20

Hacía dos días que Denise no veía a Yves ni tenía noticias suyas.

El sábado por la mañana, su marido le propuso ir en coche a pasar dos días en el campo, como hacían a menudo, a una casa de su propiedad en los alrededores de Étampes que, unos ciento cincuenta años antes, era la finca de recreo de un recaudador general. Denise, que adoraba la naturaleza, solía aceptar encantada. Pero esta vez se negó a acompañar a Jessaint, sin molestarse siquiera en inventar una excusa: estaba segura de que Yves le telefonearía en algún momento del día.

Su marido no insistió. Hacía tiempo que parecía incómodo y triste cuando hablaba con ella. Denise pensaba que él intuía que le ocultaba algo. Pero sin duda Jessaint prefería no saber de qué se trataba. Sentía la pena, la vergüenza que a algunas personas profundamente honestas les producen las mentiras y los engaños de otras. Así que se fue solo, tras besarla en la frente, soltando un leve suspiro. Y el suspiro resignado de aquel hombre fuerte y bueno, que no obstante podía ser violento en ocasiones, como Denise bien sabía, dejó en el corazón de su mujer una de esas leves heridas traidoras que, aunque al principio apenas molesten, acaban produciendo un dolor que crece lenta pero inexorablemente.

Sin embargo, Denise ni siquiera había intentado retenerlo. El lazo conyugal se aflojaba poco a poco, como un nudo hecho con dos cuerdas diferentes que han ido desgastándose con el tiempo. Su desánimo se parecía un poco a la debilidad que nos atenaza en los sueños, cuando, por ejemplo, vemos tranquilamente arder nuestra casa, como si no nos perteneciera.

Cuando Jacques se marchó, Denise fue a la habitación de Francette. La estrujó entre sus brazos; se informó sobre su salud y le pareció delgada y pálida, a pesar de sus sonrosados mofletes; le cubrió de besos los bracitos y las piernas, desnudas bajo el corto vestido blanco, y quiso saber cómo se había hecho los moretones y arañazos que descubrió en sus codos y sus regordetas rodillas. Por un instante, pensó en concederle permiso a la niñera y encargarse ella misma de su hija hasta la noche. Se dice que los niños curan de muchas cosas, y la habitación era tan luminosa y alegre… El rollizo gato negro de Francette dormitaba al sol sobre la mesa; al ver a Denise, se dignó levantarse, arqueó el lomo y estiró en el aire una tras otra las peludas y afiladas zarpas.

Pero Francette, que el día anterior había recibido un patinete como regalo, no tardó en zafarse de los brazos de su madre para correr hacia su nuevo juguete. Denise comprendió que no lo soltaría en todo el día: la pequeña se entregaba a sus juegos con pasión. Quiso sentarla en sus rodillas y contarle un cuento para sentir un rato más, muy cerca, el dulce calor de su cuerpecillo.

Pero lo único que consiguió fue hacerla estallar en un llanto rabioso: la señorita France era una jovencita muy testaruda. Denise tuvo que marcharse.

Se pasó el día esperando. Mas Yves no apareció ni dio señales de vida. A última hora de la tarde, seguía junto al teléfono, cabizbaja. Hacia medianoche, se dejó caer en la cama y se quedó dormida, pero su sueño fue ligero e inquieto. Al día siguiente, como hacía un tiempo estupendo, mandó a Francette con la niñera al Pré-Catelan apenas comieron, y luego empezó a pensar desesperadamente en algún modo de pasar el tiempo. Todos sus amigos se habían marchado: era la época en que los parisinos abandonan en masa la ciudad del sábado al lunes. La señora Franchevielle ya estaba en Vittel, como todos los años. Pensando en su solitaria tarde, casi le entró pánico. Como suele ocurrir, su tozuda esperanza había dado paso a un súbito abatimiento. Ya no confiaba en la llamada de Yves; al menos, procuraba no confiar. Mil veces había estado a punto de escribirle, o de ir a verlo y hablar con él. Pero la idea de desobedecerlo le producía una especie de temor irracional. Lo conocía tan bien… Si lo atosigaba pese a sus ruegos de soledad, era capaz de romper con ella de inmediato, pensaba Denise. ¿Quién sabía, con un carácter tan sombrío y extraño como el suyo? Así que sólo podía hacer una cosa: respetar su voluntad y esperar pacientemente a que su sufrimiento, fuera cual fuese su causa, reposara como el vino. ¡Qué diferencia entre aquel dolor de hombre, que se calmaba con la soledad, y su propio corazón de enamorada! Si a ella le hubiera pasado algo, ¡cuánto la habría consolado, cuánto la habría aliviado la presencia de él, una palabra, un gesto suyos, Dios mío! Pero ¿qué podía hacer? Yves era así. El rencor que había sentido al principio, cuando le había pedido que se fuera, se había transformado en amarga resignación. Así eran las cosas. Denise tenía toda la ceguera voluntaria del amor. Con frenesí, empezó a pensar en lo que podía hacer para pasar la tarde. Porque quedarse sola en la casa vacía era superior a sus fuerzas. Llamó a varios amigos; ninguno estaba. Y de pronto se acordó de la conversación mantenida con su madre días antes y se oyó a sí misma diciendo: «Lo más sensato sería engañar a Yves. Si lo repartiera entre dos hombres, ese amor que, como dices, lo ahoga, sería justo el que necesita».

