Lucía

 

 

Chile

 

Lena, su madre, y Enrique, su hermano, fueron los dos pilares de la infancia y juventud de Lucía Maraz, antes de que el golpe militar le arrebatara al hermano. Su padre murió en un accidente de tráfico cuando ella era muy chica y fue como si nunca hubiera existido, pero la idea de un padre quedó flotando entre sus hijos como una niebla. Entre los pocos recuerdos que Lucía tenía, tan difusos que tal vez no eran recuerdos sino escenas evocadas por su hermano, ella estaba en el zoológico, sobre los hombros de su padre, aferrada con las dos manos a su cabeza de cabello negro y duro, paseando entre las jaulas de los monos. En otro recuerdo igualmente vago, ella estaba en un carrusel a horcajadas sobre un unicornio y él, de pie a su lado, la sostenía por la cintura. En ninguno de esos momentos aparecían su hermano o su madre.
Lena Maraz, que había amado a ese hombre desde los diecisiete años con abnegación incuestionable, recibió la trágica noticia de su muerte y alcanzó a llorarlo sólo unas horas antes de descubrir que la persona a quien acababa de identificar en un hospital público, donde le mostraron el cuerpo cubierto con una sábana sobre una mesa metálica, era un desconocido y su matrimonio un fraude monumental. El mismo oficial de carabineros a quien le tocó avisarle de lo ocurrido, regresó más tarde acompañado de un detective de Investigaciones a hacerle preguntas que parecían crueles, dadas las circunstancias, y sin relación con el accidente. Debieron repetirle la información dos veces antes de que Lena entendiera lo que pretendían decirle. Su marido era bígamo. A ciento sesenta kilómetros de distancia, en una ciudad de provincia, había otra mujer tan engañada como ella, que creía ser la esposa legítima y madre de su único hijo. Su marido había llevado una doble vida durante años, amparado por su trabajo de viajante, buen pretexto para ausencias prolongadas. Como se había casado primero con Lena, la segunda relación carecía de validez legal, pero el hijo había sido reconocido y llevaba el apellido del padre.
El duelo de Lena se transformó en un huracán de resentimiento y celos retrospectivos, pasó meses revisando el pasado en busca de mentiras y omisiones, atando cabos para explicar cada acción sospechosa, cada palabra falsa, cada promesa rota, dudando hasta de la forma en que habían hecho el amor. En su afán de averiguar sobre la otra mujer, viajó a provincia para espiarla y pudo comprobar que era una joven de aspecto anodino, mal vestida y con lentes, muy diferente a la cortesana que había imaginado. La observó de lejos y la siguió en la calle, pero no se le acercó. Semanas más tarde, cuando la mujer la llamó por teléfono para pedirle que se juntaran a hablar de la situación, ya que las dos habían sufrido igual y los hijos de ambas compartían el mismo padre, Lena la cortó bruscamente. Nada tenían en común, le dijo; los pecados de ese individuo sólo a él pertenecían y seguramente los estaría pagando en el purgatorio.
El rencor la estaba consumiendo en vida, pero en algún momento se dio cuenta de que su marido seguía hiriéndola desde la tumba y la propia rabia la estaba destruyendo más que la traición. Entonces optó por una solución draconiana: cortó al infiel de su vida de un hachazo, destruyó todas las fotografías de él que tenía a mano, se desprendió de sus objetos, dejó de ver a los amigos comunes y evitó todo contacto con la familia Maraz, pero mantuvo el apellido, porque era el de sus hijos.
Enrique y Lucía recibieron una explicación elemental: el papá había fallecido en un accidente, pero la vida continuaba y era malsano pensar en los ausentes. Debían pasar hoja; bastaba con incluirlo en sus oraciones para que su alma descansara en paz. Lucía sólo podía imaginar su aspecto por un par de fotos en blanco y negro que su hermano salvó antes de que Lena las descubriera. En ellas el padre aparecía como un hombre alto, delgado, de ojos intensos y cabello engominado. En una de las imágenes se veía muy joven, con uniforme de la Marina, donde había cursado estudios y trabajado como ingeniero de sonido durante un tiempo, y en la otra, años más tarde, estaba con Lena y con Enrique de pocos meses en brazos. Había nacido en Dalmacia y emigrado a Chile con sus padres en la infancia, como Lena y centenares de otros croatas que ingresaron al país como yugoslavos y se establecieron en el norte. Conoció a Lena en un festival folclórico y el descubrimiento de cuánta historia tenían en común alimentó la ilusión del amor, pero eran fundamentalmente diferentes. Lena era seria, conservadora y religiosa; él era alegre, bohemio e irreverente; ella se ceñía a las reglas sin cuestionarlas, era trabajadora y ahorrativa; él era holgazán y derrochador.

