Richard
Brooklyn
Richard Bowmaster pasó la noche de ese
sábado de enero semisentado contra la pared, con las piernas
dormidas por el peso de la cabeza de Lucía, despierto a ratos y
soñando en otros, y atontado por el bizcocho mágico. No recordaba
haber estado tan contento en mucho tiempo. La calidad de los
comestibles de marihuana era poco constante y era difícil calcular
cuánto se podía consumir para lograr el efecto deseado sin salir
volando como un cohete. Fumar era mejor, pero el humo le daba asma.
La última partida resultó muy fuerte, habría que cortar los trozos
más pequeños. La hierba le servía para relajarse después de una
jornada de trabajo pesado o para ahuyentar fantasmas, en caso de
que fueran de los malos. No es que creyera en fantasmas, por
supuesto; era un hombre racional. Pero se le aparecían. En el mundo
de Anita, que él compartió varios años, la vida y la muerte estaban
irrevocablemente entrelazadas y los espíritus benévolos y maléficos
andaban por todos lados. Admitía ser alcohólico, por eso había
evitado el licor durante años, pero no creía ser adicto a otras
sustancias ni tener vicios importantes, a menos que la bicicleta
fuera adicción o vicio. La poca marihuana que usaba definitivamente
no entraba en esa categoría. Si la noche anterior el bizcocho no le
hubiera pegado tan fuerte, se habría levantado apenas se apagó el
fuego en la chimenea y se habría ido a su cama, en vez de dormir
sentado en el suelo y amanecer con los músculos rígidos y la
voluntad ablandada.
Esa noche, con las defensas bajas, acudieron
sus demonios a darle zarpazos en los momentos de duermevela o en
los sueños. Años antes había intentado mantenerlos encerrados en un
compartimento blindado de la memoria, pero desistió porque junto
con los demonios se iban los ángeles. Después aprendió a cuidar sus
recuerdos, incluso los más penosos, porque sin ellos sería como si
nunca hubiera sido joven, nunca hubiera amado, nunca hubiera sido
padre. Si el precio que debía pagar por eso era más sufrimiento, lo
pagaba. A veces los demonios ganaban la pelea contra los ángeles y
el resultado era una migraña paralizante, que también formaba parte
del precio. Cargaba con la pesada deuda de los errores cometidos,
una deuda que no había compartido con nadie hasta ese invierno de
2016, cuando las circunstancias le abrirían el corazón a la fuerza.
La apertura ya había comenzado esa noche tirado en el suelo entre
dos mujeres y un perro ridículo, exorcizando de a poco su pasado,
mientras, en el exterior, Brooklyn dormía.
En su ordenador, cuando encendía la
pantalla, aparecía una fotografía de Anita y Bibi acusándolo o
sonriéndole, según el ánimo del día. No era un recordatorio, no lo
necesitaba. Si la memoria llegara a fallarle, Anita y Bibi estarían
esperándolo en la dimensión atemporal de los sueños. A veces uno,
particularmente vívido, se le quedaba pegado en la piel y le hacía
andar el día entero con un pie en este mundo y otro en el terreno
incierto de una pesadilla catastrófica. Al apagar la luz antes de
dormirse evocaba a Anita y Bibi con la esperanza de verlas. Sabía
que las visiones nocturnas eran de producción propia; si su mente
era capaz de castigarlo con pesadillas, también podía premiarlo,
pero no había descubierto un método para provocar sueños de
consolación.
Su duelo había cambiado de tono y textura
con el tiempo. Al principio era rojo y punzante, después se volvió
gris, grueso y áspero como tela de saco. Estaba familiarizado con
ese dolor en sordina, lo había incorporado a las molestias
cotidianas, junto con la acidez estomacal. La culpa, sin embargo,
seguía siendo la misma, fría y dura como el vidrio, implacable. Su
amigo Horacio, siempre dispuesto a brindar por lo bueno y minimizar
lo malo, lo había acusado en una ocasión de estar enamorado de la
desgracia: «Manda tu superego al carajo, hombre. Eso de examinar
cada acción pasada y presente y de andar flagelándote es una
perversión, un pecado de soberbia. No eres tan importante. Tienes
que perdonarte de una vez por todas, así como Anita y Bibi te han
perdonado».
Lucía Maraz le había dicho medio en broma
que se estaba convirtiendo en un vejete hipocondríaco y miedoso.
