Lucía y Richard
Brooklyn
Después de que Evelyn Ortega identificara a
Kathryn Brown, ataron de nuevo la tapa de la cajuela y enfilaron de
vuelta a la casa. Ya que se encontraban afuera, Richard cogió la
pala y despejó la nieve frente a la puerta del sótano, para que
Lucía rescatara el resto de su cazuela, la comida de Marcelo y sus
artículos de aseo. En la cocina de Richard compartieron la
suculenta sopa y prepararon otra jarra de café. Distraído con
tantos sobresaltos, Richard repitió la sopa, aunque flotaban trozos
de carne de vacuno entre papas, judías verdes y calabaza. Había
conseguido controlar las tarascadas de su sistema digestivo con una
vida disciplinada. No probaba el gluten, era alérgico a la lactosa
y no bebía alcohol por una razón mucho más seria que la úlcera. Su
ideal sería nutrirse de plantas, pero necesitaba proteínas y había
incorporado a su comida algunos productos del mar libres de
mercurio, seis huevos orgánicos y cien gramos de queso duro a la
semana. Se ceñía a un plan de quince días, dos menús fijos al mes,
así compraba exactamente lo necesario y lo cocinaba en el orden
preestablecido para que nada se echara a perder. Los domingos
improvisaba con las ofertas frescas del mercado, uno de los pocos
vuelos de la imaginación que se permitía. No tocaba carne de
mamíferos por la decisión moral de no comer animales que no estaría
dispuesto a matar, ni aves por el horror a los criaderos
industriales y porque tampoco sería capaz de torcerle el cogote a
un pollo. Le gustaba cocinar y a veces, si algún plato le quedaba
especialmente sabroso, fantaseaba con compartirlo con alguien, por
ejemplo con Lucía Maraz, que había resultado más interesante que
los inquilinos anteriores del sótano. Pensaba en ella cada vez más
a menudo y estaba contento de tenerla en su casa, aunque fuera con
el increíble pretexto que les ofrecía Evelyn Ortega. En verdad
estaba mucho más contento de lo que las circunstancias permitían;
algo raro le estaba pasando, debía tener cuidado.
—¿Quién es Kathryn? —le preguntó Richard a
Evelyn.
—La fisioterapeuta de Frankie. Lo atendía
los lunes y jueves. Me enseñó a hacerle algunos ejercicios al
niño.
—Es decir, se trata de alguien conocido en
esa casa. ¿Cómo dijiste que se llaman tus patrones?
—Cheryl y Frank Leroy.
—Y parece que Frank Leroy es responsable
de...
—¿Por qué supones eso, Richard? No hay que
dar por sentado nada sin tener pruebas —intervino Lucía.
—Si esa mujer hubiera fallecido de muerte
natural no estaría dentro de la cajuela del coche de Frank
Leroy.
—Podría haber sido un accidente.
—Por ejemplo, se introdujo de cabeza en la
cajuela, se arropó con un tapiz, se le cerró la tapa, murió de
inanición y nadie se dio cuenta. Poco probable. Alguien la mató,
qué duda cabe, Lucía, y planeaba deshacerse del cuerpo cuando
despejaran la nieve. Ahora debe de estar preguntándose qué diablos
pasó con su auto y su cadáver.
—A ver, Evelyn, piensa un poco, ¿cómo crees
que esa joven fue a parar a la cajuela? —le preguntó Lucía.
—No sé, no sé...
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Venía los lunes y jueves —repitió la
chica.
—¿El jueves pasado?
—Sí, llegó a las ocho de la mañana, pero se
fue casi enseguida porque a Frankie se le alteró la glucosa. La
señora estaba muy enojada. Le dijo a Kathryn que se fuera y no
volviera.
—¿Discutieron?
—Sí.
—¿Qué tenía la señora Leroy contra esa
mujer?
—Que era atrevida y vulgar.
—¿Se lo decía a la cara?
—Me lo decía a mí. Y a su marido.
