13

Ese domingo, la señora Franchevielle, madre de Denise, y Jean-Paul Franchevielle, su primo, un guapo muchacho de veintitrés años de mirada impertinente y una mueca sarcástica en los finos labios, comían en casa de los Jessaint. Era un hermoso día de diciembre, gélido pero muy luminoso. El sol inundaba el comedor con una claridad tenuemente rosada y hacía bailar en las paredes los destellos de la cristalería. De pronto, la cara de Denise apareció a plena luz, pálida, tensa, con esas insidiosas sombras que a veces asoman en los rostros jóvenes, oscureciendo los párpados y remarcando las comisuras de los labios en el lugar de las futuras arrugas, como una discreta advertencia.

—¿Estás enferma, Denise? —le preguntó su madre.

A sus cuarenta y nueve años, la señora Franchevielle aún era una mujer atractiva que no temía aparecer al lado de su hija en traje de noche, con los brazos desnudos bajo la cruda luz de las arañas. Ese día, hábilmente maquillada, con sus perfectos y blancos dientes, la espesa y lustrosa cabellera, aquel aspecto saludable y su buen humor, parecía más joven que Denise, incluso con aquel sol implacable. Su hija la quería mucho y le estaba agradecida por haber sido una madre atenta, inteligente y buena, que disimulaba su profunda ternura con una actitud un tanto distante y burlona. Había sido poco efusiva, poco cariñosa; pero en el fondo de su memoria, Denise tenía presentes las nueve noches de escarlatina, durante las cuales, en todo momento, entre el delirio y la fiebre, había visto los ojos de su madre pendientes de ella, fijos en los suyos con la tenaz voluntad de salvarla, con una tozudez que, en efecto, la había arrancado de la muerte. Hermosa como era y viuda desde muy joven, la señora Franchevielle había tenido, y sin duda seguía teniendo, aventuras discretas y de buen gusto, sobre las que Denise no quería saber nada concreto, pero que adivinaba vagamente y que, en lugar de disminuir el respeto que sentía por su madre, casi lo aumentaban, pues la convertían en el símbolo de la mujer por excelencia, que lo sabe y lo ve todo, y por tanto es más comprensiva. La perspicacia de la señora Franchevielle era proverbial; su hija nunca había conseguido ocultarle nada. Ese día, azorada ante su pregunta, una vez más se limitó a enrojecer.

—¿No irás a hacerme abuela por segunda vez? —exclamó la señora Franchevielle fingiéndose escandalizada.

—No, mamá, tranquilízate —replicó Denise con una sonrisa tan triste que la mujer cambió de tema con habilidad.

A la hora del café, los comensales abandonaron el comedor y se instalaron en el saloncito biblioteca contiguo, decorado con hermosos grabados, flores y libros antiguos. Jean-Paul se levantó para ayudar a su prima.

—Así me gusta, que hagas de señorita de la casa —le dijo Denise con aquel pequeño rictus en los labios que quería pasar por sonrisa.

—Ahora ya estoy seguro —le susurró Jean-Paul, maniobrando entre las tazas con habilidad.

—¿De qué?

—De que tienes un amante, primita. Ese pobre Jacques es… —Jean-Paul hizo el gesto del cornudo hacia la espalda de Jessaint y Denise palideció—. Bueno, bueno, no te asustes. Pero tienes una cara, Denise… ¿La cosa no funciona, o es que el amor te agota?

—¡Calla, por favor, calla! —le pidió ella.

Había tanto desaliento en sus ojos que Jean-Paul la miró con una expresión de sincera y afectuosa simpatía.

—Pobrecita mía… Estás pasándolo mal… Ah, si de todas formas ibas a ponerle los cuernos a ese pobre infeliz, ¿por qué no me hiciste caso, aquí mismo, hace un año?

Denise no pudo evitar sonreír al recordar la escena en que Jean-Paul, con su labia de colegial, se le había declarado mitad apasionado, mitad guasón, persiguiéndola de mesa en mesa y de rincón en rincón con tal entusiasmo que su acoso se había convertido en una especie de juego del escondite, como los de su infancia común.

