Lucía y Richard

 

 

Brooklyn

 

Diez minutos más tarde Lucía encontró a Richard en la cocina tostando pan, la cafetera llena y tres tazones sobre la mesa. Evelyn volvió del patio con el perro tiritando en los brazos y se abalanzó sobre el pocillo de café y las tostadas que Richard le había servido. Se la veía tan hambrienta y tan joven equilibrándose en el taburete con la boca llena, que Richard se conmovió. ¿Qué edad tendría? Seguramente era mayor de lo que parecía. Tal vez tendría la edad de su Bibi.
—Vamos a llevarte a tu casa, Evelyn —dijo Lucía a la muchacha cuando terminaron el café.
—¡No! ¡No! —exclamó Evelyn, poniéndose de pie tan súbitamente que el taburete se volcó y Marcelo rodó por el suelo.
—Fue un choque de nada, Evelyn. No te asustes. Yo mismo voy a explicarle a tu patrón lo que pasó.
—Pero no es por el choque solamente —tartamudeó Evelyn, demudada.
—¿Qué más hay? —le preguntó Richard.
—Vamos, Evelyn, ¿qué es lo que temes tanto? —agregó Lucía.
Y entonces, tropezando con las sílabas y temblando, la joven les dijo que tenía un muerto en la cajuela del automóvil. Debió repetirlo dos veces para que Lucía lo entendiera. A Richard le costó más. Hablaba español, pero su fuerte era el portugués dulce y cantadito de Brasil. No pudo creer lo que estaba oyendo, la magnitud de esa declaración lo dejó helado. Si había comprendido bien había dos posibilidades: la chica era una loca delirante o de verdad tenía un muerto en el Lexus.
—¿Un cadáver, dices?
Evelyn asintió con la vista en el suelo.
—No puede ser. ¿Qué clase de cadáver?
—¡Richard! No seas ridículo. Un cadáver humano, por supuesto —intervino Lucía, tan asombrada que hacía esfuerzos por contener la risa nerviosa.
—¿Cómo llegó allí? —preguntó Richard, todavía incrédulo.
—No lo sé...
—¿Lo atropellaste?
—No.
Ante la posibilidad de que en efecto tenían entre manos un difunto anónimo, Richard empezó a rascarse a dos manos la alergia de los brazos y el pecho, que se le despertaba en momentos de tensión. Era hombre de hábitos y rutinas inamovibles, estaba mal preparado para imprevistos como ese. Su existencia estable y cautelosa se había terminado, pero él aún no lo sabía.
—Hay que llamar a la policía —decidió, cogiendo su celular.
La chica de Guatemala lanzó una exclamación de terror y se echó a llorar con sollozos desgarradores por razones evidentes para Lucía, pero no tanto para Richard, aunque estaba bien enterado de la incertidumbre perenne de la mayoría de los inmigrantes latinos.
—Supongo que eres indocumentada —dijo Lucía—. No podemos llamar a la policía, Richard, porque meteríamos a esta chiquilla en un lío. Sacó el auto sin permiso. Pueden acusarla de robo y homicidio. Ya sabes, la policía se ensaña con los ilegales. La cuerda se corta por lo más delgado.
—¿Qué cuerda?
—Es una metáfora, Richard.
—¿Cómo murió esa persona? ¿Quién es? —insistió en preguntar Richard.
Evelyn les dijo que no había tocado el cuerpo. En la farmacia, donde había ido a comprar pañales desechables, abrió la tapa con una mano, mientras sostenía la bolsa en la otra y al empujarla hacia el interior notó que la cajuela estaba llena. Entonces vio un bulto tapado con un tapiz, que al hacerlo a un lado reveló un cuerpo encogido. El susto la tiró sentada en la vereda frente a la farmacia, pero se tragó el alarido que pugnaba por escapársele, se puso de pie a trompicones y cerró de golpe la cajuela. Puso la bolsa en el asiento trasero y se encerró en el automóvil durante un buen rato, no supo cuánto, veinte o treinta minutos por lo menos, hasta calmarse lo suficiente como para manejar de vuelta a la casa. Con algo de suerte su ausencia habría pasado inadvertida y nadie sabría que había usado el vehículo, pero después del choque de Richard, con la cajuela abollada y semiabierta, eso era imposible.
—Ni siquiera sabemos si esa persona está muerta. Podría estar inconsciente —sugirió Richard, secándose la frente con un trapo de cocina.
—Es poco probable, ya habría muerto de hipotermia, pero hay una manera de saberlo —dijo Lucía.
—¡Por Dios, mujer! No estarás pensando en examinar eso en la calle...
—¿Se te ocurre otra cosa? Afuera no hay nadie. Es muy temprano, todavía está oscuro y es domingo. ¿Quién nos va a ver?
—De ninguna manera. No cuentes conmigo.
—Bueno, préstame una linterna. Evelyn y yo vamos a echar una mirada.
Ante esto, los sollozos de la muchacha aumentaron varios decibelios. Lucía la abrazó, apenada por esa joven que tantas tribulaciones había sufrido en las últimas horas.
—¡Yo no tengo nada que ver con esto! Mi seguro va a pagar el daño del coche, eso es todo lo que puedo hacer. Me perdonas, Evelyn, pero tendrás que irte —dijo Richard, en su español de pirata.
—¿Piensas echarla, Richard? ¿Estás loco? ¡Parece que no supieras lo que significa estar indocumentado en este país! —exclamó Lucía.
—Lo sé, Lucía. Si no lo supiera por mi trabajo en el Centro, lo sabría por mi padre, que vive machacándomelo —suspiró Richard, vencido—. ¿Qué sabemos de esta muchacha?
—Que necesita ayuda. ¿Tienes familia aquí, Evelyn?
Silencio de tumba; Evelyn no iba a mencionar a su madre en Chicago y arruinarle también la vida a ella. Richard se rascaba pensando que estaba jodido: policía, investigación, prensa, al diablo con su reputación. Y la voz de su padre en medio del pecho recordándole su deber de ayudar al perseguido. «Yo no estaría en este mundo y tú no habrías nacido si unas almas valientes no me hubieran escondido de los nazis», le había repetido un millón de veces.
—Tenemos que averiguar si la persona está viva, no hay tiempo que perder —repitió Lucía.
Tomó las llaves del auto, que Evelyn Ortega había dejado sobre la mesa de la cocina, le pasó el chihuahua por precaución contra los gatos, se colocó el gorro y los guantes y volvió a pedir la linterna.
—No puedes ir sola, Lucía. ¡Mierda! Tendré que ir contigo —decidió Richard, resignado—. Hay que descongelar la puerta de la cajuela para abrirla.