«Ya lo soy», le contestó tratando de imitar el tono jocoso de ella,
pero se sintió herido, porque era una verdad imposible de rebatir.
Estaban de pie en una de esas reuniones sociales espantosas del
departamento para despedir a una profesora que se jubilaba. Se
acercó a Lucía con un vaso de vino para ella y uno de agua mineral
para él; ella era la única persona con quien tenía deseos de
conversar. La chilena tenía razón, vivía preocupado. Ingería
suplementos vitamínicos a puñados porque pensaba que si le fallara
la salud todo se iría al diablo y el edificio de su existencia se
vendría al suelo. Había puesto una alarma en casa porque había oído
que en Brooklyn, en realidad como en todas partes, entran a robar
en pleno día, y protegía su ordenador y su celular con contraseñas
tan complicadas para que no lo jaquearan que de vez en cuando se le
olvidaban. Además, estaban los seguros del auto, de salud, de
vida... en fin, sólo le faltaba un seguro contra los peores
recuerdos, que lo asaltaban cuando salía de sus rutinas y lo
perturbaba el desorden. A sus estudiantes les predicaba que el
orden es un arte de los seres racionales, una batalla sin tregua
contra las fuerzas centrífugas, porque la dinámica natural de todo
lo existente es la expansión, la multiplicación y el caos; como
prueba bastaba observar el comportamiento humano, la voracidad de
la naturaleza y la complejidad infinita del universo. Para
conservar al menos una apariencia de orden, él no se descuidaba,
mantenía su existencia bajo control con precisión militar. Para eso
servían sus listas y su estricto calendario, que tanta risa le
habían provocado a Lucía cuando los descubrió. Lo malo de trabajar
juntos era que a ella nada se le escapaba.
—¿Cómo crees que va a ser tu vejez? —le
había preguntado Lucía.
—Ya estoy instalado en ella.
—No, hombre, te faltan como diez años.
—Espero no vivir demasiado, sería una
desgracia. Lo ideal es morir con perfecta salud, digamos alrededor
de los setenta y cinco años, cuando todavía el cuerpo y la mente me
funcionen como es debido.
—Me parece un buen plan —dijo ella
alegremente.
Richard lo decía en serio. A los setenta y
cinco años debía encontrar una manera eficaz de eliminarse. Llegado
ese momento se iría a Nueva Orleans, a instalarse con música en el
aire entre los estrafalarios personajes del barrio francés. Allí
pensaba acabar sus días tocando el piano con unos negros
formidables que lo aceptarían en la banda por misericordia, perdido
al son de la trompeta y el saxofón, aturdido por el entusiasmo
africano de la batería. Y si eso era mucho pedir, bueno, entonces
deseaba irse calladamente del mundo sentado debajo de un ventilador
decrépito en un bar antiguo, consolado por el ritmo de un jazz
melancólico, bebiendo cócteles exóticos sin importarle las
consecuencias, porque tendría la pastilla letal en el bolsillo.
Sería su última noche, bien podía tomarse unos tragos.
—¿No te hace falta una compañera, Richard?
¿Alguien en tu cama, por ejemplo? —le preguntó Lucía con un guiño
travieso.
—En absoluto.
Qué necesidad había de contarle lo de Susan.
Esa relación no era importante ni para Susan ni para él. Estaba
seguro de ser uno más entre varios amantes que la ayudaban a
soportar un matrimonio desgraciado, que a su parecer debería haber
concluido hacía años. Esa era una cuestión que evitaban, Susan no
hablaba de eso y él no preguntaba. Eran colegas, buenos camaradas,
unidos por una amistad sensual e intereses intelectuales. Las citas
carecían de complicaciones, siempre el segundo jueves del mes,
siempre en el mismo hotel, pues ella era tan metódica como él. Una
tarde al mes, con eso les bastaba; cada uno tenía su vida.
A Richard la idea de hallarse frente a una
mujer en una recepción como esa, buscando tema de conversación y
tanteando el terreno para el paso siguiente, le habría despertado
la úlcera tres meses antes, pero desde que Lucía estaba en su
sótano se imaginaba diálogos con ella. Se preguntaba por qué
justamente con ella, habiendo otras mujeres mejor dispuestas, como
su vecina, quien le había sugerido que fueran amantes, ya que
vivían tan cerca y de vez en cuando ella cuidaba de sus gatos. La
única explicación para esas conversaciones ilusorias con la chilena
era que empezaba a pesarle la soledad, otro síntoma de vejez,
pensaba. Nada tan patético como el sonido del tenedor contra el
plato en una casa vacía. Comer solo, dormir solo, morir solo.