—Mi pobre Jaja… —dijo Denise, como cuando eran pequeños—. ¿Hacerte caso, dices? Fuiste tan brusco y torpe como un gallito.

—Eso lo dices porque no te juré amor eterno ni mezclé la luna y las estrellas con mis sentimientos. ¡Eres la última romántica, primita! Las palabras serán tu perdición. Pero las palabras no significan nada.

—Así que tú también piensas así —murmuró ella, sorprendida—. Y eso que eres joven… Pero ¿acaso me amabas?

—Por lo pronto, te deseaba. Además, siempre he sentido algo por ti, aquí dentro, aunque no sé si es amor —admitió él con sinceridad.

—Sois todos iguales —replicó Denise con voz un poco alterada—. Ternura, deseo… algo aquí… ¿Por qué no decir sencillamente «amor»? ¿Es que os asusta la palabra?

—Y la cosa, primita, también la cosa… Aparte de que, desde la guerra, ya no se sabe muy bien qué es eso. Mira, cuando iba detrás de ti, te adoraba, como tú dirías, y después, cuando me mandaste a hacer gárgaras, lloré como un becerro, no creas; pero en ningún momento dudé que me consolaría, porque en el fondo no hay mujer de la que uno no se consuele… Nosotros lo sabemos desde que nacemos.

—Nosotras no.

—Tú y algunos otros especímenes fatalmente condenados a sufrir, que nos consideráis unos groseros porque nos ofrecéis el amor eterno en bandeja de plata y tenemos la desfachatez de rechazarlo. Pero sois la excepción. Las demás mujeres hace tiempo que pusieron en práctica el verso de Baudelaire, con un pequeño añadido: «Sé encantadora, calla… y desaparece». —Mientras trasteaba con las cucharillas, Jean-Paul se las ingenió para cogerle la mano—. De todas formas, si alguna vez necesitas a alguien que te ayude a pasar «las lentas horas del crepúsculo» (se dice así, ¿verdad?), acude a Jaja… Pero cambiando de tema (ahora ya no me dirijo a Denise, sino a la señora Jessaint, esposa del riquísimo señor Jessaint), recuerda, ¡oh, Denise!, que en otros tiempos jugábamos juntos, que te ayudaba a birlar mermelada, que fui testigo en tu bendita boda, que…

—¿Necesitas dinero?

—No se te escapa una.

—¿Tienes una amiguita?

—No, un cochecito… Es mejor que una mujer, pero no sabes cómo traga. Y la semana pasada, cuando quise sablearlo, mi padre me mandó a freír espárragos.

—¿No tienes ninguna amiguita?

—Sí, pero no me cuesta nada, la mantiene un viejo.

—¡Oh, Jean-Paul!

—¿«¡Oh, Jean-Paul!», qué? Si gasto, mal. Y si ahorro, también mal.

—¿Te gusta?

—¡Ya lo creo! Es una preciosidad: elegante y con el capó un poco alargado…

—¿El qué?

—El capó. ¿No sabes que los coches tienen capó?

—¿Te referías al coche?

—¡Claro! ¿A qué iba a referirme?

—Eres imposible, Jean-Paul… Te daré dos mil francos. Y ahora ve a servir los licores.

Jean-Paul se escabulló sin molestarse en agradecérselo. Tras servir el café, Denise se sentó con la taza en su sitio preferido, en un cojín frente a la chimenea, y se ensimismó en las rosadas lenguas de fuego.

—¿Estás dormida, Denise? —La voz de su madre la sacó de su ensoñación—. He dejado el sombrero en tu habitación. ¿Me acompañas?

Una vez en la alcoba, la señora Franchevielle se acercó a su hija y le posó las manos en los hombros.

—Qué carita tan triste tienes, cariño. Dile a mamá lo que te atormenta…

—No puedo.

—¿No te ayudaría?

