Richard
Brooklyn
Al llegar a su casa por la tarde, en
bicicleta si el tiempo lo permitía y si no en metro, Richard
Bowmaster se ocupaba primero de los cuatro gatos, animales poco
afectuosos, que había adoptado en la Sociedad Protectora de
Animales para acabar con los ratones. Había dado ese paso como una
medida lógica, sin asomo de sentimentalismo, pero los felinos
llegaron a ser sus inevitables compañeros. Se los entregaron
esterilizados, vacunados, con un chip injertado bajo la piel para
identificarlos en caso de que se extraviaran y con sus nombres,
pero, para simplificar, él los llamó con números en portugués: Um,
Dois, Três y Quatro. Richard les daba de comer y limpiaba el cajón
de arena, luego escuchaba las noticias mientras preparaba su cena
en el amplio mesón de múltiples usos de la cocina. Después de comer
tocaba el piano un rato, a veces por placer y otras por
disciplina.
En teoría, en su casa había un lugar para
cada cosa y cada cosa estaba en su lugar, pero en la práctica los
papeles, revistas y libros se reproducían como musarañas de una
pesadilla. Por la mañana siempre había más que la noche anterior y
a veces aparecían publicaciones o páginas sueltas que él nunca
había visto ni sospechaba cómo fueron a parar a su casa. Después de
comer leía, preparaba clases, corregía pruebas y escribía ensayos
de política. Debía su carrera académica a su constancia para
investigar y publicar y menos a su vocación de enseñar; por eso la
entrega que sus estudiantes le expresaban, incluso después de
graduarse, le resultaba inexplicable. Tenía su ordenador en la
cocina y la impresora en el tercer piso en una pieza sin uso, donde
el único mueble era una mesa para la máquina. Afortunadamente,
vivía solo y no tenía que explicar la curiosa distribución de su
equipo de oficina, porque pocos entenderían su determinación de
hacer ejercicio subiendo y bajando la empinada escalera. Además,
así se obligaba a pensarlo dos veces antes de imprimir cualquier
tontería, por respeto a los árboles sacrificados para hacer
papel.
A veces, en sus noches de insomnio, cuando
no lograba seducir al piano y las teclas tocaban lo que les daba la
gana, cedía al vicio secreto de memorizar y componer poesía. Para
ese fin gastaba muy poco papel: escribía a mano en cuadernos
cuadriculados de escolar. Tenía varios llenos de poemas inacabados
y un par de libretas de lujo con tapas de cuero donde copiaba sus
mejores versos con la idea de pulirlos en el futuro, pero ese
futuro nunca llegaba; la perspectiva de releerlos le provocaba
espasmos en el estómago. Había estudiado japonés para disfrutar de
haikus en su forma original, podía leerlo y entenderlo, pero habría
resultado presuntuoso intentar hablarlo. Tenía a honor ser
políglota. Aprendió portugués de niño con su familia materna y lo
perfeccionó con Anita. Adquirió algo de francés por razones
románticas y otro tanto de español por necesidad profesional. Su
primera pasión, a los diecinueve años, fue por una francesa ocho
años mayor que él a la que conoció en un bar de Nueva York y siguió
a París. La pasión se enfrió muy rápidamente, pero por conveniencia
vivieron juntos en un altillo del Barrio Latino el tiempo
suficiente para que él adquiriera los fundamentos del conocimiento
carnal y de la lengua, que hablaba con acento bárbaro. Su español
era de libro y de la calle; había latinos por todas partes en Nueva
York, pero esos inmigrantes rara vez entendían la dicción del
Instituto Berlitz que él había estudiado. Tampoco él los entendía
más allá de lo necesario para pedir comida en un restaurante.
Aparentemente casi todos los mesoneros del país eran
hispanohablantes.
Al amanecer del sábado la tormenta había
pasado, dejando a Brooklyn medio hundido en la nieve. Richard
despertó con el mal sabor de haber ofendido a Lucía el día anterior
al descartar fríamente sus temores. Le habría gustado estar con
ella mientras, afuera, el viento y la nieve azotaban la casa. ¿Por
qué la cortó en seco? Temía caer en la trampa del enamoramiento,
una trampa que había evitado durante veinticinco años. No se
preguntaba por qué rehuía el amor, ya que la respuesta le parecía
obvia: era su ineludible penitencia. Con el tiempo se había
acostumbrado a sus hábitos de monje y a ese silencio interno de los
que viven y duermen solos. Después de colgar el teléfono con Lucía
tuvo el impulso de llegarse a la puerta del sótano con un termo de
té, para acompañarla. Le intrigaba ese temor infantil en una mujer
que había tenido bastantes dramas en su vida y parecía
invulnerable. Hubiera querido explorar esa brecha en la fortaleza
de Lucía, pero lo detuvo un presentimiento de peligro, como si al
ceder a ese impulso pisara arenas movedizas. La sensación de riesgo
seguía presente. Nada nuevo. De vez en cuando lo atrapaba una
ansiedad injustificada; para eso contaba con sus pastillas verdes.
