Richard y Lucía

 

 

Norte de Nueva York

 

A las cinco de la tarde, cuando Lucía y Richard se reunieron con Evelyn en la cabaña, después de lanzar el automóvil al lago, cansados y sucios de barro y nieve, reinaba la oscuridad temprana del invierno matizada por el resplandor de la luna. La vuelta resultó más lenta de lo que habían calculado porque el Subaru dio un patinazo largo y terminó enterrado en un montículo de nieve. Nuevamente debieron recurrir a la pala para quitar la nieve alrededor de las ruedas, después arrancaron unas ramas de pino y las colocaron en el suelo. Richard puso marcha atrás y al segundo intento el coche se movió con un estertor, los neumáticos se adhirieron a las ramas y pudieron salir del atolladero.
Para entonces la noche les había caído encima, las huellas eran invisibles en el sendero y debieron avanzar adivinando la dirección. Perdieron el rumbo un par de veces, pero por suerte para ellos Evelyn había desobedecido las instrucciones y puesto un farol de keroseno en la entrada cuya luz vacilante los orientó en el último trecho.
El interior de la cabaña les pareció acogedor como un nido después de esa aventura, aunque las estufas apenas lograban mitigar el frío que se colaba por los intersticios de las viejas tablas. Richard se sabía responsable de las malas condiciones en que estaba esa primitiva vivienda; el par de años que había permanecido cerrada la habían deteriorado un siglo. Se propuso volver en cada temporada a ventilar y hacer reparaciones para que Horacio no lo acusara de negligencia cuando volviera. Negligencia. Esa palabra tenía el poder de estremecerlo.
En vista de la nieve y la oscuridad, decidieron descartar el plan original de irse a un hotel; además, les pareció inconveniente pasearse con Kathryn Brown en la cajuela del Subaru más de lo necesario. Se prepararon para pasar la noche de ese lunes lo más abrigados posible, tranquilos respecto al cuerpo, que se mantendría congelado. Habían pasado tantas tensiones en esos días, que optaron por postergar el problema de Kathryn y distraerse el resto de la tarde con un juego de Monopoly, que habían dejado allí los hijos de Horacio. Richard les enseñó las reglas. Para Evelyn, el principio de adquirir y vender propiedades, acaparar recursos, dominar el mercado y empujar a los contrincantes a la bancarrota era totalmente incomprensible. Lucía resultó peor jugadora que Evelyn, ambas perdieron miserablemente y al final Richard quedó millonario, pero fue una victoria mezquina, que lo dejó con la sensación de haber cometido una estafa.
Se las arreglaron para improvisar una cena con el resto de la comida de burro, llenaron las estufas de combustible y acomodaron los sacos de dormir sobre las tres camas de la habitación de los niños, todos juntos para aprovechar las dos estufas. No disponían de sábanas y las frazadas olían a humedad. Richard tomó nota de que en su próxima visita también debía reemplazar los colchones, donde podía haber chinches o nidos de roedores. Se quitaron las botas y se acostaron vestidos; la noche iba a ser larga y fría. Evelyn y Marcelo se durmieron de inmediato, pero Lucía y Richard se quedaron conversando hasta pasada la medianoche. Tenían todo que decirse en esa delicada etapa de tantear la intimidad. Se contaron los secretos, adivinando los rasgos del otro en la penumbra, cada uno preso dentro de su capullo, con las camas lado a lado, tan próximos que habría bastado la más leve intención para acabar besándose.
Amor, amor. Hasta ayer Richard andaba inventando torpes diálogos con Lucía, ahora se le precipitaban los versos sentimentales que jamás se atrevería a escribir. Decirle, por ejemplo, cómo la quería, cómo le agradecía que hubiera aparecido en su vida. Había llegado ligera desde lejos, traída por el viento de la buena fortuna y aquí la tenía, presente y cercana en el hielo y la nieve, con una promesa en sus ojos moros. Lucía lo encontró cubierto de heridas invisibles y a su vez él percibía claramente los finos cortes con que la vida la había marcado a ella. «El amor siempre se me ha dado a medias», le había confesado ella en una ocasión. Eso se terminó. Iba a amarla sin límite, absolutamente. Deseaba protegerla y hacerla feliz para que nunca se fuera, pasar juntos ese invierno y la primavera y el verano y para siempre, cultivar con ella la complicidad y la intimidad más profunda, compartir con ella hasta lo más secreto, incorporarla a su vida y a su alma. En verdad sabía muy poco de Lucía y menos de sí mismo, pero nada de eso importaba si ella correspondiera a su amor; en ese caso tendrían el resto de la vida para descubrirse mutuamente, para crecer y envejecer juntos.
Nunca imaginó que un amor desaforado, como el que tuvo por Anita en la juventud, pudiera volver a asaltarle. Ya no era el hombre que amó a Anita, sentía que le habían salido escamas de cocodrilo, visibles en el espejo, pesadas como una armadura. Le dio vergüenza haber vivido protegiéndose del desencanto, del abandono y la traición, temeroso de sufrir como le hizo sufrir Anita, asustado de la vida misma, cerrado a la aventura formidable del amor. «No quiero seguir en esta especie de media vida, no quiero ser este hombre cobarde, quiero que me quieras, Lucía», le confesó en esa noche extraordinaria.

