22

Esa mañana de julio, Denise esperaba con ansiedad que la casa despertara para vestirse y salir sin que nadie se extrañara demasiado. No había pegado ojo en toda la noche, presa de una horrible inquietud que, por desgracia, esta vez tenía un motivo definido. Hacía una semana que no sabía nada de Yves. Al principio no le había dado demasiada importancia, pero su prolongado silencio acabó preocupándola. Tras dos días de espera, decidió llamarlo. Dejó que el timbre del teléfono sonara en la casa de él durante veinte minutos. No obtuvo respuesta. Volvió a llamar dos, tres veces. Nada. Era inexplicable. Cuando se disponía a salir para informarse, su marido llegó a casa, de modo que no pudo moverse en toda la tarde. La noche había sido espantosa. «Seguramente estará enfermo», se dijo, recordando la mala cara que tenía desde hacía tiempo. ¿Estaría en un hospital? ¡Dios mío! ¿Y si de verdad se encontraba en una clínica, perdido en la inmensidad de París, completamente solo, sufriendo? Lo dejaría todo, a su marido, a su hija, y correría a su lado. Derrumbada en la cama, soportaba un lento, cruel y minucioso suplicio. Y aquella noche que no acababa nunca… Por fin, amaneció. En cuanto oyó que su marido se despertaba en la habitación contigua, su tos nerviosa de fumador, su voz, llamó a la doncella. Al cabo de un cuarto de hora estaba bañada, vestida y en la calle.

Era un nuboso y sofocante día de julio. A pesar de la hora temprana, del asfalto recalentado ascendía ya un vapor malsano. De los árboles caían hojitas amarillentas, apergaminadas, quemadas por el calor. En el taxi, Denise apretaba los dientes y se estrujaba las manos frenéticamente. El coche se detuvo frente a la casa de Yves. Después de pasar junto a la portería con la cabeza gacha, como de costumbre, subió a toda prisa la escalera. Llamó. El timbre sonó en el rellano, nítido y rotundo. Esperó. Nadie acudió. Volvió a llamar con insistencia. Oía perfectamente los timbrazos, que, estridentes y furiosos, resonaban largo rato dentro del piso. Pero ni un paso, ni un suspiro tras la puerta. Poco después empezó a aporrearla. El ruido atrajo a la portera.

—¿Desea algo, señora?

—¿El señor Harteloup?

—Se marchó, señora. —Como Denise la miraba estupefacta, la mujer se sintió obligada a añadir—: Se ha ido de París.

—¿Para mucho tiempo?

—Pues… creo que sí. Dejó el piso. Mañana por la mañana viene la mudanza.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Denise.

Pero la portera se limitó a negar con la cabeza, ya fuera porque no quería buscarse problemas, ya porque realmente lo ignoraba.

—¿No lo sabe?

—No.

—Está bien —murmuró Denise.

Estaba tan aturdida como si hubiera recibido un mazazo. Ni siquiera se le ocurrió insistir, tratar de sonsacarle algo con una generosa propina. Un lejano recuerdo cruzó su mente como un relámpago. De pequeña, a menudo soñaba que su padre moría; eran unas pesadillas tan horribles que se despertaba sobresaltada y empapada en sudor. ¿Una premonición? Quizá hubieran hablado delante de ella de la enfermedad cardíaca de su padre; pero lo cierto es que murió de repente, como Denise había visto en sueños decenas de veces. Recordaba que había recibido la noticia con afligida resignación. Aquello tenía que pasar. Lo sabía de manera imprecisa desde hacía mucho. Y como entonces, ante aquella puerta cerrada, Denise se dejó llevar por el fatalismo. Sus angustias, su inquietud, su imperiosa necesidad de tener a su amante al lado a todas horas, la desesperación en que la sumían dos días sin noticias suyas, ¿no eran otros tantos presagios de lo que estaba a punto de suceder: aquella puerta muda, aquellos timbrazos en el piso vacío, aquella horrible debilidad de todo su ser en el rellano soleado, ante aquella mujer indiferente? Sin decir nada, empezó a bajar la escalera cabizbaja, como si hubiera recibido un fuerte manotazo en la nuca. Al llegar al vestíbulo se sintió desfallecer. Cuántas veces se había puesto los guantes, colocado bien el sombrero, empolvado la cara en el umbral de aquella puerta cochera, antes de salir a la calle. Y ahora, nunca más, nunca más… Se sorprendió sollozando. No obstante, seguía teniendo una idea clara: averiguar dónde estaba Yves. Llamó un taxi y pidió que la llevara a su oficina. El director la recibió de inmediato, porque Denise había pedido que le entregaran su tarjeta de visita. Vio que el hombre la miraba perplejo, pero no cayó en la cuenta de que dar el nombre de su marido había sido un desatino. El director no tuvo el menor inconveniente en explicarle lo poco que sabía. Harteloup se había marchado a Finlandia, donde al parecer lo reclamaban asuntos familiares urgentes. Tenía su dirección.