 

Llenaron una olla grande con agua caliente y vinagre y entre Richard y Lucía la llevaron a duras penas, patinando sobre el espejo de hielo de la escalera, abrazados al pasamanos para mantenerse de pie. A Lucía se le congelaron los lentes de contacto y los sentía como trozos de vidrio en los ojos. Richard solía ir en invierno a pescar en los lagos helados del norte y tenía experiencia lidiando con frío extremo, pero no estaba preparado para hacerlo en Brooklyn. Las luces de los faroles pintaban círculos amarillos fosforescentes sobre la nieve y el viento llegaba en ráfagas y de pronto amainaba, cansado del esfuerzo, para volver al poco rato levantando remolinos de nieve suelta. En las pausas reinaba un silencio absoluto, una quietud amenazante. A lo largo de la calle había varios vehículos cubiertos de nieve, unos más que otros, y el coche blanco de Evelyn era casi invisible. No se encontraba frente a la casa, como temía Richard, sino a unos quince metros de distancia, que para el caso era lo mismo. Nadie circulaba a esa hora. Los quitanieves habían comenzado el día anterior a despejar la calle y había montones de nieve en las veredas.
Tal como Evelyn había dicho, la cajuela estaba sujeta con un cinturón amarillo. Les costó desatar el nudo con los guantes; Richard estaba paranoico por dejar huellas digitales. Abrieron finalmente y encontraron un bulto mal tapado con un tapiz manchado de sangre seca, que al quitarlo reveló a una mujer vestida con ropa deportiva, con la cara oculta por los brazos. No parecía humana, estaba encogida en una postura extraña, como una muñeca desarticulada, y la poca piel visible era de color malva. Estaba muerta, no cabía duda. Permanecieron observándola durante varios minutos sin adivinar qué había pasado, no vieron sangre, tendrían que darle la vuelta para revisarla entera. La infeliz estaba helada y dura como un bloque de cemento. Por más que Lucía tiraba y empujaba no logró moverla, mientras Richard, a punto de sollozar de ansiedad, la alumbraba con la linterna.
—Creo que murió ayer —dijo Lucía.
—¿Por qué?
Rigor mortis. El cuerpo se pone rígido unas ocho horas después de la muerte y ese estado dura como treinta y seis horas.
—Entonces podría haber sido antes de ayer por la noche.
—Cierto. Incluso pudo haber sido antes porque la temperatura es muy fría. Quienquiera que puso a esa mujer allí seguramente contaba con eso. Quizá no pudo deshacerse del cuerpo por la tormenta del viernes. Se ve que no tenía apuro.
—Puede que el rigor mortis haya pasado y el cuerpo se haya congelado —propuso Richard.
—Una persona no es lo mismo que un pollo, Richard, se necesitan un par de días en un frigorífico para que se congele por completo. Digamos que pudo haber muerto entre antenoche y ayer.
—¿Cómo sabes tanto de esto?
—No me preguntes —respondió ella en tono tajante.
—En todo caso, esto le corresponde al patólogo forense y a la policía, no a nosotros —concluyó Richard.
Como convocados mágicamente, vieron los focos de un vehículo que doblaba la esquina lentamente. Alcanzaron a bajar la puerta de la cajuela, que quedó a medio cerrar, en el momento en que un coche patrullero se detenía a su lado. Uno de los policías asomó la cabeza por la ventanilla.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Todo bien, oficial —le contestó Lucía.
—¿Qué hacen a esta hora aquí afuera? —insistió el hombre.
—Buscando los pañales de mi madre, que se nos quedaron en el coche —dijo ella, sacando el gran paquete del asiento.
—Buenos días, oficial —agregó Richard, y la voz le salió aflautada.
Esperaron a que se alejaran para amarrar la cajuela con el cinturón y entraron a la casa resbalando en el hielo de la escalera, sujetando los pañales y la olla vacía, rogando al cielo que a los patrulleros no se les ocurriera regresar para echarle un vistazo al Lexus.