 

Cuando Richard Bowmaster se presentó en 1992 a su nuevo empleo en la Universidad de Nueva York, su amigo Horacio Amado-Castro quedó sorprendido del cambio en su aspecto. Unos días antes había recogido en el aeropuerto a un ebrio desaliñado e incoherente y se arrepintió de haber insistido en llevarlo a su facultad. Lo admiraba cuando ambos eran estudiantes y jóvenes profesionales, pero de eso hacía años y entretanto Richard había descendido muy bajo. La muerte de sus dos hijos lo había herido en el alma, como a Anita. Intuía que iban a terminar separados, la muerte de un hijo quiebra a la pareja, pocas sobreviven a esa prueba, y ellos habían perdido a dos. A esa tragedia se sumaba el horror de que Richard fue el causante del accidente de Bibi. Le era imposible imaginar siquiera esa culpa; si algo semejante le ocurriera con uno de sus hijos, preferiría morir. Temía que su amigo fuera incapaz de asumir su puesto académico, pero Richard llegó impecable, afeitado, con el pelo recién cortado, un correcto traje gris de verano y corbata. El aliento le olía a alcohol, pero el efecto de los tragos no se notaba en su conducta o sus ideas. Desde el primer día se hizo apreciar.
La pareja se instaló en uno de los apartamentos para miembros de la facultad junto a Washington Square Park, en el undécimo piso. El espacio era pequeño, pero adecuado, los muebles funcionales y la situación muy conveniente, a diez minutos a pie de la oficina de Richard. Al llegar, Anita cruzó el umbral con el mismo aire de autómata que tenía desde hacía meses y se sentó frente a la ventana a mirar el pedazo insignificante de cielo entre los altos edificios circundantes, mientras su marido descargaba el equipaje, desempacaba y hacía una lista de provisiones para ir de compras. Eso marcó el tono de su breve convivencia en Nueva York.
—Me lo advirtieron, Lucía. Me lo advirtieron la familia de Anita y su psiquiatra en Brasil. Su estado era muy frágil, ¿cómo pude no hacer caso? La muerte de los niños la destrozó.
—Fue un accidente, Richard.
—No. Yo había pasado la noche de juerga, llegué mareado de sexo, cocaína y alcohol. No fue un accidente, fue un crimen. Y Anita lo sabía. Me tomó odio. No me permitía tocarla. Cuando la traje a Nueva York la separé de su familia, de su país; aquí estaba a la deriva, sin conocer a nadie ni hablar el idioma, totalmente distanciada de mí, que era la única persona que podía ayudarla. Le fallé en todo sentido. No pensé en ella, sólo en mí. Quería salir de Brasil, escapar de la familia Farinha, comenzar una carrera profesional que ya había postergado demasiado. A la edad que tenía entonces podría haber sido profesor asociado. Empecé muy tarde y me propuse ponerme al día, iba a estudiar, enseñar y sobre todo publicar. Desde el comienzo supe que había dado con el lugar perfecto para mí, pero mientras yo me pavoneaba en las salas y corredores de la universidad, Anita pasaba el día entero en silencio frente a la ventana.
—¿Tenía atención psiquiátrica? —le preguntó Lucía.
—Ese recurso estaba disponible y la esposa de Horacio se ofreció para acompañarla y ayudarla con la burocracia del seguro, pero Anita no quiso.
—¿Qué hiciste?
—Nada. Seguí ocupado en lo mío y hasta jugaba al squash para mantenerme en forma. Anita permanecía encerrada en el apartamento. No sé qué hacía todo el día, dormir, supongo. Ni siquiera contestaba el teléfono. Mi padre la iba a ver, le llevaba dulces, trataba de sacarla a pasear, pero ella ni lo miraba, creo que lo detestaba porque era mi padre. Un fin de semana me vine con Horacio a esta misma cabaña y la dejé sola en Nueva York.
—Estabas bebiendo mucho en esa época —concluyó Lucía.
—Mucho. Pasaba las tardes en bares. Guardaba una botella en el cajón de mi escritorio, nadie sospechaba que mi vaso contenía ginebra o vodka en vez de agua. Chupaba pastillas de menta para el aliento. Creía que no se me notaba, que tenía resistencia de mula para el trago; todos los alcohólicos se engañan con lo mismo, Lucía. Era otoño y la plazoleta frente al edificio estaba cubierta de hojas amarillas... —dijo Richard en un susurro, con la voz entrecortada.
