Richard

 

 

Río de Janeiro

 

Después de la muerte del pequeño Pablo, las semanas y los meses fueron un mal sueño del cual ni Anita ni Richard fueron capaces de escapar. Bibi cumplió cuatro años y la familia Farinha lo celebró con exageración en casa de sus abuelos, para compensar la tristeza que reinaba en su hogar. La niña pasaba de mano en mano entre su abuela y sus numerosas tías, demasiado sabia, serena y circunspecta para su edad, como siempre lo había sido.
Pero por las noches mojaba la cama. Despertaba empapada, y entonces se quitaba sigilosamente el pijama y se deslizaba desnuda y en puntillas a la habitación de sus padres. Dormía entre los dos y a veces su almohada amanecía húmeda del llanto de su madre.
El delicado equilibrio que Anita había mantenido en los años de sus abortos espontáneos se partió con la muerte del bebé. Ni Richard ni el persistente afecto de la familia Farinha pudieron ayudarla, pero entre todos lograron arrastrarla a la consulta de un psiquiatra, que le recetó un cóctel de medicamentos. Las sesiones terapéuticas transcurrían casi en silencio; ella no hablaba y los esfuerzos del psiquiatra se estrellaban contra el duelo profundo de su paciente.
Como recurso desesperado, las hermanas de Anita la llevaron a consultar a María Batista, una respetada iyalorixá, madre de santos del candomblé. Todas las mujeres de la familia, en algún momento trascendental de sus vidas, habían hecho el viaje a Bahía para ir al terreiro de María Batista. Era una mujer madura, voluminosa, con una sonrisa imborrable en su rostro color melaza, vestida de blanco desde las zapatillas hasta el turbante y adornada con una cascada de collares simbólicos. La experiencia la había hecho sabia. Hablaba en voz baja, miraba a los ojos y acariciaba las manos de quienes acudían a ella para ser guiados en el camino de la incertidumbre.
Examinó el destino de Anita con su intuición, ayudada por los búzios, las conchas de caurí. No dijo lo que vio, porque su papel era impartir esperanza, ofrecer soluciones y dar consejo. Le explicó que el sufrimiento no cumple ningún propósito, es inútil, a menos que pueda ser usado para limpiar el alma. Anita debía rezar y pedirle ayuda a Yemayá, orixá de la vida, para salir de la prisión de los recuerdos. «Tu hijo está en el cielo y tú estás en el infierno. Vuelve al mundo», le dijo. A las hermanas Farinha les aconsejó que le dieran tiempo a Anita; en algún momento se le agotaría la reserva de llanto y su espíritu sanaría. La vida es persistente. «Las lágrimas son buenas, lavan por dentro», agregó.
Anita regresó de Bahía tan desconsolada como había partido. Se encerró en sí misma, indiferente a las atenciones de su familia o de su marido, alejada de todos, menos de Bibi. Retiró a su hija de la guardería infantil para tenerla siempre a la vista, protegida por un cariño opresivo y temeroso. Bibi, sofocada por ese abrazo trágico, cargaba ella sola con la responsabilidad de impedir que su madre se deslizara irrevocablemente hacia la locura. Sólo ella podía secarle el llanto y aliviarle la pena con caricias. Aprendió a no mencionar a su hermanito, como si hubiera olvidado su breve existencia, y fingir alegría para distraerla. La niña y su padre convivían con un fantasma. Anita pasaba buena parte del día durmiendo o inmóvil en un sillón, vigilada por alguna mujer de la familia, porque el psiquiatra había advertido contra el suicidio. Las horas transcurrían idénticas para Anita, sus días se sucedían con terrible lentitud y le sobraban horas para llorar a Pablo y los niños que no alcanzaron a nacer. Tal vez las lágrimas se le hubieran secado finalmente, como dijo María Batista, pero faltó tiempo para eso.

