisácea luz de las ocho teñía de melancolía árboles, cielo y tejados, que se sucedían hasta el infinito. En cuatro años, Yves no había conseguido acostumbrarse a despertar con un estremecimiento, con una opresión en el pecho, con una necesidad nerviosa de bostezar, de desperezarse, que le recordaban las noches en la trinchera, cuando la alerta interrumpía de repente su sueño y lo obligaba a levantarse de un salto en la oscuridad. El resto del día seguía con una indefinible sensación de malestar y agotamiento. Soñaba con aquel momento de descanso, con sumergir al fin su cansado cuerpo en la profunda bañera de agua caliente y perfumada, como los internos de un colegio se imaginan la sopera humeante en la mesa familiar a la hora de la cena. Le parecía que, con la suciedad de la jornada, se libraría también del cansancio y el mal humor, de las preocupaciones y la atmósfera tanto física como moral de la detestada oficina.

Ese día en concreto, el trabajo cotidiano se le había hecho aún más pesado de lo normal. Con tiránica omnipotencia, el tiempo ejercía su influencia sobre él, que se sentía nervioso como una mujer. Y esa mañana la fina llovizna que, parsimoniosa y gris, tamborileaba en las ventanas con humilde pero obstinado repiqueteo le había crispado los nervios. En cuanto levantaba la cabeza, veía la oscura y embarrada calle; tristes espaldas encorvadas bajo relucientes paraguas pasaban a toda prisa, como un rebaño ahuyentado por una mano invisible, mientras los grandes letreros luminosos giraban en el negro cielo. Hacia las cinco había dejado de llover. En el horizonte apareció una franja de claridad rosada; por un momento, las calles mojadas la reflejaron, brillantes como amatistas. Pero en la oficina las lámparas de tulipa verde se encendieron y, al instante, fuera se hizo de noche. El tecleteo de las máquinas de escribir, el olor a tinta… la tensión en la nuca y la espalda encorvadas, el picor de ojos… las columnas de cifras, que se alineaban y aumentaban sin cesar… la montaña de cartas, que nunca decrecía, como el saco de oro de los kobolds del cuento alemán, el saco que había que vaciar y rellenar una y otra vez durante mil años, y luego otros mil, por haber sorprendido al viejo Rhin jugando con las lentejuelas de oro de sus ondas al anochecer… A su alrededor, las cabezas de los empleados, siempre idénticas, inclinadas, concentradas en su tarea… Yves no podía entender que aquel sitio junto a la ventana, con sus correspondientes dos mil quinientos francos mensuales, fuera el sueño vital de sus subordinados, cuando a él se le antojaba una mezcla de internado y prisión.

En la mesa de al lado, Mosés, el prototipo del joven judío rico y elegante, de larga y puntiaguda nariz y anguloso y pálido rostro, compulsaba cifras como el enamorado que relee con ojos ávidos una carta de su novia. Daba igual si pasaba a limpio el informe de la última junta general o constataba el alza de la libra esterlina y la bajada de la caña de azúcar en el mercado de Haití, Mosés siempre desplegaba la misma actividad prodigiosa y mostraba idéntico interés febril. Yves lo envidiaba y recordaba lo que un día le había dicho su jefe, también judío pero de la vieja escuela, con una nariz casi inconveniente y una barba de un gris sucio: «Lo que a usted le falta, mi querido Harteloup, es una gota, una sola gotita de nuestra sangre». Volvió a ver el gesto de la fofa y peluda mano y a oír el acento teutón: «Una goda, una soda godida…». Sonrió con tristeza. ¿Tendría razón aquel animal?

Le irritaba no poder librarse de los recuerdos de la jornada, que retornaban a su cansada mente como un estúpido sonsonete pegadizo, como esos fragmentos de pesadilla que no se van de la cabeza aún atontada por el sueño.

Nervioso, hizo crujir los nudillos. «Maldita vida…».

—¡Pero bueno, Jeanne! —gritó con irritación—. ¿Y ese baño?

La criada entró con paso vacilante. Un poco sorda, cuando le hablaban adelantaba su afilado rostro de hurón y entornaba los vacíos, cansados y resignados ojos de mujer del pueblo.

—¿Me ha llamado el señor?

—Mi baño.

—Pero… señor… Ya sabe que esta mañana no funcionaba el calentador de gas…

—¿Y no ha llamado al operario?

