6

Un día, Denise no apareció en la playa. Yves no lo advirtió enseguida. Se dio el baño de costumbre, nadó un buen rato, deslumbrado por las relucientes lentejuelas que bailaban en los senos de las olas, y se tumbó en la arena en el sitio de siempre, muy cerca de la tienda de los Jessaint. Denise no estaba en ella. La pequeña Francette, en bañador, hacía montoncitos de arena, que destrozaba al instante a golpes de pala, con salvaje y destructiva energía. La niñera leía.

Tumbado sobre el costado izquierdo, Yves se volvió del derecho con un profundo e inquieto suspiro, un suspiro de perro que sueña. Estaba nervioso sin saber por qué, respiraba con dificultad y el corazón le latía con sorda precipitación. «He estado demasiado rato en el agua», se dijo. Se apoyó en el codo y llamó por señas a Francette, que rió al reconocerlo, se levantó y avanzó dos pasos. Luego dio media vuelta y echó a correr en sentido contrario, con la inexplicable e instintiva malicia de los niños. Contrariado, Yves volvió a tumbarse, mordiéndose el labio. No obstante, seguía empeñado en encontrar causas físicas, naturales, a su malestar: hacía calor, notaba el sol en los hombros como una pesada chapa de plomo, y un vientecillo abrasador levantaba de vez en cuando arena que le rozaba las piernas y le hacía molestas cosquillas. No se preguntaba directamente dónde estaba la señora Jessaint, pero daba a esa cuestión no formulada vagas respuestas hipócritas: «Vendrá… Se ha retrasado… Quizá esté indispuesta… No se bañará, pero bajará para que se bañe la niña… Aún no es tarde…». Y se daba la vuelta en la arena caliente como un enfermo en la cama, sin hallar reposo, sin sentirse realmente triste, sino más bien lo que los ingleses llaman uncomfortable, aunque no acababa de entender por qué. Entretanto, el sol ascendía y la playa iba vaciándose; ya apenas quedaban unos adolescentes semidesnudos que jugaban al balón en la orilla. Pero también ellos acabaron yéndose. El socorrista y sus ayudantes pasaron arrastrando la barca de salvamento, que guardaban a la hora de la comida, con los musculosos brazos atezados y húmedos, tensos como cables. Se alejaron lentamente. La llana e inmensa playa se extendía, desierta y resplandeciente al sol de mediodía. Yves seguía allí, inmóvil; tenía un nudo en la garganta y le pesaba la cabeza. De pronto, dio un respingo y se dijo que era idiota. Denise no había bajado a la playa en toda la mañana porque estaba indispuesta, pero iría a comer. No se encontraría tan mal como para guardar cama un día tan espléndido, decidió. Pero debía de ser muy tarde; por poco que tardara en vestirse y afeitarse, ya no la vería. Se echó el albornoz sobre los hombros y corrió hacia el hotel.

Veinte minutos después estaba en el vestíbulo. Sin embargo, no encontró a Denise en el comedor; vio su mesa vacía y el servicio intacto. A Yves, las chuletas de cordero le parecieron quemadas, mal cocidos los guisantes, imbebible el café e incompetentes los camareros. Se quejó al maître con aspereza e hizo llamar al sumiller para decirle que, en cualquier tasca de París, el vino de la casa era mejor que su Corton 1898, comentario que hirió al pobre hombre casi hasta las lágrimas.

Sin tocar el melocotón que ya se había colocado en el plato, arrojó la servilleta sobre la mesa y salió a la terraza. La pequeña Francette, con un vestido corto de algodón tan azul como el cielo, se balanceaba muy seria en la mecedora de Denise. Al ver acercarse a Yves, saltó al suelo y se le colgó del brazo.

—¡Hazme ladies go to market! ¡Anda, señor Lulú!

Como no conseguía pronunciar «Harteloup» como su madre, había cambiado a su conveniencia el nombre de su amigo. Yves la hizo saltar sobre su rodilla canturreando el estribillo de la canción inglesa.

—Oye, Fanchon… —le dijo después con una voz opaca que a él mismo lo sorprendió—. ¿Está enferma tu mamá?

—No —contestó Francette moviendo la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como un muñeco chino—. No.

—¿Dónde está?

—Se ha ido.

—¿Para muchos días?

—¡Eso no lo sé!

—Sí, sí que lo sabes. ¡Anda, intenta recordar! —insistió Yves con delicadeza—. Seguro que lo ha dicho delante de ti… Esta mañana, al darte un beso antes de irse, ¿no te ha dicho tu mamá: «Adiós, cariño, pórtate bien, volveré dentro de un día»? ¿O de dos? ¿No lo ha dicho?

—No —respondió Francette—. No me ha dicho nada. —Y tras pensarlo un momento añadió—: Es que cuando me ha besado antes de irse, yo aún estaba dormidita. Me lo ha contado la señorita, ¿sabes?