 

Encontraron a Evelyn, Marcelo y los gatos en la misma posición en que los habían dejado. Le preguntaron a la muchacha por los pañales y ella les explicó que Frankie, el niño que cuidaba, tenía parálisis cerebral y los necesitaba.
—¿Cuántos años tiene el niño? —le preguntó Lucía.
—Trece.
—¿Usa pañales de adulto?
Evelyn enrojeció, abochornada, y aclaró que el chico era muy desarrollado para su edad y los pañales debían quedarle holgados, porque se le despertaba el pajarito. Lucía le tradujo a Richard: erección.
—Lo dejé solo desde ayer, debe de estar desesperado. ¿Quién le va a poner la insulina? —murmuró la chica.
—¿Necesita insulina?
—Si pudiéramos llamar a la señora Leroy... Frankie no puede quedarse solo.
—Es arriesgado usar el teléfono —dijo Richard.
—Voy a llamar desde mi celular, que tiene el número oculto —dijo Lucía.
El teléfono alcanzó a sonar dos veces y una voz alterada contestó a gritos. Lucía colgó de inmediato y Evelyn respiró aliviada. La única que podía responder en ese número era la madre de Frankie. Si ella estaba con él, podía relajarse, el niño estaba bien cuidado.
—Vamos, Evelyn, debes de tener alguna idea de cómo fue a dar el cuerpo de esa mujer a la cajuela del auto —dijo Richard.
—No sé. El Lexus es de mi patrón, del señor Leroy.
—Debe de estar buscando su automóvil.
—Está en Florida, vuelve mañana, me parece.
—¿Crees que él tuvo algo que ver con esto?
—Sí.
—Es decir, crees que él puede haber matado a esa mujer —insistió Richard.
—Cuando el señor Leroy se enoja, se pone como un demonio... —dijo la chica, y se echó a llorar.
—Déjala que se calme, Richard —intervino Lucía.
—¿Te das cuenta de que ya no podemos acudir a la policía, Lucía? ¿Cómo explicaríamos que le mentimos a los patrulleros? —preguntó Richard.
—Olvídate de la policía por el momento.
—Mi error fue llamarte. Si hubiera sabido que la chica andaba con un cadáver a cuestas, habría avisado a la policía inmediatamente —comentó Richard, más pensativo que enojado, sirviéndole otro café a Lucía—. ¿Leche?
—Negro y sin azúcar.
—¡En vaya lío estamos metidos!
—En la vida suceden imprevistos, Richard.
—No en la mía.
—Sí, me he dado cuenta. Pero ya ves cómo la vida no nos deja en paz; tarde o temprano nos da alcance.
—Esa muchacha tendrá que irse con su cadáver a otra parte.
—Díselo tú —le contestó ella señalando a Evelyn, que lloraba silenciosamente.
—¿Qué piensas hacer, niña? —le preguntó Richard.
Ella se encogió de hombros compungida y murmuró una disculpa por haberlos molestado.
—Algo tendrás que hacer... —insistió Richard sin mucha convicción.
Lucía lo agarró de una manga y lo llevó cerca del piano, lejos de Evelyn.
—Lo primero será deshacernos de la evidencia —le dijo en voz baja—. Eso antes que nada.
—No te entiendo.
—Hay que hacer desaparecer el coche y el cuerpo.
—¡Estás demente! —exclamó él.
—Esto también te concierne, Richard.
—¿A mí?
—Sí, desde el momento en que abriste la puerta a Evelyn anoche y me llamaste. Tenemos que decidir dónde vamos a dejar el cuerpo.
—Supongo que estás bromeando. ¿Cómo se te ocurre una idea tan descabellada?
—Mira, Richard, Evelyn no puede volver a casa de sus patrones y tampoco puede acudir a la policía. ¿Pretendes que vaya por ahí acarreando un cadáver en un coche ajeno? ¿Por cuánto tiempo?
—Estoy seguro de que esto se puede aclarar.
—¿Con la policía? De ninguna manera.
—Llevemos el coche a otro barrio y ya está.
—Lo encontrarían de inmediato, Richard. Evelyn necesita tiempo para ponerse a salvo. Supongo que te diste cuenta de que está aterrorizada. Sabe más de lo que nos ha dicho. Creo que tiene un miedo muy concreto a su patrón, el Leroy ese. Sospecha que mató a esa mujer y que anda buscándola a ella; sabe que se llevó el Lexus, no la dejará escapar.
—De ser así, nosotros también corremos peligro.
—Nadie sospecha que la muchacha está con nosotros. Llevemos el automóvil lejos de aquí.
—¡Eso nos convertiría en cómplices!
—Ya lo somos, pero si hacemos las cosas bien nadie lo sabrá. No podrán relacionarnos con esto, ni siquiera con Evelyn. La nieve es una bendición y debemos aprovecharla mientras dure. Hay que salir hoy mismo.
—¿Adónde?
—¡Qué sé yo, Richard! Piensa en algo. Debemos ir hacia el frío para que el cuerpo no empiece a heder.

