Epílogo
Brooklyn
Richard Bowmaster y Lucía Maraz habían
archivado a conciencia lo publicado sobre el caso de Kathryn Brown,
desde que apareció su cuerpo en marzo, hasta un par de meses más
tarde, cuando pudieron dar por cerrada la aventura que les cambió
la vida. El descubrimiento del cadáver en Rhinebeck provocó
especulaciones sobre un posible sacrificio humano cometido por
miembros de un culto de inmigrantes en el estado de Nueva York. Ya
se sentía en el aire la xenofobia contra los latinos desencadenada
por la odiosa campaña presidencial de Donald Trump. Aunque pocos lo
tomaban en serio como candidato, su alarde de construir una muralla
como la de China para cerrar la frontera con México y deportar a
once millones de indocumentados empezaba a echar raíces en la
imaginación popular. Resultó fácil darle una explicación macabra al
crimen. Varios detalles del hallazgo apuntaban a la teoría del
culto: la víctima había sido amortajada en posición fetal, como las
momias precolombinas, en un tapiz mexicano ensangrentado, con una
imagen del Diablo tallada en una piedra colgada al cuello y una
botella con una calavera pintarrajeada en la etiqueta. El tiro a
quemarropa en la frente tenía trazas de ser una ejecución. Y había
sido colocada en el santuario del Instituto Omega como una burla a
la espiritualidad, según manifestaron algunos periódicos propensos
al escándalo.
Varias iglesias cristianas hispanoparlantes
emitieron enfáticos desmentidos negando la existencia de cultos
satánicos en sus comunidades. Pronto, sin embargo, «la virgen
sacrificada», como la llamó un tabloide, fue identificada como
Kathryn Brown, una fisioterapeuta de Brooklyn, de veintiocho años,
soltera y encinta. De virgen, nada. También se supo que la
estatuilla de piedra no representaba a Satanás, sino a una deidad
femenina de la mitología maya, y la calavera era una ilustración
recurrente en las botellas de tequila más comunes. Entonces el
interés del público y de la prensa disminuyó hasta desaparecer del
todo y para Richard y Lucía fue más difícil seguirle la pista al
caso.
La noticia de The New
York Times de la última semana de mayo, que Richard Bowmaster
confirmó con otras fuentes, tenía poco que ver con Kathryn Brown.
Se centraba en una red de tráfico humano que abarcaba México,
varios países de Centroamérica y Haití. El nombre de Frank Leroy se
mencionaba en el reportaje entre otros cómplices y su muerte apenas
mereció un par de líneas. El FBI se había ocupado del caso de
Kathryn Brown, aunque le correspondía al Departamento de Policía,
por la relación de la joven con Frank Leroy, quien fue arrestado
brevemente, como el principal sospechoso del crimen, y puesto en
libertad bajo fianza. El FBI llevaba varios años atando cabos en
una vasta investigación de tráfico humano y le interesaba echarle
el guante a Leroy por eso, más que por la suerte de su desdichada
amante. Conocían la participación de Frank Leroy, pero las pruebas
para detenerlo eran insuficientes; el hombre se había protegido muy
bien contra esa eventualidad. Sólo al relacionarlo con el asesinato
de Kathryn Brown fue posible allanar su oficina y su casa y
confiscar suficiente material para acorralarlo.
Leroy escapó a México, donde tenía contactos
y donde había vivido su padre tranquilamente durante años en
calidad de prófugo. Esa podría haber sido también su suerte, a no
ser por un agente especial del FBI infiltrado en la red. Ese hombre
era Iván Danescu. Debido a él, más que a otros, se pudo desenredar
la madeja criminal en Estados Unidos y sus conexiones con México.
Su nombre nunca hubiera sido revelado al público si estuviera vivo,
pero pereció en el asalto a una hacienda de Guerrero, uno de los
centros de detención de las víctimas, donde estaban reunidos varios
jefes. Iván Danescu acompañó a los militares mexicanos en una
operación heroica, como decía la prensa, para liberar a más de cien
prisioneros, que aguardaban su turno para ser transportados y
vendidos.
