Richard

 

 

Brooklyn

 

Richard Bowmaster pasó la noche de ese sábado de enero semisentado contra la pared, con las piernas dormidas por el peso de la cabeza de Lucía, despierto a ratos y soñando en otros, y atontado por el bizcocho mágico. No recordaba haber estado tan contento en mucho tiempo. La calidad de los comestibles de marihuana era poco constante y era difícil calcular cuánto se podía consumir para lograr el efecto deseado sin salir volando como un cohete. Fumar era mejor, pero el humo le daba asma. La última partida resultó muy fuerte, habría que cortar los trozos más pequeños. La hierba le servía para relajarse después de una jornada de trabajo pesado o para ahuyentar fantasmas, en caso de que fueran de los malos. No es que creyera en fantasmas, por supuesto; era un hombre racional. Pero se le aparecían. En el mundo de Anita, que él compartió varios años, la vida y la muerte estaban irrevocablemente entrelazadas y los espíritus benévolos y maléficos andaban por todos lados. Admitía ser alcohólico, por eso había evitado el licor durante años, pero no creía ser adicto a otras sustancias ni tener vicios importantes, a menos que la bicicleta fuera adicción o vicio. La poca marihuana que usaba definitivamente no entraba en esa categoría. Si la noche anterior el bizcocho no le hubiera pegado tan fuerte, se habría levantado apenas se apagó el fuego en la chimenea y se habría ido a su cama, en vez de dormir sentado en el suelo y amanecer con los músculos rígidos y la voluntad ablandada.
Esa noche, con las defensas bajas, acudieron sus demonios a darle zarpazos en los momentos de duermevela o en los sueños. Años antes había intentado mantenerlos encerrados en un compartimento blindado de la memoria, pero desistió porque junto con los demonios se iban los ángeles. Después aprendió a cuidar sus recuerdos, incluso los más penosos, porque sin ellos sería como si nunca hubiera sido joven, nunca hubiera amado, nunca hubiera sido padre. Si el precio que debía pagar por eso era más sufrimiento, lo pagaba. A veces los demonios ganaban la pelea contra los ángeles y el resultado era una migraña paralizante, que también formaba parte del precio. Cargaba con la pesada deuda de los errores cometidos, una deuda que no había compartido con nadie hasta ese invierno de 2016, cuando las circunstancias le abrirían el corazón a la fuerza. La apertura ya había comenzado esa noche tirado en el suelo entre dos mujeres y un perro ridículo, exorcizando de a poco su pasado, mientras, en el exterior, Brooklyn dormía.
En su ordenador, cuando encendía la pantalla, aparecía una fotografía de Anita y Bibi acusándolo o sonriéndole, según el ánimo del día. No era un recordatorio, no lo necesitaba. Si la memoria llegara a fallarle, Anita y Bibi estarían esperándolo en la dimensión atemporal de los sueños. A veces uno, particularmente vívido, se le quedaba pegado en la piel y le hacía andar el día entero con un pie en este mundo y otro en el terreno incierto de una pesadilla catastrófica. Al apagar la luz antes de dormirse evocaba a Anita y Bibi con la esperanza de verlas. Sabía que las visiones nocturnas eran de producción propia; si su mente era capaz de castigarlo con pesadillas, también podía premiarlo, pero no había descubierto un método para provocar sueños de consolación.
Su duelo había cambiado de tono y textura con el tiempo. Al principio era rojo y punzante, después se volvió gris, grueso y áspero como tela de saco. Estaba familiarizado con ese dolor en sordina, lo había incorporado a las molestias cotidianas, junto con la acidez estomacal. La culpa, sin embargo, seguía siendo la misma, fría y dura como el vidrio, implacable. Su amigo Horacio, siempre dispuesto a brindar por lo bueno y minimizar lo malo, lo había acusado en una ocasión de estar enamorado de la desgracia: «Manda tu superego al carajo, hombre. Eso de examinar cada acción pasada y presente y de andar flagelándote es una perversión, un pecado de soberbia. No eres tan importante. Tienes que perdonarte de una vez por todas, así como Anita y Bibi te han perdonado».