 

A Richard lo afectó más la desesperación insondable de su mujer que la muerte del bebé. Había deseado y amado a ese hijo, pero menos que Anita, y no alcanzó a familiarizarse con él. Mientras la madre lo criaba pegado al pecho, arrullándolo en una letanía amorosa constante, unidos ambos por el cordón invencible del instinto maternal, él recién empezaba a conocerlo cuando lo perdió. Había dispuesto de cuatro años para enamorarse de Bibi y aprender a ser su padre, pero pasó sólo un mes con Pablo. Su muerte inesperada lo estremeció, pero mucho más lo afectó la reacción de Anita. Llevaban juntos varios años y estaba acostumbrado a los cambios de humor de su mujer, quien en cuestión de minutos pasaba de la risa y la pasión a la ira o la tristeza. Había encontrado maneras de manejar los impredecibles estados de ánimo de Anita sin alterarse, los atribuía a su temperamento tropical, como lo calificaba lejos del alcance de ella, porque lo hubiera acusado de racista. Sin embargo, en el duelo de Pablo no podía ayudarla, porque ella lo rechazaba; apenas toleraba a su familia y menos lo toleraba a él. Bibi era su único consuelo.
Entretanto la vida bullía en las calles y las playas de esa ciudad erótica. En febrero, el mes más caluroso, la gente andaba casi desnuda, los hombres en pantalones cortos y a menudo descamisados, y las mujeres con vestidos ligeros, luciendo escotes y piernas. Cuerpos juveniles, bellos, bronceados, sudorosos, cuerpos y más cuerpos exhibiéndose desafiantes, Richard los veía por todas partes. Su bar favorito, donde se dirigía automáticamente por las tardes a refrescarse con cerveza o aturdirse con cachaza, era uno de los oasis obligados de los jóvenes. A eso de las ocho empezaba a llenarse y a las diez el ruido era de tren en marcha y el olor a sexo, sudor, alcohol y perfume podía palparse como algodón. En un rincón discreto circulaban cocaína y otras drogas. Richard, convertido en cliente habitual, no necesitaba pedir su trago, el barman se lo servía apenas se acercaba al mostrador. Había hecho amistad con varios clientes leales como él, que a su vez le habían presentado a otros. Los hombres bebían, conversaban a gritos por encima del bochinche, miraban el fútbol en la pantalla, discutían de goles o de política y a veces se les iba la mano y terminaban enojados. Entonces intervenía el barman y los echaba afuera. Las muchachas se dividían en dos categorías, las intocables, porque iban del brazo de un hombre, y las que llegaban en grupo a ejercitar el arte de seducir. Si aparecía una mujer sola, normalmente tenía edad suficiente para desdeñar las malas lenguas y siempre encontraba quien la cortejara por amabilidad, con esa galantería masculina de los brasileños que Richard era incapaz de imitar, porque la confundía con acoso sexual. Por su parte, él era blanco fácil de las chicas que andaban pidiendo guerra. Aceptaban sus tragos, bromeaban con él y en la intimidad de la apretada multitud del local lo acariciaban hasta obligarlo a responder. Richard se olvidaba de Anita en esos momentos, aquellos juegos eran inocuos, no representaba ni el menor peligro para su matrimonio, como hubiera sucedido si Anita se tomara las mismas libertades.

 