Richard leyó otra versión entre líneas,
porque había estudiado la forma de operar de los carteles y de las
autoridades. Si algún cabecilla era arrestado, por lo general
escapaba de la prisión con aterradora facilidad. La ley resultaba
eternamente burlada, porque desde la policía hasta los jueces se
doblegaban mediante amenazas o corrupción y quien se resistiera
terminaba asesinado. Muy rara vez se lograba extraditar a los
culpables que operaban impunemente en Estados Unidos.
—Te aseguro que los militares entraron a la
hacienda a matar, con respaldo del FBI. Así hacen en las
operaciones contra los narcos y no veo por qué iba a ser diferente
en este caso. Les debe haber fallado un plan por sorpresa y hubo
una batalla a tiros. Eso explicaría la muerte de Iván Danescu por
un lado y Frank Leroy por otro —le dijo Richard a Lucía.
Llamaron a Evelyn a Miami, quien no se había
enterado de la noticia, y acordaron que ella viajara a Brooklyn,
porque estaba obsesionada con la idea de volver a ver a Frankie.
Hasta entonces no se había atrevido a llamar a Cheryl. Lucía debió
convencer a Richard de que con la muerte de Frank Leroy ya no había
peligro para Evelyn y que tanto la chica como Cheryl merecían tener
alguna clausura a lo que les había ocurrido. Se ofreció para hacer
el primer contacto y, fiel a su teoría de que lo mejor es ir
directo al grano, llamó de inmediato por teléfono a Cheryl y le
pidió cita, porque tenía algo importante que comunicarle. Ella le
colgó, asustada. Lucía le dejó una nota en el buzón de la casa de
las estatuas: «Soy amiga de Evelyn Ortega, ella confía en mí. Por
favor, recíbame; tengo noticias de ella para usted». Agregó su
número del celular y en el sobre puso las llaves del Lexus y de la
casa de Kathryn Brown. Esa misma noche Cheryl la llamó.
Una hora más tarde Lucía fue a verla,
mientras Richard la esperaba en el automóvil con la úlcera saltona
por los nervios. Habían decidido que era mejor que él no se
presentara, porque Cheryl se sentiría más tranquila a solas con
otra mujer. Lucía comprobó que Cheryl era como la había descrito
Evelyn, alta, rubia, casi masculina de aspecto, pero más avejentada
de lo que esperaba. Representaba muchos más de los años que tenía.
Estaba agitada, temerosa y a la defensiva, temblaba cuando la hizo
pasar a la sala.
—Dígame de una vez cuánto quiere y
terminemos con esto de inmediato —le dijo con la voz entrecortada,
de pie, con los brazos cruzados.
Lucía tardó medio minuto en entender lo que
estaba oyendo.
—Por Dios, Cheryl, no sé qué está pensando.
No he venido a hacerle chantaje, cómo se le ocurre. Conozco a
Evelyn Ortega y sé lo que pasó con su automóvil. Seguramente sé
mucho más que usted sobre ese Lexus. Evelyn quiere venir
personalmente a explicárselo, pero sobre todo quiere ver a Frankie,
lo echa mucho de menos, adora a su hijo.
Y entonces Lucía vio una asombrosa
transformación en la mujer que tenía delante. Fue como si la coraza
que la protegía se desmoronara a pedazos y en pocos segundos
quedara expuesta una persona sin esqueleto, sin nada que la
sostuviera por dentro, hecha sólo de dolor y miedo acumulados, tan
débil y vulnerable, que Lucía apenas pudo resistir el impulso de
abrazarla. Un sollozo de alivio le partió el pecho a Cheryl y cayó
sentada en el sofá, con la cara entre las manos, llorando como un
crío.
—Por favor, Cheryl, cálmese, todo está bien.
Lo único que Evelyn ha querido siempre es ayudarla a usted y a
Frankie.
—Lo sé, lo sé. Evelyn era mi única amiga, yo
le contaba todo. Se fue cuando yo más la necesitaba, desapareció
con el automóvil sin decirme ni una palabra.