Evelyn les contó que Kathryn Brown llevaba
un año tratando a Frankie. Desde el principio se llevó mal con
Cheryl Leroy, quien la consideraba indecente porque se presentaba
al trabajo con camisetas descotadas y la mitad de los senos al
aire, una descarada ordinaria con modales de sargento de pelotón,
decía; además, no podía apreciar ningún progreso en Frankie. Le
había dado instrucciones a Evelyn de estar siempre presente cuando
Kathryn Brown trabajaba con el niño y avisarle de inmediato si
percibía cualquier abuso. No le tenía confianza, creía que era muy
brusca con los ejercicios. Quiso echarla en un par de ocasiones,
pero su marido se opuso, como se oponía a todas sus iniciativas.
Según él, Frankie era un mocoso mimado y Cheryl tenía celos de la
fisioterapeuta porque era joven y bella, eso era todo. A su vez,
Kathryn Brown también hablaba mal de la señora a sus espaldas;
opinaba que trataba al hijo como a un bebé y los niños necesitan
autoridad, Frankie debería estar comiendo solo, si podía usar el
ordenador podía sujetar una cuchara y cepillarse los dientes, pero
cómo iba a aprender con esa madre alcohólica y drogada, que se
pasaba el día en el gimnasio, como si con eso pudiera atajar la
vejez. Su marido la iba a dejar. Eso era seguro.
Evelyn recibía las confidencias de ambas con
la mente en blanco, sin repetir nada. Su abuela les había refregado
la boca con jabón de lejía a sus hermanos por decir cochinadas y a
ella por haber propalado un chisme. Se enteraba de los altercados
de sus patrones porque las paredes de esa casa no guardaban
secretos. Frank Leroy, tan frío con los empleados y con su hijo,
tan controlado incluso cuando el chico sufría un ataque o una
rabieta, perdía los estribos con su mujer al menor pretexto. Aquel
jueves Cheryl, angustiada por la hipoglucemia de Frankie y
sospechando que fue causada por la fisioterapeuta, desafió las
órdenes de su marido.
—A veces el señor Leroy amenaza a la señora
—les dijo Evelyn—. Una vez le metió una pistola en la boca. Yo no
estaba espiando, lo prometo. La puerta estaba entreabierta. Dijo
que la iba a matar, a ella y a Frankie.
—¿Pega a su mujer? ¿A Frankie? —le preguntó
Lucía.
—Con el niño no se mete, pero Frankie sabe
que su papá no lo quiere.
—No me has contestado si le pega a su
mujer.
—A veces la señora tiene moretones en el
cuerpo, nunca en la cara. Dice que se cayó.
—¿Y tú la crees?
—Se cae por las pastillas o por el whisky,
entonces tengo que levantarla del suelo y llevarla a su cama. Pero
los verdugones son por las peleas con el señor Leroy. Me da lástima
la señora, no es nada feliz.
—Cómo va a serlo, con ese marido y ese
hijo...
—A Frankie lo adora. Dice que con cariño y
rehabilitación va a mejorar.
—Eso es imposible —dijo Richard en un
murmullo.
—Frankie es la única alegría de la señora,
que yo sepa. ¡Se quieren tanto! Si ustedes vieran cómo se pone
Frankie de contento cuando su mamá está con él. Pasan horas
jugando. Muchas noches la señora duerme con él.
—Debe vivir angustiada por la salud de su
hijo —comentó Lucía.
—Sí, Frankie es muy delicado. ¿Podríamos
llamar de nuevo a la casa? —preguntó Evelyn.
—No, Evelyn. Es muy arriesgado. Ya sabemos
que su madre estaba con él anoche. Es de suponer que si tú no
estás, ella se hará cargo de Frankie. Volvamos al problema más
urgente, deshacernos de la evidencia —les recordó Lucía.
Richard cedió con tal prontitud que más
tarde habría de sorprenderse ante su propia volubilidad. Pensándolo
bien, quizá llevara años temiendo cualquiera alteración que hiciera
tambalearse su seguridad. Aunque tal vez no se tratara de temor,
sino de anticipación; tal vez albergaba el deseo oculto de que una
intervención divina rompiera su perfecta y monótona existencia.
