Richard
Nueva York
En las excursiones que Richard Bowmaster
había hecho durante años con Horacio Amado-Castro solían ir a
lugares remotos, donde llegaban primero en el Subaru y de allí
seguían en sus bicicletas con mochilas y una carpa de campaña a la
espalda. La ausencia de su amigo era como una pequeña muerte, había
dejado un vacío en el espacio y el tiempo de su existencia; había
tanto que deseaba compartir con él. A Horacio se le habría ocurrido
una solución exacta y razonable al problema del cadáver en el Lexus
y la habría ejecutado sin vacilar y muerto de risa. Él, en cambio,
sentía los picotazos amenazante de su úlcera, un pájaro asustado en
el estómago. «Qué sacas con pensar en el futuro, las cosas siguen
su curso y tú no tienes control de nada, relájate, hermano», era el
consejo cien veces repetido de su amigo. Lo acusaba de vivir en
perpetua conversación consigo mismo, mascullando, recordando,
arrepintiéndose, planeando. Decía que sólo los humanos andaban
centrados en sí mismos, esclavos de su ego, observándose, a la
defensiva aunque ningún peligro los amenazara.
Lucía sostenía algo parecido, y ponía como
ejemplo al chihuahua, que vivía eternamente agradecido y en el
presente, aceptando lo que viniera sin anticiparse a una posible
desgracia, como otras que le habían sucedido en su vida de perro
abandonado. «Demasiada sabiduría zen para un bicho tan chico», le
respondió Richard cuando ella le enumeró esas virtudes. Admitía ser
adicto al pensamiento negativo, como sostenía Horacio. A los siete
años ya le preocupaba que el sol se apagara y terminara con toda
forma de vida en el planeta. Era alentador que eso todavía no
hubiera sucedido. A Horacio, en cambio, ni siquiera le preocupaba
el calentamiento global; cuando los polos se derritieran y los
continentes quedaran sumergidos, sus bisnietos habrían muerto de
viejos o les habrían salido agallas de pescado. Pensó que Horacio y
Lucía se llevarían bien, con su insensato optimismo e inexplicable
tendencia a la felicidad. Él estaba más cómodo en su razonable
pesimismo.
Con Horacio, cada gramo de peso contaba,
porque debían cargarlo, y cada caloría estaba calculada para
mantenerlos hasta el regreso. Horacio, improvisador nato, se
burlaba de los preparativos obsesivos de Richard, pero la
experiencia había demostrado lo necesarios que eran. En una ocasión
se les olvidó llevar fósforos y después de pasar una noche
entumecidos y hambrientos tuvieron que volverse. Descubrieron que
hacer fuego frotando dos palos es una fantasía de boy scout.
Con el mismo cuidado que ponía en planear
las salidas con su amigo, Richard se organizó para el corto viaje
al lago. Hizo una lista exhaustiva de lo que podían requerir en una
emergencia, desde comida hasta sacos de dormir y baterías de
repuesto para las linternas.
—Lo único que te falta es un excusado
portátil, Richard. No vamos a la guerra, hay restaurantes y hoteles
en todas partes —dijo Lucía.
—No podemos mostrarnos en lugares
públicos.
—¿Por qué?
—Las personas y los automóviles no
desaparecen sin más, Lucía. Es muy probable que haya una
investigación policial. Pueden identificarnos si dejamos
rastros.
—Nadie se fija en nadie, Richard. Y nosotros
parecemos una pareja madura de vacaciones.
—¿En la nieve? ¿En dos vehículos? ¿Con una
niña llorona y un perro vestido de Sherlock Holmes? Y tú con esos
pelos colorinches. Por supuesto que llamamos la atención,
mujer.
Colocó el complejo equipaje en la cajuela
del Subaru, dejó suficiente comida para los gatos. Antes de dar la
orden de partir llamó a la clínica para saber de Três, cuya
condición era estable y debía continuar en observación varios días
más, y a su vecina, para advertirle de que estaría ausente un par
de días y pedirle que les echara una mirada a los otros tres
felinos. Comprobó una vez más que el alambre de la cajuela del
Lexus cumplía su función y raspó el hielo de los vidrios de ambos
vehículos. Suponía que los documentos del automóvil estaban en
orden, pero quiso asegurarse. En la guantera halló lo que buscaba,
más un control remoto y un llavero dorado con una sola llave.