—Creo que usted no sabe toda la historia. No
sabe lo que había en la cajuela del auto...
—Cómo no voy a saberlo —replicó
Cheryl.
El miércoles anterior a la tormenta de
enero, cuando Cheryl estaba separando las camisas de su marido para
la lavandería, vio una mancha de grasa en la solapa de su chaqueta.
Antes de agregarla a la pila de ropa le revisó los bolsillos por
rutina y descubrió una llave colgando de una argolla dorada. El
comején de los celos le advirtió de que pertenecía a la casa de
Kathryn Brown y eso confirmó sus dudas sobre su marido y esa
mujer.
Al día siguiente por la mañana, cuando
Kathryn estaba haciéndole los ejercicios, Frankie sufrió una crisis
de hipoglucemia y se desmayó. Cheryl lo reanimó con una inyección y
pronto los niveles se normalizaron. Nadie era culpable del
incidente, pero el asunto de la llave la tenía predispuesta contra
Kathryn. La acusó de maltratar a su hijo y la despidió en el acto.
«No me puedes echar. A mí me contrató Frank. Sólo él puede
despedirme y dudo que lo haga», replicó la joven, altanera, pero
cogió sus cosas y se fue.
Cheryl pasó el resto del jueves con el
estómago en un puño esperando a su marido, y por la tarde, cuando
él llegó, fue innecesario explicarle nada, porque ya lo sabía.
Kathryn lo había llamado. Frank la cogió por el cabello, la
arrastró al dormitorio, se encerró con un portazo que dejó las
paredes vibrando y le mandó un puñetazo al pecho que le cortó el
aire. Al verla luchando por respirar, temió que se le hubiera ido
la mano, le propinó una patada y se fue furioso a su pieza,
tropezando en el pasillo con Evelyn, quien aguardaba temblando la
oportunidad de socorrer a Cheryl. Le dio un empujón y siguió de
largo. Evelyn corrió a la habitación y ayudó a Cheryl a recostarse,
la acomodó con almohadas, le dio calmantes y le puso compresas de
hielo en el pecho, temiendo que tuviera costillas fracturadas, como
le sucedió a ella cuando fue asaltada por los pandilleros.
Frank Leroy salió el viernes muy temprano en
un taxi, antes de que el resto de la casa despertara, para tomar su
vuelo a Florida. Todavía no habían cerrado el aeropuerto, como
harían un par de horas más tarde por la tormenta. Cheryl se quedó
el día entero en cama, atontada con tranquilizantes y cuidada por
Evelyn, en un silencio taimado, sin lágrimas. En esas horas tomó la
decisión de actuar. Detestaba a su marido y sería una bendición que
se fuera con la Brown, pero eso no iba a ocurrir de manera natural.
El grueso de los haberes de Frank Leroy estaba en cuentas fuera del
país a las que ella nunca tendría acceso, pero lo que había en
Estados Unidos estaba a nombre suyo. Así lo había determinado él
para protegerse en caso de problemas legales. Para Frank la mejor
salida era eliminarla, y si no lo había hecho todavía era por falta
de incentivo inmediato. También debía deshacerse de Frankie, porque
no pensaba cargar con él. Se había enamorado de Kathryn Brown y de
pronto tenía urgencia de ser libre. Cheryl no sospechaba que había
una razón aún más poderosa, la amante estaba embarazada. Eso lo
descubrió con los resultados de la autopsia, en marzo.
Pensó que debía enfrentar a su rival, porque
con su marido era inútil tratar de llegar a algún acuerdo; sólo se
comunicaban para lo trivial e incluso eso provocaba violencia, pero
la Brown sería más razonable cuando comprendiera las ventajas de su
ofrecimiento. Iba a proponerle que se quedara con su marido, le
daría el divorcio y le garantizaría su silencio a cambio de
seguridad económica para Frankie.
