Lucía
Chile
La muerte de su madre, en 2008, provocó en
Lucía Maraz una inseguridad inexplicable, ya que no había dependido
de ella desde que partió al exilio a los diecinueve años. En la
relación de ambas le había tocado a ella el papel de protectora
emocional y en los últimos años también el de proveedora, porque la
inflación fue reduciendo la pensión de Lena. Sin embargo, cuando se
vio sin su madre, la sensación de vulnerabilidad fue tan poderosa
como la tristeza de perderla. Su padre se había esfumado de su vida
muy temprano, por lo que su madre y su hermano Enrique fueron toda
la familia que tuvo; cuando ambos le faltaron tomó conciencia de
que sólo contaba con Daniela. Carlos vivía en la misma casa, pero
en materia de sentimientos estaba siempre ausente. Lucía también
sintió por primera vez el peso de su edad. Había entrado hacía
tiempo en la década de los cincuenta, pero se sentía como de
treinta. Hasta ese momento envejecer y morir eran ideas abstractas,
algo que le ocurría a otros.
Fue con Daniela a arrojar las cenizas de
Lena en el mar, como ella había pedido sin dar razones, pero Lucía
dedujo que deseaba acabar en las mismas aguas del Pacífico que su
hijo. Como tantos otros, posiblemente el cuerpo de Enrique fue
lanzado al mar atado a un riel, pero el espíritu que visitó a Lena
en sus últimos días no lo confirmó. Contrataron a un pescador para
que las llevara más allá de las últimas rocas, donde el océano se
tornaba de color petróleo y no llegaban las gaviotas. De pie en el
bote, bañadas en lágrimas, improvisaron una despedida para esa
abuela sufrida y para Enrique, a quien nunca se habían atrevido a
decirle adiós, porque Lena se había negado a aceptar su muerte en
voz alta, aunque tal vez lo había hecho hacía muchos años en un
compartimento secreto del corazón. El primer libro de Lucía se
publicó en 1994 con detalles de los asesinatos, que nadie
desmintió, y Lena lo había leído; también la había acompañado
cuando Lucía declaró ante un juez en la investigación de los
helicópteros del ejército. Debía de tener una idea bastante clara
de la suerte corrida por su hijo, pero reconocerlo equivalía a
renunciar a la misión que la obsesionó durante más de tres décadas.
Enrique habría permanecido para siempre en la densa bruma de la
incertidumbre, ni vivo ni muerto, a no ser por el prodigio de que
acudiera al final a acompañar a su madre y conducirla a la otra
vida.
En el bote, mientras Daniela sostenía la
urna de cerámica, Lucía echó a volar puñados de ceniza con una
oración para su madre, su hermano y el muchacho desconocido que
todavía reposaba en el nicho de la familia Maraz en el cementerio.
En todos esos años nadie identificó su fotografía en los archivos
de la Vicaría y Lena llegó a estimarlo como otro miembro de su
familia. La brisa mantuvo la ceniza flotando en el aire como polvo
de estrella y después cayó flotando sin prisa en el mar. Entonces
Lucía comprendió que le tocaba reemplazar a su madre; era la mayor
de su diminuta familia, la matriarca. La madurez le cayó de golpe
en ese instante, pero no habría de abrumarla hasta dos años más
tarde, cuando hubo de sumar sus pérdidas y enfrentarse a su vez a
la muerte.
Al contarle a Richard ese período de su
vida, Lucía omitió los tonos grises y se concentró en los hechos
más diáfanos y los más sombríos. El resto ocupaba muy poco espacio
en su memoria, pero Richard quería saber más. Conocía los dos
libros de Lucía, donde la historia de Enrique servía de punto de
partida y le daba un tono personal a un extenso reportaje político,
pero sabía poco de su vida personal. Lucía le explicó que su
matrimonio con Carlos Urzúa nunca fue de verdadera intimidad, pero
la vocación romántica de ella o simple inercia le impidieron tomar
una decisión. Eran dos seres errantes en el mismo espacio, tan
distantes que se llevaban bien, porque para pelear se requiere
proximidad. El cáncer habría de desencadenar el final de la pareja,
pero ese final llevaba años gestándose.
