Evelyn

 

 

Frontera de México y Estados Unidos

 

Los días se hacían inacabables para Evelyn Ortega en el tedio y el calor sofocante del campamento de Nuevo Laredo, pero apenas empezaba el frescor de la noche, el lugar se transformaba en una ratonera de actividad clandestina y de vicios. Cabrera les había advertido a Evelyn y sus otros pasajeros que no se mezclaran con nadie y se cuidaran de mostrar dinero, pero resultó imposible. Estaban rodeados de migrantes como ellos, pero mucho más necesitados. Algunos llevaban meses pasando penurias, habían intentado cruzar el río varias veces sin lograrlo o habían sido arrestados al otro lado y deportados a México, porque enviarlos a sus países de origen salía más caro. La mayoría no podía pagar a los coyotes. Los más patéticos eran los niños que viajaban solos, ni el más tacaño podría abstenerse de ayudarlos. El grupo de Evelyn compartió sus provisiones y el agua limpia con dos hermanos que andaban siempre de la mano, un niño de ocho años y una niña de seis. Habían escapado hacía un año de la casa de unos tíos que los maltrataban en El Salvador, habían vagado por Guatemala viviendo de caridad y llevaban meses andando de un lado a otro en México, uniéndose a otros migrantes que los adoptaban temporalmente. Pretendían encontrar a su madre en Estados Unidos, pero no sabían en qué ciudad.
Por la noche los pasajeros de Cabrera dormían por turnos para impedir que les robaran hasta el alma. Al segundo día cayeron unos chubascos, se mojaron los cartones y quedaron a la intemperie, como el resto de esa lamentable población itinerante. Así llegó la noche del sábado y entonces el campamento pareció despertar de su letargo, como si todos hubieran estado aguardando ese cielo sin luna. Mientras varios migrantes se preparaban para afrontar el río, los bandidos y policías municipales se pusieron en acción.
Pero Cabrera ya había negociado el salvoconducto para su grupo con las pandillas y con los uniformados; la noche siguiente, cuando se nubló el cielo y ni las estrellas brillaban, llegó el conocido de Cabrera, un hombre bajo, puros huesos y piel amarillenta, con la mirada vaga del adicto endurecido, que se presentó como El Experto. Cabrera les aseguró que a pesar de su dudoso aspecto, nadie estaba mejor cualificado que él; en tierra era un pobre diablo, pero en el agua era de absoluta confianza, conocía las corrientes y remolinos como nadie. Cuando estaba sobrio pasaba la vida estudiando el movimiento de las patrullas y de las poderosas luces de la noche; sabía elegir el momento de echarse al agua, cruzar entre dos pasadas del rayo de luz y llegar al lugar preciso entre las malezas para no ser vistos. Cobraba en dólares y por persona, un costo ineludible para el coyote, porque sin su pericia y audacia sería muy difícil dejar a sus pasajeros en suelo americano. «¿Saben nadar?», les preguntó El Experto. Ninguno pudo darle una respuesta afirmativa. Les indicó que no podían llevar consigo nada, sólo documentos de identidad y dinero, si es que les quedaba algo. Les hizo quitarse la ropa y las zapatillas y ponerlas en bolsas de basura de plástico negro, después las amarró al neumático de camión que les serviría de balsa. Les mostró cómo sujetarse con un brazo y nadar con el otro, sin patalear para evitar el ruido. «El que se suelte se chingó», les dijo.
Berto se despidió del grupo con abrazos y sus últimas recomendaciones. Dos de sus pasajeros, en calzoncillos, fueron los primeros en entrar al río, se aferraron al neumático y partieron guiados por El Experto. Se perdieron de vista en la negrura de las aguas. Quince minutos más tarde el hombre regresó andando por la orilla con el neumático a rastras. Había dejado a los otros dos en un islote en medio del río, escondidos entre las cañas, esperando al resto del grupo. Berto Cabrera le dio un último abrazo a Evelyn con lástima, porque dudaba de que esa infeliz pudiera sobrevivir a los obstáculos de su destino.
—A ti no te veo capaz de andar ciento treinta y cinco kilómetros por el desierto, chamaca. Obedécele a mi socio, él sabe qué hacer contigo.

