19
A finales de junio, Yves se vio en serias dificultades: se endeudó y, para recuperarse un poco, invirtió en Bolsa siguiendo los consejos de Mosés, su compañero de trabajo. Nunca pudo entender que, en quince días, las mismas operaciones que habían reportado varios miles de francos al joven judío le costaran a él al menos otros tantos. Tuvo que recurrir a los usureros, se hundió aún más y al final terminó por donde debía haber empezado: le escribió a Vendômois para contárselo todo y pedirle ayuda.
Vivió días terribles. Agobiado, acorralado, se sentía como el perro enfermo que se oculta en un rincón oscuro para sufrir. Había momentos en que llegaba a odiar la presencia de Denise; su pobre y angustiada alma sólo deseaba paz. Demasiado orgulloso para explicarle sus problemas, callaba tozudamente. Y ella no se atrevía a preguntarle, porque ya había aprendido, a base de errores, que no había nada en el mundo capaz de hacerle confesar lo que estaba decidido a callar.
Una tarde, se quedó dormido en sus brazos.
Se había pasado la noche dando vueltas por la habitación, calculando lo que tardaría en recibir respuesta de Finlandia. Por otra parte, el miedo a que Vendômois se metiera en dificultades, a que incluso se endeudara por su culpa, le producía un remordimiento torturante. Además, verse tan inerme ante la lucha diaria hería su amor propio masculino; aunque se reprochaba su cobardía, no podía evitar palidecer y estremecerse ante la simple idea de lo que ocurriría si Vendômois no acudía en su ayuda. Conforme avanzaba la noche, su agitación fue cediendo. Pero cuando el amanecer vacilaba tras los cristales, Yves fue presa de un desánimo espantoso, una especie de renuncia de todo su ser. Fue una sensación atroz, parecida al minuto de vértigo que precede al desvanecimiento… Apretándose con ambas manos el corazón, que le latía descompasadamente hasta incluso dolerle, se acercó a la ventana y la abrió. El fresco del amanecer le sentó bien. Se apoyó en el alféizar y allí se quedó, sin pensar ni moverse. Poco a poco, iba haciéndose de día. El cielo se había teñido de un tono rosáceo y los pájaros cantaban a pleno pulmón en los árboles de un jardín cercano. Ante la ventana pasó un coche, cuyos bocinazos resonaron largo rato en las calles, todavía desiertas y dormidas. La vida despertaba lentamente.
Yves se asomó y miró el adoquinado con expresión alelada. Su alta figura temblaba de pies a cabeza. Un esfuerzo… la caída… el final de todo… Era muy fácil. Sus ideas, lentas y nebulosas, parecían oníricas. En su cabeza flotaban retazos de recuerdos vagos muy, muy antiguos, de situaciones que ni siquiera estaba seguro de haber vivido… Hermosas mañanas de la infancia, frescas mañanas en ciudades desconocidas, durante viajes, y luego mañanas de guerra. Sólo entonces reaccionó; se irguió y se pasó la mano por la frente. Había sido soldado. Y un soldado no muere de esa manera. Apretó los párpados con fuerza para no ver aquella calle, aquellos adoquines rojizos a la tenue luz del amanecer y, sin abrir los ojos, cerró la ventana con firmeza. El horrible desfallecimiento había pasado. Había vuelto a la vida o, más bien, a la costumbre de vivir. Ejecutó mecánicamente los actos habituales: se lavó, se afeitó, se vistió y por fin salió. Ya hacía calor. Comenzaba un hermoso día veraniego. Figuras femeninas se asomaban a los balcones. Las vendedoras ambulantes pasaban empujando sus carros llenos de flores y gritando: «¡Rosas! ¿Quién quiere bonitas rosas?». Los delgados chorros de agua de las mangueras de riego, relucientes como arco iris líquidos, cruzaban la calle de una acera a la otra. Muchachos con cestos de mimbre a la espalda y los delantales flotando al viento se perseguían en bicicleta gritando a voz en cuello. Yves se esforzaba en prestar atención a cuanto veía, como el enfermo que fija la mente con desesperación en las mil naderías que pueblan su cuarto. Poco a poco, sabe Dios por qué, se sintió reconfortado. A medida que respiraba el aire matutino de París, relativamente puro todavía, su corazón recuperaba la calma. Ahora se avergonzaba del horrible ataque de desesperación de esa noche, desproporcionado respecto a sus problemas. Pasó cerca de un parque público, un cuadrado de arriates con una fea estatua en el centro. Estaba casi desierto; acababan de abrir la verja. Entró y se sentó un momento. Una joven pareja, con aspecto de dependientes de comercio, paseaban lentamente por el sendero. Él le contaba algo con apasionamiento. Ella escuchaba; era poco agraciada, pero la emoción teñía su rostro de una especie de ardiente reflejo. Yves supuso que el chico le explicaba sus problemas, que se quejaba de alguna injusticia. Ella no decía nada, no podía ayudarlo, pero sufría con él, y eso bastaba para aliviarlo. «Ése es feliz, puede echar parte de su carga sobre los hombros de su compañera», se dijo Yves, e imaginó la mirada ansiosa de Denise. Soñó con una posible confianza. Pero no. ¿Para qué? Dichosos los sencillos hombres del pueblo que simplemente comparten con sus mujeres tanto las alegrías como las penas… Se levantó, de nuevo abatido. El parque empezaba a llenarse de criadas y niños. Iba a llegar tarde a la oficina. Casi a la carrera, se dirigió a la estación de metro más cercana.