Evelyn Ortega, con su cadáver a cuestas, era una respuesta radical
a ese deseo latente. Tenía que llamar a su padre, porque ese día no
podría sacarlo a almorzar, como hacía todos los domingos. Por un
momento tuvo la tentación de decirle lo que iban a hacer, seguro de
que el viejo Joseph lo aplaudiría a rabiar desde su silla de
ruedas. Se lo contaría más adelante y en persona para ver su
expresión de entusiasmo. En todo caso, aceptó los argumentos de
Lucía con mínima resistencia y fue a buscar un mapa y una lupa. La
idea de disponer del cuerpo, que rechazaba de plano poco antes,
súbitamente le pareció inevitable, la única solución lógica a un
problema que de pronto también era suyo.
Examinando el mapa, Richard recordó el lago
donde iba con Horacio Amado-Castro y donde no había estado en los
últimos dos años. Su amigo tenía allí una cabaña rústica, que antes
de trasladarse a Argentina ocupaba con su familia en verano y con
él, los dos solos, en pleno invierno, cuando iban a pescar haciendo
un agujero en el hielo. Evitaban los lugares más concurridos, donde
se juntaban centenares de remolques en ruidosos festivales
populares, porque para ellos ese era un deporte meditativo, una
ocasión especial de silencio, de soledad y de fortalecer una
amistad de casi cuarenta años. Esa parte del lago era de difícil
acceso y no atraía a las hordas invernales. Se adentraban en un
vehículo todoterreno en la superficie congelada con lo
indispensable para pasar el día: sierra y otras herramientas para
perforar el hielo, cañas y anzuelos, baterías, lámpara, estufa de
keroseno, combustible y provisiones. Hacían agujeros en la
superficie y pescaban con paciencia infinita unas truchas más bien
insignificantes que después de asarlas eran puro pellejo y
espinas.
Horacio se había ido a Argentina cuando
murió su padre, con la idea de regresar en unas semanas, pero había
pasado mucho tiempo y seguía ocupado con los negocios familiares,
sólo visitaba Estados Unidos un par de veces al año.
Richard le echaba de menos y en su ausencia
se hacía cargo de sus asuntos: tenía llaves de su cabaña en el
lago, que permanecía desocupada, y usaba su automóvil, un Subaru
Legacy con parrilla y soportes para esquíes y bicicleta, que
Horacio se negaba a vender. Richard había ingresado en la
Universidad de Nueva York por insistencia de Horacio; había sido
profesor asistente durante tres años y profesor asociado a lo largo
de otros tres antes. Accedió a encargado de cátedra, con la
seguridad que eso implicaba, y cuando Horacio dejó su puesto como
director, él lo reemplazó. También le compró la casa de Brooklyn a
precio de ganga. Tal como decía, la única forma de pagarle al amigo
todo lo que le debía sería donarle en vida los pulmones para un
trasplante. Horacio fumaba cigarros, como su padre y sus hermanos,
y siempre estaba tosiendo.
—En esa zona hay bosques impenetrables,
nadie anda por ahí en invierno y dudo que alguien vaya en verano
—le explicó Richard a Lucía.
—¿Cómo nos vamos a organizar? Tendríamos que
alquilar un coche para volver.
—Eso significaría dejar un rastro. No
podemos llamar la atención. Llevaremos el Subaru para regresar.
Podríamos ir y volver en un día, pero con este clima tardaremos
dos.
—¿Y los gatos?
—Les dejo comida y agua. Están acostumbrados
a quedarse solos durante unos días.
—Podrían suceder imprevistos.
—¿Como por ejemplo que terminemos presos o
asesinados por Frank Leroy? —preguntó Richard con una sonrisa
disimulada—. En ese caso mi vecina se haría cargo de ellos.
—Tenemos que llevar a Marcelo —dijo
Lucía.
—¡De ninguna manera!
—¿Qué quieres que haga con él?
—Se lo dejaremos a mi vecina.
—Los perros no son como los gatos, hombre.