Contar con una compañera, como Lucía había sugerido, ¿cómo sería?
Cocinar para ella, esperarla por las tardes, andar con ella de la
mano, dormir abrazados, contarle sus pensamientos, escribirle
poemas... Alguien como Lucía. Era una mujer madura, sólida,
inteligente, de risa fácil, sabia porque había sufrido, pero no se
aferraba al sufrimiento, como él, y además, bonita. Pero era
atrevida y mandona. Una mujer así ocupaba mucho espacio, sería como
lidiar con un harén, demasiado trabajo, muy mala idea. Sonrió
pensando lo presumido que era al suponer que ella lo aceptaría.
Nunca le había dado una señal de estar interesada en él, excepto
aquella vez que le cocinó, pero entonces ella acababa de llegar y
él estaba a la defensiva o en la luna. «Me porté como un idiota,
quisiera empezar de nuevo con ella», concluyó.
La chilena había resultado admirable en el
plano profesional. A la semana de su llegada a Nueva York, él le
pidió que diera un seminario. Tuvieron que hacerlo en el auditorio
grande porque se inscribió más gente de la que esperaban, y a él le
tocó presentarla. El tema de la noche fue la intervención de la CIA
en Latinoamérica, que contribuyó a derrocar democracias y
reemplazarlas por el tipo de gobierno totalitario que ningún
norteamericano toleraría. Richard se sentó entre el público,
mientras Lucía hablaba sin consultar notas en inglés con ese acento
que a él le parecía simpático. Cuando concluyó su exposición, la
primera pregunta fue de un colega respecto al milagro económico de
la dictadura en Chile; por el tono de su comentario, fue evidente
que justificaba la represión. A Richard se le erizaron los pelos en
la nuca y debió hacer un esfuerzo para quedarse callado, pero Lucía
no necesitaba que la defendiera. Respondió que el supuesto milagro
se desinfló y que las estadísticas económicas no daban cuenta de la
enorme desigualdad y la pobreza.
Una profesora visitante de la Universidad de
California mencionó la situación de violencia en Guatemala,
Honduras y El Salvador y las decenas de miles de niños solos que
cruzaban la frontera escapando o en busca de sus padres, y propuso
reorganizar el Sanctuary Movement de los años ochenta. Richard tomó
el micrófono y por si había en el público quien ignorara de qué se
trataba, explicó que fue una iniciativa de más de quinientas
iglesias, abogados, estudiantes y activistas estadounidenses para
ayudar a los refugiados, que eran tratados como delincuentes y
deportados por el gobierno de Reagan. Lucía preguntó si había
alguien en la sala que hubiera participado en ese movimiento y se
levantaron cuatro manos. En esa época Richard estaba en Brasil,
pero su padre se comprometió tan activamente que fue a dar a la
cárcel en un par de ocasiones. Esos fueron de los momentos
memorables de la existencia del viejo Joseph.
El seminario duró dos horas y fue tan
intenso en contenido que Lucía recibió una ovación. Richard quedó
impresionado con su elocuencia y además le pareció muy atractiva
con su vestido negro, un collar de plata y sus mechas de colores.
Tenía pómulos y energía de tártaro. La recordaba con una melena
rojiza y pantalones ajustados, pero de eso hacía años. Aunque había
cambiado, seguía siendo bonita y si no temiera ser malinterpretado,
se lo diría. Se felicitó por haberla invitado a su departamento.
Sabía que ella había pasado por años difíciles, una enfermedad, un
divorcio y quién sabe qué más. Se le ocurrió invitarla a enseñar
política chilena durante un semestre en la facultad, algo que tal
vez le serviría a ella de distracción, pero más serviría a sus
estudiantes. Algunos eran de una ignorancia monumental, llegaban a
la universidad sin poder situar a Chile en un mapa y seguramente
tampoco eran capaces de situar su propio país en el mundo: creían
que Estados Unidos era el mundo.
Quería que Lucía se quedara más tiempo, pero
sería complicado conseguir los fondos; la parsimonia de la
administración universitaria era como la del Vaticano. Junto al
contrato para el curso le ofreció el apartamento independiente de
su casa, que estaba libre. Supuso que Lucía estaría encantada de
disponer de una vivienda tan codiciada, en pleno corazón de
Brooklyn, cerca del transporte público y con una renta muy
prudente; pero ella apenas disimuló su decepción al verlo. «Qué
tipa tan difícil», pensó Richard en ese momento. Habían comenzado
con mal pie, pero las cosas habían mejorado entre ellos.