Salió el sábado al filo del mediodía. El
dolor del golpe en el pecho y la corona de espinas que sentía en
las sienes desde la paliza del jueves habían aumentado, tenía dos
vasos de licor y una dosis alta de anfetaminas en el estómago. A
Evelyn le dijo que iba a su terapia. «Recién están despejando las
calles, señora, mejor se queda aquí tranquila», le pidió. «Nunca he
estado más tranquila, Evelyn», le contestó, y se fue en el Lexus.
Sabía dónde vivía Kathryn Brown.
Al llegar comprobó que el automóvil de la
mujer estaba en la calle, eso indicaba que pensaba salir pronto, si
no lo hubiera puesto en su garaje para protegerlo de la nieve. En
un impulso, Cheryl tomó de la guantera la pistola de Frank, una
pequeña Beretta semiautomática, calibre 32, y se la echó al
bolsillo. Tal como había supuesto, la llave era de la puerta de la
casa y pudo entrar sin ruido.
Kathryn Brown estaba saliendo con un bolso
de lona al hombro, vestida con su ropa de gimnasia. La sorpresa de
hallarse de súbito frente Cheryl le arrancó un grito. «Sólo quiero
hablarte», dijo Cheryl, pero la otra la empujó hacia la puerta,
insultándola. Nada estaba resultando como lo había planeado. Sacó
la pistola del bolsillo de su chaquetón y apuntó a Kathryn con la
intención de obligarla a escuchar, pero lejos de retroceder, la
joven la desafió a risotadas. Cheryl le quitó el seguro a la
pistola y la empuñó a dos manos.
—¡Bruja estúpida! ¿Crees que me puedes
asustar con tu jodida pistola? ¡Vas a ver cuando se lo cuente a
Frank! —le gritó Kathryn.
El tiro salió solo. Cheryl no supo cuándo
apretó el gatillo y, tal como le prometió a Lucía Maraz cuando se
lo contó, ni siquiera apuntó. «La bala le dio en medio de la frente
por casualidad, porque estaba escrito, porque era mi karma y el de
Kathryn Brown», le dijo. Fue tan instantáneo, un acto tan simple y
limpio, que Cheryl no registró el ruido del disparo ni el retroceso
del arma en sus manos, ni pudo comprender por qué la mujer cayó
hacia atrás ni qué significaba el hoyo negro en su cara. Tardó más
de un minuto en reaccionar y darse cuenta de que Kathryn no se
movía, agacharse y comprobar que la había matado.
Cada gesto suyo a continuación fue en estado
de trance. A Lucía le explicó que no se acordaba con detalle de lo
que hizo, aunque no dejaba de pensar en lo sucedido ese sábado
maldito. «Lo más urgente en ese momento era decidir qué iba a hacer
con Kathryn, porque cuando Frank la descubriera iba a ser
terrible», le dijo. La herida sangró muy poco y las manchas
quedaron sobre el tapiz. Abrió el garaje de la casa y metió el
Lexus. Gracias a una vida de atletismo y ejercicio, y gracias a que
su rival era pequeña, pudo arrastrar el cuerpo sobre el tapiz,
donde había caído, e introducirlo a la fuerza en la cajuela del
automóvil, junto a la pistola. Puso la llave de Kathryn en la
guantera. Necesitaba tiempo para escapar y disponía de cuarenta y
ocho horas antes de que su marido volviera. Hacía más de un año que
le daba vueltas en la mente la fantasía de acudir al FBI a
denunciarlo a cambio de protección. Si las series de televisión
contenían algo de verdad, podrían darle una nueva identidad y
hacerla desaparecer con su hijo. Antes que nada debía
tranquilizarse, el corazón le iba a explotar. Se dirigió a su
casa.
Durante la investigación de la muerte de
Kathryn Brown, en marzo, a Cheryl Leroy la interrogaron
superficialmente. El único sospechoso era su marido, cuya coartada
de hallarse jugando al golf en Florida resultó inútil, porque el
estado del cadáver no permitía determinar el momento de la muerte.