 

El río resultó ser más peligroso de lo que parecía desde la orilla, pero ninguno vaciló, porque disponían de pocos segundos para sortear los rayos de luz. Evelyn entró al torrente en bragas y sostén, con sus compañeros a ambos lados, dispuestos a ayudarla si flaqueaba. Temía ahogarse, pero más temía que por su culpa todos fueran descubiertos. Se tragó una exclamación de susto al zambullirse en el agua fría y comprobar que el lecho era blanduzco y pasaban rozándola ramas, basura y tal vez culebras acuáticas. La circunferencia de goma mojada era resbaladiza, su brazo sano apenas alcanzaba a rodearla y el otro iba apretado contra el pecho; a los pocos segundos ya no tocaba fondo con los pies y la corriente la zarandeó. Se hundía y reaparecía en la superficie tragando agua y tratando desesperadamente de no soltarse. Uno de los hombres alcanzó a cogerla por la cintura antes de que la corriente la arrastrara. Le indicó que usara ambos brazos para sujetarse, pero Evelyn sentía un dolor insoportable en el hombro dislocado, que no había tenido tiempo de sanar, y no le respondían ni el brazo ni la mano. Sus compañeros la levantaron y la colocaron boca arriba sobre el neumático, ella cerró los ojos y se dejó llevar, entregada a su suerte.
El trayecto duró muy poco, apenas unos minutos, y se encontraron en el islote, donde se reunieron con los otros dos viajeros. Agazapados en la vegetación sobre un suelo arenoso, inmóviles, observaron la orilla estadounidense, tan próxima que podían escuchar la conversación de un par de patrulleros montando guardia junto a un vehículo provisto de un potente foco dirigido hacia el sitio donde ellos se hallaban. Pasó más de una hora sin que El Experto diera muestras de impaciencia; en verdad parecía haberse quedado dormido, mientras ellos temblaban de frío, con los dientes castañeteando y conscientes de los insectos y reptiles que caminaban sobre su cuerpo. A eso de la medianoche, El Experto se sacudió el sueño, como si tuviera una alarma interna, y en ese exacto momento el vehículo apagó el foco y lo oyeron alejarse.
—Tenemos menos de cinco minutos antes de que llegue la patrulla de relevo. En esta parte hay menos corriente, vamos a ir todos juntos y vamos a patalear, pero al otro lado no pueden hacer ni el menor ruido —les ordenó.
Entraron de nuevo al río, aferrados al neumático, que con el peso de seis personas se hundió a ras del agua, y lo impulsaron en línea recta. Poco después tocaron fondo y agarrándose de las cañas treparon la pantanosa pendiente de la otra orilla, ayudando a Evelyn entre todos. Habían llegado a Estados Unidos.
Instantes más tarde oyeron el motor de otro vehículo, pero ya estaban protegidos por la vegetación, fuera del alcance de las luces de reconocimiento. El Experto los condujo tierra adentro. Avanzaron a tientas en fila india, de la mano para no perderse en la oscuridad, apartando las cañas, hasta un pequeño claro, donde el guía encendió una linterna apuntando al suelo, les entregó las bolsas y les indicó con gestos que se vistieran. Se quitó la camiseta mojada y con ella volvió a sujetar el brazo contra el pecho a Evelyn, que había perdido la venda en el río. En ese momento ella se dio cuenta de que ya no tenía el sobre de plástico con los papeles que le había dado el padre Benito. Lo buscó por el suelo en la luz tenue de la linterna, con la esperanza de que se le hubiera caído allí mismo, pero al no encontrarlo entendió con preocupación que se lo llevó la corriente cuando su compañero la rescató sujetándola por la cintura. En esa maniobra se desprendió la cincha con el sobre. Había perdido la estampa bendecida por el Papa, pero tenía todavía al cuello el amuleto de la diosa-jaguar que debía protegerla del mal.
Estaban terminando de vestirse cuando apareció de la nada, como un espectro de la noche, el socio de Cabrera, un mexicano con tantos años en Estados Unidos, que hablaba español con acento enrevesado. Les tendió unos termos con café caliente mezclado con licor, que bebieron en silencio, agradecidos, mientras El Experto se marchaba sigilosamente, sin despedirse.
Entre susurros el socio ordenó a los hombres que lo siguieran en fila y a Evelyn que caminara sola en dirección contraria. La muchacha quiso protestar, pero no pudo emitir ni un sonido, muda y horrorizada ante el hecho de haber llegado hasta allí y ser traicionada.
—Me dijo Berto que tienes a tu madre aquí. Entrégate al primer guardia o patrulla que te salga al encuentro. No te van a deportar porque eres menor de edad —le dijo el socio, seguro de que a esa niña nadie le calcularía más de unos doce años. Evelyn no le creyó, pero sus compañeros habían oído que así era la ley en Estados Unidos. Le dieron un rápido abrazo y siguieron al socio, esfumándose de inmediato en la oscuridad.