En esas ocasiones sentía que iba cayendo de manera irremisible en
la oscuridad helada del fondo del mar y no había alguien cerca para
tenderle una mano y jalarlo a la superficie. Esas premoniciones
fatalistas habían empezado en Brasil por contagio de Anita, que
vivía pendiente de signos del más allá. Antes lo asaltaban con
frecuencia, pero había aprendido a manejarlas, porque muy rara vez
se cumplían.
Las instrucciones que daban por radio y
televisión eran de permanecer en casa hasta que fueran despejadas
las calles. Manhattan estaba todavía semiparalizado, con el
comercio cerrado, pero ya comenzaban a funcionar el metro y los
buses. Otros estados estaban en peores condiciones que Nueva York,
con viviendas destruidas, árboles arrancados, barrios incomunicados
y algunos sin gas ni electricidad. Sus vecinos habían retrocedido
dos siglos en pocas horas. En comparación, en Brooklyn habían
tenido suerte.
Richard salió a quitar la nieve del
automóvil, estacionado frente a su casa, antes de que se
convirtiera en hielo y tuviera que rasparlo. Después puso la comida
a los gatos y desayunó lo de siempre, avena con leche de almendra y
fruta, y se instaló a trabajar en su artículo sobre la crisis
económica y política de Brasil, que los próximos Juegos Olímpicos
habían puesto en evidencia ante el escrutinio internacional. Debía
revisar la tesis de un estudiante, pero lo haría más tarde. Tenía
todo el día por delante.
A eso de las tres de la tarde Richard notó
que faltaba uno de los gatos. Si él estaba en la casa, los animales
se las arreglaban para permanecer cerca. Su relación con ellos era
de mutua indiferencia, excepto con Dois, la única hembra, que
aprovechaba la menor oportunidad para saltarle encima y acomodarse
para que la acariciara. Los tres machos eran independientes y
habían entendido desde el principio que no eran mascotas, su deber
era cazar ratones. Se dio cuenta de que Um y Quatro se paseaban por
la cocina inquietos y que no había rastro de Três. Dois estaba
echada encima de la mesa junto a su ordenador, uno de sus lugares
favoritos.
Salió a buscar al ausente por la casa,
llamándolo con el silbido que los animales reconocían. Lo encontró
en el segundo piso tirado en el suelo con espuma rosada en el
hocico. «Vamos, Três, levántate. ¿Qué te pasa, chico?» Logró
ponerlo de pie y el gato dio unos pasos tambaleantes de ebrio antes
de caer. Había rastros de vómito por todos lados, lo que solía
ocurrir, porque a veces no digerían bien los huesitos de los
roedores. Lo llevó en brazos a la cocina y trató en vano de hacerlo
beber agua. En eso estaba cuando a Três se le pusieron rígidas las
cuatro patas y le dieron convulsiones; entonces Richard comprendió
que eran síntomas de envenenamiento. Repasó rápidamente las
sustancias tóxicas que había en su casa, todas bien guardadas.
Tardó varios minutos en encontrar la causa debajo del lavaplatos de
la cocina. Se había volcado el líquido anticongelante y sin duda
Três lo había lamido, porque había huellas de patas. Estaba seguro
de haber cerrado bien la lata y la puerta del gabinete, no entendía
cómo había ocurrido el accidente, pero eso vendría más tarde. Por
el momento, lo más urgente era atender al gato; el anticongelante
era mortal.
El tráfico estaba restringido, excepto para
emergencias, y ese era exactamente su caso. Buscó en internet la
dirección de la clínica veterinaria más cercana que estuviera
abierta, que resultó ser una que ya conocía, envolvió al animal en
una manta y lo puso en el automóvil. Se felicitó de haberle quitado
la nieve por la mañana; si no, estaría atascado, y agradeció que el
desastre no hubiera ocurrido el día anterior en medio del vendaval,
porque no habría podido moverse de casa. Brooklyn se había
convertido en una ciudad nórdica, blanco sobre blanco, los ángulos
suavizados por la nieve, las calles vacías, con una extraña paz,
como si la naturaleza bostezara. «No se te ocurra morirte, Três,
por favor. Eres un gato proletario, tienes tripas de acero, un poco
de anticongelante no es nada, ánimo», lo alentaba Richard mientras
manejaba con terrible lentitud en la nieve, pensando que cada
minuto que perdía por el camino era uno menos de vida para el
animal. «Calma, amigo, aguanta. No puedo apurarme porque si
patinamos estamos jodidos, ya vamos a llegar. No puedo ir más
rápido, perdona...»