—No, mamá, te lo agradezco… No te preocupes, lo sobrellevaré… Cuando sea demasiado duro para soportarlo sola, te lo diré… Pero ahora no me preguntes.

La señora Franchevielle entornó sus hermosos y miopes ojos, que parecían leer hasta en el fondo de los corazones.

—De acuerdo, cariño —se limitó a decir.

Hacia las tres, Denise se quedó sola. Su madre se había ido. Su marido tenía que hacer unas visitas y también había salido.

—De repente se ha vuelto sociable —masculló Denise con un deje de ironía, con la pizca de agresiva irritación que las mujeres no pueden evitar sentir hacia sus maridos cuando sus amantes las hacen sufrir.

Pero se había guardado mucho de retenerlo o acompañarlo. Después se quitó de encima a Jean-Paul, que no se separaba de sus faldas.

Un fino rayo oblicuo color albaricoque maduro penetraba en el salón e iluminaba el relojito de marfil. Denise miró la hora. La tarde anterior, como todos los días, al separarse de Yves le había preguntado: «¿Nos vemos mañana?». Siempre se proponía esperar a que fuera él quien formulara la sencilla pregunta, pero cada vez, en el último momento, acababa murmurándola ella, cobarde, tímida, apresuradamente. No obstante, en un par de ocasiones había tenido el valor de callar. Al día siguiente, él le había telefoneado a la hora habitual, pero la incertidumbre en la que ella había vivido hasta ese momento casi la había hecho enloquecer. La incertidumbre… Ése era su problema. Estaba casi segura de que no la engañaba. ¿Por qué? No tenía ni tiempo, ni ocasiones, ni siquiera tentaciones, seguramente. «Pero eso sería lo de menos, eso se perdona», pensaba. Lo que necesitaba, como el aire para respirar, era la certeza de que la amaba. No lo sabía. No sabía nada. Aunque siempre estaba cansado, aburrido, preocupado, hastiado, se mostraba tierno con ella y Denise notaba que la deseaba. Sin embargo, siempre tenía la sensación de ser la única que se aferraba con todas sus fuerzas a su amor. Si lo dejaba, sabía que él no movería un dedo para retenerla, por pereza o apatía innata, lo que le producía una especie de inmenso cansancio moral, como si llevara una valiosa carga demasiado pesada para sus débiles y temblorosas manos. Sin embargo, Yves no era malo, sino noble y considerado, pero ni comprendía ni percibía su sufrimiento. Cuando le preguntaba «¿Nos vemos mañana?», él respondía cada vez: «Ya te llamaré yo, cariño». Le parecía lo más natural: Denise le había dicho muchas veces que ella era libre, que podía organizarse como le conviniera a él, siempre muy ocupado con su trabajo, sus cosas, los mil problemas de un soltero pobre, con los que no quería aburrirla. Era mejor darse cita en el último momento y no arriesgarse a que la frustrara un súbito contratiempo. Parecía lógico. No obstante, aquella espera junto al teléfono se había convertido en una tortura cotidiana para Denise, un lento y refinado suplicio que ella no habría sabido explicar, pero que sin embargo él debería haber comprendido. Y esa incomprensión era justo una de las pruebas más terribles de que entre ellos no existía la extraña fibra sensible que une a dos seres humanos, los anuda hasta convertirlos en uno y, misteriosamente, los hace gozar de las mismas alegrías y sufrir con las mismas penas. Sí, carecían de algo inasible, indefinible, sencillamente lo que llamamos amor recíproco, quizá.