—¿Sabe usted si se ha ido para mucho tiempo? —le preguntó Denise con una vocecita ahogada.

—Me dijo que para siempre —respondió el hombre tras una vacilación.

—¡Ah! —murmuró ella, quedándose inmóvil.

Estaba pálida y con las comisuras de los labios hundidas, lo que la envejeció de repente.

—¿Quiere su dirección? —le preguntó el director, apurado.

—¡Oh, sí, por favor! —exclamó Denise, como una niña que confía en obtener lo que desea con docilidad y paciencia.

Y, en efecto, consiguió un sobre con el siguiente remite:

Savitaipole

Municipio de Koirami

Vía Haparanda

Finlandia

Sólo entonces, al intentar leer aquellos extraños nombres extranjeros, tomó conciencia de lo lejos que estaba Yves.

El director la miraba con una mezcla de lástima y curiosidad; tenía el vago temor de verla desmayarse en cualquier momento. Pero Denise se irguió de repente, como ante el restallido de un látigo.

—Gracias.

El director intentó balbucir palabras de ánimo, pero ella lo miró con una expresión tan extraña que optó por callar.

—Gracias, caballero.

Y, deteniéndolo con un gesto, se marchó.

Denise se vio de nuevo en la calle, con el sobre de Yves en la mano. Lo arrojó al suelo. ¿Para qué lo quería? ¿Acaso se había atrevido alguna vez a contrariar su voluntad? ¿Y no le había dejado él muy claro cuál era esa voluntad, yéndose sin una palabra de despedida? «Siempre lo he sabido… —se dijo de nuevo—. Siempre he sabido que un día se iría sin avisar…».

Sin darse cuenta, se dirigió a su casa. Pero, al doblar la esquina de la avenida, vio el coche de su marido ante la puerta. Sorprendida, miró la hora: casi mediodía. Enseguida tendría que sentarse a la mesa frente a Jacques, con el rostro descompuesto por el llanto… No podría soportarlo. A la primera pregunta de su marido, se echaría a llorar y se lo confesaría todo.

Fue a la cercana estafeta de correos, telefoneó a su casa y preguntó por Marie.

—No iré a comer, Marie. Debo… quedarme con una amiga enferma.

Y, dejando que la sirvienta se las arreglara sola, salió. Aquel calor era una bendición: le impedía pensar, recordar… Ya apenas sufría; bajo las finas suelas de los zapatos, el asfalto le quemaba: eso era lo único que sentía. Caminaba y caminaba, sin sospechar que quizá reproducía la trágica caminata de su amante cierta noche…

Al rato, sin saber ni cómo, se vio en los muelles del Sena. Cruzó un puente. Del agua ascendía una brisa fresca. De pronto, su resignación, que sólo era una especie de embotamiento físico, cedió ante el empuje de una desesperación que la obligó a detenerse.

—Yves, Yves… —murmuró, llevándose las manos al cuello, como si estuviera ahogándose.