El trayecto de veinte minutos en
circunstancias habituales le tomó el doble y cuando por fin llegó a
la clínica, la nieve había vuelto y Três estaba agitado por nuevas
convulsiones y babeando más espuma rosada. Los recibió una doctora
eficiente y parca de gestos y palabras, quien no manifestó
optimismo respecto al gato ni simpatía por su dueño, cuya
negligencia había provocado el accidente, como le dijo a su
ayudante en voz baja, pero no tan baja como para que Richard no la
oyera. En otro momento él habría reaccionado ante ese comentario de
mala leche, pero una oleada intensa de malos recuerdos lo volteó.
Se quedó mudo, humillado. No era la primera vez que su negligencia
resultaba fatal. Desde entonces se había vuelto tan cuidadoso y
tomaba tantas precauciones que a menudo sentía que iba pisando
huevos por el camino de la vida. La veterinaria le explicó que
podía hacer muy poco. Los exámenes de sangre y orina determinarían
si el daño a los riñones era irreversible, en cuyo caso el animal
iba a sufrir y más valía darle un fin digno. Debía quedar
internado; en un par de días tendría un diagnóstico definitivo,
pero le convenía prepararse para lo peor. Richard asintió, a punto
de llorar. Se despidió de Três con el corazón en un puño, sintiendo
la mirada dura de la doctora en la nuca; una acusación y una
condena.
La recepcionista, una joven con el pelo
color zanahoria y un anillo en la nariz, se compadeció de él al
comprobar cómo temblaba cuando le pasó su tarjeta de crédito para
el depósito inicial. Le aseguró que su animalito estaría muy bien
cuidado y le señaló la máquina de café. Ante ese gesto de mínima
amabilidad, a Richard lo sacudió un sentimiento desproporcionado de
gratitud y se le escapó un sollozo que le subió desde lo más
profundo. Si le hubieran preguntado qué sentía por sus cuatro
mascotas, habría contestado que cumplía con la responsabilidad de
alimentarlas y limpiar la caja de arena; la relación con los gatos
era sólo cortés, excepto con Dois, que exigía mimos. Eso era todo.
Nunca imaginó que llegaría a estimar a esos felinos displicentes
como miembros de la familia que no tenía. Se sentó en una silla de
la sala de espera, bajo la mirada comprensiva de la recepcionista,
a beber un café aguado y amargo, con dos de sus pastillas verdes
para los nervios y una rosada para la acidez, hasta que recuperó el
control. Debía regresar a su casa.
Las luces del coche alumbraban un paisaje
desolado de calles sin vida. Richard avanzaba lentamente, atisbando
con dificultad por el medio círculo despejado entre la escarcha del
vidrio. Esas calles pertenecían a una ciudad desconocida y por un
minuto se creyó perdido, aunque había hecho el mismo trayecto con
anterioridad, entre el tiempo inmóvil, el zumbido de la calefacción
y el tictac acelerado del limpiaparabrisas; tenía la impresión de
que el automóvil flotaba en un ámbito algodonoso y el desconcierto
de ser la única alma presente en un mundo abandonado. Iba hablando
solo, con la cabeza llena de ruido y pensamientos nefastos sobre
los horrores inevitables del mundo y de su vida en particular.
¿Cuánto más iba a vivir y en qué condiciones? Si uno vive lo
suficiente, tendrá cáncer de próstata. Si uno vive más, se le
desintegra el cerebro. Había alcanzado la edad del susto, ya no le
atraían los viajes, estaba amarrado a la comodidad de su hogar, no
quería imprevistos, temía perderse o enfermarse y morir sin que
nadie descubriera su cadáver hasta un par de semanas más tarde,
cuando los gatos hubieran devorado buena parte de sus restos. La
posibilidad de ser hallado en medio de un charco de vísceras
putrefactas lo aterraba de tal modo, que había acordado con su
vecina, una viuda madura con temperamento de hierro y corazón
sentimental, que le enviaría un mensaje de texto cada noche. Si él
fallaba dos días, ella vendría a echar un vistazo; para eso le
había dado una llave de su casa. El mensaje contenía sólo dos
palabras: «Vivo todavía». Ella no tenía obligación de responder,
pero sufría del mismo temor y siempre lo hacía con tres palabras:
«Joder, yo también». Lo más temible de la muerte era la idea de la
eternidad. Muerto para siempre, qué horror.