La joven que habría de ser inolvidable para Richard no se contaba entre las más hermosas en esas noches de caipiriña, pero era atrevida, de risa clara y ganas de probar todo lo que se le ofrecía. Se convirtió en la mejor camarada para la juerga, pero Richard la mantenía al margen de su vida, como si fuera un maniquí que sólo cobraba vida en su presencia para acompañarlo en el bar con alcohol y cocaína. Significaba tan poco en su vida, creía él, que para simplificar la llamaba Garota, el nombre genérico de las chicas bellas de Ipanema establecido por la antigua canción de Vinicius de Moraes. Ella lo inició en el rincón de la droga y en la mesa de póquer de la trastienda, donde se apostaba barato y se podía perder sin consecuencias serias. Era incansable, podía pasar la noche entera bebiendo y bailando y al día siguiente irse directamente a su trabajo de administrativa en un consultorio dental. Le contaba su vida inventada a Richard, siempre una versión distinta, en un portugués frenético y enredado, que a él le sonaba como música. Al segundo trago él se lamentaba de su triste vida doméstica y al tercero lloriqueaba en el hombro de ella. La Garota se le sentaba en las rodillas, lo besaba hasta ahogarse y se le refregaba con mohines tan excitantes, que él volvía a su casa con los pantalones manchados y una inquietud que no alcanzaba a ser remordimiento. Richard planeaba el día en función del encuentro con esa chica que daba color y sabor a su existencia. Eternamente alegre y bien dispuesta, la Garota le recordaba a la Anita de antes, aquella de quien se enamoró en la Academia de Baile y que se iba esfumando rápidamente en la neblina de su desventura. Con la Garota él volvía a ser un joven despreocupado; con Anita se sentía pesado, envejecido y juzgado.
El trayecto entre el bar y el apartamento de la Garota era corto y las primeras veces Richard lo hizo en grupo. A las tres de la madrugada, cuando echaban del local a los últimos clientes, algunos iban a dormir la borrachera en la playa o a seguir la fiesta en casa de uno de ellos. El apartamento de la Garota era el más conveniente, pues quedaba a menos de cinco cuadras. En varias ocasiones Richard despertaba con la primera luz del alba en un sitio que por breves segundos le resultaba desconocido. Se incorporaba mareado y confundido, sin reconocer a los hombres y mujeres revueltos y despatarrados en el suelo o sobre los sillones.
Las siete de la mañana de un sábado lo sorprendió sobre la cama de la Garota vestido y con zapatos. Ella estaba desnuda, abierta de piernas y brazos, con la cabeza colgando, la boca abierta, un hilo de sangre seca en el mentón y los párpados entornados. Richard no tenía idea de lo que había sucedido ni por qué se encontraba allí, las horas anteriores estaban en absoluta oscuridad, lo último que recordaba era la mesa de póquer en una nube de humo de cigarrillos. Cómo llegó hasta esa cama era un misterio. En varias ocasiones anteriores el alcohol lo había traicionado, su mente se perdía mientras su cuerpo actuaba automáticamente; debía existir un nombre y una razón científica para esa condición, pensaba. Al cabo de un par de minutos reconoció a la mujer, pero no pudo explicarse la sangre. ¿Qué había hecho? Temiendo lo peor, la sacudió, gritándole sin recordar su nombre, hasta que ella dio señales de vida. Entonces, aliviado, sumergió la cabeza en el lavabo con agua fría hasta perder la respiración y recuperar algo de equilibrio. Salió disparado y llegó a su casa con cuchilladas taladrándole las sienes, los huesos molidos y una inextinguible acidez estomacal quemándolo por dentro. Improvisó una disculpa apresurada para Anita: había sido detenido por la policía junto a otros por un estúpido altercado en la calle, había pasado la noche en la cárcel y no le permitieron avisar a su casa por teléfono.
La mentira fue innecesaria, porque encontró a Anita en el sueño profundo de sus somníferos y a Bibi jugando callada con sus muñecas. «Tengo hambre, papá», dijo abrazándose a sus piernas. Richard le preparó cacao y un plato de cereal, sintiéndose indigno del amor de esa niña, manchado, inmundo; no se atrevió a tocarla antes de darse una ducha. Después la sentó en sus rodillas y hundió la nariz en su pelo de ángel, aspirando su olor a leche cuajada y sudor inocente, jurando para sí que en adelante su familia sería su principal prioridad. Iba a dedicarse en cuerpo y alma a sacar a su mujer del pozo en que estaba sumida y compensar a Bibi por meses de negligencia.
Sus propósitos duraron diecisiete horas y las escapadas nocturnas se hicieron más frecuentes, largas e intensas. «¡Te estás enamorando de mí!», le hizo ver la Garota y para no defraudarla, él lo admitió, aunque el amor nada tenía que ver con su comportamiento. Ella era desechable, podía ser reemplazada por docenas de otras parecidas, frívolas, hambrientas de atención, temerosas de la soledad.
El siguiente sábado despertó cerca de las nueve de la mañana en la cama de ella. Perdió algunos minutos buscando su ropa en el desorden del apartamento, sin apurarse, porque supuso que Anita todavía estaría semiinconsciente con píldoras; se levantaba cerca del mediodía. Tampoco Bibi le preocupaba, porque a esa hora habría llegado la empleada y se habría hecho cargo de ella. Su vago sentido de culpa se iba volviendo imperceptible; la Garota tenía razón, la única víctima en esa situación era él por estar atado a una esposa enferma mental. Si él manifestaba algún indicio de preocupación por engañar a Anita, la muchacha le repetía el mismo refrán: ojos que no ven, corazón que no siente. Anita no sabía o fingía no saber nada de sus escapadas y él tenía derecho a pasarlo bien. La Garota era una diversión pasajera, apenas una huella en la arena, pensaba Richard, sin imaginar que llegaría a ser una cicatriz imborrable en su memoria. La infidelidad le molestaba menos que las consecuencias del alcohol. Después de una noche de parranda, le costaba trabajo recuperarse, podía pasar el día con el estómago en llamas y el cuerpo molido, incapaz de pensar con claridad, con los reflejos adormecidos, andando con pesadez de hipopótamo.
Tardó un poco en encontrar su coche, estacionado en una calle lateral, y también tardó en introducir la llave en el contacto y echar a andar el motor; una conspiración misteriosa entorpecía sus facultades, se movía en cámara lenta. A esa hora había poco tráfico y a pesar del garrotazo en el cerebro, logró recordar la ruta a su casa. Habían pasado veinticinco minutos desde que despertó junto a la Garota y necesitaba con urgencia una taza de café y una larga ducha caliente. Iba saboreando el café y la ducha al acercarse a la entrada de su garaje.
Después buscaría mil explicaciones del accidente y ninguna sería suficiente para alterar la imagen nítida que habría de quedar fija en sus retinas para siempre.