Estaba de pie en medio del salón. Por los postigos, cerrados para evitar el calor y la suciedad, se filtraba un poco de sol, como un polvo de oro. Denise agitó con rabia sus rizos.

—¡Esto no puede seguir así! No, no puede seguir así —repitió varias veces. Vio en el espejo su delicado y pálido rostro, y casi la asustó su mirada—. No soy feliz —murmuró, y un sollozo breve y seco, sin lágrimas, la sacudió de pies a cabeza.

Se acercó mecánicamente a una ventana, abrió los postigos y se quedó allí, abatida, mirando con expresión ausente el pavimento bañado de sol. En ese preciso instante, un automóvil se detuvo ante la casa. Se asomó y reconoció el pequeño descapotable de su primo, Jean-Paul Franchevielle. Corrió hacia el timbre para llamar al criado y decirle que no hiciera pasar a la visita. Pero llegó tarde: el de la puerta sonó casi al mismo tiempo. Oyó la voz de su primo en el vestíbulo, y un instante después Jaja apareció en el umbral.

—¿Estás sola, Denise?

—Ya lo ves.

Denise contempló con desagrado su irónico rostro, delgado y un poco anguloso: Jean-Paul siempre la mortificaba. Pero esta vez él se abstuvo de hacer comentarios sobre sus ojeras y su mala cara.

—Ayer me crucé con tu marido a las afueras de París. Me dijo que se iba a Étampes, solo…

—Exacto. ¿Y tú? ¿Por qué te has quedado, con este calor?

Jaja pareció dudar.

—Si te digo que para verte, fijo que no me creerás —respondió al fin, torciendo sus finos labios con una de aquellas sonrisitas que hacían que la gente nerviosa tuviera ganas de abofetearlo.

—Fijo —repitió Denise, que en presencia de Jaja recuperaba sin poder evitarlo las expresiones y el retintín de los quince años, época en que la divertía imitar la jerga y los ademanes de su primo menor, estudiante en Janson-de-Sailly.

—No hay quien te engañe —admitió él con una risita.

—¿Tomarás algo? —ofreció Denise, que se había sentado en el sofá.

—Por supuesto. Que traigan los licores, el aguardiente y mucho hielo. —Jean-Paul ya se había instalado en su sitio favorito, el suelo, sobre un almohadón—. ¿Te acuerdas de los cócteles que hacíamos en la sala de estudios para esconderlos en nuestros pupitres?

—Me acuerdo… En nuestra sala de estudios en el campo.

—Saltábamos por la ventana y desaparecíamos en el parque.

—¿Te acuerdas del viejo sauce hueco donde nos escondíamos?

—¿Y de aquel columpio que chirriaba tanto?

—¿Y del arroyo que cruzábamos veinte veces al día sólo para mojarnos los pies?

—¿Y del molino? Subíamos al granero por la escalera de mano y nos escondíamos detrás de los sacos de harina, ¿te acuerdas?

—Era como un chico… Y Francette lleva el mismo camino.

—¿Dónde está?

—En el Pré-Catelan.

Jaja sabía lo que hacía al evocar recuerdos de la infancia. Denise sentía una ternura inmensa por las cosas más insignificantes del pasado y se había ablandado de inmediato: en su rostro había aflorado una sonrisa regocijada y nostálgica, que su primo conocía bien.

—¿Esperas a alguien? —le preguntó Jean-Paul con suavidad.

Tras dudar un instante, ella negó con la cabeza.

—¿Damos una vuelta en coche? —le propuso.

—¿Te ha dado plantón tu amiga, Jaja?

—Déjalo estar… ¿Vienes?

—¿Adónde?

—A donde quieras. ¿Fuera de París?

—¡Ni hablar! ¿Y si nos encontráramos con alguien?

—¿Qué?

—Que Jacques se molestaría. ¿No lo entiendes? Ayer no quise acompañarlo.