Las tres… No obstante, aún estaba tranquila, confiada. Siempre le pasaba. Cogió un libro y leyó varias páginas con interés. A las tres y diez empezó a no entender una sola frase. Las palabras habían perdido su significado; ya no eran más que pequeños signos negros que bailaban sobre el blanco papel. «En lo alto del cielo, la luna parecía la punta de un cono de blanca luz… —leyó y releyó varias veces—. En lo alto del cielo, la luna… La luna…». No lo entendía. Cerró el libro con un golpecito seco. Cogió un pulidor de uñas y empezó a frotárselas obstinadamente, hasta quedar hipnotizada por su reluciente superficie. Pero su cabeza no paraba. Se levantó. En el pasillo, vaciló unos instantes. La verdad es que no sabía qué hacer. No tenía nada, absolutamente nada que hacer… Abrió la puerta del cuarto de Francette. La pequeña recortaba figuras sentada en la trona, junto a la inglesa. Por un momento, la blancura y la tranquilidad de la habitación le produjeron una sensación de paz y serenidad. Su hija parloteaba con su aguda vocecita de pájaro; el fuego crepitaba en la chimenea; el gato negro se lamía y ronroneaba con un rumor de agua hirviendo. Denise se sentó junto a Francette y le acarició el pelo. Pero de pronto dio un respingo, nerviosa.

—¿No ha oído el teléfono, señorita?

—No, señora —respondió plácidamente la inglesa.

Mas Denise seguía inquieta. Se dijo que desde allí no oiría bien el débil timbre del teléfono, amortiguado por las colgaduras, y los criados eran tan distraídos… No podía estarse quieta. Aguzaba el oído y cada dos por tres se sobresaltaba, cuando pasaba un autobús o Francette hacía tintinear con los dedos los animales de porcelana de Copenhague que adornaban su habitación. De pronto, se levantó y casi corrió a su habitación. Esta vez estaba segura.

—¿Sí? ¿Sí?

Era una simple conocida. Denise se vio obligada a escuchar preguntas banales y preguntar a su vez con fingido interés, informarse de cosas que no le interesaban en absoluto. Por fin colgó, temblando como una hoja. Las cuatro menos cuarto. Puede que Yves hubiera intentado telefonearle… Fue a sentarse en una silla baja, entre la ventana y la chimenea encendida. Qué silencio… En la casa desierta se oía hasta el menor sonido, el crujido de un mueble, los pasos quedos de un criado en el comedor. Abajo, la pesada puerta cochera se cerró con un ruido sordo de campana. Fuera, por la avenue d’Iéna, que los domingos parecía una tranquila calle de provincias, pasó un coche. A continuación volvió a reinar un silencio opresivo, sepulcral, la singular paz de los domingos parisinos en los barrios acomodados.

Con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos, Denise contemplaba el fuego intentando no pensar, como cuando queremos conciliar el sueño y procuramos amodorrarnos, con la mirada en el vacío y la mente en blanco, sin pensar, ¡sobre todo sin pensar, Dios mío! Pero poco a poco, lenta e irremediablemente, su rostro se volvía hacia el rincón en penumbra donde estaba el teléfono, como si en lugar de un objeto inanimado fuera un irónico y mudo diosecillo de plástico y metal al que podía implorar. Las cuatro pasadas… No llamaba… Se le había olvidado… No, era imposible, no se le había olvidado… Pero ¿por qué no telefoneaba, Dios mío, por qué? ¡Oh, qué suplicio estar allí con las manos heladas, el corazón al ralentí y su vida entera pendiente de aquel horrible aparato que relucía, callado y burlón, en aquel rincón oscuro! El suplicio de aguardar en vano oír el timbre. El reloj dio la hora. Denise brincó en la silla, pálida. Las cuatro y media… Descorazonada, empezó a sollozar suavemente. De pronto, un timbrazo resonó con fuerza, nítido, insolente.

Denise levantó el auricular con una mano que se esforzaba por no temblar, temiendo que se tratara de un error. Pero no, era la voz de Yves, aquella voz profunda y ligeramente opaca.

—¿Denise?

—¿Cariño?

—Estoy muy ocupado, Denise… No podré verte hasta dentro de una hora, hora y media. Lo siento.

—¿En domingo?

—Así es.

Denise creyó percibir un deje de dureza en su voz y cedió enseguida.

—Cuando quieras. ¿En tu casa?

—No, en mi casa no.

—¿Por qué?

—Ya te lo explicaré.

—¿Entonces?

—¿Estás sola?