—¿Qué pasó, Richard?
—Vino un policía a avisarnos, porque en la cabaña nunca hubo teléfono.
Lucía esperó largo rato sin interrumpir el llanto sofocado de Richard, sin sacar la mano de su saco de dormir para tocarlo, sin intentar consolarlo, porque entendió que no había consuelo posible para ese recuerdo. Sabía a grandes rasgos lo ocurrido a Anita, por rumores y comentarios entre los colegas de la universidad, y adivinó que era la primera vez que Richard hablaba de eso. La conmovió hondamente ser depositaria de aquella confidencia desgarradora, testigo de ese llanto purificador. Conocía, por haberlo experimentado al escribir y hablar sobre la suerte de su hermano Enrique, el extraño poder curativo de las palabras, de compartir el dolor y comprobar que otros también tienen su cuota; las vidas se parecen y los sentimientos son idénticos.
Se había aventurado con Richard más allá del terreno conocido y seguro, obligados ambos por la desventurada Kathryn Brown, y al hacerlo iban revelando quiénes eran. En la incertidumbre estaban comenzando una intimidad verdadera. Lucía cerró los ojos y trató de alcanzar a Richard con el pensamiento, puso su energía en cruzar los pocos centímetros que los separaban y arroparlo en su compasión, como había hecho tantas veces con su madre en las últimas semanas de su agonía, para mitigar la angustia de ella y también la propia.
La noche anterior en el motel se introdujo en la cama de Richard para averiguar cómo se sentía a su lado. Necesitaba tocarlo, olerlo, sentir su energía. Según Daniela, cuando se duerme con alguien se combinan las energías, lo cual puede ser enriquecedor para ambos o puede resultar muy negativo para el más débil. «Menos mal que no dormías en la misma cama con mi papá, porque te hubiera achicharrado el aura», concluyó Daniela. Dormir con Richard, aunque sucedió cuando él estaba enfermo y en una cama salpicada de pulgas, la reconfortó hasta lo más profundo. Tuvo la certeza de que ese hombre era para ella, lo había intuido hacía algún tiempo, tal vez antes de llegar a Nueva York y por eso había aceptado su invitación, pero se paralizó por la aparente frialdad de él. Richard era un nudo de contradicciones y sería incapaz de dar el primer paso, ella tendría que tomarlo por asalto. Podía ser que él la rechazara, pero eso no sería tan grave, había superado penas mayores; valía la pena intentarlo. Les quedaban unos cuantos años de vida y quizá podría convencerlo de que los gozaran juntos. La sombra de un cáncer recurrente la rondaba; sólo contaba con su presente precioso y fugaz. Quería aprovechar cada día, porque los tenía contados y seguramente eran menos de lo que esperaba. No había tiempo que perder.
—Cayó junto a la escultura de Picasso —dijo Richard—.Era pleno mediodía. La vieron de pie en la ventana, la vieron saltar, la vieron estrellarse en el pavimento entre las hojas. Yo maté a Anita, como maté a Bibi. Soy culpable por borracho, por negligente, por quererlas mucho menos de lo que merecían.
—Ya es hora de que te perdones, Richard, llevas mucho tiempo expiando esa culpa.
—Más de veinte años. Y todavía siento el último beso que le di a Anita antes de dejarla sola con su pesadumbre, beso que apenas la rozó, porque me quitó la cara.
—Son muchos años con el alma en invierno y el corazón cerrado, Richard. Eso no es vida. Y el hombre cauteloso de todos esos años no eres tú. En estos últimos días, cuando saliste de la comodidad en que estabas instalado, pudiste descubrir quién eres realmente. Puede que haya dolor en eso, pero cualquier cosa es mejor que estar anestesiado.
En la práctica de meditación, que lo había mantenido sobrio durante años, Richard había tratado de aprender los fundamentos zen, estar atento al momento presente, comenzar de nuevo con cada respiración, pero la habilidad de poner la mente en blanco se le escapaba. Su vida no era una sucesión de momentos separados, era una historia enmarañada, una tapicería cambiante, caótica, imperfecta, que había ido tejiendo día a día; su presente no era una pantalla límpida, estaba atestado de imágenes, sueños, recuerdos, vergüenza, culpa, soledad, dolor, toda su jodida realidad, como le dijo a Lucía en susurros esa noche.
