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Todos los veranos, Yves tenía unas semanas de vacaciones y, como en invierno vivía con gran austeridad, podía permitirse pasarlas donde y como le apeteciera. Ese año había regresado a Hendaya llevado por el deseo de volver a ver la maravillosa playa de su infancia, y también porque pensaba que el lugar ofrecía menos tentaciones que otros sitios y, al mismo tiempo, estaba cerca de Biarritz y San Sebastián, es decir, de dos de los principales polos de atracción de la sociedad cosmopolita. Además, le encantaba el oleaje libre y bravío y la radiante luminosidad de la tierra vasca. Y por último, la vida ociosa y despreocupada de los grandes hoteles le causaba la misma agradable sensación de comodidad recuperada que produce sumergirse en una bañera llena de agua caliente después de un largo viaje en tren.
El día siguiente a su llegada, Yves, que tras un minucioso aseo había bajado de su habitación hacia las dos, estaba acabando de almorzar casi solo en el enorme comedor del hotel. A pesar de las cortinas de tono tostado que protegían las grandes puertas vidrieras, el sol inundaba la sala, rutilando como una fantástica cabellera dorada. Yves se esforzaba por vencer el deseo pueril de acariciar los rayos de oro que danzaban sobre el mantel y el servicio de mesa, arrancando destellos de sangre y rubí al fondo de su copa de añejo borgoña. Alrededor, varias familias españolas terminaban de comer, parloteando animadamente. Las mujeres estaban gordas y estropeadas; los jóvenes eran muy guapos. Pero casi todos tenían unos ojos maravillosos, ojos aterciopelados y fogosos, e Yves, al contemplarlos, fantaseaba con la cercana España y la posibilidad de visitarla en octubre y ver de nuevo aquellas casas rosadas y aquellos patios donde murmuraban las fuentes. Pero al momento, cortándole de golpe las alas a su impreciso sueño, surgió en su memoria el inoportuno recuerdo de la fecha en que acababan sus vacaciones, así como el de la cotización que había alcanzado la peseta ese mes de agosto del año de gracia de 1924, y ambos factores obligaron a su mirada, que vagabundeaba en torno a los Pirineos, a posarse de nuevo, muy sensata y tristemente, en la jugosa pera que había empezado a pelar. Se la comió y salió a la terraza.
Algunos grupos sentados en torno a los veladores de mimbre tomaban café y hojeaban periódicos de París y Madrid. En un pequeño estrado, unos músicos afinaban sus instrumentos con parsimonia. En el jardín, los infatigables adolescentes ya estaban jugando al tenis. El viento marino hinchaba los grandes toldos de dril, que restallaban como velas. Yves se acercó a la balaustrada para contemplar el mar, que nunca lo cansaba.
De pronto, oyó que lo llamaban por su apellido.
—¿Qué tal, Harteloup? ¿Hace mucho que ha llegado?
Yves se volvió y vio a Jessaint. A su lado, la joven en la que se había fijado esa mañana se balanceaba en una mecedora. Vestida totalmente de blanco, la cabeza descubierta, las piernas desnudas y los finos pies calzados con sandalias de tiras. Su hijita brincaba junto a ella sobre las tibias baldosas de la terraza.
—¿Conoce a mi mujer? —le preguntó Jessaint—. Denise, te presento al señor Harteloup.
Yves hizo una inclinación de cabeza.
—Llegué ayer por la tarde —dijo en respuesta a la primera pregunta—. Supongo que se nota —añadió sonriendo y mostrándoles sus blancas manos de parisino.
—¡Sí que se nota! —exclamó la joven, riendo—. Aquí estamos todos tan negros como africanos. Creo que no me equivoco… —añadió, mirándolo con más atención—. ¿No es a usted a quien mi hija ha arrojado arena hace un rato, en la playa? Debería haberme disculpado, pero he preferido fingir que lo creía dormido… Me daba vergüenza tener una hija tan mal educada —explicó, atrayendo hacia sí a la pequeña, que alzaba hacia ellos su redonda y risueña cara.
—¿Conque ésta es la señorita que se dedica a atormentar a pobres chicos que no le han hecho nada? —dijo Yves con voz grave. La niña rió y escondió la cara entre las rodillas de su madre—. Parece alegre —comentó.
—Pues es insoportable —respondió Denise con ojos brillantes de orgullo, y alzó con un dedo la barbillita hundida en su falda—: En fin, hay que perdonarme, aunque sea muy traviesa y muy mala, porque aún soy muy pequeña, ¿verdad, señorita Francette? Todavía no tengo dos años y medio.
—¡Ni hablar! ¡No pienso perdonarla! —exclamó Yves.
Entonces cogió en brazos a la graciosa chiquilla y empezó a hacerla saltar en el aire. La pequeña agitaba las piernas desnudas riendo a carcajadas. Cada vez que Yves hacía amago de dejarla en el suelo, ella suplicaba: «¡Más, señor, más!». Y él, encantado de jugar con aquel cuerpecito moreno y sonrosado, empezaba de nuevo. Los dos sintieron tener que despedirse cuando la niñera fue a buscar a la señorita Francette para llevarla a la playa.
