Evelyn
Frontera de México y
Estados Unidos
Los días se hacían inacabables para Evelyn
Ortega en el tedio y el calor sofocante del campamento de Nuevo
Laredo, pero apenas empezaba el frescor de la noche, el lugar se
transformaba en una ratonera de actividad clandestina y de vicios.
Cabrera les había advertido a Evelyn y sus otros pasajeros que no
se mezclaran con nadie y se cuidaran de mostrar dinero, pero
resultó imposible. Estaban rodeados de migrantes como ellos, pero
mucho más necesitados. Algunos llevaban meses pasando penurias,
habían intentado cruzar el río varias veces sin lograrlo o habían
sido arrestados al otro lado y deportados a México, porque
enviarlos a sus países de origen salía más caro. La mayoría no
podía pagar a los coyotes. Los más patéticos eran los niños que
viajaban solos, ni el más tacaño podría abstenerse de ayudarlos. El
grupo de Evelyn compartió sus provisiones y el agua limpia con dos
hermanos que andaban siempre de la mano, un niño de ocho años y una
niña de seis. Habían escapado hacía un año de la casa de unos tíos
que los maltrataban en El Salvador, habían vagado por Guatemala
viviendo de caridad y llevaban meses andando de un lado a otro en
México, uniéndose a otros migrantes que los adoptaban
temporalmente. Pretendían encontrar a su madre en Estados Unidos,
pero no sabían en qué ciudad.
Por la noche los pasajeros de Cabrera
dormían por turnos para impedir que les robaran hasta el alma. Al
segundo día cayeron unos chubascos, se mojaron los cartones y
quedaron a la intemperie, como el resto de esa lamentable población
itinerante. Así llegó la noche del sábado y entonces el campamento
pareció despertar de su letargo, como si todos hubieran estado
aguardando ese cielo sin luna. Mientras varios migrantes se
preparaban para afrontar el río, los bandidos y policías
municipales se pusieron en acción.
Pero Cabrera ya había negociado el
salvoconducto para su grupo con las pandillas y con los
uniformados; la noche siguiente, cuando se nubló el cielo y ni las
estrellas brillaban, llegó el conocido de Cabrera, un hombre bajo,
puros huesos y piel amarillenta, con la mirada vaga del adicto
endurecido, que se presentó como El Experto. Cabrera les aseguró
que a pesar de su dudoso aspecto, nadie estaba mejor cualificado
que él; en tierra era un pobre diablo, pero en el agua era de
absoluta confianza, conocía las corrientes y remolinos como nadie.
Cuando estaba sobrio pasaba la vida estudiando el movimiento de las
patrullas y de las poderosas luces de la noche; sabía elegir el
momento de echarse al agua, cruzar entre dos pasadas del rayo de
luz y llegar al lugar preciso entre las malezas para no ser vistos.
Cobraba en dólares y por persona, un costo ineludible para el
coyote, porque sin su pericia y audacia sería muy difícil dejar a
sus pasajeros en suelo americano. «¿Saben nadar?», les preguntó El
Experto. Ninguno pudo darle una respuesta afirmativa. Les indicó
que no podían llevar consigo nada, sólo documentos de identidad y
dinero, si es que les quedaba algo. Les hizo quitarse la ropa y las
zapatillas y ponerlas en bolsas de basura de plástico negro,
después las amarró al neumático de camión que les serviría de
balsa. Les mostró cómo sujetarse con un brazo y nadar con el otro,
sin patalear para evitar el ruido. «El que se suelte se chingó»,
les dijo.
Berto se despidió del grupo con abrazos y
sus últimas recomendaciones. Dos de sus pasajeros, en calzoncillos,
fueron los primeros en entrar al río, se aferraron al neumático y
partieron guiados por El Experto. Se perdieron de vista en la
negrura de las aguas. Quince minutos más tarde el hombre regresó
andando por la orilla con el neumático a rastras. Había dejado a
los otros dos en un islote en medio del río, escondidos entre las
cañas, esperando al resto del grupo. Berto Cabrera le dio un último
abrazo a Evelyn con lástima, porque dudaba de que esa infeliz
pudiera sobrevivir a los obstáculos de su destino.
—A ti no te veo capaz de andar ciento
treinta y cinco kilómetros por el desierto, chamaca. Obedécele a mi
socio, él sabe qué hacer contigo.