—Pero entonces llegas tú y me das permiso para afligirme por mis pérdidas, reírme de mis torpezas y llorar como un mocoso.
—Ya era hora, Richard. Basta de revolcarse en las penas del pasado. El único remedio para tanta desgracia es el amor. No es la fuerza de la gravedad la que mantiene el universo en equilibrio, sino la fuerza adhesiva del amor.
—¿Cómo he vivido tantos años solo y desconectado? Me lo vengo preguntando desde hace días.
—De puro tonto que eres. ¡Mira qué manera de perder tiempo y vida! Te habrás dado cuenta de que te quiero, ¿no? —se rió ella.
—No entiendo cómo puedes quererme, Lucía. Soy un tipo ordinario, te vas a aburrir conmigo. Y además acarreo el peso agobiante de mis faltas y omisiones, un saco de piedras.
—Ningún problema. Tengo músculos para echarme tu saco a la espalda, lanzarlo al lago congelado y hacerlo desaparecer para siempre junto al Lexus.
—¿Para qué he vivido, Lucía? Antes de morir tengo que averiguar para qué estoy en este mundo. Es verdad lo que dices, he estado tanto tiempo anestesiado, que no sabría por dónde comenzar a vivir de nuevo.
—Si me dejas, te puedo ayudar.
—¿Cómo?
—Se empieza con el cuerpo. Te propongo que juntemos los sacos y durmamos abrazados. Yo lo necesito tanto como tú, Richard. Quiero que me abraces, sentirme segura y abrigada. ¿Hasta cuándo vamos a andar a tientas, temerosos, esperando que el otro dé el primer paso? Estamos viejos para eso, pero quizá todavía estamos jóvenes para el amor.
—¿Estás segura, Lucía? No podría soportar que...
—¿Segura? ¡No estoy segura de nada, Richard! —lo interrumpió ella—. Pero podemos intentarlo. ¿Qué es lo peor que nos puede pasar? ¿Sufrir? ¿Que no resulte?
—No nos pongamos en ese caso, no podría resistirlo.
—Te asusté... Perdona.
—¡No! Al contrario, perdóname a mí por no haberte dicho antes lo que siento. Es tan nuevo, tan inesperado, que no sé qué hacer, pero tú eres mucho más fuerte y clara que yo. Ven, pásate a esta cama, hagamos el amor.
—Evelyn está a medio metro de distancia y yo soy un poco escandalosa. Tendremos que esperar para eso, pero entretanto podemos acurrucarnos.
—¿Sabías que me lo paso hablándote en secreto como un lunático? ¿Que a cada rato te imagino en mis brazos? Hace tanto tiempo que te deseo...
—No te creo en absoluto. Te fijaste en mí por primera vez anoche, cuando me metí de viva fuerza en tu cama. Antes pasabas de mí —se rió ella.
—Me alegra mucho que lo hicieras, chilena atrevida —dijo él, cruzando la breve distancia que los separaba para besarla.
Juntaron los sacos de dormir sobre una de las camas, calzando las cremalleras de ambos, y se abrazaron vestidos, como estaban, con inesperada desesperación. Es todo lo que Richard habría de recordar con claridad más tarde, el resto de esa noche mágica estaría preservado para siempre en una perfecta nebulosa. Lucía, en cambio, le aseguró que se acordaba hasta de los menores detalles. En los días y años siguientes se los iría contando poco a poco, siempre una versión diferente y cada vez más audaz, hasta lo increíble, porque no podían haber realizado tantas acrobacias como ella aseguraba sin despertar a Evelyn. «Así fue, aunque no lo creas; puede que Evelyn se hiciera la dormida y nos estuviera espiando», habría de sostener ella. Richard supuso que se besaron mucho y muy largamente, que se fueron quitando la ropa enredados en la estrechez de los sacos de dormir, que se exploraron mutuamente como pudieron sin hacer el menor ruido, sigilosos y excitados como chiquillos haciendo el amor a escondidas en un rincón oscuro. Recordaba, eso sí, que ella se le subió encima y él pudo recorrerla a dos manos, sorprendido de esa piel lisa y caliente, de ese cuerpo que apenas vislumbraba en la luz temblorosa de la vela, más delgado, dócil y joven de lo que se podía adivinar cuando estaba vestida. «Estos senos de corista son míos, Richard, me costaron bastante caros», le dijo Lucía al oído, sofocando la risa. Eso era lo mejor de ella, esa risa como agua clara que lo lavaba por dentro y arrastraba sus dudas cada vez más lejos.