Yves tuvo la tentación de preguntarle a la niñera, pero no se atrevió: temía despertar sospechas. Totalmente infundadas, ¡por el amor de Dios! Volvió a dejar a la niña en el suelo y se marchó.

Denise se había ido, pero ¿adónde? ¿Y por cuánto tiempo? Y eso era lo más absurdo: se daba cuenta de que la ausencia no podía ser larga, puesto que Francette se había quedado en Hendaya. ¿Habría ido de compras a Biarritz? Pero entonces, ¿con quién habría comido? ¿Con unos amigos? ¿Y cuáles? Por primera vez, su mente empezó a vagar, exasperada, por la zona de incertidumbre que rodeaba a Denise, como a todos los seres humanos, pero cuyo misterio no lo había hecho sufrir hasta entonces. ¿Se habría tratado de un almuerzo íntimo? Se imaginó sucesivamente todos los restaurantes de Biarritz que conocía, desde los más lujosos hasta los hostales de los alrededores, perdidos en el campo, mientras una rabia ciega iba apoderándose de él. Tuvo que hacer acopio de fuerza de voluntad para calmarse y acabó avergonzado, aturdido y temblando como una hoja. Se fue a la playa y empezó a caminar sin rumbo. ¿Se la habrían llevado de excursión unos amigos? Oh, amigos de toda confianza, parientes quizá… El día anterior, ella no le había dicho nada; pero hablaban tan poco, por lo general… Sí, eso sería… Una excursión… A veces eran muy largas: de dos, tres días… Y si había ido a España, o a Lourdes, estaría una semana lejos de Hendaya… lejos de él. Ocho días, ocho mañanas, ocho largas tardes… Parecía poca cosa, pero era horrible. Tal vez su marido le hubiera pedido que se reuniera con él en Londres inesperadamente. Un accidente, una enfermedad, cómo saberlo. No volvería. La niñera se llevaría a Francette a Inglaterra… Yves estaba tan consternado como si le hubieran comunicado la muerte de Denise. Se dejó caer al suelo. El sol brillaba con fuerza. Hundió las manos en la arena buscando la humedad del mar. Su súbita frescura le provocó un escalofrío. Se levantó.

De pronto, se dejó llevar, se enfureció, se dijo que era un imbécil: «Se ha ido… ¿Y qué? No la quiero, ¿no? No la quiero… Entonces, ¿qué más me da? Soy idiota, completamente idiota… —pensaba con vehemencia, pero sus temblorosos labios repetían maquinalmente la primera frase—: Se ha ido… Ya está… Se ha ido…».

Volvió al hotel y se tumbó en la cama. Permaneció inmóvil largo rato, con la cara hacia la pared, como cuando era pequeño y se disgustaba.

A las cinco bajó, recorrió la terraza arriba y abajo, y varias veces el jardín. Harto de dar vueltas, se dirigió al Casino, aunque Denise apenas iba allí. Chicos y chicas bailaban con la cabeza descubierta en un estrado alzado sobre pilotes en el agua. El eterno movimiento del mar alrededor de los pilares y los restallidos del toldo, agitado por al viento, evocaban tenazmente la idea de un barco amarrado en un puerto, lleno de sonoros crujidos y aromas salinos. Creyendo que así se distraería, Yves pidió un cóctel, pero bebió apenas unos sorbos y se marchó.

El mar palidecía al sol de las siete. En el cielo, nubecillas rosadas se arracimaban delicadamente. Yves escuchó el mar. Siempre lo había consolado. Esa tarde volvería a confiarle su pobre y cansado cuerpo.

Se cambió y, lentamente, se dirigió hacia el Bidasoa. El espigón, mantenido en buen estado en su primer tramo, estaba cubierto por una fina capa de arena unos metros más adelante. No había pretil; en los intersticios de las rocas crecían extraños arbustos erizados de espinas. Más allá, la escollera se interrumpía abruptamente. Yves bajó resbalando por la duna. La playa era un estrecho arco lamido por las olas; a la izquierda, la bahía, a la derecha, el mar, y uniéndolos el Bidasoa, pálido como el reflejo apenas vivo del desvaído cielo y tan tranquilo que ni siquiera espejeaba. Enfrente, España.

Se sentó con las piernas cruzadas y apoyó la barbilla en un puño. Reinaba la calma. Qué extraño… El estruendo de las olas no interrumpía el maravilloso silencio del anochecer. Una barca se deslizó silenciosamente de una orilla del río a la otra, de Francia a España. Una luz de un dorado más fino, más puro que el de mediodía, bañaba las cimas de las montañas, pero los valles empezaban a llenarse de sombras. La cólera de Yves desapareció de golpe, dando paso a una tristeza inexplicable.