 

Cuando Evelyn pudo reaccionar, sólo atinó a acurrucarse temblando entre las malezas. Trató de rezar en un murmullo, pero ninguna de las muchas oraciones de su abuela le vino a la memoria. Así pasó una hora, dos, quizá tres, perdió el sentido del tiempo y la capacidad de moverse, tenía el cuerpo agarrotado y un dolor sordo en el hombro. En algún momento percibió un largo aleteo furioso por encima de su cabeza y adivinó que eran murciélagos volando en busca de alimento, como los de Guatemala. Se hundió aún más en la vegetación, aterrada, porque todo el mundo sabía que chupaban la sangre humana. Para no pensar en vampiros, serpientes o escorpiones, se concentró en idear algún plan para salir de allí. Seguramente vendrían otros grupos de migrantes a los que podría unirse, sólo era cuestión de esperar despierta. Invocó a la madre jaguar y a la madre de Jesús, como le había indicado Felicitas, pero ninguna de las dos acudió a socorrerla; esas madres divinas perdían sus poderes en Estados Unidos. Estaba totalmente abandonada.
Quedaban pocas horas de oscuridad, pero se estiraron eternamente. Poco a poco se le acostumbraron los ojos a la noche sin luna, que al principio parecía impenetrable, y pudo distinguir el tipo de vegetación a su alrededor, pastos altos y secos. La noche fue un largo tormento para Evelyn, hasta que por fin se anunció la luz del alba, que llegó de repente. En todas esas horas no había sentido a nadie cerca, ni migrantes ni guardias. Apenas comenzó a aclarar se atrevió a echar una mirada a su entorno. Estaba entumecida, le costó ponerse de pie y dar un par de pasos, tenía hambre y mucha sed, pero el brazo ya no le dolía. Sintió un anticipo del calor del día por el vapor elevándose del suelo como un velo de novia. La noche había sido silenciosa, interrumpida sólo por las advertencias de los altoparlantes a lo lejos, pero al amanecer despertó la tierra con el zumbido de insectos, el crujir de ramas bajo las patitas de roedores, el quejido de las cañas en la brisa y un ir y venir de gorriones en el aire. Aquí y allá vio manchas de color en los arbustos, un pájaro brujo de pecho rojo, una curruca amarilla o un arrendajo verde de cabeza azul, aves modestas comparadas con las de su aldea. Había crecido entre la algarabía de pájaros, plumas de mil colores, setecientas especies, paraíso de ornitólogos, según el padre Benito. Prestó oído a las severas advertencias en español de los altoparlantes y trató en vano de calcular la distancia a los puestos fronterizos, a las torres de control y al camino, si lo había. No tenía ni idea de dónde estaba. Le volvieron en oleadas las historias que circulaban de boca en boca entre los migrantes acerca de los peligros del norte, el desierto despiadado, los rancheros que disparaban a mansalva a quienes pisaran su propiedad en busca de agua, los guardias armados para dar batalla, los perros bravos entrenados para oler el sudor del miedo, las prisiones donde se podía pasar años sin que nadie supiera de uno. Si eran como las de Guatemala, ella prefería morir antes de ir a dar a una de esas celdas.
El día se arrastró hora a hora, minuto a minuto, con atroz lentitud. El sol se desplazó en el cielo, incendiando la tierra con un calor seco de brasas ardientes, muy diferente al que Evelyn conocía. Era tanta su sed, que dejó de sentir hambre. A falta de un árbol que diera sombra, escarbó la tierra con un palo entre unas matas, para espantar a las culebras, y allí se acurrucó como pudo, después de clavar el palo en el suelo, para que el desplazamiento de la sombra le indicara el transcurso del tiempo, como había visto hacer a su abuela. Oyó a intervalos regulares el paso de vehículos y de helicópteros volando bajo, pero al comprender que siempre hacían el mismo recorrido, dejó de prestarles atención. Estaba confundida, sentía la cabeza llena de algodón, los pensamientos se le atropellaban en la mente. Por el palo dedujo el mediodía y esa fue la hora de las primeras alucinaciones, las formas y colores de la ayahuasca, armadillos, ratas, los cachorros de jaguar sin su madre, el perro negro de Andrés, muerto hacía cuatro años, que llegó en perfecta salud a visitarla. Durmió a ratos, agobiada por la incandescente canícula, aturdida de fatiga y sed.
Fue cayendo la tarde con la mayor parsimonia sin que bajara la temperatura. Una víbora negra, larga y gruesa le pasó por encima de una pierna como una terrible caricia. Petrificada, la muchacha esperó sin respirar, sintiendo el peso del reptil, el roce de su piel satinada, la ondulación de cada músculo de ese cuerpo de manguera deslizándose sin prisa. No se parecía a ninguna de las culebras de su aldea. Cuando el reptil se alejó, Evelyn se puso de pie de un salto y aspiró aire a bocanadas, mareada por un formidable golpe de terror, con el corazón al galope. Le costó horas reponerse y bajar la guardia; no le dieron las fuerzas para permanecer el día entero de pie escudriñando el suelo. Tenía los labios partidos, sangrantes, la lengua hinchada como un molusco en la boca seca, la piel ardiente de fiebre.
Por fin cayó la noche y empezó a refrescar. Para entonces Evelyn estaba exhausta, ya no le importaban serpientes, murciélagos, guardias con fusiles ni monstruos de pesadilla, sólo sentía la necesidad impostergable de beber agua y descansar. Enroscada en el suelo se entregó a la desgracia y la soledad deseando morir pronto, morir dormida y no despertar más.