—Supongo que el control abre el garaje de
los Leroy.
—Sí —dijo Evelyn.
—Y la llave será de su casa.
—No es de la casa.
—¿Sabes de dónde es? ¿La habías visto
antes?
—La señora Leroy me la mostró.
—¿Cuándo fue eso?
—Ayer. La señora pasó el viernes en cama,
estaba muy deprimida, dijo que le dolía todo el cuerpo; a veces le
pasa, no puede levantarse. Además, ¿adónde iba a ir con la
tormenta? Pero ayer se sintió mejor y decidió salir. Antes de irse
me mostró ese llavero. Dijo que estaba en el bolsillo del traje del
señor Leroy. Estaba muy nerviosa. Tal vez por lo que le pasó a
Frankie el jueves. Me dijo que le midiera el azúcar cada dos
horas.
—¿Y?
—La tormenta del viernes asustó a Frankie,
pero ayer estaba bien. El azúcar estaba estable. En el auto también
hay una pistola.
—¿Una pistola? —se sobresaltó Richard.
—El señor Leroy la tiene por protección. Por
su trabajo, dice.
—¿Cuál es su trabajo?
—No lo sé. La señora me dijo que su marido
nunca se iba a divorciar, porque ella sabía demasiado sobre su
trabajo.
—Una pareja ideal, por lo visto. Supongo que
era un arma legal. Pero aquí no hay ninguna pistola, Evelyn. Mejor
así, un problema menos —comentó Richard después de revisar la
guantera por segunda vez.
—Ese Frank Leroy debe ser un bandido de
cuidado —masculló Lucía.
—Más vale que salgamos pronto, Lucía. Iremos
en caravana. En lo posible trata de tenerme a la vista, pero con
suficiente distancia para frenar a tiempo, porque el pavimento está
resbaladizo. Lleva las luces encendidas para ver y que te vean los
otros conductores. Si nos encontramos en una cola de coches, prende
la luz intermitente de peligro para alertar a los que vienen
detrás...
—Manejo desde hace medio siglo,
Richard.
—Sí, pero mal. Una cosa más. El hielo es
peor en los puentes, porque hace más frío que en tierra —agregó, y
con un gesto de reacia conformidad se dispuso a partir.
Lucía se instaló al volante del Subaru, con
Evelyn y Marcelo de copilotos y con la ruta trazada con lápiz rojo
en el mapa, porque no confiaba demasiado en el GPS y temía perder
de vista a Richard por el camino. Tenía instrucciones de
encontrarse con él en varios puntos en caso de separarse y contaban
con los celulares para mantenerse en contacto; era el viaje
imposible más seguro, le dijo a Evelyn para tranquilizarla. Salió
de Brooklyn siguiendo a Richard a vuelta de rueda; no había
tráfico, pero la nieve era un impedimento. Le hizo falta su música
favorita, como Judy Collins y Joni Mitchell, pero se dio cuenta de
que Evelyn rezaba a media voz y al principio le pareció
irrespetuoso distraerla. Marcelo, poco acostumbrado a andar en
auto, gemía en el regazo de la muchacha.
Richard, por su parte, iba medio congelado y
muy ansioso, a pesar de la píldora verde que había tomado antes de
salir. Si lo paraba la policía y revisaban el coche, estaba jodido.