Después de la muerte de su abuela, Daniela
se fue a la Universidad de Miami en Coral Gables y Lucía inició una
correspondencia frenética con ella, como la que había tenido con su
madre cuando vivía en Canadá. Su hija estaba eufórica con su nueva
existencia, fascinada con las criaturas acuáticas y ansiosa de
explorar las veleidades del océano; tenía varios enamorados de
ambos sexos y una libertad imposible de obtener en Chile, donde
habría soportado el escrutinio de una sociedad intransigente. Un
día le anunció a sus padres por teléfono que no se definía como
mujer ni como hombre y practicaba relaciones poliamorosas. Carlos
le preguntó si se refería a promiscuidad bisexual y le advirtió que
era más conveniente abstenerse de pregonarlo en Chile, donde poca
gente lo entendería. «Veo que le cambiaron el nombre al amor libre.
Eso ha fracasado siempre y tampoco va a resultar ahora», le
diagnosticó a Lucía, después de colgar con su hija.
Daniela interrumpió sus estudios y sus
experimentos sexuales cuando su madre enfermó. Ese año 2010 fue de
pérdidas y separaciones para Lucía, un largo año de hospitales,
fatiga y temor. Carlos la dejó porque le faltó valor para ser
testigo de su devastación, como dijo, avergonzado, pero decidido.
Se negó a ver las cicatrices que le cruzaban el pecho, sentía una
repulsión atávica por el ser estragado en que se estaba
transformando ella y delegó la responsabilidad de cuidarla en su
hija. Indignada con la conducta de su padre, Daniela se enfrentó a
él con una aspereza insospechada; ella fue la primera en mencionar
el divorcio como la única salida decente para una pareja que no se
amaba. Carlos adoraba a su hija, pero su horror por el estado
físico de Lucía fue más fuerte que su temor a defraudarla. Anunció
que se iría temporalmente a un hotel a tranquilizarse, porque la
tensión en la casa lo afectaba demasiado y le impedía trabajar.
Tenía edad sobrada para jubilarse, pero había decidido que saldría
de su oficina directo al cementerio. Lucía y Carlos se despidieron
con la tibia cortesía que había caracterizado los años de su
convivencia, sin muestras de hostilidad y sin aclarar nada. Antes
de una semana, Carlos alquiló un apartamento y Daniela lo ayudó a
instalarse.
Al principio Lucía sintió la separación como
un vacío. Estaba acostumbrada a la ausencia emocional de su marido,
pero cuando se fue del todo a ella le sobraba tiempo, la casa se le
hizo enorme y había eco en los cuartos desocupados; de noche oía
los pasos de Carlos merodeando y el agua corriendo en su baño. La
ruptura de los hábitos y pequeñas ceremonias cotidianas le producía
un gran desamparo, que se sumaba a la zozobra de esos meses
sometida al maltrato de las medicinas para derrotar su enfermedad.
Se sentía lastimada, frágil, desnuda. Daniela creía que el
tratamiento le había anulado la inmunidad del cuerpo y del
espíritu. «No hagas un inventario de lo que te falta, mamá, sino de
lo que tienes», decía. Según ella, esa era una oportunidad única de
sanar el cuerpo y sanar la mente, desprenderse de la carga
innecesaria, limpiarse de rencores, complejos, malos recuerdos,
anhelos imposibles y tanta otra basura. «¿De dónde sacas esa
sabiduría, hija?», le preguntaba Lucía. «De internet», contestaba
Daniela.
Carlos se fue tan radicalmente como si se
hubiera trasladado a los confines de otro continente, aunque vivía
a pocas cuadras de Lucía. No preguntó ni una sola vez por su estado
de salud.
Lucía llegó a Brooklyn en septiembre de
2015, con la esperanza de que el cambio de ambiente fuera
estimulante. Estaba cansada de las rutinas, era hora de barajar el
naipe de su destino, a ver si le tocaban unas cartas algo mejores.
Esperaba que Nueva York fuera el primer trecho de un largo periplo.
Planeaba buscar otras oportunidades y viajar por el mundo mientras
le alcanzaran las fuerzas y sus limitados recursos. Quería dejar
atrás las pérdidas y dolores en los últimos años. Lo más duro había
sido la muerte de su madre, que la afectó más que el divorcio y el
cáncer. Al principio sintió el abandono de su marido como un
sablazo a traición, pero pronto llegó a verlo como un regalo de
libertad y paz. De eso hacía varios años y había tenido tiempo
sobrado de reconciliarse con el pasado.