 

Lucía creció sin saber nada de su padre, porque el tema era tabú en su casa; Lena nunca lo prohibió, pero lo eludía con los labios apretados y el ceño fruncido. Los hijos aprendieron a tragarse la curiosidad. En muy pocas ocasiones Lena se refirió a ese marido, pero en sus últimas semanas de vida pudo hablar de él y responder a las preguntas de Lucía. «De mí sacaste el sentido de la responsabilidad y la fortaleza; a tu padre puedes agradecerle que te dio simpatía y rapidez mental, pero ninguno de sus defectos, que eran muchos», le dijo.
En su infancia, la ausencia del padre fue para Lucía como una pieza cerrada en la casa, una puerta hermética que guardaba a saber qué secretos. ¿Cómo sería abrir esa puerta? ¿A quién encontraría en esa pieza? Por más que mirara atentamente al hombre de las fotografías, no lograba relacionarse con él, era un extraño. Cuando le preguntaban por su familia, lo primero que decía con expresión compungida, para escabullirse de un probable interrogatorio, era que su papá había muerto. Eso provocaba lástima —la pobre niña era medio huérfana— y nadie preguntaba más. Secretamente envidiaba a Adela, su mejor amiga, hija única de padres separados, mimada como una princesa por su padre, un médico dedicado a trasplantes de órganos vitales, que viajaba constantemente a Estados Unidos y le traía muñecas que hablaban en inglés y los zapatos de charol rojo de Dorothy en El mago de Oz. El médico era puro cariño y risa, llevaba a Adela y Lucía al salón de té del hotel Crillón a tomar helados en copas coronadas de crema, al zoológico a ver a las focas y al Parque Forestal a andar a caballo, pero los paseos y los juguetes eran lo de menos. Los mejores momentos de Lucía eran cuando iba de la mano del padre de su amiga en público fingiendo que Adela era su hermana y ambas compartían a ese papá de cuento. Deseaba con fervor de novicia que ese hombre perfecto se casara con su mamá y ella pudiera tenerlo de padrastro, pero el cielo dejó de lado ese deseo, como tantos otros.
En esa época Lena Maraz era una mujer joven y bella, de hombros cuadrados, cuello largo y ojos desafiantes color espinaca, a quien el padre de Adela nunca se atrevió a cortejar. Sus trajes severos de chaqueta masculina y sus blusas castas no disimulaban sus formas seductoras, pero su actitud imponía respeto y distancia. Le habrían sobrado pretendientes si los hubiera permitido, pero se aferró a la viudez con arrogancia de emperatriz. Las mentiras de su marido sembraron en ella una desconfianza inextinguible por el género masculino en su totalidad.

 