Richard temió que empezara a formarse el
nubarrón de ansiedad que solía envolverlo. En esos casos se tomaba
el pulso y no lo sentía o sentía que le galopaba. Había sufrido un
par de ataques de pánico en el pasado, tan parecidos a un ataque al
corazón que terminó hospitalizado, pero no se habían repetido en
los últimos años, gracias a las pastillas verdes y porque aprendió
a dominarlos. Se concentraba en visualizar el cúmulo negro sobre su
cabeza traspasado por potentes rayos de luz, como los de las
estampas religiosas. Con esa imagen y unos ejercicios de
respiración lograba disipar la nube; pero esta vez no fue necesario
recurrir a ese truco porque pronto se rindió ante la novedad de la
situación. Se vio desde lejos, como en una película de la cual él
no era protagonista, sino espectador.
Hacía muchos años que vivía en un entorno
perfectamente controlado, sin sorpresas ni sobresaltos, pero no
había olvidado del todo la fascinación de las pocas aventuras de su
juventud, como el loco amor por Anita. Sonrió ante su aprensión,
porque conducir unas cuantas cuadras con mal tiempo en Brooklyn no
era exactamente una aventura. En ese instante adquirió una clara
conciencia de lo pequeña y limitada que se había vuelto su
existencia y entonces sintió miedo de verdad, miedo de haber
perdido tantos años encerrado en sí mismo, miedo de la prisa con
que pasaba el tiempo mientras se venían encima la vejez y la
muerte. Los anteojos se le empañaron de sudor o de lágrimas; se los
quitó de un manotazo y trató de limpiarlos con una manga. Estaba
oscureciendo y la visibilidad era pésima. Aferrado al volante con
la mano izquierda trató de ponerse los lentes con la derecha, pero
los guantes le entorpecieron y los lentes se le cayeron y fueron a
dar entre los pedales. Una palabrota se le escapó desde las
tripas.
En ese momento, cuando se distrajo
brevemente tanteando el suelo en busca de los lentes, un coche
blanco que iba delante, confundido entre la nieve, frenó en la
intersección de otra calle. Richard chocó contra él por detrás. El
impacto fue tan inesperado y apabullante que por una fracción de
segundo perdió el conocimiento. Se recuperó de inmediato con la
misma sensación anterior de hallarse fuera de su cuerpo, con el
corazón disparado, bañado en sudor, con la piel caliente y la
camisa pegada a la espalda. Sentía la incomodidad física, pero su
mente estaba en otro plano, separada de esa realidad. El hombre de
la película seguía escupiendo palabrotas dentro del automóvil y él,
como espectador, desde otra dimensión, evaluaba fríamente lo
ocurrido, indiferente. Era un choque mínimo, estaba seguro. Ambos
vehículos iban muy lentos. Debía recuperar los lentes, bajarse y
enfrentarse al otro conductor civilizadamente. Para algo estaban
los seguros.
Al descender del automóvil resbaló en el
pavimento helado y habría caído de espaldas si no se hubiera
aferrado a la puerta. Comprendió que aunque hubiera frenado,
también se habría estrellado, porque habría patinado dos o tres
metros antes de detenerse. El otro vehículo, un Lexus SC, recibió
el impacto por detrás y la fuerza del choque lo impulsó hacia
delante. Arrastrando los pies, con el viento en contra, Richard
anduvo la corta distancia que lo separaba del otro conductor, quien
también había descendido del coche. Su primera impresión fue que se
trataba de alguien demasiado joven como para tener licencia de
manejar, pero al acercarse más se dio cuenta de que era una
muchacha diminuta. Vestía pantalones, botas de goma negras y un
anorak demasiado holgado para su tamaño. La capucha le tapaba la
cabeza.
—Fue culpa mía. Perdone, no la vi. Mi seguro
pagará los daños —le dijo.
La chica le echó una mirada rápida al foco
roto y la cajuela abollada y entreabierta. Trató inútilmente de
cerrarla, mientras Richard repetía lo del seguro.
—Si quiere llamamos a la policía, pero no es
necesario. Tome mi tarjeta, es fácil localizarme.
Ella no parecía oírlo. Visiblemente
alterada, siguió golpeando la tapa con los puños hasta convencerse
de que no podría cerrarla bien; entonces se dirigió a su asiento lo
más deprisa que las ráfagas de viento le permitían, seguida por
Richard, quien insistía en darle sus datos. Se metió en el Lexus
sin echarle ni una mirada, pero él le tiró su tarjeta en el regazo
justamente cuando ella apretaba el acelerador sin alcanzar a cerrar
la puerta, que le pegó a Richard y lo dejó sentado en la calle. El
vehículo dobló la esquina y desapareció. Richard se puso
trabajosamente de pie, frotándose el brazo machucado por la puerta.
Concluyó que ese había sido un día calamitoso y que lo único que le
faltaba era que el gato se muriera.