Estaba seguro de haberse portado de forma
generosa y comprensiva, incluso aguantaba la presencia del perro,
que según ella era temporal, pero ya duraba más de dos meses.
Aunque en el contrato de alquiler las mascotas estaban prohibidas,
se había hecho el tonto con ese chihuahua que ladraba como un
pastor alemán y tenía aterrados al cartero y a los vecinos. No
sabía nada de perros, pero podía ver que Marcelo era peculiar, con
sus ojos protuberantes de sapo, que no le calzaban bien en las
órbitas, y la lengua colgando, porque le faltaban un montón de
dientes. La capa de lana escocesa que usaba no contribuía a mejorar
su aspecto. Según Lucía, apareció una noche acurrucado en su
puerta, moribundo y sin collar de identificación. Quién iba a ser
tan despiadado como para echarlo, le dijo a Richard con una mirada
suplicante. En esa ocasión él se fijó por primera vez en los ojos
de Lucía, oscuros como aceitunas, con pestañas tupidas y finas
arrugas de risa, ojos orientales; pero eso era un detalle
irrelevante. El aspecto de ella era lo de menos. Desde que compró
la casa se impuso la regla de evitar familiaridades con sus
inquilinos para mantener su privacidad y no pensaba hacer una
excepción en este caso.
Aquella mañana invernal de domingo Richard
fue el primero en despertar; eran las seis de la mañana, todavía
noche cerrada. Después de pasar horas con la sensación de navegar
entre el sueño y la vigilia, por fin se había dormido como
anestesiado. Del fuego quedaban unas pocas brasas y la casa era un
mausoleo helado. Le dolía la espalda y tenía el cuello rígido. Unos
años antes, cuando iba a acampar con su amigo Horacio, dormía en un
saco sobre la tierra dura, pero ya estaba muy viejo para pasar
incomodidades. Lucía, en cambio, acurrucada junto a él, tenía la
expresión plácida de quien descansa sobre plumas. Evelyn, echada en
el cojín y abrigada con su anorak, botas y guantes, roncaba
ligeramente con Marcelo encima. A Richard le costó unos segundos
reconocerla y recordar qué hacía esa chiquilla en su casa: el
vehículo, el choque, la nieve. Después de haber escuchado parte de
la historia de Evelyn volvió a sentir el ultraje moral que antes lo
movilizó para defender a los migrantes y que todavía enardecía a su
padre. Se había alejado de la acción y había acabado encerrado en
su mundo académico, lejos de la dura realidad de los pobres en
América Latina. Estaba seguro de que sus patrones explotaban a
Evelyn y tal vez la maltrataban; eso justificaría su estado de
terror.
Empujó a Lucía sin mucha consideración para
quitársela de las piernas y de la mente, se sacudió como perro
mojado y se incorporó con dificultad. Tenía la boca seca y una sed
de beduino. Pensó que el bizcocho había sido mala idea y le
achacaba las confidencias de la noche anterior, la historia de
Evelyn, la de Lucía y quién sabe qué les había contado él. No
recordaba haberles dado detalles sobre su pasado, jamás lo hacía,
pero sin duda había mencionado a Anita, porque Lucía había hecho el
comentario de que tantos años después de perder a su mujer él
seguía añorándola. «A mí nunca me amaron así, Richard, el amor
siempre se me ha dado a medias», había agregado.
Richard calculó que era muy temprano para
llamar a su padre, aunque el viejo despertaba al amanecer y
esperaba impaciente su llamada. El domingo almorzaban juntos en
algún lugar escogido por Joseph, porque si de Richard dependiera,
hubieran ido siempre al mismo. «Al menos esta vez tendré algo
distinto que contarte, papá», dijo para sí Richard. A Joseph le iba
a interesar saber de Evelyn Ortega, pues conocía bien el problema
de los inmigrantes y refugiados.