El río resultó ser más peligroso de lo que
parecía desde la orilla, pero ninguno vaciló, porque disponían de
pocos segundos para sortear los rayos de luz. Evelyn entró al
torrente en bragas y sostén, con sus compañeros a ambos lados,
dispuestos a ayudarla si flaqueaba. Temía ahogarse, pero más temía
que por su culpa todos fueran descubiertos. Se tragó una
exclamación de susto al zambullirse en el agua fría y comprobar que
el lecho era blanduzco y pasaban rozándola ramas, basura y tal vez
culebras acuáticas. La circunferencia de goma mojada era
resbaladiza, su brazo sano apenas alcanzaba a rodearla y el otro
iba apretado contra el pecho; a los pocos segundos ya no tocaba
fondo con los pies y la corriente la zarandeó. Se hundía y
reaparecía en la superficie tragando agua y tratando
desesperadamente de no soltarse. Uno de los hombres alcanzó a
cogerla por la cintura antes de que la corriente la arrastrara. Le
indicó que usara ambos brazos para sujetarse, pero Evelyn sentía un
dolor insoportable en el hombro dislocado, que no había tenido
tiempo de sanar, y no le respondían ni el brazo ni la mano. Sus
compañeros la levantaron y la colocaron boca arriba sobre el
neumático, ella cerró los ojos y se dejó llevar, entregada a su
suerte.
El trayecto duró muy poco, apenas unos
minutos, y se encontraron en el islote, donde se reunieron con los
otros dos viajeros. Agazapados en la vegetación sobre un suelo
arenoso, inmóviles, observaron la orilla estadounidense, tan
próxima que podían escuchar la conversación de un par de
patrulleros montando guardia junto a un vehículo provisto de un
potente foco dirigido hacia el sitio donde ellos se hallaban. Pasó
más de una hora sin que El Experto diera muestras de impaciencia;
en verdad parecía haberse quedado dormido, mientras ellos temblaban
de frío, con los dientes castañeteando y conscientes de los
insectos y reptiles que caminaban sobre su cuerpo. A eso de la
medianoche, El Experto se sacudió el sueño, como si tuviera una
alarma interna, y en ese exacto momento el vehículo apagó el foco y
lo oyeron alejarse.
—Tenemos menos de cinco minutos antes de que
llegue la patrulla de relevo. En esta parte hay menos corriente,
vamos a ir todos juntos y vamos a patalear, pero al otro lado no
pueden hacer ni el menor ruido —les ordenó.
Entraron de nuevo al río, aferrados al
neumático, que con el peso de seis personas se hundió a ras del
agua, y lo impulsaron en línea recta. Poco después tocaron fondo y
agarrándose de las cañas treparon la pantanosa pendiente de la otra
orilla, ayudando a Evelyn entre todos. Habían llegado a Estados
Unidos.
Instantes más tarde oyeron el motor de otro
vehículo, pero ya estaban protegidos por la vegetación, fuera del
alcance de las luces de reconocimiento. El Experto los condujo
tierra adentro. Avanzaron a tientas en fila india, de la mano para
no perderse en la oscuridad, apartando las cañas, hasta un pequeño
claro, donde el guía encendió una linterna apuntando al suelo, les
entregó las bolsas y les indicó con gestos que se vistieran. Se
quitó la camiseta mojada y con ella volvió a sujetar el brazo
contra el pecho a Evelyn, que había perdido la venda en el río. En
ese momento ella se dio cuenta de que ya no tenía el sobre de
plástico con los papeles que le había dado el padre Benito. Lo
buscó por el suelo en la luz tenue de la linterna, con la esperanza
de que se le hubiera caído allí mismo, pero al no encontrarlo
entendió con preocupación que se lo llevó la corriente cuando su
compañero la rescató sujetándola por la cintura. En esa maniobra se
desprendió la cincha con el sobre. Había perdido la estampa
bendecida por el Papa, pero tenía todavía al cuello el amuleto de
la diosa-jaguar que debía protegerla del mal.
Estaban terminando de vestirse cuando
apareció de la nada, como un espectro de la noche, el socio de
Cabrera, un mexicano con tantos años en Estados Unidos, que hablaba
español con acento enrevesado. Les tendió unos termos con café
caliente mezclado con licor, que bebieron en silencio, agradecidos,
mientras El Experto se marchaba sigilosamente, sin
despedirse.