 

Lucía Maraz le había dicho medio en broma que se estaba convirtiendo en un vejete hipocondríaco y miedoso. «Ya lo soy», le contestó tratando de imitar el tono jocoso de ella, pero se sintió herido, porque era una verdad imposible de rebatir. Estaban de pie en una de esas reuniones sociales espantosas del departamento para despedir a una profesora que se jubilaba. Se acercó a Lucía con un vaso de vino para ella y uno de agua mineral para él; ella era la única persona con quien tenía deseos de conversar. La chilena tenía razón, vivía preocupado. Ingería suplementos vitamínicos a puñados porque pensaba que si le fallara la salud todo se iría al diablo y el edificio de su existencia se vendría al suelo. Había puesto una alarma en casa porque había oído que en Brooklyn, en realidad como en todas partes, entran a robar en pleno día, y protegía su ordenador y su celular con contraseñas tan complicadas para que no lo jaquearan que de vez en cuando se le olvidaban. Además, estaban los seguros del auto, de salud, de vida... en fin, sólo le faltaba un seguro contra los peores recuerdos, que lo asaltaban cuando salía de sus rutinas y lo perturbaba el desorden. A sus estudiantes les predicaba que el orden es un arte de los seres racionales, una batalla sin tregua contra las fuerzas centrífugas, porque la dinámica natural de todo lo existente es la expansión, la multiplicación y el caos; como prueba bastaba observar el comportamiento humano, la voracidad de la naturaleza y la complejidad infinita del universo. Para conservar al menos una apariencia de orden, él no se descuidaba, mantenía su existencia bajo control con precisión militar. Para eso servían sus listas y su estricto calendario, que tanta risa le habían provocado a Lucía cuando los descubrió. Lo malo de trabajar juntos era que a ella nada se le escapaba.
—¿Cómo crees que va a ser tu vejez? —le había preguntado Lucía.
—Ya estoy instalado en ella.
—No, hombre, te faltan como diez años.
—Espero no vivir demasiado, sería una desgracia. Lo ideal es morir con perfecta salud, digamos alrededor de los setenta y cinco años, cuando todavía el cuerpo y la mente me funcionen como es debido.
—Me parece un buen plan —dijo ella alegremente.
Richard lo decía en serio. A los setenta y cinco años debía encontrar una manera eficaz de eliminarse. Llegado ese momento se iría a Nueva Orleans, a instalarse con música en el aire entre los estrafalarios personajes del barrio francés. Allí pensaba acabar sus días tocando el piano con unos negros formidables que lo aceptarían en la banda por misericordia, perdido al son de la trompeta y el saxofón, aturdido por el entusiasmo africano de la batería. Y si eso era mucho pedir, bueno, entonces deseaba irse calladamente del mundo sentado debajo de un ventilador decrépito en un bar antiguo, consolado por el ritmo de un jazz melancólico, bebiendo cócteles exóticos sin importarle las consecuencias, porque tendría la pastilla letal en el bolsillo. Sería su última noche, bien podía tomarse unos tragos.
—¿No te hace falta una compañera, Richard? ¿Alguien en tu cama, por ejemplo? —le preguntó Lucía con un guiño travieso.
—En absoluto.
Qué necesidad había de contarle lo de Susan. Esa relación no era importante ni para Susan ni para él. Estaba seguro de ser uno más entre varios amantes que la ayudaban a soportar un matrimonio desgraciado, que a su parecer debería haber concluido hacía años. Esa era una cuestión que evitaban, Susan no hablaba de eso y él no preguntaba. Eran colegas, buenos camaradas, unidos por una amistad sensual e intereses intelectuales. Las citas carecían de complicaciones, siempre el segundo jueves del mes, siempre en el mismo hotel, pues ella era tan metódica como él. Una tarde al mes, con eso les bastaba; cada uno tenía su vida.
A Richard la idea de hallarse frente a una mujer en una recepción como esa, buscando tema de conversación y tanteando el terreno para el paso siguiente, le habría despertado la úlcera tres meses antes, pero desde que Lucía estaba en su sótano se imaginaba diálogos con ella. Se preguntaba por qué justamente con ella, habiendo otras mujeres mejor dispuestas, como su vecina, quien le había sugerido que fueran amantes, ya que vivían tan cerca y de vez en cuando ella cuidaba de sus gatos. La única explicación para esas conversaciones ilusorias con la chilena era que empezaba a pesarle la soledad, otro síntoma de vejez, pensaba. Nada tan patético como el sonido del tenedor contra el plato en una casa vacía. Comer solo, dormir solo, morir solo. Contar con una compañera, como Lucía había sugerido, ¿cómo sería? Cocinar para ella, esperarla por las tardes, andar con ella de la mano, dormir abrazados, contarle sus pensamientos, escribirle poemas... Alguien como Lucía. Era una mujer madura, sólida, inteligente, de risa fácil, sabia porque había sufrido, pero no se aferraba al sufrimiento, como él, y además, bonita. Pero era atrevida y mandona. Una mujer así ocupaba mucho espacio, sería como lidiar con un harén, demasiado trabajo, muy mala idea. Sonrió pensando lo presumido que era al suponer que ella lo aceptaría. Nunca le había dado una señal de estar interesada en él, excepto aquella vez que le cocinó, pero entonces ella acababa de llegar y él estaba a la defensiva o en la luna. «Me porté como un idiota, quisiera empezar de nuevo con ella», concluyó.