¿Qué explicación razonable podía dar? Iba en un vehículo ajeno,
posiblemente robado, con la infeliz Kathryn Brown, a quien nunca
conoció en vida, en la cajuela. El cuerpo llevaba allí muchas
horas, pero dada la temperatura bajo cero seguramente seguía con
rigor mortis. En teoría deseaba verle la
cara para recordarla después y examinarla para averiguar cómo
murió, pero en la práctica ni él ni Lucía, y menos Evelyn,
quisieron volver a abrir la cajuela. ¿Quién era realmente la mujer
que viajaba con él en ese automóvil? Por lo que Evelyn había
contado de los Leroy, la joven pudo haber sido asesinada para
cerrarle la boca, en caso de que hubiera descubierto algo que
incriminaba a Frank Leroy. Las actividades misteriosas de ese
hombre y su conducta violenta, como había mencionado Evelyn, se
prestaban para siniestras suposiciones. Cabía preguntarse cómo le
consiguió documentos falsos a Evelyn, debía contar con recursos
ilegales. Lucía le había dicho que la chica tenía un carnet de una
tribu de nativos americanos.
Necesitaba llamar a su padre; le habría
gustado pedirle consejo o, más bien, pavonearse un poco,
demostrarle que él no era un mequetrefe, que podía lanzarse a una
locura como esa. Pero sería imprudente mencionarlo por teléfono.
Imaginaba la sorpresa y la dicha del viejo Joseph cuando se lo
contara. Seguramente iba a querer conocer a Lucía; ese par se
llevaría muy bien. «Todo esto en el supuesto de que salgamos con
vida de esto... Me estoy poniendo paranoico, como dice Lucía.
Ayúdanos, Anita; ayúdanos, Bibi», les pidió en voz alta, como solía
hacer cuando estaba solo. Era una forma de sentirse acompañado.
«Ahora necesito protección más que compañía», agregó.
Sintió la presencia de Anita con tal
claridad que se volvió para ver si acaso estaba en el asiento a su
lado. No habría sido la primera vez que se le aparecía, pero
siempre llegaba y se iba tan fugazmente, que él se quedaba dudando
de sus propias facultades. Era muy poco inclinado a los arrebatos
de fantasía, se consideraba riguroso en el raciocinio y exigente en
la comprobación de los hechos, pero Anita siempre había escapado a
esos parámetros. A los sesenta años, embarcado en una misión
demente, medio paralizado de frío, porque el automóvil iba sin
calefacción para preservar el cadáver en la cajuela, y con la
ventanilla entreabierta para evitar que se le empañara o escarchara
el vidrio, Richard examinó una vez más su pasado y concluyó que los
años más dichosos fueron con Anita, antes de que la desgracia les
diera alcance.
Esa fue la época en que estaba realmente
vivo. Se habían borrado de su mente los problemas cotidianos, los
malentendidos de idioma y cultura, la constante intromisión de sus
suegros y cuñados, el fastidio de los amigos instalados en su casa
a cualquier hora sin invitación, los rituales de Anita que él
consideraba pura superstición y, sobre todo, los enojos explosivos
de ella cuando él bebía más de la cuenta. No la recordaba en las
crisis, cuando los ojos dorados se le ponían color de alquitrán, ni
en sus celos frenéticos o sus ráfagas de ofuscación, ni cuando
debía sujetarla en la puerta con recursos de carcelero para impedir
que lo dejara. Sólo la recordaba en su estado original, apasionada,
vulnerable y generosa. Anita, la del amor fiero y la ternura fácil.
Eran felices. Las peleas duraban poco y las reconciliaciones se
prolongaban días y noches enteras.
Richard fue un niño estudioso y tímido,
eternamente enfermo del estómago. Eso lo salvó de participar en los
deportes brutales de las escuelas estadounidenses y lo condujo
irremisiblemente hacia la vida académica. Estudió ciencias
políticas, especializándose en Brasil, porque hablaba portugués;
había pasado muchas vacaciones de su infancia con sus abuelos
maternos en Lisboa. Hizo su tesis doctoral sobre las maniobras de
la oligarquía brasileña y sus aliados, que llevaron a derrocar al
carismático presidente izquierdista João Goulart en 1964 y terminar
con su modelo político y económico. Goulart fue depuesto por un
golpe militar, apoyado por Estados Unidos en el marco de la
Doctrina de Seguridad Nacional para combatir el comunismo, como
tantos otros gobiernos del continente, antes y después de Brasil.