Entre susurros el socio ordenó a los hombres
que lo siguieran en fila y a Evelyn que caminara sola en dirección
contraria. La muchacha quiso protestar, pero no pudo emitir ni un
sonido, muda y horrorizada ante el hecho de haber llegado hasta
allí y ser traicionada.
—Me dijo Berto que tienes a tu madre aquí.
Entrégate al primer guardia o patrulla que te salga al encuentro.
No te van a deportar porque eres menor de edad —le dijo el socio,
seguro de que a esa niña nadie le calcularía más de unos doce años.
Evelyn no le creyó, pero sus compañeros habían oído que así era la
ley en Estados Unidos. Le dieron un rápido abrazo y siguieron al
socio, esfumándose de inmediato en la oscuridad.
Cuando Evelyn pudo reaccionar, sólo atinó a
acurrucarse temblando entre las malezas. Trató de rezar en un
murmullo, pero ninguna de las muchas oraciones de su abuela le vino
a la memoria. Así pasó una hora, dos, quizá tres, perdió el sentido
del tiempo y la capacidad de moverse, tenía el cuerpo agarrotado y
un dolor sordo en el hombro. En algún momento percibió un largo
aleteo furioso por encima de su cabeza y adivinó que eran
murciélagos volando en busca de alimento, como los de Guatemala. Se
hundió aún más en la vegetación, aterrada, porque todo el mundo
sabía que chupaban la sangre humana. Para no pensar en vampiros,
serpientes o escorpiones, se concentró en idear algún plan para
salir de allí. Seguramente vendrían otros grupos de migrantes a los
que podría unirse, sólo era cuestión de esperar despierta. Invocó a
la madre jaguar y a la madre de Jesús, como le había indicado
Felicitas, pero ninguna de las dos acudió a socorrerla; esas madres
divinas perdían sus poderes en Estados Unidos. Estaba totalmente
abandonada.
Quedaban pocas horas de oscuridad, pero se
estiraron eternamente. Poco a poco se le acostumbraron los ojos a
la noche sin luna, que al principio parecía impenetrable, y pudo
distinguir el tipo de vegetación a su alrededor, pastos altos y
secos. La noche fue un largo tormento para Evelyn, hasta que por
fin se anunció la luz del alba, que llegó de repente. En todas esas
horas no había sentido a nadie cerca, ni migrantes ni guardias.
Apenas comenzó a aclarar se atrevió a echar una mirada a su
entorno. Estaba entumecida, le costó ponerse de pie y dar un par de
pasos, tenía hambre y mucha sed, pero el brazo ya no le dolía.
Sintió un anticipo del calor del día por el vapor elevándose del
suelo como un velo de novia. La noche había sido silenciosa,
interrumpida sólo por las advertencias de los altoparlantes a lo
lejos, pero al amanecer despertó la tierra con el zumbido de
insectos, el crujir de ramas bajo las patitas de roedores, el
quejido de las cañas en la brisa y un ir y venir de gorriones en el
aire. Aquí y allá vio manchas de color en los arbustos, un pájaro
brujo de pecho rojo, una curruca amarilla o un arrendajo verde de
cabeza azul, aves modestas comparadas con las de su aldea. Había
crecido entre la algarabía de pájaros, plumas de mil colores,
setecientas especies, paraíso de ornitólogos, según el padre
Benito. Prestó oído a las severas advertencias en español de los
altoparlantes y trató en vano de calcular la distancia a los
puestos fronterizos, a las torres de control y al camino, si lo
había. No tenía ni idea de dónde estaba. Le volvieron en oleadas
las historias que circulaban de boca en boca entre los migrantes
acerca de los peligros del norte, el desierto despiadado, los
rancheros que disparaban a mansalva a quienes pisaran su propiedad
en busca de agua, los guardias armados para dar batalla, los perros
bravos entrenados para oler el sudor del miedo, las prisiones donde
se podía pasar años sin que nadie supiera de uno. Si eran como las
de Guatemala, ella prefería morir antes de ir a dar a una de esas
celdas.
