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Se tumbó cuan largo era en la arena caliente, que crujía bajo sus pies. Cerró los ojos, relajó el cuerpo y se quedó aún más quieto para, con cada centímetro de piel abrasada por el sol, con todo el rostro ofrecido a la resplandeciente luz del cielo de agosto, pálido de calor, disfrutar de una sensación única de dicha silenciosa, perfecta, casi animal.
Alrededor, ágiles y semidesnudos, deambulaban hombres y mujeres, jóvenes y atractivos en su mayoría, e increíblemente bronceados. Otros, tumbados al sol en grupo, secaban sus chorreantes cuerpos, como él. Adolescentes de torso desnudo jugaban a la pelota en la orilla, como sombras chinescas deslizándose por la arena clara. Cansado tras el largo baño, Yves cerró los ojos. El fulgor del mediodía atravesaba sus párpados y lo sumía en unas tinieblas de fuego, en las que rodaban grandes soles a la vez oscuros y deslumbrantes. Las olas rompían con ruido de potentes alas, colmando el aire con su sonoro batir. Una aguda risa infantil arrancó de su letargo a Yves; unos rápidos piececitos pasaron corriendo junto a él y, al instante, un puñado de arena le salpicó el cuerpo. Se incorporó.
—¡Pero bueno, Francette! —exclamó una voz de mujer indignada—. ¿Quieres portarte bien y venir aquí ahora mismo?
Ya del todo despierto, Yves se sentó con las piernas cruzadas y los ojos bien abiertos. Vio una atractiva silueta femenina enfundada en un bañador negro, que tiraba de la mano de una niña de dos o tres años, regordeta y muy vivaracha, con un casquete de pelo rubio, desteñido por el sol hasta volverse pajizo, y un cuerpecito rollizo y tan oscuro como el de un negrito.
Las observó mientras se dirigían al agua. Con placer inconsciente, causado tanto por la pequeña como por la guapa mamá, las siguió con la vista largo rato. No había logrado distinguir el rostro de la adulta, que sin embargo tenía una figura tan grácil como una pequeña estatua. Sonrió al imaginar el cúmulo de circunstancias que habrían sido necesarias en París para disfrutar de aquel espectáculo, que tan natural parecía allí. Según la veía en ese momento, con las líneas y las sinuosidades de su cuerpo perfiladas en el fino bañador, aquella mujer, morena y rosa, le pertenecía un poco también a él, un desconocido, puesto que se mostraba casi tan desnuda como lo habría estado frente a un amante. Quizá por eso, cuando la joven desapareció entre la multitud de bañistas, Yves sintió una pequeña, fugitiva angustia, una de esas extrañas pesadumbres que son a los grandes disgustos lo que el pinchazo de una aguja a la herida de un cuchillo.
Se tumbó sobre un costado con una leve y repentina sensación de tedio y empezó a jugar distraídamente con un puñado de dorada arena, que se deslizaba entre sus dedos como las finas, sedosas e irritantes hebras de una cabellera. Luego, volvió a mirar el mar, con la esperanza de ver surgir de las olas a la desconocida. Morenas y sonrosadas figuras femeninas desfilaban ante él, pero, para su impaciencia, no la que había visto hacía un momento. Al final, consiguió localizarla gracias a la niña, que atrajo su atención con su llanto y sus pataleos: el motivo de su sonoro berrinche era el agua salada, que sin duda acababa de probar. La mamá reía sin poder contenerse, la llamaba «tontorrona» y trataba de consolarla. De pronto, se agachó, la levantó en el aire, se la sentó en un hombro y echó a correr. Yves apreció con toda claridad el contorno de sus pechos, altos y bien modelados, y de su talle, flexible y robusto, como sólo lo tienen las mujeres muy jóvenes del presente, que nunca han usado corsé, andan mucho y han bailado toda la vida. Fuerte y a la vez delicada, evocaba vagamente la idea de una mujer griega que corriera con el cuerpo erguido, sosteniendo un ánfora sobre el hombro en posición vertical. Así era como llevaba a su preciosa hijita, y parecía muy sencilla y muy hermosa en aquella hermosa y sencilla naturaleza. Con una especie de ansiedad, Yves se apoyó en los codos para observarla a placer cuando pasara frente a él: quería verle la cara.
Y se la vio: casi tan atezada y bronceada como la de su pequeña, con la barbilla redonda y hendida por un hoyuelo, los labios rojos, húmedos y entreabiertos, que debían de saber a agua y sal, y la expresión entre candorosa y seria de los niños y a veces de las mujeres muy jóvenes. Luego, también se fijó en la corta melena, en los negros mechones que, agitados por la fuerte brisa marina alrededor de la pequeña y despejada frente, recordaban, fuertes y rebeldes, los rizos de mármol de la estatua de un adolescente griego. Era realmente bella. Pero ya había desaparecido dentro de una tienda. Yves, que no había tenido tiempo de fijarse en el color de sus ojos, se sintió decepcionado.
Poco después, cruzaba el jardín del hotel. El aire libre y el sol lo mareaban un poco, le producían un ligero dolor de cabeza, irritante y tenaz. Caminaba despacio y con los ojos entornados, sin conseguir librarse de aquella terrible luz, que parecía haber quedado atrapada entre sus pestañas y le hería la vista, acostumbrada a los tonos más apagados del cielo parisino. Al entrar en el vestíbulo, lo primero que vio fue la niña que le había arrojado arena, saltando y riendo a carcajadas sobre las rodillas de un hombre vestido de blanco. Yves lo miró con atención y creyó reconocerlo. Le preguntó su nombre al botones del ascensor.
—Es el señor Jessaint —respondió el chico.
«Pero si lo conozco…», se dijo Yves.
No le cabía la menor duda de que era el marido de la preciosa criatura de la playa; mas, en lugar de alegrarse de la casualidad, que le permitiría conocerla de un modo sencillo, rápido y cómodo, con toda la incongruencia de que es capaz el ser humano, refunfuñó:
—¡Vaya por Dios! Gente de allí… ¿Es que no pueden dejarlo a uno solo y tranquilo quince días?