 

La muchacha no murió esa segunda noche en territorio estadounidense, como esperaba. Despertó al amanecer en la misma postura en que se acostó, sin recordar lo sucedido desde que dejó el campamento de Nuevo Laredo. Estaba deshidratada y necesitó varios intentos para estirar las piernas, ponerse en pie, acomodarse el brazo en cabestrillo y dar un par de pasos de anciana. Le dolía cada fibra del cuerpo, pero lo más presente era la sed. Antes que nada debía hallar agua. No podía enfocar la vista ni pensar, pero había vivido siempre en la naturaleza y la experiencia le indicó la cercanía de agua; estaba rodeada de juncos y maleza, sabía que crecen donde hay humedad. Impulsada por la sed y la angustia echó a andar sin rumbo, apoyada en el mismo palo que antes le sirviera para determinar la hora.
Alcanzó a avanzar unos cincuenta metros zigzagueando, cuando la detuvo el ruido de un motor muy cercano. Instintivamente se tiró de bruces por tierra y se aplastó entre los altos pastos. El vehículo pasó muy cerca y pudo escuchar la voz de un hombre en inglés y otra voz cascada, como de una radio o teléfono, respondiendo. Permaneció inmóvil mucho rato después de que el motor se hubo alejado y por fin la sed la obligó a seguir gateando entre los pastizales en busca del río. Espinas le arañaban la cara y el cuello, una rama le desgarró la camiseta y las piedras le abrieron llagas en las manos y las rodillas. Se puso de pie y siguió agachada, a tientas, sin atreverse a asomar la cabeza para orientarse. La mañana recién comenzaba, pero ya la reverberación de la luz era cegadora.
De pronto le llegó el sonido del río con la claridad de otra alucinación y eso le dio ánimo para apurar el paso, olvidando toda precaución. Primero sintió el barro en los pies y enseguida, apartando los pastizales, se encontró frente al Río Grande. Con un grito se lanzó al agua hasta la cintura, bebiendo a dos manos, desesperadamente. El agua fría la recorrió por dentro como una bendición, bebió y bebió a tragos profundos, sin pensar en la mugre y los animales muertos que flotaban en esas aguas. Allí el río no era profundo y pudo agacharse y sumergirse por completo, sintiendo el placer infinito del agua en la piel resquebrajada, en el brazo dislocado, en la cara rasguñada, mientras su largo pelo negro flotaba como algas a su alrededor.
Acababa de salir del río y estaba tendida en la orilla, volviendo de a poco a la vida, cuando la descubrieron los patrulleros.