El día se arrastró hora a hora, minuto a
minuto, con atroz lentitud. El sol se desplazó en el cielo,
incendiando la tierra con un calor seco de brasas ardientes, muy
diferente al que Evelyn conocía. Era tanta su sed, que dejó de
sentir hambre. A falta de un árbol que diera sombra, escarbó la
tierra con un palo entre unas matas, para espantar a las culebras,
y allí se acurrucó como pudo, después de clavar el palo en el
suelo, para que el desplazamiento de la sombra le indicara el
transcurso del tiempo, como había visto hacer a su abuela. Oyó a
intervalos regulares el paso de vehículos y de helicópteros volando
bajo, pero al comprender que siempre hacían el mismo recorrido,
dejó de prestarles atención. Estaba confundida, sentía la cabeza
llena de algodón, los pensamientos se le atropellaban en la mente.
Por el palo dedujo el mediodía y esa fue la hora de las primeras
alucinaciones, las formas y colores de la ayahuasca, armadillos,
ratas, los cachorros de jaguar sin su madre, el perro negro de
Andrés, muerto hacía cuatro años, que llegó en perfecta salud a
visitarla. Durmió a ratos, agobiada por la incandescente canícula,
aturdida de fatiga y sed.
Fue cayendo la tarde con la mayor parsimonia
sin que bajara la temperatura. Una víbora negra, larga y gruesa le
pasó por encima de una pierna como una terrible caricia.
Petrificada, la muchacha esperó sin respirar, sintiendo el peso del
reptil, el roce de su piel satinada, la ondulación de cada músculo
de ese cuerpo de manguera deslizándose sin prisa. No se parecía a
ninguna de las culebras de su aldea. Cuando el reptil se alejó,
Evelyn se puso de pie de un salto y aspiró aire a bocanadas,
mareada por un formidable golpe de terror, con el corazón al
galope. Le costó horas reponerse y bajar la guardia; no le dieron
las fuerzas para permanecer el día entero de pie escudriñando el
suelo. Tenía los labios partidos, sangrantes, la lengua hinchada
como un molusco en la boca seca, la piel ardiente de fiebre.
Por fin cayó la noche y empezó a refrescar.
Para entonces Evelyn estaba exhausta, ya no le importaban
serpientes, murciélagos, guardias con fusiles ni monstruos de
pesadilla, sólo sentía la necesidad impostergable de beber agua y
descansar. Enroscada en el suelo se entregó a la desgracia y la
soledad deseando morir pronto, morir dormida y no despertar
más.
La muchacha no murió esa segunda noche en
territorio estadounidense, como esperaba. Despertó al amanecer en
la misma postura en que se acostó, sin recordar lo sucedido desde
que dejó el campamento de Nuevo Laredo. Estaba deshidratada y
necesitó varios intentos para estirar las piernas, ponerse en pie,
acomodarse el brazo en cabestrillo y dar un par de pasos de
anciana. Le dolía cada fibra del cuerpo, pero lo más presente era
la sed. Antes que nada debía hallar agua. No podía enfocar la vista
ni pensar, pero había vivido siempre en la naturaleza y la
experiencia le indicó la cercanía de agua; estaba rodeada de juncos
y maleza, sabía que crecen donde hay humedad. Impulsada por la sed
y la angustia echó a andar sin rumbo, apoyada en el mismo palo que
antes le sirviera para determinar la hora.
Alcanzó a avanzar unos cincuenta metros
zigzagueando, cuando la detuvo el ruido de un motor muy cercano.
Instintivamente se tiró de bruces por tierra y se aplastó entre los
altos pastos. El vehículo pasó muy cerca y pudo escuchar la voz de
un hombre en inglés y otra voz cascada, como de una radio o
teléfono, respondiendo. Permaneció inmóvil mucho rato después de
que el motor se hubo alejado y por fin la sed la obligó a seguir
gateando entre los pastizales en busca del río. Espinas le arañaban
la cara y el cuello, una rama le desgarró la camiseta y las piedras
le abrieron llagas en las manos y las rodillas. Se puso de pie y
siguió agachada, a tientas, sin atreverse a asomar la cabeza para
orientarse. La mañana recién comenzaba, pero ya la reverberación de
la luz era cegadora.
De pronto le llegó el sonido del río con la
claridad de otra alucinación y eso le dio ánimo para apurar el
paso, olvidando toda precaución. Primero sintió el barro en los
pies y enseguida, apartando los pastizales, se encontró frente al
Río Grande. Con un grito se lanzó al agua hasta la cintura,
bebiendo a dos manos, desesperadamente. El agua fría la recorrió
por dentro como una bendición, bebió y bebió a tragos profundos,
sin pensar en la mugre y los animales muertos que flotaban en esas
aguas. Allí el río no era profundo y pudo agacharse y sumergirse
por completo, sintiendo el placer infinito del agua en la piel
resquebrajada, en el brazo dislocado, en la cara rasguñada,
mientras su largo pelo negro flotaba como algas a su
alrededor.