La noche caía rápidamente. En la penumbra y la soledad, el mar se volvía lejano, de una salvaje majestad. Yves se sentía muy pequeño, perdido en la inmensidad de la vieja tierra. Pensó en sí mismo y en su vida fracasada. Era pobre, desgraciado, estaba solo. En adelante, para él los días carecerían de alegría. Nadie lo necesitaba. La vida le pesaba, le pesaba tanto… Tenía ganas de llorar; retenía las lágrimas con un último y desesperado esfuerzo de pudor masculino, pero le oprimían el corazón, le subían a la garganta, lo ahogaban.

Un crepúsculo espléndido, teñido de azul pálido y tonos rosados, envolvía el campo, lo ensombrecía. Las campanas sonaban. Enfrente, Fuenterrabía se iluminaba; se veían las ventanas de las casas, las luces de los tranvías, el trazado de las calles… Sólo la gran torre cuadrada de la vieja iglesia conservaba su severa oscuridad. Las campanas repicaban lentamente, como cansadas, descorazonadas, tristes. Y en las montañas las granjas iban iluminándose una tras otra, como estrellas. Había llegado la noche.

En torno a Yves se despertaba una vida misteriosa, un rumor, una agitación, un bullicio de seres animados, de insectos que viven en la arena y sólo se oyen al anochecer. Él escuchaba temblando, con un miedo inexplicable. De repente, su intenso dolor estalló en llanto. Con la cabeza entre las manos, lloró por primera vez en mucho tiempo, lloró como un niño, lloró por él.

—¿Es usted? —preguntó de pronto una voz conocida, un poco vacilante—. Va a enfriarse. Es muy tarde… —Yves alzó los ojos muy abiertos. Era ella. Su vestido flotaba en la oscuridad como una mancha blanca—. No me queda más remedio que reñirle… —dijo Denise en tono ligero—. Tiene menos sentido común que mi hija… ¿Qué horas son éstas de bañarse?

—¿Tan tarde es? —balbuceó Yves, que se había levantado como por reflejo.

—Más de las nueve.

—¡Vaya! ¿De veras? No… no lo sabía… Es que he perdido la noción del tiempo…

—¡Dios mío! —exclamó Denise con viveza—. ¿Qué le ocurre, querido amigo?

Trataba de verle la cara, pero estaba demasiado oscuro. Sin embargo, aquella voz empañada de llanto, entrecortada por sollozos reprimidos… De manera instintiva, sus suaves manos de madre, que tan bien sabían consolar, calmar, se tendieron hacia él. Yves, inmóvil frente a ella con la cabeza gacha, temblaba. Lloraba en silencio, sin vergüenza, con la sensación de que sus lágrimas se llevaban consigo la hiel y la sangre de una herida muy antigua. Con extraña voluptuosidad, sus labios saboreaban su olvidado sabor a agua y sal.

—¿Qué le ocurre? —volvió a murmurar ella con un nudo en la garganta—. Pero ¿qué pasa?

—Nada, nada.

De pronto, temiendo haber turbado el pudor de una pena solitaria, Denise hizo ademán de marcharse, pero Yves la detuvo de inmediato. Ella sintió su cálida mano en el brazo desnudo.

—No se vaya, no se vaya —farfulló él, sin saber muy bien lo que decía—. Por favor… —Y de pronto, con una especie de cólera, exclamó—: Pero ¡¿dónde ha estado todo el santo día?!

—En Biarritz —respondió ella dócilmente, mirándolo azorada. E intuyendo con extraña perspicacia lo que él había podido sufrir, murmuró—: Mi madre vive allí…

Se hizo un breve silencio. Bajo las estrellas, Denise pudo ver el atormentado rostro de Yves, su boca cruel y tierna, sus ojos suplicantes. Y le rodeó el cuello con los brazos. No se besaron. Se quedaron pegados el uno al otro, sobrecogidos, con el corazón palpitante, que rebosaba una tristeza deliciosa.

Con un gesto maquinal, eterno, Yves apoyó la cabeza en el hombro que le ofrecía Denise, y ella le acarició la frente en silencio, con unas repentinas ganas de llorar.

Alrededor de ellos, el mar lanzaba sus libres y salvajes olas. El viento traía de España una débil música. La vieja tierra se estremecía, animada con la confusa y misteriosa vida nocturna.

Poco a poco, sin ganas, se soltaron. Yves estaba ante ella medio desnudo. Los ojos de Denise, habituados a la débil claridad del cielo, distinguían vagamente su fornido cuerpo masculino, apenas cubierto por el bañador. Lo había visto así muchas veces, pero, como Eva, hasta esa noche no se había dado cuenta de que estaba desnudo. De pronto sintió vergüenza y miedo, igual que una adolescente. Lo rechazó con suavidad, trepó por la duna y desapareció en la oscuridad.

Yves no se atrevía a volver al hotel en bañador. Recordando que de niño había pasado muchas noches en la playa, se acurrucó junto a un montículo de arena y, tapado con el albornoz, cayó en un sueño ligero e inquieto, lleno de imágenes y arrullado por el sonido y el olor del mar.