Le costó algo más recuperarse de la
enfermedad, que a fin de cuentas fue lo que terminó por ahuyentar a
Carlos. Mastectomía doble y meses de quimioterapia y radiación la
dejaron flaca, pelada, sin pestañas ni cejas, con ojeras azules y
cicatrices, pero estaba sana y su pronóstico era bueno. Le
reconstruyeron los senos con implantes que se inflaban de a poco, a
medida que los músculos y la piel iban cediendo para darles cabida,
un proceso doloroso que soportó sin quejarse, sostenida por la
vanidad. Cualquier cosa le parecía preferible a ese torso plano y
cruzado de puñaladas.
La experiencia de ese año de enfermedad le
infundió un ardiente deseo de vivir, como si el premio por el
sufrimiento fuera haber descubierto la piedra filosofal, la esquiva
sustancia de los alquimistas capaz de transformar el plomo en oro y
rejuvenecer. El miedo a la muerte lo había perdido antes, cuando
presenció el paso elegante de la vida a la muerte de su madre.
Volvió a sentir con meridiana lucidez, como entonces, la presencia
irrefutable del alma, esa esencia primordial que ni el cáncer ni
nada podía afectar. Pasara lo que pasase, el alma prevalecería.
Imaginaba su muerte posible como un umbral, y sentía curiosidad por
lo que encontraría al otro lado. No temía cruzar ese umbral, pero
mientras estuviera en el mundo deseaba vivir con plenitud, sin
cuidarse de nada, invencible.
Los tratamientos médicos terminaron a fines
de 2010. Durante meses había evitado mirarse al espejo, llevaba un
gorro de pescador calado sobre la frente hasta que Daniela se lo
tiró a la basura. La chica acababa de cumplir veinte años cuando a
ella le dieron el diagnóstico y sin vacilar dejó los estudios y
volvió a Chile a acompañarla. Lucía le rogó que no lo hiciera, pero
más tarde comprendería que la presencia de su hija en ese trance
era indispensable. Al verla llegar, casi no la reconoció. Daniela
se había ido en invierno, una señorita pálida y demasiado arropada,
y regresó color caramelo, con media cabeza afeitada y la otra mitad
con mechas verdes, pantalones cortos, piernas peludas y botas de
soldado, dispuesta a cuidar a su madre y entretener a los otros
pacientes del hospital. Aparecía en la sala saludando a besos a la
gente que reposaba en sus sillones enchufada al lento goteo de las
drogas y repartía mantas, barras nutritivas, jugos de fruta y
revistas.
No llevaba ni un año en la universidad, pero
hablaba como si hubiera navegado los mares con Jacques Cousteau
entre sirenas de cola azul y bergantines sumergidos. Inició a los
pacientes en el término LGBT, lesbianas, gays, bisexuales y
transexuales, cuyas sutiles diferencias debió explicar en detalle.
Eso era una novedad entre los jóvenes de Estados Unidos; en Chile
nadie lo sospechaba y menos los pacientes de esa sala de oncología.
Les informó de que ella era de género neutral o fluido, porque no
había obligación de aceptar la clasificación de hombre o mujer
impuesta por los genitales, uno puede definirse como se le antoje y
cambiar de opinión si más adelante otro género le queda más cómodo.
«Como los indígenas de ciertas tribus, que se cambian el nombre en
diferentes etapas de la vida, porque el que reciben al nacer ya no
los representa», agregó a modo de aclaración, contribuyendo a la
perplejidad general.
Daniela permaneció junto a su madre durante
la convalecencia de la cirugía, en las horas lentas y fastidiosas
de cada infusión y en el proceso del divorcio. Dormía a su lado,
lista para saltar de la cama a ayudarla si la necesitaba; la
sostuvo con su cariño brusco, sus bromas, sus sopas de
convaleciente y su eficiencia para navegar en la burocracia de la
mala salud. La llevó a rastras a comprarse ropa nueva y le impuso
una dieta razonable. Y una vez que dejó a su padre cómodo en su
nueva vida de soltero y a su madre firme en sus piernas, se
despidió sin alarde y partió tan alegre como había llegado.