Esa tarde, hacia las siete, Denise fue a verlo. Cuando Yves le abrió la puerta, su aspecto la sorprendió: parecía más delgado, tenía las mejillas hundidas y la tez cenicienta, y por la falta de sueño los ojos enrojecidos, brillantes bajo los hinchados párpados.
—Cariño… ¿qué te pasa? —le preguntó ella cogiéndole la mano con viveza.
—Nada, nada… —murmuró Yves, negando con la cabeza y esforzándose por sonreír.
Denise hizo un gesto de impaciencia, pero consiguió dominarse. Con qué firmeza la apartaba siempre de su vida… Pero, después de todo, puede que se equivocara. Quizá Yves tuviera problemas, sí, aunque también cabía que estuviera de mal humor, igual que tantas veces. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Acaso lo conocía? «¿Acaso conocemos a alguien?», pensó sombría.
Habían entrado en la habitación de Yves. Maquinalmente, Denise se acercó al espejo redondo que colgaba de la pared en un marco antiguo de madera dorada, ante el que tantas veces se había quitado y puesto el sombrero desde el otoño anterior. Se miró con cara seria y luego empezó a alisarse el pelo, cortado a lo garçon, con los movimientos delicados de una gata acicalándose, como en cierta ocasión le había dicho Yves, que entretanto se había sentado en un sillón frente a la ventana. Cuando Denise se dio la vuelta, lo vio inmóvil, con los ojos cerrados. Cogió un almohadón y se acercó lentamente para sentarse a los pies de su amante. Yves tenía una mano apoyada en una rodilla. Denise posó en ella la mejilla y luego los labios. Pero él no dijo nada ni hizo el menor gesto. Estaba dormido.
Denise lo miró desconcertada, pensando que se trataba de un juego. Después apoyó el rostro en el brazo del sillón y, con la vista fija en la ventana, esperó con paciencia a que Yves decidiera abrir los ojos. Fuera caía la noche, una noche de junio muy agradable. Denise alzó la cabeza y buscó con los ojos la media luna verdemar que empezaba a dibujarse en el pálido cielo como un signo de plata. Una especie de fina ceniza rosada enturbiaba el aire y se ensombrecía de forma gradual. Era la noche, transparente como un crepúsculo.
—Yves… —musitó.
La habitación estaba en penumbra. En la tenue claridad, el rostro de él tenía la serena gravedad de un cadáver. Sin saber por qué, ella se asustó. Se puso de rodillas y lo observó con atención. Dormía profundamente. Se irguió hasta que sus caras quedaron a la misma altura y, una vez más, lo miró con dureza. En su expresión había algo tenso, desafiante. Cuántas veces lo había contemplado mientras dormía, después del amor. Y siempre con la misma sensación frustrante, irritante, de misterio, aunque nunca tan intensa como ese día. Se inclinó hacia él hasta casi rozarlo. Resistió la pueril y cruel tentación de abrirle los párpados, violáceos de cansancio, para descubrir lo que soñaba. Seguían obstinadamente cerrados. De pronto empezó a respirar de forma agitada, como cuando se tiene una pesadilla.
Denise lo sacudió un poco. Yves dio un respingo y miró de manera ausente, angustiada. En la oscuridad, la ventana era una mancha clara, de un blanco lechoso.
—¿Es tarde? —preguntó con voz débil.