 

La chilena había resultado admirable en el plano profesional. A la semana de su llegada a Nueva York, él le pidió que diera un seminario. Tuvieron que hacerlo en el auditorio grande porque se inscribió más gente de la que esperaban, y a él le tocó presentarla. El tema de la noche fue la intervención de la CIA en Latinoamérica, que contribuyó a derrocar democracias y reemplazarlas por el tipo de gobierno totalitario que ningún norteamericano toleraría. Richard se sentó entre el público, mientras Lucía hablaba sin consultar notas en inglés con ese acento que a él le parecía simpático. Cuando concluyó su exposición, la primera pregunta fue de un colega respecto al milagro económico de la dictadura en Chile; por el tono de su comentario, fue evidente que justificaba la represión. A Richard se le erizaron los pelos en la nuca y debió hacer un esfuerzo para quedarse callado, pero Lucía no necesitaba que la defendiera. Respondió que el supuesto milagro se desinfló y que las estadísticas económicas no daban cuenta de la enorme desigualdad y la pobreza.
Una profesora visitante de la Universidad de California mencionó la situación de violencia en Guatemala, Honduras y El Salvador y las decenas de miles de niños solos que cruzaban la frontera escapando o en busca de sus padres, y propuso reorganizar el Sanctuary Movement de los años ochenta. Richard tomó el micrófono y por si había en el público quien ignorara de qué se trataba, explicó que fue una iniciativa de más de quinientas iglesias, abogados, estudiantes y activistas estadounidenses para ayudar a los refugiados, que eran tratados como delincuentes y deportados por el gobierno de Reagan. Lucía preguntó si había alguien en la sala que hubiera participado en ese movimiento y se levantaron cuatro manos. En esa época Richard estaba en Brasil, pero su padre se comprometió tan activamente que fue a dar a la cárcel en un par de ocasiones. Esos fueron de los momentos memorables de la existencia del viejo Joseph.
El seminario duró dos horas y fue tan intenso en contenido que Lucía recibió una ovación. Richard quedó impresionado con su elocuencia y además le pareció muy atractiva con su vestido negro, un collar de plata y sus mechas de colores. Tenía pómulos y energía de tártaro. La recordaba con una melena rojiza y pantalones ajustados, pero de eso hacía años. Aunque había cambiado, seguía siendo bonita y si no temiera ser malinterpretado, se lo diría. Se felicitó por haberla invitado a su departamento. Sabía que ella había pasado por años difíciles, una enfermedad, un divorcio y quién sabe qué más. Se le ocurrió invitarla a enseñar política chilena durante un semestre en la facultad, algo que tal vez le serviría a ella de distracción, pero más serviría a sus estudiantes. Algunos eran de una ignorancia monumental, llegaban a la universidad sin poder situar a Chile en un mapa y seguramente tampoco eran capaces de situar su propio país en el mundo: creían que Estados Unidos era el mundo.
Quería que Lucía se quedara más tiempo, pero sería complicado conseguir los fondos; la parsimonia de la administración universitaria era como la del Vaticano. Junto al contrato para el curso le ofreció el apartamento independiente de su casa, que estaba libre. Supuso que Lucía estaría encantada de disponer de una vivienda tan codiciada, en pleno corazón de Brooklyn, cerca del transporte público y con una renta muy prudente; pero ella apenas disimuló su decepción al verlo. «Qué tipa tan difícil», pensó Richard en ese momento. Habían comenzado con mal pie, pero las cosas habían mejorado entre ellos.
Estaba seguro de haberse portado de forma generosa y comprensiva, incluso aguantaba la presencia del perro, que según ella era temporal, pero ya duraba más de dos meses. Aunque en el contrato de alquiler las mascotas estaban prohibidas, se había hecho el tonto con ese chihuahua que ladraba como un pastor alemán y tenía aterrados al cartero y a los vecinos. No sabía nada de perros, pero podía ver que Marcelo era peculiar, con sus ojos protuberantes de sapo, que no le calzaban bien en las órbitas, y la lengua colgando, porque le faltaban un montón de dientes. La capa de lana escocesa que usaba no contribuía a mejorar su aspecto. Según Lucía, apareció una noche acurrucado en su puerta, moribundo y sin collar de identificación. Quién iba a ser tan despiadado como para echarlo, le dijo a Richard con una mirada suplicante. En esa ocasión él se fijó por primera vez en los ojos de Lucía, oscuros como aceitunas, con pestañas tupidas y finas arrugas de risa, ojos orientales; pero eso era un detalle irrelevante. El aspecto de ella era lo de menos. Desde que compró la casa se impuso la regla de evitar familiaridades con sus inquilinos para mantener su privacidad y no pensaba hacer una excepción en este caso.