Fue reemplazado por sucesivas dictaduras militares que habrían de
durar veintiún años, con períodos de represión dura,
encarcelamiento de opositores, censura de prensa y de la cultura,
tortura y desapariciones.
Goulart murió en 1976, después de más de una
década de exilio en Uruguay y Argentina. La versión oficial
atribuyó su muerte a un ataque al corazón, pero el rumor popular
decía que fue envenenado por sus enemigos políticos, temerosos de
que volviera del destierro a sublevar a los desposeídos. A falta de
una autopsia, la sospecha carecía de fundamento, pero años más
tarde le serviría a Richard de pretexto para entrevistar a Maria
Thereza, viuda de Goulart, quien había regresado a su país y aceptó
recibirlo para una serie de entrevistas. Richard se encontró frente
a una dama con la prestancia y seguridad que otorga la belleza
cuando es de nacimiento. La viuda respondió a sus preguntas, pero
no pudo aclarar las dudas sobre la muerte de su marido. Esa mujer,
representante de un ideal político y una época que ya era parte de
la historia, provocaron en Richard una fascinación incurable hacia
Brasil y su gente.
Richard Bowmaster llegó en 1985, cuando iba
a cumplir veintinueve años. Para entonces la dictadura se había
ablandado, se habían restaurado algunos derechos políticos, había
un programa de amnistía para las personas acusadas de delitos
políticos y se había relajado la censura. Más importante, el
gobierno había permitido el triunfo de la oposición en las
elecciones parlamentarias de 1982.
Richard vivió las primeras elecciones
libres. La gente expresó su repudio hacia el gobierno militar y sus
partidarios dando la victoria al candidato de la oposición; pero en
una mala jugada de la historia, murió antes de asumir el cargo. Fue
su vicepresidente, José Sarney, un terrateniente cercano a los
militares, a quien le correspondió inaugurar la «Nueva República» y
consolidar la transición a la democracia. El momento era fascinante
para un estudioso de la política como Richard. El país se
enfrentaba a problemas muy graves de toda índole, tenía la mayor
deuda externa del mundo, estaba estancado en una recesión, el poder
económico se concentraba en pocas manos y el resto de la población
sufría inflación, desempleo, pobreza y desigualdad, que condenaba a
muchos a permanente miseria. Había material de sobra para lo que él
deseaba investigar y los artículos que pensaba publicar, pero junto
a esos desafíos intelectuales estaba la fuerte tentación de
aprovechar al máximo su juventud en el ambiente hedonista en que
aterrizó.
Se instaló en un apartamento de estudiante
en Río de Janeiro, cambió el duro acento de Portugal por el dulce
brasileño, aprendió a beber caipiriña, la bebida nacional de
cachaza y limón, que le caía como ácido de batería en el estómago,
y se aventuró con cierta cautela en la existencia alborozada de la
ciudad. Como las muchachas más atractivas estaban en las playas y
en las pistas de baile, se propuso nadar en el mar y aprender a
bailar. Hasta ese momento la necesidad de bailar no se le había
presentado. Alguien le recomendó la academia de Anita Farinha,
donde se inscribió para aprender samba y otros ritmos de moda, pero
tenía el esqueleto rígido de tantos hombres blancos y demasiado
sentido del ridículo. Era el peor alumno de la academia, pero el
esfuerzo valió la pena, porque allí conoció a su único amor.
La lejana herencia africana de Anita Farinha
se manifestaba en la forma exuberante del cuerpo, cintura escasa,
piernas robustas y un trasero redondo que ondulaba con cada paso
sin ninguna intención de coquetería por parte de ella. Llevaba
música y gracia en la sangre. En su academia quedaba en evidencia
el esplendor de su naturaleza, pero fuera de ella Anita era una
joven formal, retraída, de impecable conducta y apegada a su
extensa y ruidosa familia. Practicaba su propia religión pero sin
fanatismo, una ensalada de creencias católicas y animistas,
sazonada con mitología femenina. De vez en cuando asistía con sus
hermanas a ceremonias de candomblé, la religión de los esclavos
africanos, que antes estaba limitada a los negros, pero que iba
ganando adeptos entre blancos de clase media. Anita tenía su orixá
tutelar, su guía divina en la realización de su destino: Yemayá,
diosa de la maternidad, la vida y los océanos. Se lo explicó a
Richard la única vez que la acompañó a una ceremonia, y él lo tomó
en broma. Ese paganismo, como tantas otras costumbres de Anita, le
parecía exótico y encantador. Ella se rió también, porque creía a
medias; era preferible creer en todo que no creer en nada, así
corría menos riesgo de enojar a los dioses, en caso de que
existieran.