Acababa de salir del río y estaba tendida en
la orilla, volviendo de a poco a la vida, cuando la descubrieron
los patrulleros.
La agente de inmigración que le correspondió
a Evelyn Ortega cuando fue detenida en la frontera se encontró en
uno de los cubículos frente a una niña cabizbaja, encogida y
temblorosa, que no había tocado el jugo de fruta ni las galletas
que le puso sobre la mesa para darle confianza. Quiso
tranquilizarla con una leve caricia en la cabeza y sólo consiguió
asustarla más. Le habían advertido de que la chica tenía problemas
mentales y solicitó un poco más de tiempo para la entrevista.
Muchos de los menores que pasaban por allí estaban traumatizados,
pero sin una orden oficial era imposible conseguir una evaluación
psicológica. Debía confiar en su intuición y experiencia.
Ante el silencio pertinaz de la niña creyó
que no entendía español. Tal vez hablaba sólo maya, y gastó
preciosos minutos antes de darse cuenta de que entendía sin
dificultad, pero sufría un impedimento del habla, entonces le dio
papel y lápiz para anotar las respuestas, rogando que supiera
escribir; la mayoría de los niños que llegaban al Centro de
Detención nunca habían asistido a la escuela.
—¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Tienes
algún familiar aquí?
Evelyn anotó con buena caligrafía su nombre,
el de su aldea y su país, el nombre de su madre y un número. La
agente suspiró aliviada.
—Esto facilita mucho las cosas. Vamos a
llamar a tu madre para que te venga a buscar. Te dejarán ir con
ella temporalmente, hasta que un juez decida sobre tu caso.
Evelyn pasó tres días en el Centro de
Detención sin hablar con nadie, aunque estaba rodeada de mujeres y
niños provenientes de Centroamérica y México. Muchos eran de
Guatemala. Tenían dos comidas diarias, leche y pañales para los
niños menores, camas de campaña y frazadas militares, muy
necesarias porque el aire acondicionado mantenía una temperatura
invernal, que provocaba una epidemia constante de tos y refrío. Era
un lugar de paso, nadie se quedaba allí por mucho tiempo, los
detenidos eran trasladados lo antes posible a otras instalaciones.
Los menores con parientes en Estados Unidos eran entregados sin
averiguar demasiado, porque faltaban tiempo y personal para
ocuparse de cada caso.
No fue Miriam quien acudió a buscar a
Evelyn, sino un hombre llamado Galileo León, quien se presentó como
su padrastro. Ella nada sabía de su existencia y se plantó firme en
su decisión de no irse con él, porque había oído hablar sobre
chulos y traficantes que acechaban a los menores. A veces los niños
eran reclamados por desconocidos, que se los llevaban con sólo
firmar un papel. Un oficial tuvo que llamar a Miriam por teléfono
para que aclarara la situación y así se enteró Evelyn de que su
madre tenía marido. Muy pronto descubriría que además de padrastro
tenía dos medio hermanos, de cuatro y tres años.
—¿Por qué no vino la madre de la niña a
buscarla? —le preguntó el oficial de turno a Galileo León.
—Porque perdería el trabajo. No se crea que
esto es fácil para mí tampoco. Estoy perdiendo cuatro días de
ganancia por culpa de esta chava. Soy pintor y mis clientes no
esperan —replicó el hombre en un tono humilde, que contrastaba con
sus palabras.
—Le vamos a entregar a la chica bajo la
presunción de temor creíble. ¿Entiende lo que es eso?
—Más o menos.
—El juez debe decidir si son válidas las
razones por las cuales la chica salió de su país. Evelyn tendrá que
demostrar un miedo tangible y concreto, por ejemplo, que fue
agredida o está bajo amenaza. Usted se la va a llevar en libertad
bajo palabra.
—¿Hay que pagar una fianza? —preguntó el
hombre, alarmado.
—No. Es una cifra nominal que se anota en el
libro, pero no se le cobra al migrante. Le notificarán por correo a
casa de su madre la fecha para presentarse a un tribunal de
inmigración. Antes de la audiencia Evelyn se entrevistará con un
oficial de asilo.
—¿Un abogado? No podríamos pagarlo... —dijo
León.