Antes de su enfermedad, Lucía llevaba una
vida que ella definía como bohemia y Daniela como insalubre. Había
fumado durante años, no hacía ejercicio, cenaba a diario con dos
vasos de vino y helados de postre, le sobraban varios kilos y le
dolían las rodillas. Cuando estaba casada se burlaba del estilo de
vida de su marido. Ella comenzaba el día apoltronada en la cama con
un café con leche y dos cruasanes, leyendo el periódico, mientras
él bebía un espeso líquido verde con polen de abeja y partía
corriendo como fugitivo hasta su oficina, donde lo esperaba Lola,
su fiel secretaria, con ropa limpia. A su edad, Carlos Urzúa se
mantenía en forma y andaba derecho como una lanza. Ella había
comenzado a imitarlo de mala gana gracias a la férrea autoridad de
Daniela y el resultado se vio pronto en la pesa del baño y en una
vitalidad que no había tenido desde la adolescencia.
Lucía y Carlos volvieron a verse año y medio
más tarde, cuando firmaron los papeles del divorcio, que desde
hacía poco era legal en Chile. Todavía era muy pronto para que
Lucía pudiera declararse completamente curada, pero había
recuperado sus fuerzas y le habían reconstruido los senos. El
cabello le salió blanco y decidió dejárselo corto, desordenado y de
su color natural, salvo unas mechas insolentes que le pintó Daniela
antes de irse a Miami. Al verla el día del divorcio, con diez kilos
menos, senos de muchacha bajo una camisa escotada y pelos
fosforescentes, Carlos dio un respingo. A Lucía le pareció que él
se veía más apuesto que nunca y sintió un chispazo de pesar por el
amor perdido, que se apagó de inmediato. En verdad no sentía nada
por él, sólo agradecimiento por ser el padre de Daniela. Pensaba
que le haría bien tenerle un poco de rabia, sería lo más sano, pero
ni eso se le daba. Del amor encendido que le tuvo durante muchos
años no quedaba ni el rescoldo de la desilusión. Su recuperación de
la enfermedad fue ardua, pero tan completa como la recuperación del
divorcio, y pocos años después, en Brooklyn, se acordaba rara vez
de esa etapa de su pasado.
Julián llegó a su vida a comienzos de 2015,
cuando Lucía se había resignado hacía varios años a la falta de
amor y creía que su fantasía romántica se había secado en el sillón
de la quimioterapia. Julián le demostró que la curiosidad y el
deseo son recursos naturales renovables. Si Lena, su madre, hubiera
estado viva, le habría advertido a Lucía el ridículo de una mujer
de su edad con esas ínfulas y quizá hubiera tenido razón, porque
con cada día que pasaba las oportunidades del amor disminuían y las
del ridículo aumentaban, pero no toda la razón, ya que Julián
apareció para quererla cuando menos lo esperaba. Aunque ese amorío
se acabó casi tan rápidamente como empezó, le sirvió para saber que
todavía tenía brasas internas capaces de encenderse. Nada había que
lamentar. Lo vivido y lo gozado, bien vivido y bien gozado
estaba.
Lo primero que notó en Julián fue su
aspecto; sin ser del todo feo, a su parecer era muy poco atractivo.
Todos sus enamorados, especialmente su marido, habían sido guapos,
no por elección de su parte, sino por casualidad. Julián fue la
mejor prueba de su falta de prejuicios contra los hombres feos,
como le comentaría a Daniela. A simple vista era un chileno del
montón, con mala postura, desgarbado, como si anduviera con ropa
prestada, pantalones deformes de pana y chalecos tejido de abuelo.
Tenía la piel cetrina de un español del sur, como sus antepasados,
pelo gris, barba del mismo color y las manos blandas de quien nunca
ha trabajado con ellas. Pero bajo su pinta de vencido había un tipo
de inteligencia excepcional y un amante fogueado.