—Sí.

—Pasaré a verte.

—Está bien —dijo Denise despechada, desafiante, con frialdad.

La comunicación ya se había cortado. De repente, la invadió una gran calma. Y recordó de golpe que tenía un montón de cosas por hacer: no había comprobado las cuentas del mayordomo; le habían traído un sombrero de la tienda de Georgette que no se había probado; debía elegir encajes para adornar la ropa blanca que había encargado. Con el corazón apaciguado, dedicó una media hora a esas ocupaciones. Luego, fue de nuevo a peinarse, empolvarse y perfumarse cuidadosamente las zonas del cuello y los brazos en que él solía besarla; se puso la bata preferida de Yves; colocó ella misma las tazas de té en el velador; llenó de oporto la licorera de cristal oscuro, que brilló como un rubí; arregló las flores; puso cigarrillos en una caja de laca verde y negra procedente de Moscú, que a él le gustaba; y lo colocó todo cerca del fuego, a la sombra rosácea de la lámpara. Y una vez más, se dispuso a esperar. Esperar, en eso consistía ahora su vida. Esperar a que sonara el teléfono, a que Yves llegara a la cita, o a su casa… ¡Ah, qué horrible suplicio el de amar! ¿Y para qué? Lo que la unía a él no eran sus caricias; ella no era sensual, como la mayoría de las mujeres muy jóvenes, ni demasiado feliz entre sus brazos, siempre atormentada por una angustia indefinida, sorda y devoradora, como una enfermedad cuyo nombre ignoramos pero cuya presencia sentimos. Sin embargo, pese a esa inquietud, a veces —¡qué pocas veces!—, cuando estaba sentada en las rodillas de su amante y, deslizando la mano por la abertura de la fina camisa de seda, la posaba en su pecho, ahí donde late el corazón, experimentaba una maravillosa sensación de paz… Y por ese raro minuto de la deliciosa tranquilidad del amor, estaba dispuesta a soportar cualquier sufrimiento. Ahora esperaba… Sus ojos y sus nervios estaban adormecidos. Sólo su oído, maravillosamente aguzado y pendiente del menor ruido de la calle, parecía vivo. Unos pasos se acercan, pasan frente a la casa, se alejan. Un coche afloja la marcha, se detiene… no, se marcha. Luego el sordo zumbido del ascensor y el timbre del piso de abajo… Pero ¿por qué tardaba tanto? ¿Y si había tenido un accidente? Todos los días algún taxi quedaba destrozado en alguna esquina de un bulevar… ¿Y por qué no había querido que fuera a su casa? Su imaginación lo exageraba, lo agigantaba, lo distorsionaba todo… ¿Y si la engañaba? A saber. Tal vez tuviera otra amante. Tal vez, cansado de ella, hubiera reanudado una antigua relación… O iniciado una nueva. Se imaginó a Yves acostado con otra, pensando con desgana: «¡Bah! Hoy Denise tendrá que esperar». Se torturaba sin razón, como una niña enferma. Y de pronto la asaltó otro temor. ¡Ay, ése siempre lo llevaba dentro!, como el miedo a la muerte, que dormita en el cobarde corazón del ser humano y despierta con una risa sarcástica a ciertas horas horribles… El miedo a verlo irse… No, no temía la gran escena de la ruptura, como se decía en tiempos… Ésa ya casi no se representaba, ni siquiera en el teatro… ¿Qué falta hacía una palabra tan altisonante para una cosa tan nimia? Ahora, simplemente se iban; un buen día, no acudían a la cita y después, si te he visto no me acuerdo… Se llamaba «quitarse de encima a una mujer» y era muy moderno, muy cómodo, muy fino… Entretanto, en el cuadrante del reloj los minutos pasaban raudos, tan veloces como astutos roedores que huyeran llevándose cada uno un minúsculo jirón de su vida.

Denise esperaba.

Amar y no ser amado,

acostarse y no dormir

y esperar sin ver venir

son cosas que hacen morir.

O eso dicen, más o menos.