—¿Le gustan los niños? —preguntó Jessaint mientras la niña se alejaba a regañadientes.
—Me encantan, sobre todo cuando son guapos, sanos y ríen siempre, como su hija.
—Siempre no —puntualizó Denise, sonriendo—. Y menos aquí… A esta niña, el mar la enloquece. Pasa de la risa al llanto con una facilidad y una rapidez que me desesperan.
—¿Cómo se llama?
—Francette, de France, porque nació el aniversario del armisticio.
—Es curioso que le gusten los niños… —comentó Jessaint—. Yo adoro a mi hija, por supuesto, pero en cambio no soporto a los de los demás… Son ruidosos, agotadores…
—Bueno, ¿y cómo es la tuya? —replicó Denise—. ¡Da más guerra que toda una escuela junta!
—En primer lugar, exageras… Y en segundo lugar, tú lo has dicho, es la mía. Y sobre todo la tuya —añadió, rozando con los labios la mano de su mujer.
Yves, que lo observaba, advirtió que su rostro se enternecía cuando se dirigía a ella. Jessaint sorprendió su inquisitiva mirada y pensó que consideraba de mal gusto sus efusiones.
—Debo de parecerle un bobo… —se excusó un poco incómodo—. Supongo que mi inminente partida me vuelve especialmente afectuoso…
—¿Ah, se marcha?
—Sí, a Londres… Unas semanas… Me voy esta noche. —Y, temiendo estar hablando demasiado de sí mismo y los suyos, preguntó—: Pero ¿y usted, mi querido Harteloup? ¿Qué ha sido de su vida desde entonces?
Yves hizo un gesto vago.
—Harteloup y yo fuimos vecinos de cama en el hospital de Saint-Anges, en aquel horrible y oscuro villorrio belga, cuyo nombre he olvidado… —le aclaró Jessaint a su mujer.
—¿Wassin? ¿Lieuwassin?
—¡Eso es, Lieuwassin! Lo dejaron hecho una piltrafa, al pobre muchacho…
—Perforación del pulmón izquierdo —explicó Yves—. Pero ya estoy curado.
—¡Me alegro, me alegro! Yo aún me resiento de la pierna. No puedo montar a caballo…
—Pero ¿no se habían visto desde entonces? —preguntó Denise.
—Sí, en casa de los Haguet un par de veces, y en la rue Bassano… En casa de Louis de Brémont, ¿verdad? Pero no sabía que estuviera casado, Jessaint…
—Y no lo estaba… Sólo prometido… Desde que nos casamos, apenas salimos. Yo viajo bastante por negocios.
—Lo sé. Oí hablar de su invento —señaló Yves.
El joven ingeniero Jessaint había descubierto el modo de recoger y reutilizar el humo de las chimeneas de las fábricas, lo que durante la guerra le había valido la fama y una gran fortuna.
Jessaint se sonrojó ligeramente. Tenía un rostro agradable, aunque algo tosco, como tallado a rudos golpes, pero iluminado por unos ojos azules muy dulces y penetrantes.
Como el camarero acababa de traer el café, Denise lo sirvió. Tenía una sonrisa seria de estatuilla; el vello de su brazo desnudo brillaba al sol. Luego, cruzó las manos detrás de la nuca, cerró los ojos y empezó a balancearse suavemente en la mecedora, muy modosa y callada, mientras los hombres seguían hablando a media voz de la guerra, de quienes se habían quedado allí y de quienes habían vuelto.
—Perdonen que los interrumpa… —terció al cabo de un rato—. ¿Podrían decirme la hora?
—Son casi las cuatro, señora Jessaint.
—¡Oh, entonces tengo que subir a vestirme! Porque aún vamos a ir a Biarritz a comprarte la maleta, ¿verdad, Jacques?
—Verdad.
—Yo voy a darme el segundo chapuzón —dijo Yves levantándose a su vez.
—¿No teme cansarse? —le preguntó Denise.
—¡Eso nunca! ¡Me pasaría la vida en el agua!
Yves acompañó a la señora Jessaint, que dejó a su marido terminándose el café en la terraza. Observó a la joven mientras caminaba delante de él, con su vestido blanco; en la deslumbrante luz de la tarde, su cabello negro parecía tan etéreo y azulado como los anillos de humo de los cigarrillos orientales. Al pie de la escalinata, se volvió hacia él sonriendo.
—Adiós, señor Harteloup… Hasta pronto, seguramente…
La joven le estrechó la mano con aquella hermosa mirada franca, directa, en la que Yves ya había reparado, complacido. A continuación, dio media vuelta y entró en la puerta giratoria del hotel, mientras él se dirigía lentamente a la playa.