—Tienes razón. Entonces, en París. ¿Y si vamos al Bois, a darle un beso a tu hija?

—Muy bien —aceptó Denise.

—Pues coge el abrigo y el sombrero.

Denise llamó a la doncella.

—Si me telefonea alguien —le susurró, poniéndose el abrigo con su ayuda—, le dices que estaré de vuelta para la cena, que llame de nuevo.

—No se preocupe, señora.

Jean-Paul fingía oler con delectación uno de los ramos de flores que adornaban la mesa.

—¡Vamos, aligera! —exclamó, volviéndose hacia su prima.

Subieron al coche. Jean-Paul, enamorado de su máquina, le cantó sus alabanzas.

—Ya verás cómo coge las cuestas si subimos a Saint-Cloud. Y es muy cómodo. ¡Una maravilla, Denise, créeme!

En silencio, ella dejaba que la cálida brisa le acariciara el rostro. Era uno de esos espléndidos domingos de París en que el azul del cielo se extiende sobre los tejados como una flamante pieza de seda, sin una sola arruga de sombra. Una muchedumbre de pequeño burgueses atestaban las aceras, por las que avanzaban sin prisa, con el rostro iluminado por una expresión de paz, de beatífica satisfacción. Bastaba verlos pasear con aquella placidez para comprender que era festivo y que todo el mundo tenía la íntima convicción de haberse ganado aquella hermosa jornada, aquel sol, incluso la fragancia de las jóvenes rosas, tras una semana de duro trabajo. No todos eran atractivos ni iban bien vestidos, pero su serenidad, su sencilla felicidad, resultaba contagiosa. Denise sonreía al verlos mientras una extraña calma, tan dulce como inexplicable, iba apoderándose de ella.

—¿Te divierte ver a esa gente? —le preguntó su primo, que se había dado cuenta.

—Sí, me divierte… Ve más despacio. Me gusta verlos, no sé por qué.

Jean-Paul obedeció. Se acercaban al Bois. El gentío era enorme. Había mujeres gordas con sombreros adornados con azabaches, ancianas con vestidos de seda, hombres de rostro consumido, avejentados por un trabajo ingrato, y también niños esmirriados, niñas con delantales blancos, chiquillos con traje de marinero… «¡Bienaventurados los pobres de espíritu!», se dijo Denise, y de pronto esa sencilla frase, que conocía desde siempre, adquirió un sutil y profundo significado, al aplicarla también a toda aquella gente humilde que cumplía valientemente con sus quehaceres cotidianos.

—Si te gusta verlos, puedo llevarte a Montmartre —propuso Jean-Paul—. Seguro que nunca has estado. Ahora los únicos que conocen esos sitios son los extranjeros.

—Sí, una noche estuve en el Lapin Agile, con los Clarkes.

—Eso hay que verlo de día.

—¿Ah, sí?

—Créeme. ¿Quieres que vayamos? En el Pré-Catelan no verás más que señoronas paseándose en automóviles Hispano-Suiza, y además Francette no te necesita para nada… Ya la cortejan. Me lo contó ella. Un amiguito la invitó a un pirulí. Tu hija lo aceptó y fue a dárselo a otro. Ya es una mujer. Le estorbaríamos…

—Empiezo a pensar que sí —dijo Denise, suspirando—. ¡En fin, así es la vida! Ahora quiere más a su patinete que a mí. Dentro de unos años, no tantos, los hombres…

—Te veo un poco mustia, Denise.

—No, qué va…

Su primo ya había dado media vuelta y ahora se dirigían a gran velocidad hacia Montmartre. Por unos minutos, Jaja se dio el gusto de correr como un loco por la ciudad. No tardaron en divisar la boca de metro de Lamarck.

Jean-Paul detuvo el coche delante de un pequeño café. Ante sus insistentes bocinazos, el dueño salió en mangas de camisa.

—¡Vaya! ¡Buenas tardes, señor Franchevielle! ¿Deja el coche?

—Como siempre.

—¿Una copa, señora? —le preguntó el hombre a Denise, que aceptó divertida—. Bonita chica —le susurró a Jean-Paul, guiñándole un ojo.

—¿No te asustan todas estas escaleras?

—¡Pues claro que no!

Denise subía con agilidad. Su gran abrigo claro flotaba a sus espaldas, formando elegantes pliegues de ropaje antiguo.

Cerca de la cima, se detuvo para recuperar el aliento.