Bastaron un primer beso y lo que siguió esa
noche para que Lucía se rindiera a un capricho juvenil, plenamente
retribuido por Julián. Al menos por un tiempo. En los primeros
meses Lucía recibió a manos llenas lo que le había faltado en su
matrimonio; ese amante la hizo sentir querida y deseable, con él
volvió a una juventud alborozada. Al principio Julián también
apreció la sensualidad y la chacota, pero pronto el compromiso
emocional lo asustó. Se le olvidaban las citas, llegaba tarde o
llamaba a última hora con una excusa. Tomaba un vaso extra de vino
y se quedaba dormido en medio de una frase o entre dos caricias. Se
quejaba de falta de tiempo para leer y de cómo se había reducido su
vida social, resentía la atención que le prestaba a Lucía. Seguía
siendo un amante cuidadoso, más preocupado por dar placer que por
recibirlo, pero ella lo notó vacilante; ya no se rendía al amor,
estaba saboteando la relación. Para entonces Lucía había aprendido
a reconocer la desilusión amorosa apenas asomaba su cabeza de
gárgola y ya no la soportaba con la esperanza de que algo cambiara,
como hizo durante los veinte años de su matrimonio. Tenía más
experiencia y menos tiempo que perder. Se dio cuenta de que debía
despedirse antes de que lo hiciera Julián, aunque le iban a hacer
una falta enorme su humor, los juegos de palabras, el placer de
despertar cansada a su lado, sabiendo que bastaba una palabra
susurrada o una caricia distraída para volver a abrazarse. Fue una
ruptura sin drama y quedaron amigos.
—He decidido darle un respiro a mi corazón
roto —le dijo a Daniela por teléfono en un tono que no le resultó
humorístico, como pretendía, sino quejoso.
—Qué cursilería, mamá. El corazón no se
rompe como un huevo. Y si fuera como un huevo, ¿no es mejor
romperlo para que se derramen los sentimientos? Es el precio por
una vida bien vivida —replicó su hija, implacable.
Unos meses más tarde, en Brooklyn, a Lucía
todavía la asaltaba de vez en cuando cierta nostalgia por Julián,
pero era apenas un leve picor en la piel que no alcanzaba a
molestarla. ¿Podría tener otro amor? No en Estados Unidos, pensaba,
no era el tipo de mujer que atrae a los estadounidenses, qué mejor
prueba que la indiferencia de Richard Bowmaster. No podía imaginar
la seducción sin humor, pero la ironía chilena resultaba
intraducible y para los del norte era francamente ofensiva. En
inglés tenía el coeficiente intelectual de un chimpancé, como le
dijo a Daniela. Sólo se reía de buena gana con Marcelo, de sus
patas cortas y su cara de lémur; ese animal se daba el lujo de ser
narcisista y gruñón, como un marido.
La tristeza de romper con Julián se le
manifestó en un ataque de bursitis en las caderas. Pasó varios
meses consumiendo analgésicos y caminando como un pato, pero se
negó a ir al médico, segura de que el mal desaparecería cuando se
curara del despecho. Así fue. Al aeropuerto de Nueva York llegó
cojeando. Richard Bowmaster esperaba a la colega activa y alegre
que había conocido y le tocó recibir a una extraña con zapatones
ortopédicos y bastón, que emitía ruido de bisagra oxidada al
levantarse de una silla. Sin embargo, a las pocas semanas la vio
sin bastón y con botas a la moda. No podía adivinar que el prodigio
se debió a una breve reaparición de Julián.
En octubre, un mes después de que Lucía se
instalara en su sótano, Julián llegó a Nueva York para una
conferencia y pudieron pasar juntos un domingo delicioso.
Desayunaron en Le Pain Quotidien, dieron un paseo por Central Park,
lentamente porque ella arrastraba los pies, y fueron tomados de la
mano a la matiné de un musical en Broadway; después cenaron en un
pequeño restaurante italiano con una botella del mejor chianti,
brindando por la amistad. La complicidad seguía tan fresca como en
el primer día, recuperaron sin esfuerzo el lenguaje en clave y las
alusiones de doble sentido, que sólo ellos podían comprender.
Julián se disculpó por haberla hecho sufrir, pero ella le respondió
sinceramente que de eso apenas se acordaba. Esa mañana, cuando se
habían encontrado frente a sendos tazones de café con leche y pan
fresco, Julián le provocó una simpatía festiva, un deseo de olerle
el pelo, acomodarle el cuello de la chaqueta y sugerirle que se
comprara pantalones a su medida. Nada más. Allí, en el restaurante
italiano, debajo de la silla, se le quedó el bastón.