—El sistema está un poco atascado, porque
llegan muchos niños a pedir asilo. La realidad es que ni la mitad
consigue consejero, pero si le toca uno, es gratis.
—Afuera me dijeron que por tres mil dólares
me lo consiguen.
—Son traficantes y estafadores, no les crea.
Espere la notificación del tribunal, es todo lo que tiene que hacer
por el momento —agregó el oficial, dando por terminado el
trámite.
Hizo una copia de la licencia de conducir de
Galileo León para agregarla a la ficha de Evelyn, una medida casi
inútil, porque el Centro no tenía capacidad para seguir la pista de
cada niño. Se despidió de Evelyn apurado; lo esperaban varios casos
más ese día.
Galileo León, nacido en Nicaragua, había
inmigrado ilegalmente a Estados Unidos a los dieciocho años, pero
había obtenido la residencia acogiéndose a la ley de Amnistía de
1995. Por desidia no había hecho los trámites para hacerse
ciudadano. Era de corta estatura, pocas palabras y mal gestado; a
primera vista no inspiraba confianza ni simpatía.
La primera parada fue en Walmart para
comprarle ropa y artículos de aseo. La muchacha creyó estar soñando
al ver las dimensiones de la tienda y la variedad infinita de
artículos, cada uno en diferentes colores y tamaños, un laberinto
de pasillos llenos a reventar. Temiendo perderse para siempre, se
aferró al brazo del padrastro, quien se orientó como un explorador
fogueado, la llevó directamente a la sección correspondiente y le
indicó que escogiera ropa interior, camisetas, tres blusas, dos
vaqueros, una falda, un vestido y zapatos para salir. Aunque le
faltaba poco para cumplir dieciséis años, su talla correspondía a
la de una niña estadounidense de diez o doce. Confundida, Evelyn
quiso elegir lo más barato, pero no conocía la moneda y se demoraba
demasiado.
—No te fijes en los precios, aquí todo es
barato y tu mamá me dio dinero para vestirte —le explicó
Galileo.
De allí la llevo a un McDonald’s a comer
hamburguesas con papas fritas y una copa gigantesca de helado
coronada con una guinda, que en Guatemala habría alcanzado para una
familia completa.
—¿A vos nadie te enseñó a dar las gracias?
—le preguntó el padrastro con más curiosidad que intención de
reproche.
Evelyn asintió, sin atreverse a mirarlo,
lamiendo la última cucharada del helado.
—¿Me tenés miedo acaso? No soy ningún
ogro.
—Gra... gra... soy... —balbuceó ella.
—¿Sos tonta o tartamuda?
—Tar... tar...
—Ya veo, perdona —la interrumpió Galileo—.
Si no podés hablar como los cristianos, no sé cómo te las vas a
arreglar en inglés. ¡Vaya lío! ¿Qué vamos a hacer con vos?
Pasaron la noche en un motel de camioneros
en la carretera. La pieza era mugrienta, pero tenía una ducha
caliente. Galileo le ordenó que se bañara, dijera sus oraciones y
se acostara en la cama de la izquierda, porque él siempre dormía
cerca de la puerta, era una manía suya. «Voy a salir a fumar y
cuando vuelva quiero verte dormida», le dijo. Evelyn obedeció a
toda prisa. Se dio una ducha corta y se acostó vestida y con
zapatillas, tapada hasta la nariz con el cobertor, fingiendo que
dormía y planeando la fuga apenas ese hombre la tocara. Se sentía
muy cansada, le dolía el hombro y el temor le cerraba el pecho,
pero invocó a su abuela y eso le dio valor. Sabía que su mamita
habría ido a la iglesia a prender velas por ella.
Galileo tardó más de una hora en regresar.
Se quitó los zapatos, entró al baño y cerró la puerta. Evelyn
escuchó correr el agua en el excusado y por el rabillo del ojo lo
vio regresar a la habitación en calzoncillos, camiseta y
calcetines. Se preparó para saltar de la cama. Su padrastro colgó
los pantalones en la única silla disponible, le puso cerrojo a la
puerta y apagó la luz. Por los visillos gastados de la ventana
entraba el reflejo azul de un aviso de neón con el nombre del motel
y en la penumbra Evelyn lo vio hincarse junto a la cama que le
correspondía. En un murmullo, Galileo León rezó largamente. Cuando
por fin se metió en su cama, Evelyn estaba dormida.