—Hace fresco, Jean-Paul…

Era verdad. De lo alto de Montmartre llegaba un viento relativamente puro. Denise se acercó a la valla que rodeaba el pequeño repecho en que se encontraba y asomó la cabeza: una tenue neblina velaba la ciudad, acostada a sus pies, pero la cúpula de los Inválidos y la fina armazón de la torre Eiffel relucían a través del dorado vapor. Un sordo y confuso rumor ascendía hasta sus oídos.

Jaja se reunió con ella y siguieron subiendo. En las angostas callejas, las negras y destartaladas casas se calentaban al sol. A ambos lados del desigual empedrado, un regato descendía la cuesta con alegre borbolleo. Perros de pelaje amarillento, sucios de barro, dormitaban tranquilamente en mitad de la calle.

—¿Habías visto chuchos como éstos alguna vez? —le preguntó Jean-Paul señalando a un animal de raza indefinida, mezcla de basset, perro de aguas y dogo.

—En los dibujos de Poulbot.

—Es verdad. Y a los chavales también —comentó Jean-Paul, señalando un grupo de niños que corrían con el delantal flotando al viento y la gorra calada sobre la cabecita.

En la place du Tertre, las familias bebían granadina. Jean-Paul y Denise se les unieron sentándose a una de las mesas de madera. El cielo palidecía lentamente. En el aire flotaba un tenue aroma a lilas, como en pleno campo. Pasó una niña vestida de primera comunión; el sol poniente teñía de oro y tintes rosados su blanco velo. La seguían dos filas de chiquillas muy serias con trajes azul celeste, flores de papel en el pelo y una gran rosa en la mano, de un rosa chillón e ingenuo. Cuando empezaban a alejarse, la campana del Sacré-Coeur empezó a repicar.

Jean-Paul había pedido vino espumoso, que bebía lenta y silenciosamente, alzando la copa antes de llevársela a los labios para contemplar las doradas burbujas, brillantes al sol.

—Me parece que vienes aquí a menudo —comentó Denise.

—De vez en cuando —admitió su primo. Y al verla sonreír, añadió muy serio—: Pero solo.

—¡Ya!

—De verdad, es la única forma de estar tranquilo. Cojo el coche, subo aquí, me siento y no pienso en nada. Soy feliz… —Ella lo miraba un poco sorprendida—. ¿Qué te extraña tanto?

—Tú. Creía que siempre estabas en danza, de aquí para allá.

—No hay que juzgar a la gente por las apariencias, primita.

Jean-Paul apuró la copa, encendió un cigarrillo, se reclinó en la silla y se quedó callado. Su silencio casi decepcionó a Denise, que vagamente esperaba otra cosa. Pero Jaja seguía fumando con expresión tranquila y un tanto irónica. Ella volvió a servirse vino y se lo bebió de un trago; era suave y estaba fresco. A su alrededor, la plaza iba quedándose vacía. Poco a poco, la deliciosa paz del anochecer los envolvía.

—Qué bien se está aquí —murmuró Denise entornando los ojos. Notaba la brisa en las mejillas. El vino la había relajado, pero se le había subido a la cabeza—. Qué bien… —repitió con una leve sonrisa.

»No sé, parece que me siento algo mejor —añadió de pronto, sorprendida, en parte con esa preocupación que no podemos evitar sentir cuando, por ejemplo, una herida deja de dolernos repentinamente.

»Es curioso, pero me siento mejor…».

Respiró con precaución, como si de verdad tuviera una herida en el corazón; pero la dura bola que le oprimía el pecho parecía haberse deshecho. De nuevo respiró hondo.

—Qué tontería —murmuró, pasándose la mano por la frente—. Creo que estoy algo bebida.

—Es que este vinillo de Alsacia es un poco traidor.

Entretanto, Denise se había levantado con dificultad.

—¿Y si volvemos, Jaja? Es tarde…

Sin rechistar, su primo llamó a la camarera y pagó.

—Entremos a saludar a Frédé —le propuso a Denise mientras bajaban.

En la calle en cuesta, la vieja casita del Lapin Agile parecía tan cochambrosa y decrépita como una mendiga octogenaria. Una mugre venerable cubría sus paredes.

En el pequeño jardín, repleto de arbustos anémicos como los de un cafetín de pueblo, el viejo Frédé dormía en un banco. Una urraca domesticada picoteaba unas cerezas olvidadas en el fondo de un vaso de aguardiente.

—Dejemos dormir a tu amigo. Se lo ve muy tranquilo.

Pero se quedaron un momento. La noche caía lentamente, como a regañadientes. Alrededor, reinaba una calma extraordinaria.

—Parece la casa del hechicero bueno de los cuentos alemanes —murmuró Denise.

En algún lugar de la casa, un viejo reloj desgranó grave y lentamente la hora.

Se marcharon.