 

La agente de inmigración que le correspondió a Evelyn Ortega cuando fue detenida en la frontera se encontró en uno de los cubículos frente a una niña cabizbaja, encogida y temblorosa, que no había tocado el jugo de fruta ni las galletas que le puso sobre la mesa para darle confianza. Quiso tranquilizarla con una leve caricia en la cabeza y sólo consiguió asustarla más. Le habían advertido de que la chica tenía problemas mentales y solicitó un poco más de tiempo para la entrevista. Muchos de los menores que pasaban por allí estaban traumatizados, pero sin una orden oficial era imposible conseguir una evaluación psicológica. Debía confiar en su intuición y experiencia.
Ante el silencio pertinaz de la niña creyó que no entendía español. Tal vez hablaba sólo maya, y gastó preciosos minutos antes de darse cuenta de que entendía sin dificultad, pero sufría un impedimento del habla, entonces le dio papel y lápiz para anotar las respuestas, rogando que supiera escribir; la mayoría de los niños que llegaban al Centro de Detención nunca habían asistido a la escuela.
—¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Tienes algún familiar aquí?
Evelyn anotó con buena caligrafía su nombre, el de su aldea y su país, el nombre de su madre y un número. La agente suspiró aliviada.
—Esto facilita mucho las cosas. Vamos a llamar a tu madre para que te venga a buscar. Te dejarán ir con ella temporalmente, hasta que un juez decida sobre tu caso.
Evelyn pasó tres días en el Centro de Detención sin hablar con nadie, aunque estaba rodeada de mujeres y niños provenientes de Centroamérica y México. Muchos eran de Guatemala. Tenían dos comidas diarias, leche y pañales para los niños menores, camas de campaña y frazadas militares, muy necesarias porque el aire acondicionado mantenía una temperatura invernal, que provocaba una epidemia constante de tos y refrío. Era un lugar de paso, nadie se quedaba allí por mucho tiempo, los detenidos eran trasladados lo antes posible a otras instalaciones. Los menores con parientes en Estados Unidos eran entregados sin averiguar demasiado, porque faltaban tiempo y personal para ocuparse de cada caso.
No fue Miriam quien acudió a buscar a Evelyn, sino un hombre llamado Galileo León, quien se presentó como su padrastro. Ella nada sabía de su existencia y se plantó firme en su decisión de no irse con él, porque había oído hablar sobre chulos y traficantes que acechaban a los menores. A veces los niños eran reclamados por desconocidos, que se los llevaban con sólo firmar un papel. Un oficial tuvo que llamar a Miriam por teléfono para que aclarara la situación y así se enteró Evelyn de que su madre tenía marido. Muy pronto descubriría que además de padrastro tenía dos medio hermanos, de cuatro y tres años.
—¿Por qué no vino la madre de la niña a buscarla? —le preguntó el oficial de turno a Galileo León.
—Porque perdería el trabajo. No se crea que esto es fácil para mí tampoco. Estoy perdiendo cuatro días de ganancia por culpa de esta chava. Soy pintor y mis clientes no esperan —replicó el hombre en un tono humilde, que contrastaba con sus palabras.
—Le vamos a entregar a la chica bajo la presunción de temor creíble. ¿Entiende lo que es eso?
—Más o menos.
—El juez debe decidir si son válidas las razones por las cuales la chica salió de su país. Evelyn tendrá que demostrar un miedo tangible y concreto, por ejemplo, que fue agredida o está bajo amenaza. Usted se la va a llevar en libertad bajo palabra.
—¿Hay que pagar una fianza? —preguntó el hombre, alarmado.
—No. Es una cifra nominal que se anota en el libro, pero no se le cobra al migrante. Le notificarán por correo a casa de su madre la fecha para presentarse a un tribunal de inmigración. Antes de la audiencia Evelyn se entrevistará con un oficial de asilo.
—¿Un abogado? No podríamos pagarlo... —dijo León.
—El sistema está un poco atascado, porque llegan muchos niños a pedir asilo. La realidad es que ni la mitad consigue consejero, pero si le toca uno, es gratis.
—Afuera me dijeron que por tres mil dólares me lo consiguen.
—Son traficantes y estafadores, no les crea. Espere la notificación del tribunal, es todo lo que tiene que hacer por el momento —agregó el oficial, dando por terminado el trámite.
Hizo una copia de la licencia de conducir de Galileo León para agregarla a la ficha de Evelyn, una medida casi inútil, porque el Centro no tenía capacidad para seguir la pista de cada niño. Se despidió de Evelyn apurado; lo esperaban varios casos más ese día.