—Sí, señor.

—¿Entonces?

—Entonces, no ha venido, señor.

Yves abrió la boca para gritarle que era una inútil —tenía poca paciencia—, pero al reparar en su tranquilo e inexpresivo rostro, se contuvo, avergonzado, y esbozó un gesto de cansancio.

—Está bien… Caliente agua… ¿Por qué ha dejado que se apagara el fuego?

—Se me ha olvidado —admitió Jeanne, y se arrodilló pesadamente para soplar sobre los húmedos troncos, que humeaban y se negaban a prender—. Está acabándose la leña —señaló, tras un breve silencio—. El señor no me ha dejado dinero…

—Está bien, está bien —la atajó él.

Se bañó lo mejor que pudo con los dos baldes de agua que Jeanne le calentó en la cocina; luego se puso el pijama y se sentó ante su solitaria cena, junto a la chimenea. Tumbado a sus pies, Pierrot jadeaba suavemente en sueños.

Con aire distraído, se comió los huevos pasados por agua, demasiado hechos, y la loncha de galantina, y se bebió la copa de Montrachet que le había servido Jeanne advirtiéndole que era de la última botella, antes de subir a acostarse. En el piso vacío, el reloj latía como un corazón. Recordó que, de más joven, le encantaba la paz que reinaba en las habitaciones en ausencia de sus ocupantes. En esa época, la soledad lo embriagaba como un fuerte y amargo licor, pero ahora le producía un vago temor. A veces, no podía evitar imaginarse que enfermaba en plena noche, se ahogaba, se asfixiaba, pedía socorro en vano, mientras Jeanne dormía tan tranquila en la buhardilla. Le avergonzaba ser tan aprensivo, pero aun así se estremecía al ver cómo se adensaban las sombras en los rincones de la habitación y entre los pliegues de las cortinas. En tales momentos, comprendía muy bien por qué la gente se casaba… precisamente para tener «eso», una presencia, el frufrú de unas faldas, alguien a quien contarle cosas insignificantes, a quien gruñirle sin motivo cuando se está de mal humor, alguien que sigue ahí mientras uno guarda silencio. Sin embargo, era extraño… En esas ocasiones, jamás pensaba en Denise. En el fondo, aquella relación sólo lo cansaba. A una hora fija tenía que mostrarse tierno, amoroso, apasionado; a pesar de estar agobiado por las mil preocupaciones cotidianas, que lo acosaban como moscas un día de calor, debía pronunciar palabras bonitas, sonreír, acariciar; cuando la jaqueca le atenazaba las sienes, se veía obligado a hablar para no ver el ansia en los ojos de Denise, para no oír la eterna, triste y dichosa pregunta: «¿Qué te pasa? ¿En qué piensas? ¿Ya no me quieres?». Yves no deseaba convertir a aquella mujer joven y bonita, buena y alegre, nacida para reír, amar y ser dichosa, en la confidente de sus mezquinos e incontables problemas; por otra parte, se decía, una amante era capaz de consolar un gran dolor romántico, pero no de escuchar por mucho tiempo y sin impacientarse a un hombre que le dijera: «Verás, necesito trescientos francos para pagar los impuestos; Jeanne ha vuelto a olvidarse de llamar para que arreglen el calentador; los muebles están llenos de polvo; la cortina de encaje tiene un desgarrón; habría que cambiar la tapicería de seda del sillón, que está deshilachándose… Pero no tengo tiempo, y tampoco para comprarme sábanas, ropa interior, calcetines…». Así que o callaba o hablaba de temas triviales, o bien decía bobadas bonitas que no eran exactamente mentira pero que, como se sentía obligado a decirlas, le producían un cansancio mortal…

«Con ella tendría que estar siempre moralmente en esmoquin —pensó con especial irritación—. Por desgracia, ya no puedo permitírmelo…».

Luego, con más resignación que esperanza, recordó que Denise le había prometido telefonearle hacia las diez. Probablemente, con el pretexto de ir al teatro o a casa de una amiga, le haría una visita. Suspiró. Era extraño… Cuando estaba seguro de que la vería, posponía el momento del encuentro cuanto podía, no tanto por desgana como por pereza. Perdía el tiempo, deambulaba por las calles, se inventaba mil excusas para llegar tarde, seguro de la presencia, la ternura y el amor de Denise. Pero bastaba que a ella le surgiera un imprevisto para que se sintiera de nuevo enamorado, inquieto y presa de una impaciencia deliciosa. Si Denise sufría una ligera indisposición, se asustaba, se torturaba, se volvía dulce y cariñoso; si le dolía algo, Yves notaba su dolor en carne propia y no podía separarse de ella, que de pronto se convertía en lo que más le importaba en el mundo. Pero al día siguiente Denise se recuperaba e Yves volvía a arrastrar su amor como una pesada carga.

