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Esa noche, como todas, Denise fue a sentarse junto a la camita de Francette, que viajaba por el país de los sueños con un dedo metido en la boca. En la suave penumbra, el pliegue de carne rosa que le surcaba el cuello parecía una pequeña sotabarba. Dormía como un frágil pajarillo acurrucado al calor de sus plumas.

Denise se inclinó para observarla de cerca. Y, como siempre, volvió a verse a sí misma con extraordinaria claridad en la época en que dormía en una cama muy parecida a aquélla. Pero en esa ocasión pensó por primera vez con asombro en el largo camino recorrido, que tan breve le había parecido debido a su monotonía, a su fácil mansedumbre. Sin embargo, para ella ya había comenzado el verano de la vida… Posó la cabeza, aureolada de cortos bucles, en la almohada, entre el revuelto cabello de Francette, cerró los ojos y empezó a recordar… La niñez, llena de días luminosos, de vacaciones felices; las pequeñas penas infantiles, cuyo recuerdo, Dios sabe cómo, acaba siendo con los años más dichoso que el de las alegrías; la adolescencia, enturbiada, ennoblecida también, por la sombra de la Gran Guerra; el noviazgo; la boda, una verdadera boda francesa que aunaba el afecto y lo razonable; la maternidad; una buena vida, agradable y, desde luego, ordenada… Y sin embargo, esa noche se sentía decepcionada, insatisfecha, con un pobre corazón intranquilo.

Se levantó, abrió el estrecho balcón de madera adornado con macetas y salió. Qué bien olían las flores; su fragancia era fresca y amarga. Las estrellas iluminaban suavemente la noche estival. A lo lejos se veía la pequeña playa roída por las olas donde Yves la había esperado, a la que Yves la había llamado… Aquella hora deliciosa y fugaz había sido tan parecida a un sueño que Denise se preguntaba si la había vivido de verdad: le había dejado una extraña sensación de irrealidad. Pero luego eso cambió… Poco a poco, mientras estaba allí, en medio de la oscuridad y los aromas nocturnos, el presente fue difuminándose, volviéndose tan impreciso como un sueño, mientras que el recuerdo se concretaba, se adensaba, crecía en su corazón y su cuerpo con la fuerza de una ola. Sin que se diera cuenta, sus manos se extendieron en el aire, como tratando de modelar el contorno del cuerpo abrazado, del rostro acariciado; parecían esculpir en el vacío, a tientas pero tan seguras como las manos de un artista ciego. Y de pronto se estremeció: en las yemas de los dedos creyó notar el relieve de los finos y suaves labios. Apretó los dientes; lo que sentía, casi con miedo, era algo tan doloroso y al tiempo tan dulce que murmuró en voz alta, como si llamara por su nombre a alguien que pasara bajo el balcón:

—¿Amor?

Más tarde, ya acostada en la habitación contigua a la de Francette, en la cama donde había dormido su marido, mientras buscaba con gesto mecánico bajo las sábanas la forma familiar de su gran cuerpo tendido, se acordó al fin de él, del afectuoso y confiado compañero, con tanta pena que se le humedecieron los ojos. Le tenía mucho cariño. En su compañía se aburría y a menudo pensaba en otras cosas, pero procuraba hacerle la vida agradable, corresponder a su amor con todo su afecto, con su delicada comprensión. Sin embargo, lo había engañado. No buscó excusas. Sabía perfectamente que lo había traicionado. Amor… Más bien una aventura fugaz, en la que ella pondría el corazón y él sólo su vanidad, o su deseo. No le interesaba el fácil romanticismo de un amor de verano. Sabía muy bien que, como todos los hombres, Yves la cortejaría un día entero y luego, por la noche, llamaría a su puerta; así sería durante tres semanas, poco más o menos, y después se separarían como dos extraños. Denise no quería eso. Se imaginó los ojos de Yves al día siguiente, la mirada insistente que tan bien conocía, porque la había distinguido más de una vez en los hombres que la habían encontrado atractiva. Hasta entonces, sólo le había dado risa, pero ahora… Denise se echó a llorar con el corazón rebosante de ternura y pena, una pena inmensa e indefinida por sí misma, por su marido, solo en el extranjero y tal vez enfermo, pero sobre todo por Yves, por el posible sufrimiento de su amor frustrado.

Se prometió que al día siguiente, cuando volviera a verlo, se mostraría fría y distante. Pero él se pasó la mañana jugando en la arena con Francette. Cuando le hablaba, Yves apenas alzaba los ojos; parecía aún más incómodo que ella. Eso la desarmó. Por la tarde, cuando la invitó a dar un paseo antes de cenar, aceptó, aunque con el corazón palpitante y decidida a rechazar las palabras de amor que sin duda le dirigiría. Sin embargo, Yves no dijo nada. El sol se ocultaba en el mar entre nubes deshilachadas del color de la tormenta. Había marea alta; las olas se precipitaban, grises y blancas, contra la escollera y las gaviotas volaban en círculo en el cielo, chillando tristemente. Yves le habló de cosas sin importancia, como al principio. Estaban sentados en el pretil. La noche avanzaba con rapidez. Empezaron a caer gruesas gotas de lluvia. Yves la tomó del brazo para ayudarla a correr hacia el hotel. A ella le pareció notar que temblaba ligeramente, pero que se calmaba instantes después. Ahora llovía con furia torrencial. Se había levantado un viento desapacible que agitaba los tamariscos y tronchaba las flores. Yves le echó su chaqueta por los hombros. Corrían como locos bajo el aguacero. Denise sentía la presión de sus dedos, sujetándola con fuerza por la cintura. Pero Yves callaba obstinadamente, apretaba los dientes y no la miraba a ella, que, a hurtadillas, posaba en él sus sumisos y temerosos ojos.