Sufren de ansiedad con las separaciones. Tiene que venir con
nosotros.
Richard respondió con un gesto teatral. Le
costaba entender la dependencia humana de los animales en general y
menos de uno como ese chihuahua deforme. Sus gatos eran
independientes y él podía irse de viaje varias semanas seguro de
que no lo echarían de menos. La única que lo recibía con cariño a
su regreso era Dois, los otros ni se enteraban de su
ausencia.
Lucía lo siguió a una de las habitaciones
desocupadas del primer piso, donde tenía sus herramientas y una
mesa de carpintería. Era lo último que hubiera esperado de él; lo
suponía incapaz de poner un clavo, como todos los hombres de su
vida, pero era evidente que Richard disfrutaba de los trabajos
manuales. Las herramientas estaban ordenadas en paneles de corcho
en la pared; había perfilado el contorno de cada una con tiza sobre
el corcho para notar de inmediato si faltaba alguna. El orden era
tan riguroso como el que Lucía había apreciado en la despensa,
donde cada artículo contaba con su lugar preciso. El único caos en
esa casa eran los papeles y libros que invadían la sala y la
cocina, aunque tal vez el caos era sólo aparente y estaban
clasificados de acuerdo a un sistema secreto que sólo Richard
entendía. «Este hombre debe de ser virgo», concluyó.
Reconfortados por la cazuela chilena,
volvieron a la calle, donde Richard estudió durante largos minutos
la cerradura rota de la cajuela, mientras Lucía lo protegía de la
nieve que caía despacio con un paraguas negro. «No puedo arreglar
esto, voy a asegurar la puerta con alambre», decidió. Debajo de los
guantes desechables de plástico, que se había puesto para no dejar
huellas, tenía las manos azules y los dedos agarrotados, pero
trabajaba con precisión de cirujano. Veinticinco minutos más tarde
había pintado de rojo la lámpara de posición, ya que la cubierta de
plástico se había roto en el choque; había amarrado la cajuela con
tal habilidad que el alambre era invisible. Volvieron tiritando de
frío a la casa, donde los esperaba el café todavía caliente.
—El alambre aguantará el viaje y no te dará
problemas —anunció Richard a Lucía.
—¿A mí? No, Richard. Tú vas a conducir el
Lexus. Soy un poco torpe y más todavía si estoy nerviosa. Me puede
parar la policía.
—Entonces que lo haga Evelyn. Yo iré delante
en el Subaru.
—Evelyn es indocumentada.
—¿No tiene licencia?
—Ya le pregunté. Tiene una licencia a nombre
de otra persona. Falsa, por supuesto. No vamos a correr más riesgos
de los necesarios. Tú conducirás el Lexus, Richard.
—¿Por qué yo?
—Porque eres un hombre blanco. Ningún
policía te va a pedir los documentos, aunque asomara un pie humano
de la cajuela, en cambio un par de latinas conduciendo por la nieve
somos automáticamente sospechosas.
—Si los Leroy han denunciado la desaparición
del automóvil vamos a tener problemas,
—¿Por qué iban a hacer eso?
—Para cobrar el seguro.
—¿Cómo se te ocurre, Richard? Uno de los dos
es un asesino, lo último que haría sería denunciar algo.
—¿Y el otro Leroy?
—¡Siempre te pones en el peor de los
casos!
—No me gusta nada la idea de cruzar el
estado de Nueva York en un coche robado.
—A mí tampoco, pero no tenemos
alternativa.
—Oye, Lucía, ¿has pensado que puede haber
sido Evelyn quien mató a esa mujer?
—No, Richard, no lo he pensado porque esa es
una suposición idiota. ¿Te parece que esa infeliz es capaz de matar
una mosca? ¿Y para qué iba a venir a tu casa con la víctima?
Richard le mostró en el mapa los dos caminos
al lago, uno más corto, pero con peajes donde podía haber
controles, y otro lleno de curvas y menos usado. Optaron por el
segundo, con la esperanza de que los quitanieves lo hubieran
limpiado.