 

Aquella mañana invernal de domingo Richard fue el primero en despertar; eran las seis de la mañana, todavía noche cerrada. Después de pasar horas con la sensación de navegar entre el sueño y la vigilia, por fin se había dormido como anestesiado. Del fuego quedaban unas pocas brasas y la casa era un mausoleo helado. Le dolía la espalda y tenía el cuello rígido. Unos años antes, cuando iba a acampar con su amigo Horacio, dormía en un saco sobre la tierra dura, pero ya estaba muy viejo para pasar incomodidades. Lucía, en cambio, acurrucada junto a él, tenía la expresión plácida de quien descansa sobre plumas. Evelyn, echada en el cojín y abrigada con su anorak, botas y guantes, roncaba ligeramente con Marcelo encima. A Richard le costó unos segundos reconocerla y recordar qué hacía esa chiquilla en su casa: el vehículo, el choque, la nieve. Después de haber escuchado parte de la historia de Evelyn volvió a sentir el ultraje moral que antes lo movilizó para defender a los migrantes y que todavía enardecía a su padre. Se había alejado de la acción y había acabado encerrado en su mundo académico, lejos de la dura realidad de los pobres en América Latina. Estaba seguro de que sus patrones explotaban a Evelyn y tal vez la maltrataban; eso justificaría su estado de terror.
Empujó a Lucía sin mucha consideración para quitársela de las piernas y de la mente, se sacudió como perro mojado y se incorporó con dificultad. Tenía la boca seca y una sed de beduino. Pensó que el bizcocho había sido mala idea y le achacaba las confidencias de la noche anterior, la historia de Evelyn, la de Lucía y quién sabe qué les había contado él. No recordaba haberles dado detalles sobre su pasado, jamás lo hacía, pero sin duda había mencionado a Anita, porque Lucía había hecho el comentario de que tantos años después de perder a su mujer él seguía añorándola. «A mí nunca me amaron así, Richard, el amor siempre se me ha dado a medias», había agregado.

 