Joseph Bowmaster, ya muy anciano y
totalmente lúcido, había sido actor. Nació en Alemania en una
familia judía con una larga tradición de anticuarios y
coleccionistas de arte, que se podía seguir en el pasado hasta el
Renacimiento. Eran gente culta y refinada, aunque la fortuna
amasada por sus antepasados se perdió durante la Primera Guerra
Mundial. A fines de los años treinta, cuando el ascenso de Hitler
ya era inevitable, sus padres enviaron a Joseph a Francia con el
pretexto de que estudiara a fondo la pintura impresionista, pero en
realidad era para alejarlo del peligro inminente del nazismo,
mientras ellos se organizaban para emigrar ilegalmente a Palestina,
que estaba controlada por Gran Bretaña. Para apaciguar a los
árabes, los ingleses limitaban la inmigración de judíos a ese
territorio, pero nada podía detener a los desesperados.
Joseph se quedó en Francia, pero en vez de
estudiar arte se dedicó al teatro. Tenía talento natural para las
tablas y para los idiomas; además del alemán, dominaba el francés y
se propuso estudiar inglés con tanto éxito, que podía imitar varios
acentos, desde el cockney hasta la locución de la BBC. En 1940,
cuando los nazis invadieron Francia y ocuparon París, se las
arregló para escapar a España y de allí pasó a la capital de
Portugal. Habría de recordar toda su vida la bondad de las personas
que, corriendo graves riesgos, lo ayudaron en esa odisea. Richard
creció con la historia de su padre en la guerra, con la idea
tallada a cincel en su mente de que ayudar al perseguido es un
deber moral ineludible. Apenas tuvo edad suficiente, su padre lo
llevó a Francia, a visitar a dos familias que lo escondieron de los
alemanes, y a España, a agradecer a quienes lo ayudaron a
sobrevivir y llegar hasta Portugal.
En 1940 Lisboa se había convertido en el
último refugio de cientos de miles de judíos europeos que trataban
de obtener documentos para llegar a Estados Unidos, a Sudamérica o
a Palestina. Mientras esperaba su oportunidad, Joseph se alojó en
el barrio de Alfama, un laberinto de callejuelas y casas
misteriosas, en una pensión olorosa a jazmín y naranjas. Allí se
enamoró de Cloé, la hija de la dueña, tres años mayor que él,
empleada del correo durante el día y cantante de fados por las
noches. Era una belleza morena y de expresión trágica, apropiada
para las canciones tristes de su repertorio. Joseph no se atrevió a
comunicarle a sus padres que estaba enamorado de Cloé, porque ella
no era judía, hasta que pudieron emigrar juntos, primero a Londres,
donde vivieron dos años, y después a Nueva York. Para entonces la
guerra ardía con furia en Europa y los padres de Joseph, instalados
precariamente en Palestina, no objetaron que la futura nuera fuera
gentil. Lo único que importaba era que su hijo estuviera a salvo
del genocidio que perpetraban los alemanes.
En Nueva York, Joseph cambió su apellido por
Bowmaster, que sonaba inglés de pura cepa, y con su fingido acento
de aristócrata pudo representar obras de Shakespeare durante
cuarenta años. Cloé, en cambio, nunca aprendió bien el inglés y no
tuvo éxito con los fados lastimeros de su país, pero en vez de
sumirse en desesperación de artista frustrada se puso a estudiar
moda y se convirtió en la proveedora de la familia, porque los
ingresos de Joseph en el teatro nunca alcanzaban para terminar el
mes. La mujer con aires de diva que Joseph conoció en Lisboa
demostró tener gran sentido práctico y capacidad de trabajo.
Además, era inamovible en sus afectos y dedicó su existencia a amar
a su marido y a Richard, su único hijo, que creció mimado como un
príncipe en un modesto apartamento del Bronx, protegido del mundo
por el cariño de sus padres. Al recordar esa infancia feliz, habría
de preguntarse muchas veces por qué no estuvo a la altura de lo que
le inculcaron de chico, por qué no siguió el ejemplo recibido y
falló como marido y como padre.