Vio que ella lo observaba con el cejo fruncido. Intentó sonreírle y con esfuerzo se llevó la mano a la cabeza. Como suele ocurrir cuando el sueño nos vence en pleno día, estaba desmadejado, muerto de cansancio. No conseguía ordenar sus ideas, igual que si una parte de él siguiera dormida.
—Escucha, escúchame, Yves… —dijo Denise con la cabeza gacha—. No puedo más… No quiero seguir así… ¿Por qué te has dormido? ¿Esta noche no te has acostado? ¿Dónde estuviste? Dímelo, prefiero saberlo… ¿Me engañas? No, no te rías. Puede que quieras a una mujer que no te quiere, que sufras por otra, yo qué sé… Ten piedad de mí, Yves… Te lo suplico, ten piedad…
Él negó con la cabeza. Era lo que le faltaba.
—Te juro que no es lo que crees, mi pobre Denise —repuso en el tono comedido con que se le habla a un niño enfermo.
—Entonces, ¿tienes problemas de dinero? —le preguntó ella con viveza.
Yves tenía el «sí» en la punta de la lengua, pero… Vio el collar de perlas en su cuello. Conocía a Denise. Se lo quitaría y le diría «Toma», o alguna locura por el estilo. Y en efecto, era muy sencillo. Denise podía sacarlo de aquel apuro y de diez como aquél… Se mordió con fuerza el labio inferior, que empezó a sangrarle. Él sabía por qué callaba. ¡Ah, si Denise fuera tan pobre como él! Pero en su fuero interno alentaba el oscuro miedo a no tener la fuerza necesaria para rechazar la mano tendida, el collar, el dinero, la limosna…
—No —contestó, volviendo a negar con la cabeza.
—Entonces, ¿no puedo ayudarte? —le preguntó ella con un deje de desesperación.
—No —repitió él en voz baja e inexpresiva. Y de pronto, con gesto vacilante, posó la mano en la cabeza de ella y empezó a acariciarle el pelo suave, lentamente—. ¿Quieres ayudarme, Denise? Escucha… es preferible dejarme solo. ¿Qué puedo decirte? No es culpa mía… Cuando estoy mal, es mejor que sufra solo, en absoluta soledad, como un perro. Me va bien. No quiero ver cómo te torturas por mi culpa, por mis problemas, que no son tan grandes ni tan terribles como crees. ¡Qué va! Se me pasará, se me pasará muy pronto. Mira, únicamente te pido unos días, unos pocos días… Pero solo, ¿eh, Denise?, absolutamente solo… Por favor. ¡Si no, me volveré loco! Tus reproches, tu angustia… No puedo más, Denise, yo tampoco puedo más. Déjame rumiar a solas mi dolor, dejarlo reposar, como el vino. Luego, todo mejorará… Estaré curado. Trátame como a un enfermo, como a un loco, pero ¡déjame solo! —Había acabado hablando con un nerviosismo febril, y de hecho en esos momentos ansiaba la soledad como un enfermo un vaso de agua fresca o una fruta. Le temblaban las manos y la boca.
Denise, un tanto pálida, se levantó. En silencio, se empolvó la cara y volvió a ponerse el sombrero. No lo miraba. Yves sintió un vago remordimiento mezclado con cierto temor.
—Denise… —murmuró, suavizando el tono—. Te telefonearé, ¿de acuerdo?
—Como quieras.
Ella no se atrevía a mirarlo: temía echarse a llorar. Le había hecho más daño que si la hubiera abofeteado. Pero ¿acaso él lo comprendía? La había rechazado, la había echado… En su corazón, la ternura herida se mezclaba con una especie de sordo y salvaje rencor. Entretanto, viéndola tranquila, Yves pensaba: «Lo ha entendido».
Ella le tendió la mano en silencio.
Él se la besó; luego la atrajo y la abrazó. Denise lo dejaba hacer, inmóvil. Quiso besarla en la boca. Ella lo rechazó con suavidad y se dirigió hacia la puerta.
—Entonces, ¿de acuerdo? ¿Dentro de unos días? Te telefonearé —dijo él.
—Sí, sí, tranquilo —murmuró Denise, y se marchó.
Una vez solo, Yves experimentó por un instante un infinito desamparo. Incluso dio un paso hacia la puerta. Pero se contuvo, soltó un suspiro y pensó: «¿Para qué?». Y volvió lentamente junto a la ventana. Vio alejarse a Denise con paso vivo. Los hombres se volvían para mirarla. Ella dobló la esquina y desapareció.
Yves llamó a Pierrot y se sentó con él en un sillón. Todo estaba oscuro y en silencio. Y se abandonó a una especie de amarga paz…