Richard calculó que era muy temprano para llamar a su padre, aunque el viejo despertaba al amanecer y esperaba impaciente su llamada. El domingo almorzaban juntos en algún lugar escogido por Joseph, porque si de Richard dependiera, hubieran ido siempre al mismo. «Al menos esta vez tendré algo distinto que contarte, papá», dijo para sí Richard. A Joseph le iba a interesar saber de Evelyn Ortega, pues conocía bien el problema de los inmigrantes y refugiados.
Joseph Bowmaster, ya muy anciano y totalmente lúcido, había sido actor. Nació en Alemania en una familia judía con una larga tradición de anticuarios y coleccionistas de arte, que se podía seguir en el pasado hasta el Renacimiento. Eran gente culta y refinada, aunque la fortuna amasada por sus antepasados se perdió durante la Primera Guerra Mundial. A fines de los años treinta, cuando el ascenso de Hitler ya era inevitable, sus padres enviaron a Joseph a Francia con el pretexto de que estudiara a fondo la pintura impresionista, pero en realidad era para alejarlo del peligro inminente del nazismo, mientras ellos se organizaban para emigrar ilegalmente a Palestina, que estaba controlada por Gran Bretaña. Para apaciguar a los árabes, los ingleses limitaban la inmigración de judíos a ese territorio, pero nada podía detener a los desesperados.
Joseph se quedó en Francia, pero en vez de estudiar arte se dedicó al teatro. Tenía talento natural para las tablas y para los idiomas; además del alemán, dominaba el francés y se propuso estudiar inglés con tanto éxito, que podía imitar varios acentos, desde el cockney hasta la locución de la BBC. En 1940, cuando los nazis invadieron Francia y ocuparon París, se las arregló para escapar a España y de allí pasó a la capital de Portugal. Habría de recordar toda su vida la bondad de las personas que, corriendo graves riesgos, lo ayudaron en esa odisea. Richard creció con la historia de su padre en la guerra, con la idea tallada a cincel en su mente de que ayudar al perseguido es un deber moral ineludible. Apenas tuvo edad suficiente, su padre lo llevó a Francia, a visitar a dos familias que lo escondieron de los alemanes, y a España, a agradecer a quienes lo ayudaron a sobrevivir y llegar hasta Portugal.
En 1940 Lisboa se había convertido en el último refugio de cientos de miles de judíos europeos que trataban de obtener documentos para llegar a Estados Unidos, a Sudamérica o a Palestina. Mientras esperaba su oportunidad, Joseph se alojó en el barrio de Alfama, un laberinto de callejuelas y casas misteriosas, en una pensión olorosa a jazmín y naranjas. Allí se enamoró de Cloé, la hija de la dueña, tres años mayor que él, empleada del correo durante el día y cantante de fados por las noches. Era una belleza morena y de expresión trágica, apropiada para las canciones tristes de su repertorio. Joseph no se atrevió a comunicarle a sus padres que estaba enamorado de Cloé, porque ella no era judía, hasta que pudieron emigrar juntos, primero a Londres, donde vivieron dos años, y después a Nueva York. Para entonces la guerra ardía con furia en Europa y los padres de Joseph, instalados precariamente en Palestina, no objetaron que la futura nuera fuera gentil. Lo único que importaba era que su hijo estuviera a salvo del genocidio que perpetraban los alemanes.
En Nueva York, Joseph cambió su apellido por Bowmaster, que sonaba inglés de pura cepa, y con su fingido acento de aristócrata pudo representar obras de Shakespeare durante cuarenta años. Cloé, en cambio, nunca aprendió bien el inglés y no tuvo éxito con los fados lastimeros de su país, pero en vez de sumirse en desesperación de artista frustrada se puso a estudiar moda y se convirtió en la proveedora de la familia, porque los ingresos de Joseph en el teatro nunca alcanzaban para terminar el mes. La mujer con aires de diva que Joseph conoció en Lisboa demostró tener gran sentido práctico y capacidad de trabajo. Además, era inamovible en sus afectos y dedicó su existencia a amar a su marido y a Richard, su único hijo, que creció mimado como un príncipe en un modesto apartamento del Bronx, protegido del mundo por el cariño de sus padres. Al recordar esa infancia feliz, habría de preguntarse muchas veces por qué no estuvo a la altura de lo que le inculcaron de chico, por qué no siguió el ejemplo recibido y falló como marido y como padre.
Richard resultó casi tan guapo como Joseph, pero más bajo y sin su altisonante temperamento de actor; salió más bien melancólico, como su madre. Sus padres, ocupados en sus respectivos trabajos, lo amaban sin sofocarlo y lo trataban con la negligencia habitual de esa época, antes de que los niños se convirtieran en proyectos. A Richard eso le convenía, porque lo dejaban en paz con sus libros y nadie le exigía mucho. Bastaba con que sacara buenas notas y tuviera buenos modales y buenos sentimientos. Pasaba más tiempo con su padre que con su madre, porque Joseph disponía de horario flexible, mientras que Cloé era socia de una tienda de modas y solía quedarse cosiendo hasta altas horas de la noche. Joseph llevaba a su hijo en sus paseos de socorro, como los llamaba Cloé. Iban a dejar comida y ropa que donaban las iglesias y la sinagoga a las familias más pobres del Bronx, tanto judías como cristianas. «Al necesitado no se le pregunta quién es ni de dónde viene, Richard. Todos somos iguales en la desgracia», le decía Joseph a su hijo. Veinte años más tarde habría de probarlo enfrentándose en las calles a la policía para defender a inmigrantes indocumentados, víctimas de redadas, en Nueva York.