Quizá Cheryl, perturbada por la culpa, se habría delatado sola si
la hubieran interrogado en los días que siguieron a la muerte de la
joven, pero eso no ocurrió hasta dos meses más tarde, cuando su
cuerpo fue encontrado en el Instituto Omega y se conoció su
relación con los Leroy. En esos meses Cheryl alcanzó a hacer las
paces con su conciencia. Se había acostado un sábado a fines de
enero a descansar con un dolor de cabeza que la cegaba y despertó
unas horas más tarde con la noción aterradora de haber cometido un
crimen. La casa se hallaba a oscuras, Frankie dormía y Evelyn no
estaba por ninguna parte, lo cual nunca antes había ocurrido. Casi
había enloquecido imaginando posibles explicaciones para la
desaparición fantástica de Evelyn, el automóvil y el cadáver de
Kathryn Brown.
Frank Leroy regresó el lunes. Ella había
pasado esos dos días en un estado de pavor absoluto y de no ser por
el deber hacia su hijo, se hubiera tragado todos los somníferos que
tenía y habría terminado de una vez con su vida miserable, como le
confesó a Lucía. Su marido reportó la desaparición del Lexus para
cobrar el seguro y acusó a la niñera de haberlo robado. No encontró
a su amante e imaginó muchas razones para eso, menos que hubiera
sido asesinada; lo sabría más tarde, cuando su cuerpo fue
encontrado y a él lo acusaron del crimen.
—Creo que Evelyn hizo desaparecer la
evidencia, para protegernos a Frankie y a mí —le dijo Cheryl a
Lucía.
—No, Cheryl. Ella creía que su marido mató a
Kathryn el viernes y que se fue a Florida como coartada, sin
imaginar que alguien iba a usar el Lexus. El frío preservaría el
cuerpo hasta el lunes, cuando él volviera.
—¿Cómo? ¿Evelyn no sabía que fui yo?
Entonces, por qué...
—Evelyn sacó el Lexus para ir a la farmacia
cuando usted estaba dormida. Mi compañero, Richard Bowmaster, chocó
con ella. Así es como él y yo terminamos involucrados en esto.
Evelyn pensó que cuando su marido regresara sabría que ella usó el
auto y había visto el contenido de la cajuela. Le tenía terror a su
marido.
—Es decir... Usted tampoco sabía lo que pasó
—murmuró Cheryl, demudada.
—No. Yo tenía la versión de Evelyn. Ella
cree que Frank Leroy la iba a eliminar, porque tenía que callarla.
También temía por usted y por Frankie.
—¿Y ahora qué va a pasar conmigo? —preguntó
Cheryl, aterrada por lo que había confesado.
—Nada, Cheryl. El Lexus está al fondo de un
lago y nadie sospecha la verdad. Lo que hemos hablado queda entre
nosotras. Se lo diré a Richard, porque merece saberlo, pero no hay
necesidad de que lo sepa nadie más. Frank Leroy ya le hizo
suficiente daño.
A las nueve de la mañana de ese último
domingo de mayo, Richard y Lucía estaban en la cama tomando café
con Marcelo y Dois, la única de los cuatro gatos con quien el perro
hizo amistad. Para Lucía era temprano, qué necesidad había de
madrugar en domingo, y para Richard era parte de la amable
decadencia de vivir en pareja. Era un día radiante de primavera y
pronto irían a buscar a Joseph Bowmaster para llevarlo a almorzar;
por la tarde irían los tres a esperar a Evelyn a la terminal de
buses, porque el viejo insistía en conocerla. No le perdonaba a su
hijo que no lo hubiera invitado a participar en la odisea de enero.
«A ver cómo nos habríamos arreglado contigo en silla de ruedas,
papá», le repetía Richard, pero para Joseph era una excusa, no una
razón; si pudieron cargar con un chihuahua, bien podían haberlo
llevado a él.
Evelyn había salido treinta y dos horas
antes de Miami, donde en los meses que llevaba había empezado a
hacerse de una existencia más o menos normal. Todavía vivía con
Daniela, pero pensaba independizarse pronto; trabajaba cuidando
niños en una guardería y atendiendo mesas en un restaurante por las
noches. Richard la estaba ayudando, porque tal como decía Lucía, en
algo hay que gastar el dinero antes de irse al cementerio.