 

Galileo León, nacido en Nicaragua, había inmigrado ilegalmente a Estados Unidos a los dieciocho años, pero había obtenido la residencia acogiéndose a la ley de Amnistía de 1995. Por desidia no había hecho los trámites para hacerse ciudadano. Era de corta estatura, pocas palabras y mal gestado; a primera vista no inspiraba confianza ni simpatía.
La primera parada fue en Walmart para comprarle ropa y artículos de aseo. La muchacha creyó estar soñando al ver las dimensiones de la tienda y la variedad infinita de artículos, cada uno en diferentes colores y tamaños, un laberinto de pasillos llenos a reventar. Temiendo perderse para siempre, se aferró al brazo del padrastro, quien se orientó como un explorador fogueado, la llevó directamente a la sección correspondiente y le indicó que escogiera ropa interior, camisetas, tres blusas, dos vaqueros, una falda, un vestido y zapatos para salir. Aunque le faltaba poco para cumplir dieciséis años, su talla correspondía a la de una niña estadounidense de diez o doce. Confundida, Evelyn quiso elegir lo más barato, pero no conocía la moneda y se demoraba demasiado.
—No te fijes en los precios, aquí todo es barato y tu mamá me dio dinero para vestirte —le explicó Galileo.
De allí la llevo a un McDonald’s a comer hamburguesas con papas fritas y una copa gigantesca de helado coronada con una guinda, que en Guatemala habría alcanzado para una familia completa.
—¿A vos nadie te enseñó a dar las gracias? —le preguntó el padrastro con más curiosidad que intención de reproche.
Evelyn asintió, sin atreverse a mirarlo, lamiendo la última cucharada del helado.
—¿Me tenés miedo acaso? No soy ningún ogro.
—Gra... gra... soy... —balbuceó ella.
—¿Sos tonta o tartamuda?
—Tar... tar...
—Ya veo, perdona —la interrumpió Galileo—. Si no podés hablar como los cristianos, no sé cómo te las vas a arreglar en inglés. ¡Vaya lío! ¿Qué vamos a hacer con vos?
Pasaron la noche en un motel de camioneros en la carretera. La pieza era mugrienta, pero tenía una ducha caliente. Galileo le ordenó que se bañara, dijera sus oraciones y se acostara en la cama de la izquierda, porque él siempre dormía cerca de la puerta, era una manía suya. «Voy a salir a fumar y cuando vuelva quiero verte dormida», le dijo. Evelyn obedeció a toda prisa. Se dio una ducha corta y se acostó vestida y con zapatillas, tapada hasta la nariz con el cobertor, fingiendo que dormía y planeando la fuga apenas ese hombre la tocara. Se sentía muy cansada, le dolía el hombro y el temor le cerraba el pecho, pero invocó a su abuela y eso le dio valor. Sabía que su mamita habría ido a la iglesia a prender velas por ella.
Galileo tardó más de una hora en regresar. Se quitó los zapatos, entró al baño y cerró la puerta. Evelyn escuchó correr el agua en el excusado y por el rabillo del ojo lo vio regresar a la habitación en calzoncillos, camiseta y calcetines. Se preparó para saltar de la cama. Su padrastro colgó los pantalones en la única silla disponible, le puso cerrojo a la puerta y apagó la luz. Por los visillos gastados de la ventana entraba el reflejo azul de un aviso de neón con el nombre del motel y en la penumbra Evelyn lo vio hincarse junto a la cama que le correspondía. En un murmullo, Galileo León rezó largamente. Cuando por fin se metió en su cama, Evelyn estaba dormida.