 

Richard observó a Lucía con repentina ternura. Todavía estaba dormida en el suelo y el abandono de la noche le daba un aspecto vulnerable y juvenil. Esa mujer con edad suficiente para ser abuela le recordó a su Anita en reposo, su Anita de veintitantos años. Por un segundo estuvo tentado de agacharse, tomarle la cara entre las manos y besarla, pero se contuvo de inmediato, sorprendido de ese impulso traicionero.
—¡Vamos, a despertar! —anunció golpeando las palmas.
Lucía abrió los ojos y también tardó un poco en ubicarse en el momento y el lugar.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Hora de empezar a funcionar.
—¡Está oscuro todavía! Café primero. No puedo pensar sin cafeína. Aquí hace un frío polar, Richard. Por amor de Dios, sube la calefacción, no seas tan avaro. ¿Dónde está el baño?
—Usa el del segundo piso.
Lucía se levantó en varias etapas: primero a gatas, luego de rodillas, después con las manos en el suelo y el trasero en el aire, como había aprendido en su clase de yoga, y por último de pie.
—Antes podía hacer flexiones. Ahora estirarme me da calambres. La vejez es una mierda —masculló en dirección a la escalera.
«Veo que no soy el único que va camino a la ancianidad», pensó Richard con cierta satisfacción. Fue a colar café y a poner la comida a los gatos, mientras Evelyn y Marcelo se desperezaban como si tuvieran todo el día por delante para perder tiempo. Controló el impulso de apurar a la chica, que debía de estar agotada.
El baño del segundo piso, limpio y sin uso aparente, era grande y anticuado, con una bañera de patas de león y grifos dorados. Lucía vio en el espejo a una mujer desconocida, de ojos hinchados, cara colorada y unos pelos blancos y rosados que parecían una peluca de payaso. Originalmente las mechas fueron color remolacha, pero se iban destiñendo. Se dio una ducha rápida, se secó con su camiseta, porque no había toallas, y se peinó con los dedos. Necesitaba su cepillo de dientes y su bolsa de maquillaje. «Ya no puedes andar por el mundo sin máscara y lápiz de labios», le dijo al espejo. Había cultivado siempre la vanidad como si fuera una virtud, excepto en los meses de quimioterapia, cuando se abandonó hasta que Daniela la obligó a volver a la vida. Cada mañana se daba tiempo para acicalarse aunque fuera a quedarse en casa sin ver a nadie. Se preparaba para el día, se maquillaba, escogía la ropa como quien se coloca una armadura; era su manera de presentarse segura ante el mundo. Le encantaban los pinceles, las pinturas, lociones, colores, polvos, telas, texturas. Era su tiempo de agradable meditación. No podía prescindir del maquillaje, el ordenador, el celular y un perro. El ordenador era su herramienta de trabajo, el celular la conectaba con el mundo, especialmente con Daniela, y la necesidad de convivir con un animal había comenzado cuando vivía sola en Vancouver y había continuado en sus años de matrimonio con Carlos. Su perra, Olivia, había muerto de vieja justamente cuando a ella le atacó el cáncer. En esa época le tocó llorar la muerte de su madre, el divorcio, la enfermedad y la pérdida de Olivia, su fiel compañera. Marcelo era un enviado del cielo, el confidente perfecto, conversaban y él la hacía reír con su fealdad y la mirada inquisitiva de sus ojos de batracio; con ese chihuahua que le ladraba a los ratones y a los fantasmas, ella le daba salida a la ternura insoportable que llevaba por dentro y no podía ofrecerle a su hija, porque la habría abrumado.