Concepción Montoya, la abuela en Guatemala, había usado muy bien
los giros que Evelyn le había enviado regularmente, primero desde
Brooklyn y después desde Miami. Había reemplazado su choza por una
vivienda de ladrillo con una pieza agregada, donde vendía la ropa
usada que le mandaba su hija Miriam desde Chicago. Ya no iba al
mercado a ofrecer sus tamales, sólo a comprar provisiones y
conversar con sus comadres. Evelyn le calculaba unos sesenta años
de edad, aunque no podía probarlo, pero en los ocho años desde la
muerte de sus dos nietos y la ausencia de Evelyn había envejecido
por la pena, como se podía apreciar en un par de fotografías que le
tomó el padre Benito, en las que aparecía con su vestimenta más
elegante, la misma que había usado durante treinta años y seguiría
usando hasta su muerte: la gruesa falda a telar azul y negro, el
huipil bordado con los colores de su aldea, la faja en tonos de
rojo y naranja en la cintura y el pesado y colorido tocado en
equilibrio sobre la cabeza.
Según el padre Benito, la abuela seguía muy
activa, pero se había achicado, secado y arrugado, parecía un
monito, y como andaba siempre murmurando oraciones a media voz, la
creían loca. Eso la favorecía, porque ya nadie le exigía que pagara
cuota. La dejaban en paz. Cada dos semanas Concepción hablaba con
su nieta por el celular del padre Benito, porque se negaba a tener
uno propio, como le había ofrecido Evelyn. Era un aparato muy
peligroso que funcionaba sin enchufe ni baterías y daba cáncer.
«Véngase a vivir conmigo, mamita», le había rogado Evelyn, pero
para Concepción esa era una pésima idea, qué iba a hacer ella en el
norte, quién alimentaría entretanto a sus gallinas y regaría sus
plantas, podían meterse extraños y ocuparle la casa, una no puede
descuidarse. Visitar a la nieta sí, pero ya se vería cuándo. Evelyn
comprendía que ese momento nunca iba a llegar y esperaba que algún
día su propia situación le permitiera darse una vuelta por Monja
Blanca del Valle, aunque fuera sólo por pocos días.
—Tendremos que contarle a Evelyn la verdad
sobre lo que pasó con Kathryn —le dijo Richard a Lucía.
—¿Para qué vamos a complicar las cosas? Con
que lo sepamos tú y yo, basta. Por lo demás, ya no importa
nada.
—¿Cómo que no importa? Cheryl Leroy mató a
esa mujer.
—Supongo que no estarás pensando en que debe
pagar por su crimen, Richard. Cheryl Leroy no era dueña de sus
actos.
—Eres una influencia fatal en mi vida,
Lucía. Antes de conocerte yo era un hombre honesto, serio, un
académico irreprochable... —suspiró él.
—Eras un plomazo, Richard, pero fíjate como
igual me enamoré de ti.
—Nunca pensé que acabaría obstruyendo la
justicia.
—La ley es cruel y la justicia es ciega. Lo
único que hicimos con Kathryn Brown fue inclinar un poco la balanza
hacia la justicia natural, porque estábamos protegiendo a Evelyn, y
ahora tenemos que hacer lo mismo con Cheryl. Frank Leroy era un
bandido y pagó por sus pecados.
—Es irónico que no lo pudieran agarrar por
los crímenes cometidos y tuviera que salir escapando por el crimen
que no cometió —dijo Richard.
—¿Ves? A eso me refiero con lo de justicia
natural —dijo Lucía besándolo ligeramente en los labios—. ¿Me estás
queriendo, Richard?
—¿Tú qué crees?
—Que me adoras y no te explicas cómo puedes
haber vivido tanto tiempo sin mí, aburrido y con el corazón
hibernando.
—En medio del invierno aprendí por fin que
había en mí un verano invencible.
—¿Eso se te acaba de ocurrir?
—No. Es de Albert Camus.