Enrique Maraz, tres años mayor que su hermana, alimentaba algunos recuerdos idealizados o inventados de su padre, que compartía en susurros con Lucía, pero con el tiempo esa nostalgia fue disipándose. No le interesaba el padre de Adela con sus regalos gringos y sus copas de helado en el hotel Crillón. Quería uno propio y a su medida, alguien a quien parecerse cuando fuera mayor, alguien a quien reconocer al mirarse al espejo cuando llegara el tiempo de afeitarse, alguien que le enseñara las cosas fundamentales de la virilidad. Su madre le repetía que él era el hombre de la casa, responsable de ella y su hermana, porque el papel de los hombres es proteger y cuidar. Una vez se atrevió a preguntarle cómo se aprende eso sin un padre y ella le respondió secamente que improvisara, porque aunque su padre estuviera vivo, no le serviría de ejemplo. Nada podría aprender de él.
Los hermanos eran tan diferentes entre sí como lo habían sido sus padres. Mientras Lucía se perdía en los laberintos de una imaginación febril y una curiosidad inagotable, siempre con el corazón en la mano llorando por el sufrimiento humano y los animales maltratados, Enrique era todo cerebro. Desde chico manifestó un ardor proselitista que al principio causaba risa y después se convirtió en un fastidio; nadie soportaba a ese chiquillo demasiado vehemente, con aires de superioridad y complejo de predicador. En su época de boy scout anduvo durante años con el uniforme de pantalones cortos tratando de convencer a quien tuviese la desdicha de ponérsele por delante de las ventajas de la disciplina y del aire libre. Más tarde trasladó esa tenacidad patológica a la filosofía de Gurdjieff, a la Teología de la Liberación y a las revelaciones del LSD, hasta que encontró su vocación definitiva en Karl Marx.
Las diatribas incendiarias de Enrique ponían de pésimo humor a su madre, para quien la izquierda era sólo bochinche y más bochinche, y no conmovían a su hermana, una colegiala frívola más interesada en novios de un día y cantantes de rock que en otra cosa. Enrique, con barba corta, pelo largo y boina negra, imitaba al célebre guerrillero Che Guevara, caído en Bolivia un par de años antes, en 1967. Había leído sus escritos y lo citaba a cada rato, aunque no viniera a cuento, ante la irritación explosiva de su madre y la admiración embobada de su hermana.
Lucía estaba terminando la secundaria, a fines de la década de los sesenta, cuando Enrique se unió a las fuerzas que apoyaban al candidato socialista a la presidencia, Salvador Allende, que para muchos era Satanás encarnado. Según Enrique, la salvación de la humanidad estribaba en derrocar el capitalismo mediante una revolución que no dejara piedra sobre piedra; por eso las elecciones eran una payasada, pero ya que se presentaba la oportunidad única de votar por un marxista, había que aprovecharla. Los otros candidatos prometían reformas en el marco de lo conocido, mientras el programa de la izquierda era radical. La derecha desató una campaña de terror profetizando que Chile iba a terminar como Cuba, que los soviéticos iban a raptar a los niños chilenos para lavarles el cerebro, que destruirían las iglesias, violarían a las monjas y ejecutarían a los curas, que quitarían la tierra a los legítimos dueños y se acabaría la propiedad privada, que hasta el más humilde campesino iba a perder sus gallinas y terminar como esclavo en un gulag en Siberia.
A pesar de la campaña del miedo, el país se inclinó hacia los partidos de izquierda, que se juntaron en una coalición, la Unidad Popular, con Allende a la cabeza. Ante el espanto de quienes siempre habían ejercido el poder y de Estados Unidos, que observaba las elecciones chilenas teniendo a Fidel Castro y su revolución en mente, ganó la Unidad Popular en 1970. El más sorprendido fue posiblemente el mismo Allende, quien se había postulado a la presidencia tres veces antes y solía hacer el chiste de que en su epitafio diría: «Aquí yace el futuro presidente de Chile». El segundo sorprendido fue Enrique Maraz, quien se encontró de la noche a la mañana sin nada a lo que oponerse. Eso cambió rápidamente apenas se calmó la euforia inicial.