El coche seguía delante del café. Pero cuando apenas habían recorrido diez metros, se negó a seguir. Jaja abrió el capó, miró dentro y alzó la vista maldiciendo.

—¿Es grave?

—Tenemos para tres cuartos de hora, como mínimo —pronosticó Jean-Paul.

—Con lo tarde que es… —musitó Denise, preocupada.

Su primo pareció reflexionar.

—¡Qué se le va a hacer! Le dejaré el coche al tío Chose, el dueño del café. Tiene un pequeño garaje. Volveré mañana. Cogeremos un taxi.

Pero decirlo fue más fácil que hacerlo. Aunque se desgañitaron, en la calle, tan desierta y tranquila como una plaza de provincias, no apareció ninguno. Al cabo de un rato, vieron un coche de punto, una antigualla encaramada sobre grandes ruedas, con un cochero con hopalanda y un caballo escuálido que iba al paso con la cabeza gacha, como su dueño. Entre las casas dormidas en la oscuridad, el vetusto vehículo resultaba vagamente fantasmal.

—¡Lo cogemos! —exclamaron los dos al unísono.

—Éste debió de llevar a Yvette Guilbert en 1880 —comentó Jaja, regocijado.

El cochero le dio un latigazo al cuadrúpedo. El animal soltó una especie de coz que podía pasar por un amago de galope y reanudó su lenta marcha. Al parecer, el cochero también volvió a dormirse. Apretujados en la estrecha caja, Denise y Jaja guardaban silencio. Iban como suavemente amodorrados. Las calles y las plazas parecían venir a su encuentro muy despacio, cruzarse con ellos y perderse de nuevo en la noche. Entre las resplandecientes farolas había grandes franjas de sombra. Los cascos del caballo martilleaban el empedrado.

—¿Duermes? —le preguntó Jean-Paul, cogiéndola de la mano.

—No.

Él retuvo su desnuda y suave mano entre las suyas. Denise no la apartó. ¿Para qué?

—Estamos llegando —anunció su primo poco después, e inclinándose posó los labios en su muñeca.

Denise no dijo nada. Le había besado la mano muchas veces. Pero en esta ocasión el beso se prolongaba, insistía. Denise le dejaba hacer como en una especie de sueño confuso, no del todo desagradable…

El coche se detuvo. Jean-Paul la ayudó a bajar. Luego, se despidió de ella como de costumbre, con toda naturalidad.

—Buenas noches, Denise. Felices sueños…

—Gracias… Tú también —respondió ella, esforzándose por sonreír.

En cuanto llegó a casa, llamó a la doncella.

—¿Ha telefoneado alguien, Marie?

—No, señora, pero han traído un billete para la señora.

Denise lo cogió con súbita y horrible angustia. Había reconocido la letra de Yves. Apenas eran unas frases.

Te ruego que me perdones por no haberte llamado como te prometí, pero estaba de tan mal humor que no me sentía capaz. No obstante, si estás libre esta noche, ven a verme.

Tu Y.

Había una posdata:

No te enfades, mi pequeña Denise.

«Es increíble. Cuando se digna hacer una señal, tengo que salir corriendo, y encima sonreír», pensó Denise.

Se informó sobre Francette, cenó a toda prisa y volvió a irse.

—Si el señor regresa antes que yo, dígale que he ido al cine.

Yves la esperaba fumando. En la última semana, casi no había hecho otra cosa. Seguía sin noticias de Vendômois, pero la intensidad misma de su angustia había acabado por mitigarla. Una especie de apatía, el rasgo más destacado de su carácter, había vuelto a apoderarse de él, que confiaba vagamente en un milagro.

De Denise sólo esperaba reproches, lágrimas, preguntas. Lo sorprendió verla tan tranquila, indiferente y dulce. Sus ojos, que con tanta ansia lo escrutaban por lo general, ahora lo miraban de una forma extraña, nueva para él. Se amaron. Era evidente que Yves buscaba una especie de olvido entre sus brazos; pero Denise se mantenía fría y alerta, como si acechara algo dentro de sí o de Yves. Cuando se disponía a irse, él la retuvo y la abrazó.

—Denise…

—¿Esta noche me amas? —le preguntó ella con una tenue y extraña sonrisa.

—Sí.

—¿He sido… buena?

—Muy buena —respondió Yves en tono ligero—. Así es como me gustas, así es como hay que ser… —añadió con voz más profunda.

—¡Ah! Entonces, ¿estás contento? ¿Dormirás a gusto?

Yves sonrió.

—Creo que sí. ¿Y tú?

—¿Yo? También.

—Me alegro. Hasta pronto, cariño…