Richard la persiguió con una determinación
demente, inesperada en alguien tan sensato como él, hasta que
consiguió casarse con ella, una vez que fue aceptado por treinta y
siete miembros de la familia Farinha. Para eso debió hacer
innumerables visitas de cortesía, sin mencionar el propósito de la
misma, acompañado por su padre, quien viajó especialmente a Brasil
para eso, porque habría estado mal visto que se presentara solo.
Joseph Bowmaster iba vestido de luto de pies a cabeza por la muerte
reciente de Cloé, la mujer que tanto quiso, pero llevaba una flor
roja en el ojal de la chaqueta para celebrar el noviazgo de su
hijo. Richard hubiera preferido una boda privada, pero sólo los
parientes y amigos íntimos de Anita sumaban más de doscientos
invitados. Por parte de Richard sólo estaban presentes su padre, su
amigo Horacio Amado-Castro, que llegó de Estados Unidos por
sorpresa, y Maria Thereza de Goulart, que le había tomado cierto
afecto maternal al guapo estudiante americano.
La viuda del presidente, todavía joven y
bella —era veintiún años menor que su marido—, acaparó la atención
de la concurrencia y para Richard fue un valioso respaldo frente al
apabullante clan de Anita. Fue ella quien le hizo ver lo obvio: al
casarse con Anita se casaba también con su familia. La boda no
estuvo a cargo de los novios, sino de la madre, las hermanas y las
cuñadas de Anita, mujeres parlanchinas y afectuosas, que vivían en
permanente comunicación, metidas en cada detalle de las vidas
mutuas. Ellas decidieron los pormenores, desde el menú del banquete
hasta la mantilla de encaje color mantequilla que tuvo que usar
Anita, porque había pertenecido a su difunta bisabuela. Los hombres
de la familia tenían un papel más bien decorativo, ejercían su
dominio, de tenerlo, fuera de la casa. Todos trataban a Richard con
tanta cordialidad, que él tardó bastante en darse cuenta de que los
Farinha en masa le tenían desconfianza. Nada de eso lo afectaba,
porque el amor que compartía con Anita era lo único que realmente
le importaba. No podía haber adivinado el dominio que iba a ejercer
la familia Farinha en su matrimonio.
La dicha de la pareja se multiplicó con el
nacimiento de Bibi. La hija les llegó al segundo año de matrimonio,
tal como Yemayá había anunciado en los búzios, las conchas de adivinar, y fue un regalo
tan excesivo, que Anita temía el precio que la diosa le cobraría
por esa preciosa niña. Richard se reía de las pulseras de cristal
de cuarzo como protección contra el mal de ojo y otras precauciones
de su mujer. Anita le prohibió jactarse de la felicidad, era
peligroso provocar envidia.
Los mejores momentos de ese período, que
muchos años después todavía tenían el poder de apurarle los latidos
del corazón, eran cuando Anita se acurrucaba en su pecho con
mansedumbre de gato o se acaballaba en sus rodillas y hundía la
nariz en su cuello, o cuando Bibi daba sus primeros pasos con la
gracia de su madre y su risa de dientes de leche. Anita con
delantal picando fruta en el verano; Anita en su academia ondulando
como anguila al son de una guitarra; Anita ronroneando dormida en
sus brazos después de hacer el amor; Anita pesada, con su barriga
de sandía, apoyándose en él para subir la escalera; Anita en la
silla mecedora con Bibi prendida al seno, cantando bajito en la luz
anaranjada de la tarde.
Nunca se permitió dudar de que aquellos años
también fueron los mejores de Anita.