Esa noche, mientras esperaba su llamada, se sentó a la mesa, apartó a Pierrot, que se empeñaba en olisquearle la mano con el negro y húmedo hocico, y suspirando con resignación empezó a revisar un fajo de papeles: facturas pagadas o no, cuentas de los sastres, listas de Jeanne. A final de mes, siempre le faltaban unos centenares de francos indispensables. Así que, alrededor del día 20, se obligaba a dar un largo y dificultoso repaso a las cuentas, que indefectiblemente acababa poniéndolo de mal humor, pues constataba que, una vez más, no había cumplido las promesas de economizar que se hacía. Con sus dos mil quinientos francos de sueldo, algunos de sus compañeros, casados y con hijos, parecían vivir con desahogo. En cambio, él pasaba apuros desde mediados de cada mes. Lo cierto es que sabía el motivo y que sus dispendiosas costumbres, como los taxis por la mañana para no llegar tarde al trabajo, los cigarrillos caros, la ropa de buena calidad y las propinas frecuentes y generosas, comprometían gravemente el equilibrio de su presupuesto. Lo sabía, pero era incapaz de cambiar; prefería renunciar a lo necesario por lo superfluo y, sin embargo, eso le hacía sufrir. No tenía un temperamento bohemio, y ya no era tan joven como para vivir con despreocupación. Solamente los dientes de veinte años muerden con apetito un mendrugo.

Suspirando, apartó los papeles y apoyó la cabeza entre las manos. Pasaban de las diez. Denise ya no llamaría. Se sentía más aliviado que decepcionado. Al fondo de la habitación, la lámpara iluminaba la cama ya abierta, las sábanas blancas. Imaginó con placer la frescura de la tela, la mullida almohada, la tranquilidad de dormir solo, el descanso, la paz. ¡Oh, meterse entre aquellas sábanas y subir el cubrepiés de satén verde con bordados de abejas doradas que había pertenecido a su tío abuelo, senador durante el Imperio! Encender un cigarrillo, elegir uno de sus libros favoritos, mil veces releídos, de la mesa giratoria con incrustaciones de nácar y concha que se hallaba junto a la cama, y hojearlo unos instantes; luego apagar la luz, volverse hacia la pared, dormirse… Los ojos le escocían, le pesaban. Los abría cuanto podía, como los niños que no quieren acostarse. De pronto, sonó el teléfono. Descolgó. Efectivamente, era Denise.

—Yves, cariño, ¿te reúnes con nosotros en el Perroquet dentro de una hora?

—¡No, no, ni pensarlo! —exclamó él.

—¡Oh, Yves! ¡Ven, por favor! —le suplicó ella con una vocecita tan apenada y humilde que Yves sintió lástima y un asomo de vergüenza.

«En el fondo, es verdad, parece que tuviera noventa y ocho años», pensó suspirando con resignación.

—Está bien. Hasta ahora, Denise.

Pierrot lo miraba meneando la cola; luego, sus dorados ojos se volvieron hacia la cama con expresión perpleja. «Pero bueno, ¿por qué no te acuestas? —parecían preguntar—. Es tarde… Apagaríamos la luz, yo me tumbaría en mi sitio favorito, al lado del fuego, sobre esa piel de animal que tiene un delicioso olor almizclado a rata, aunque tú, humano, ser incompleto, seas incapaz de percibirlo… El reflejo de las llamas bailaría en el techo antes de morir y yo vigilaría mientras duermes. Los dos solos, tranquilos…». Pero Yves iba de aquí para allá por el piso helado con los ojos enrojecidos de sueño, buscando en la cómoda y en la oscuridad de los roperos las diferentes prendas de vestir, el traje, la dura pechera almidonada, los calcetines de lana y la gran bufanda blanca de crespón de China con sus iniciales bordadas en negro, que Jeanne se empeñaba en cambiar de sitio todas las semanas.