Richard resultó casi tan guapo como Joseph,
pero más bajo y sin su altisonante temperamento de actor; salió más
bien melancólico, como su madre. Sus padres, ocupados en sus
respectivos trabajos, lo amaban sin sofocarlo y lo trataban con la
negligencia habitual de esa época, antes de que los niños se
convirtieran en proyectos. A Richard eso le convenía, porque lo
dejaban en paz con sus libros y nadie le exigía mucho. Bastaba con
que sacara buenas notas y tuviera buenos modales y buenos
sentimientos. Pasaba más tiempo con su padre que con su madre,
porque Joseph disponía de horario flexible, mientras que Cloé era
socia de una tienda de modas y solía quedarse cosiendo hasta altas
horas de la noche. Joseph llevaba a su hijo en sus paseos de
socorro, como los llamaba Cloé. Iban a dejar comida y ropa que
donaban las iglesias y la sinagoga a las familias más pobres del
Bronx, tanto judías como cristianas. «Al necesitado no se le
pregunta quién es ni de dónde viene, Richard. Todos somos iguales
en la desgracia», le decía Joseph a su hijo. Veinte años más tarde
habría de probarlo enfrentándose en las calles a la policía para
defender a inmigrantes indocumentados, víctimas de redadas, en
Nueva York.
Richard observó a Lucía con repentina
ternura. Todavía estaba dormida en el suelo y el abandono de la
noche le daba un aspecto vulnerable y juvenil. Esa mujer con edad
suficiente para ser abuela le recordó a su Anita en reposo, su
Anita de veintitantos años. Por un segundo estuvo tentado de
agacharse, tomarle la cara entre las manos y besarla, pero se
contuvo de inmediato, sorprendido de ese impulso traicionero.
—¡Vamos, a despertar! —anunció golpeando las
palmas.
Lucía abrió los ojos y también tardó un poco
en ubicarse en el momento y el lugar.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Hora de empezar a funcionar.
—¡Está oscuro todavía! Café primero. No
puedo pensar sin cafeína. Aquí hace un frío polar, Richard. Por
amor de Dios, sube la calefacción, no seas tan avaro. ¿Dónde está
el baño?
—Usa el del segundo piso.
Lucía se levantó en varias etapas: primero a
gatas, luego de rodillas, después con las manos en el suelo y el
trasero en el aire, como había aprendido en su clase de yoga, y por
último de pie.
—Antes podía hacer flexiones. Ahora
estirarme me da calambres. La vejez es una mierda —masculló en
dirección a la escalera.
«Veo que no soy el único que va camino a la
ancianidad», pensó Richard con cierta satisfacción. Fue a colar
café y a poner la comida a los gatos, mientras Evelyn y Marcelo se
desperezaban como si tuvieran todo el día por delante para perder
tiempo. Controló el impulso de apurar a la chica, que debía de
estar agotada.
El baño del segundo piso, limpio y sin uso
aparente, era grande y anticuado, con una bañera de patas de león y
grifos dorados. Lucía vio en el espejo a una mujer desconocida, de
ojos hinchados, cara colorada y unos pelos blancos y rosados que
parecían una peluca de payaso. Originalmente las mechas fueron
color remolacha, pero se iban destiñendo. Se dio una ducha rápida,
se secó con su camiseta, porque no había toallas, y se peinó con
los dedos. Necesitaba su cepillo de dientes y su bolsa de
maquillaje. «Ya no puedes andar por el mundo sin máscara y lápiz de
labios», le dijo al espejo. Había cultivado siempre la vanidad como
si fuera una virtud, excepto en los meses de quimioterapia, cuando
se abandonó hasta que Daniela la obligó a volver a la vida. Cada
mañana se daba tiempo para acicalarse aunque fuera a quedarse en
casa sin ver a nadie. Se preparaba para el día, se maquillaba,
escogía la ropa como quien se coloca una armadura; era su manera de
presentarse segura ante el mundo. Le encantaban los pinceles, las
pinturas, lociones, colores, polvos, telas, texturas. Era su tiempo
de agradable meditación. No podía prescindir del maquillaje, el
ordenador, el celular y un perro. El ordenador era su herramienta
de trabajo, el celular la conectaba con el mundo, especialmente con
Daniela, y la necesidad de convivir con un animal había comenzado
cuando vivía sola en Vancouver y había continuado en sus años de
matrimonio con Carlos. Su perra, Olivia, había muerto de vieja
justamente cuando a ella le atacó el cáncer. En esa época le tocó
llorar la muerte de su madre, el divorcio, la enfermedad y la
pérdida de Olivia, su fiel compañera. Marcelo era un enviado del
cielo, el confidente perfecto, conversaban y él la hacía reír con
su fealdad y la mirada inquisitiva de sus ojos de batracio; con ese
chihuahua que le ladraba a los ratones y a los fantasmas, ella le
daba salida a la ternura insoportable que llevaba por dentro y no
podía ofrecerle a su hija, porque la habría abrumado.