El triunfo de Salvador Allende, el primer marxista elegido por votación democrática, atrajo el interés del mundo entero y en especial de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense. Gobernar con los partidos de tendencias diversas que lo apoyaban y con la guerra sin cuartel de sus opositores probaría ser una tarea imposible, como se vería muy pronto, cuando comenzó el vendaval que habría de durar tres años y sacudir los cimientos de la sociedad. Nadie permaneció indiferente.
Para Enrique Maraz la verdadera revolución era como la de Cuba y las reformas de Allende sólo servían para aplazar esa revolución indispensable. Su partido de ultraizquierda saboteó al gobierno con el mismo fervor de la derecha. Poco después de las elecciones Enrique abandonó sus estudios y se fue de la casa de su madre sin dejar dirección. Tendrían noticias suyas esporádicamente, cuando aparecía de visita o llamaba, siempre apurado, pero sus actividades eran secretas. Seguía con barba y pelo largo, pero ya no llevaba la boina y las botas y parecía más reflexivo. Ya no se lanzaba al ataque armado de frases lapidarias contra la burguesía, la religión y el imperialismo americano; había aprendido a escuchar con fingida cortesía las opiniones cavernícolas de su madre y las burradas de su hermana, como las calificaba.
Lucía había decorado su pieza con un afiche del Che Guevara, porque se lo había regalado su hermano, porque el guerrillero era sexy y para molestar a su madre, que lo consideraba un delincuente. También tenía varios discos del cantante y compositor Víctor Jara. Conocía sus canciones de protesta y algunos eslóganes sobre la «vanguardia marxista-leninista de la clase obrera y las capas oprimidas», como se definía el partido de Enrique. Se unía a las marchas multitudinarias en defensa del gobierno, cantando hasta desgañitarse que el pueblo unido jamás será vencido, y una semana más tarde, con similar entusiasmo, salía con sus amigas en otras manifestaciones igualmente numerosas a protestar contra el mismo gobierno que defendía unos días antes. La causa le interesaba mucho menos que la chacota de gritar en la calle. Su coherencia ideológica dejaba mucho que desear, como le reprochó Enrique en una ocasión en que la vio de lejos en una marcha de la oposición. Estaban de moda la minifalda, las botas con plataforma y los ojos tiznados de negro, que Lucía adoptó, y los hippies, hijos de las flores, que unos pocos jóvenes chilenos imitaban, bailando drogados con sus panderetas y haciendo el amor en los parques, como en Londres y California. Lucía no llegó a tanto porque su madre jamás le hubiera permitido mezclarse con esos bucólicos degenerados, como los llamaba.
En vista de que el único tema del país era la política, que provocaba violentas rupturas entre familiares y amistades, Lena impuso en su hogar la ley del silencio sobre el asunto, como la había impuesto respecto a su marido. Para Lucía, en plena rebelión de la adolescencia, la forma ideal de hostilizar a su madre era mencionar a Allende. Lena regresaba por la noche agotada por su jornada de trabajo, el pésimo transporte público, el tráfico detenido por las huelgas y manifestaciones y las colas eternas para obtener un pollo flaco o sus cigarrillos, sin los cuales no podía sobrevivir, pero juntaba fuerzas para golpear cacerolas con las vecinas del barrio, como una forma anónima de reclamar por la escasez en particular y el socialismo en general. El ruido de esas cacerolas comenzaba con unos golpes solitarios en un patio, al que pronto se sumaban otros en un coro ensordecedor, que se repartía por las zonas de clase media y alta de la ciudad como anuncio del apocalipsis. Encontraba a su hija despatarrada frente a la televisión o comadreando por teléfono, con sus canciones favoritas a todo volumen. Esa chiquilla inconsciente, con cuerpo de mujer y cerebro de mocosa le preocupaba, pero mucho más le preocupaba Enrique. Temía que su hijo fuera uno de esos cabeza calientes que propiciaban el poder por la vía violenta.

