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Los días iban pasando y él no le decía nada, no intentaba besarla, ni siquiera se permitía retener sus suaves y temblorosas manos entre las suyas más tiempo del necesario. Yves era demasiado feliz; con una especie de terror supersticioso, temía las palabras como a un maleficio. Saboreaba aquel instante de su vida como un manjar, un hermoso e inesperado regalo que el destino le hacía: el ocio, el descanso, el mar y aquella encantadora mujer. Por el momento, le bastaba con su mera presencia. En lugar de pesarle, su larga castidad se le antojaba tan valiosa como una infancia recuperada; el deseo que sentía por ella le causaba uno de esos deliciosos sufrimientos que nos esforzamos en prolongar, como cuando en pleno verano tenemos sed pero nos divierte mantener largo rato junto a los labios un vaso de agua helada perlado de frías gotitas y no beber. Yves había vivido y amado lo suficiente como para valorar con acierto sus sentimientos; los cultivaba egoísta, celosamente, como flores raras. Era extraño, pero tenía una confianza absoluta en Denise… Las miradas de otros hombres por la mañana, en la playa, o de noche, cuando ella aparecía en el vestíbulo del hotel con un vestido escotado y un collar de diamantes, no le producían la menor inquietud: estaba seguro de Denise; intuía que la había conquistado, sometido, tranquilizado con su fingida indiferencia, que cuanto callaba la ataba a él con mayor fuerza que los más apasionados juramentos de amor. Yves esperaba, pero no por mero cálculo, sino por una especie de pereza innata en él y que, en esa ocasión, le resultaba más útil que cualquier acto o palabra.

Pero el verano tocaba a su fin. El tiempo había empeorado. Una tras otra se cerraban las villas. Por la mañana, la playa desierta se extendía bajo un cielo blanco velado por súbitos aguaceros. Las excursiones sustituyeron a las largas siestas sobre la arena caliente. Denise recorrió con Yves la campiña vasca, los pequeños y tortuosos senderos de las laderas pirenaicas, los bosques, que el otoño empezaba a dorar, los pueblos tranquilos donde la noche cae antes debido a las altas montañas, que los cubren de sombras en cuanto el sol desciende. Un día, feliz como un niño, Yves cogió moras para Francette en un bosquecillo a orillas del Nivelle, mientras Denise se mojaba las manos y los brazos en la corriente. En todo momento experimentaban la maravillosa sensación de haber rejuvenecido, de haber recuperado una especie de inocencia olvidada.

A finales de septiembre aún hubo unas jornadas buenas. Yves propuso que fueran a la procesión de Fuenterrabía, una antigua ceremonia que atraía tanto a franceses como a españoles. Se disparaban cañones y fusiles, había polvo, bullicio, música; grupos de chiquillos con las boinas ladeadas cortaban las estrechas callejas cantando y gritando a voz en cuello, agarrados de la cintura. De todas partes llegaban jinetes cuyos caballos relinchaban, asustados por el vocerío y el olor a pólvora. Berlinas tiradas por mulas y adornadas con borlas y campanillas traqueteaban sobre el adoquinado, y hasta los ocupantes se encabritaban al cruzarse con los enormes automóviles. Todo Biarritz, todo San Sebastián y toda la provincia española, de Irún a Pamplona, estaban allí. Chavales con la cara sucia se peleaban insultándose en una incomprensible jerga mezcla de vasco y castellano. Hermosas muchachas se paseaban con el pelo suelto y una pañoleta bordada sobre los hombros; las procedentes de los pueblos del interior lucían un moño alto con una flor sujeta en la peineta. Algunas ancianas seguían llevando mantilla negra. Y todos reían, gritaban, cantaban, se peleaban, se empujaban alrededor de la fuente y los puestos callejeros, donde las vendedoras servían limonada y jarabes, ofrecían naranjas y mantecados, carracas, globos y abanicos. La marea humana abarrotaba la estrecha calle. Denise se divertía mirando los escaparates de las tiendas, con su despliegue de rosarios, crucifijos y medallas benditas. Los aleros de las casas antiguas casi se tocaban sobre la calzada. Los balcones estaban decorados con chales, colchas bordadas, manteles de encaje. En la vieja iglesia, negra y dorada, las campanas redoblaron con fuerza. Yves se sentó con Denise en la terraza de un pequeño café y la invitó a chocolate con canela y jerez. El chocolate, demasiado espeso y dulce, no le gustó, pero se bebió dos o tres copitas del delicioso jerez. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Cuando se quitó el sombrero, el sol atravesó su cabello, que parecía tan vaporoso y azulado como anillos de humo. Se acodaron en la barandilla para ver pasar la procesión. Era interminable, con banderas, viejos cañones herrumbrosos y hombres borrachos que se agarraban a sus fusiles con manos temblorosas. Luego aparecieron los sacerdotes con sus casullas bordadas, tras la gran imagen de la Virgen, rodeada de cirios encendidos. La multitud se arrodillaba a su paso y, en el repentino silencio, con el enloquecido tañido de las campanas, parecían temblar hasta los viejos y renegridos muros.

Al final, todo el mundo se dirigió a la iglesia y la plaza fue vaciándose. Instantes después, en la terraza sólo quedaron Yves y Denise y unos campesinos españoles que bebían en un rincón. El sol se ponía y, en el crepúsculo rosáceo, las montañas parecían acercarse, proyectando su fresca y misteriosa sombra. Denise, un poco achispada, guardaba silencio y mantenía los ojos obstinadamente fijos en el diamante que brillaba en uno de sus dedos. El viento del anochecer revolvía sus rizos.

—Mi marido llegará uno de estos días —dijo de repente, pero al punto enrojeció, avergonzada y arrepentida de su mentira.

Yves no se dio cuenta.

—¿Pronto? —preguntó ansioso.

Denise eludió la respuesta con un gesto vago y, de improviso, con súbita emoción, reparó en que los labios de Yves temblaban un poco.

—¿Viene a buscarla? —murmuró él. Y añadió como para sí—: Se acabaron las vacaciones… Lo había olvidado… Dentro de dos días será primero de octubre… Dentro de dos días estaré en París.

—¡Dentro de dos días! —exclamó Denise, creyendo que se le paraba el corazón.

Pero en su fuero interno se reprochó su inconsciencia. ¿Acaso no había mirado el calendario en todo el mes? ¿Acaso no había visto acercarse el otoño? Además, ¿qué podía importarle que aquel extraño, aquel desconocido, se marchara?

—Denise… —dijo Yves con suavidad.

Sofocada, ella no se atrevió a responder. Él le había cogido la mano que tenía apoyada en la mesa y había posado en ella la frente, que le ardía.

—Denise… —repitió—. No quiero perderla —dijo con voz entrecortada—. Ya no puedo vivir sin usted.

Al instante, olvidando que debía rechazarlo, defenderse, hacerse desear, mientras gruesas e involuntarias lágrimas resbalaban por sus mejillas, respondió:

—Yo tampoco. Tampoco puedo vivir sin usted.