No lo juzgaba. Siempre le había inspirado la mezcla de incomprensión y respeto supersticioso en que consiste la mayor parte de las veces el amor de la mujer por el hombre. No sentía ni odio ni rencor ni desprecio. Sólo un inmenso estupor. Ni siquiera se le ocurría otra razón para su huida que esa voluntad masculina, que se soporta sin comprenderla, como la voluntad de Dios. No tenía ni el menor vislumbre de la verdad. De todas formas, de haber sabido, de haber sospechado siquiera que aquella noche en el Bois Yves estaba casi a su lado en la oscuridad, puede que tampoco lo hubiera comprendido… ¿Acaso podía llamarse «engaño» aquel juego sin alegría, aquel pasatiempo que la había distraído por unas horas? ¿Acaso no lo había hecho por él, en el fondo, para intentar calmar un poco la ternura exagerada que lo agobiaba y asfixiaba? Ciertamente, no se sentía culpable ante Yves. Por lo demás, no intentaba entender nada. Cuando alguien muere, no se pregunta por qué. Es la ley.

Siguió andando sin parar ni sentir el cansancio, con el vago alivio de estar sola y no tener que disimular, mentir, sonreír ante nadie.

Caminaba a lo largo de los muelles. De vez en cuando, cerraba los cansados ojos, deslumbrados por los destellos que el sol arrancaba a la corriente, y percibía con repugnancia el hedor del carbón que ascendía de las orillas. En una tienda de animales, los loros chillaban. De la puerta abierta de las tabernas le llegaban bocanadas de aire que olía a vino agrio.

Un recuerdo repentino, vago como un aroma, la obligó a detenerse. Miró alrededor con atención. Sí, se acordaba. Había estado allí con Yves. Aunque entonces fuera invierno, una tarde lluviosa de invierno… Bajo sus chorreantes impermeables, unos peones que se calentaban las manos tendidas hacia las rojas llamas de un brasero se habían reído al verlos pasar: ellos iban tan tranquilos, apretados el uno contra el otro bajo el aguacero… Las luces de la ciudad parpadeaban como si el viento fuera a apagarlas… ¡Sí, se acordaba, se acordaba muy bien! Y como ocurre a menudo, ese recuerdo le trajo otros, como niños cogidos de la mano… Volvió a ver el rostro de Yves con la precisión de un espejismo. Vio incluso más allá de sus facciones, más adentro: su mirada, su sonrisa, sus rápidos cambios de humor y la palidez de su deseo, sus accesos de ira, su cansancio, sus raras muestras de ternura, sus prontos, sus silencios…

De pronto, asombrada, recordó también que había sido infeliz. Pero ya no lo entendía. Con aplicación, pasó revista mental a toda su relación. La monotonía, el aburrimiento, la angustia, la tristeza… ¡Pobre amor, triste y gris como un día de otoño! ¿Por qué ahora adquiría en su memoria una especie de amarga dulzura? De nuevo como un enfermo que sabe que va a morir y trata de consolarse pensando en las decepciones, los dolores, las miserias de la vida, Denise intentó recordar con desesperado empeño las horas amargas, la zozobra, las dudas… Pero eran ideas tan débiles y pálidas como cadáveres. Y de pronto surgió el recuerdo que no buscaba, increíblemente preciso y vivo. La sonrisa de Yves, su dulce e inesperada sonrisa, inocente y seria como la de un niño, que de repente le iluminaba el rostro y luego se borraba poco a poco, dejando cierto rastro de luz en las comisuras de sus labios. Lo vio tan cerca que, instintivamente, extendió los brazos, como si pudiera tocarlo.

—Pero ¡si era la felicidad! —exclamó.

Unos hombres que pasaban la miraron sorprendidos. Avergonzada, bajó los brazos y, volviendo de golpe a la realidad, se llevó las manos a la boca para ahogar un sollozo. Anonadada y exhausta, se quedó inmóvil, mirando embobada la reluciente superficie del Sena. Un taxi se acercó. Al verla, el conductor redujo la velocidad. Denise subió como por un reflejo y dio su dirección.

El coche avanzaba traqueteando por el accidentado pavimento de las viejas calles. Denise no lloraba, ya ni siquiera sufría. Sólo murmuraba una y otra vez, como una niña pequeña que repite algo que no entiende: «Ya está, ya está, se acabó… No me di cuenta de que era la felicidad… Y ahora se acabó…».

*