 

La profunda crisis que dividía el país se volvió insostenible. Los campesinos se apropiaban de tierras para crear comunidades agrícolas, bancos e industrias eran expropiados, se nacionalizaron las minas de cobre del norte, que habían estado siempre en manos de compañías estadounidenses, la escasez se hizo endémica, faltaban agujas y vendas en los hospitales, repuestos para máquinas, leche para infantes; se vivía en estado de paranoia. Los patrones saboteaban la economía, retirando artículos esenciales del mercado, y en respuesta los trabajadores se organizaban en comités, echaban a los jefes y se adueñaban de las industrias. En las calles del centro se veían piquetes de trabajadores en torno a hogueras cuidando las oficinas y tiendas de las bandas de la derecha, mientras en los campos vigilaban día y noche para protegerse de los antiguos patrones. Había matones armados en ambos bandos. A pesar del clima de guerra, la izquierda aumentó el porcentaje de sus votos en las elecciones parlamentarias de marzo. Entonces la oposición, que llevaba tres años conspirando, comprendió que no bastaba el sabotaje para tumbar al gobierno. Había que recurrir a las armas.
El martes 11 de septiembre de 1973 los militares se sublevaron contra el gobierno. Por la mañana Lena y Lucía oyeron pasar volando bajo helicópteros y aviones en formación, se asomaron y vieron tanques y camiones en las calles casi vacías. En la televisión no funcionaba ningún canal; sólo mostraba una imagen geométrica fija. Por la radio se enteraron del pronunciamiento militar y no entendieron qué significaba eso hasta varias horas más tarde, cuando se reinició la transmisión en el canal estatal y aparecieron en la pantalla cuatro generales en uniforme de combate, de pie ante la bandera de Chile, anunciando el fin del comunismo en la benemérita patria y promulgando bandos que la población debía acatar.
Se declaró el estado de guerra, se declaró al Congreso en receso indefinido y se suspendieron los derechos civiles mientras las honorables Fuerzas Armadas restauraban la ley, el orden y los valores de la civilización cristiana occidental. Explicaron que Salvador Allende había puesto en marcha un plan que consistía en ejecutar a miles y miles de personas de la oposición en un genocidio sin precedentes, pero ellos se le adelantaron y lograron evitarlo. «¿Qué va a pasar ahora?», le preguntó Lucía a su madre, inquieta porque la alegría desatada de Lena, quien destapó una botella de champán para celebrar el acontecimiento, le pareció de mal agüero; significaba que en alguna parte podía estar su hermano Enrique desesperado. «Nada, hija, aquí los soldados respetan la Constitución, pronto van a convocar elecciones», le contestó Lena, sin imaginar que habrían de pasar más de dieciséis años antes de que eso ocurriera.
Madre e hija permanecieron encerradas en el apartamento hasta que se levantó el toque de queda, un par de días más tarde, y pudieron salir brevemente a comprar provisiones. Ya no había colas y en los almacenes vieron montones de pollos, que Lena no compró porque le parecieron demasiado caros, pero se abasteció de varios cartones de cigarrillos. «¿Dónde estaban los pollos ayer?», preguntó Lucía. «Allende los tenía en su bodega privada», replicó su madre.
Se enteraron de que el presidente había muerto en el bombardeo del palacio de gobierno, que habían visto repetido hasta el cansancio en la televisión, y oyeron rumores de cuerpos flotando en el río Mapocho a su paso por la ciudad, de grandes hogueras donde quemaban libros prohibidos y de miles de sospechosos amontonados en camiones del ejército y trasladados a lugares de detención improvisados a última hora, como el Estadio Nacional, donde días antes se disputaban partidos de fútbol. Los vecinos del barrio de Lucía estaban tan eufóricos como Lena, pero ella sentía miedo. Un comentario que escuchó de pasada le quedó resonando en el pecho como una amenaza certera contra su hermano: «A los malditos comunistas los van a poner en campos de concentración y al primero que proteste lo van a fusilar, como esos desgraciados habían planeado hacer con nosotros».
Cuando se corrió la voz de que el cuerpo de Víctor Jara, con las manos destrozadas, había sido arrojado en una barriada pobre, como escarmiento, Lucía lloró sin consuelo durante horas. «Son chismes, hija, exageraciones. Ya no saben qué inventar para desprestigiar a las Fuerzas Armadas, que han salvado al país de las garras del comunismo. «¿Cómo se te ocurre que eso va a pasar en Chile?», le dijo Lena. La televisión mostraba dibujos animados y bandos militares, el país estaba en calma. La primera duda le entró a Lena cuando vio el nombre de su hijo en una de las listas negras que conminaban a los que aparecían en ellas a presentarse en los cuarteles de policía.

 

Tres semanas después, varios hombres sin uniforme y armados, que no necesitaron identificarse, allanaron el apartamento de Lena buscando a sus dos hijos, Enrique acusado de ser guerrillero y Lucía por simpatizante. Lena no había tenido noticias de su hijo durante muchos meses y si las hubiera tenido, no se las habría dado a esos hombres. Lucía se había quedado a pasar la noche donde una amiga durante el toque de queda y su madre tuvo la lucidez de no dejarse amedrentar por las amenazas y cachetadas que recibió en el allanamiento. Con pasmosa serenidad les informó a los agentes que su hijo se había alejado de la familia y nada sabían de él, y que su hija estaba en Buenos Aires en un viaje de turismo. Se fueron con la advertencia de que volverían a llevársela a ella a menos que aparecieran los hijos.
Lena supuso que el teléfono estaba intervenido y esperó hasta las cinco de la mañana, cuando se levantó el toque de queda, para ir a avisar a Lucía a la casa de su amiga. Después se fue a ver al cardenal, que había sido amigo cercano de su familia antes de ascender por los escalones celestiales del Vaticano. Pedir favores era algo que jamás había hecho, pero en ese momento ni se acordó del orgullo. El cardenal, agobiado por la situación y las filas de suplicantes, tuvo la bondad de escucharla y conseguir asilo para Lucía en la embajada de Venezuela. Le aconsejó a Lena que también se fuera antes de que la policía política cumpliera su amenaza. «Aquí me quedo, eminencia. No me iré a ninguna parte sin saber de mi hijo Enrique», replicó ella. «Si lo encuentra, venga a verme, Lena, porque el muchacho va a necesitar ayuda.»