 

Regresaron al mesón de la cocina y bebieron café considerando diversas posibilidades sin la participación de Evelyn Ortega, que los observaba tímidamente. Se había secado las lágrimas, pero había vuelto a la mudez con la resignación de quien nunca ha tenido control sobre su existencia. Lucía opinó que mientras más lejos fueran, más probabilidades tenían de salir con bien de la aventura.
—Una vez fui a las cataratas del Niágara y pasé la frontera de Canadá sin mostrar documentos y no me revisaron el coche.
—Eso tiene que haber sido hace quince años. Ahora piden pasaporte.
—Podríamos ir a Canadá en un suspiro y abandonar el auto en un bosque, hay muchos bosques por esos lados.
—También pueden identificar el coche en Canadá, Lucía. No se trata de Bangladesh.
—A propósito, deberíamos identificar a la víctima. No podemos abandonarla en cualquier parte sin saber al menos quién es.
—¿Por qué? —preguntó Richard, perplejo.
—Por respeto. Vamos a tener que echar una mirada en la cajuela y es mejor hacerlo ahora, antes de que haya gente en la calle —decidió Lucía.
Condujeron a Evelyn afuera prácticamente a la fuerza y debieron empujarla para que se acercara al coche.
—¿La conoces? —le preguntó Richard, después de desatar el cinturón, alumbrando el interior de la cajuela con la linterna, aunque ya empezaba a aclarar.
Repitió la pregunta tres veces antes de que la muchacha se atreviera a abrir los ojos. Temblaba, asaltada por el mismo terror atávico del recuerdo de aquel puente en su pueblo, un terror que llevaba ocho años acechándola en la sombra, pero tan ardiente como si su hermano Gregorio estuviera allí mismo, en esa calle, a esa hora, lívido y ensangrentado.
—Haz un esfuerzo, Evelyn. Es muy importante saber quién es esta mujer —insistió Lucía.
—La señorita Kathryn. Kathryn Brown... —murmuró al fin la chica.