 

Lucía y Richard despertaron ese martes con la luz tímida de la mañana en la tibieza de los sacos de dormir, donde estuvieron enterrados la noche entera en un nudo de brazos y piernas, tan juntos que no se sabía dónde empezaba uno y terminaba el otro, respirando acompasados, perfectamente cómodos en el amor que empezaban a descubrir. Las convicciones y defensas que los sostenían hasta entonces se desmoronaban ante la maravilla de la verdadera intimidad. Al asomar la cabeza los azotó el frío de la cabaña. Las estufas se habían apagado. Richard fue el primero en juntar valor para desprenderse del cuerpo de Lucía y enfrentar el día. Comprobó que Evelyn y el perro seguían durmiendo y antes de levantarse aprovechó esos minutos para besar a Lucía, que ronroneaba a su lado. Después se vistió, llenó de combustible las estufas, puso a hervir agua en el hornillo, preparó té y se lo llevó a las mujeres, que lo bebieron recostadas, mientras él sacaba a Marcelo a ventilarse. Iba silbando.
El día se anunciaba radiante. La tormenta era un mal recuerdo, la nieve había cubierto el mundo de merengue y la brisa helada arrastraba un hálito imposible de gardenias. Al salir el sol, el cielo finalmente despejado adquirió el color azulino de los nomeolvides. «Lindo día para tu funeral, Kathryn», murmuró Richard. Estaba alegre, lleno de energía, como un cachorro. Esa felicidad era tan nueva, que carecía de nombre. La sondeaba cuidadosamente, la tocaba apenas y retrocedía, tanteando el territorio virgen de su corazón. ¿Había imaginado las confidencias de la medianoche? ¿Los ojos negros de Lucía tan cerca de los suyos? Quizá había inventado el cuerpo de ella entre sus manos, los labios juntos, el regocijo, la pasión y la fatiga en el lecho nupcial de un par de sacos de dormir, abrazados, de eso no tenía duda, porque sólo así pudo haber recogido su aliento dormido, su calor desafiante, las imágenes de sus sueños. Se preguntó de nuevo si eso era amor, porque era diferente a la pasión abrasadora por Anita, este sentimiento era como la arena cálida de una playa a pleno sol. ¿Sería este placer sutil y certero la esencia del amor maduro? Iba a averiguarlo, habría tiempo para eso. Volvió a la cabaña con Marcelo en brazos, silbando y silbando.
Las provisiones se habían reducido a unas sobras patéticas y Richard propuso que se fueran al pueblo más cercano a desayunar y de allí siguieran viaje a Rhinebeck. De la úlcera ni se acordaba. Lucía les había explicado que el Instituto Omega contaba con personal de mantenimiento durante la semana, pero si tenían suerte, ese martes todavía no habría nadie por el mal tiempo reciente. El camino estaría despejado y el trayecto les tomaría unas tres o cuatro horas; no había prisa por llegar. Reclamando por el frío, Lucía y Evelyn salieron arrastrándose de sus sacos y lo ayudaron a poner orden y cerrar la cabaña.