 

Su hija lo estaba esperando en la puerta y al ver aparecer su coche en la esquina corrió a saludarlo, como siempre hacía dentro de la casa apenas él llegaba. Richard no la vio. Sintió el batacazo sin saber que había pasado por encima de Bibi. Frenó al instante y entonces oyó los gritos destemplados de la empleada. Supuso que había atropellado a un perro, porque la verdad que presentía en los vericuetos de su mente era insoportable. Saltó del asiento, impulsado por un formidable terror, que barrió de un plumazo la resaca de la borrachera, y al no ver la causa del golpe alcanzó a sentir un instante de alivio. Pero entonces se agachó.
A él le tocó extraer a su hija de debajo del automóvil. El golpe no había desordenado nada: el pijama con dibujos de ositos estaba limpio, en la mano empuñaba un muñeco de trapo, tenía los ojos abiertos con la expresión de dicha irresistible con que siempre lo recibía. La levantó con infinito cuidado, loco de esperanza, y la sostuvo contra su pecho, besándola y llamándola, mientras desde muy lejos, desde otro universo, le llegaban los gritos de la empleada y los vecinos, los bocinazos del tráfico detenido y después las sirenas de la policía y la ambulancia. Cuando captó la magnitud de su desgracia, se preguntaría dónde estaba Anita en ese momento, por qué no la escuchó ni la vio entre la muchedumbre confusa apiñada a su alrededor. Mucho más tarde se enteró de que al sentir el frenazo y el alboroto, ella se asomó a la ventana del segundo piso y desde arriba, paralizada, presenció todo, desde el primer gesto de su marido arrodillándose junto al coche, hasta la ambulancia perdiéndose calle arriba con su ulular de lobos y su luz roja de mal augurio. Desde la ventana Anita Farihna supo sin la menor duda que Bibi no respiraba y asumió ese sablazo final del destino como lo que era: su propia ejecución.
Anita se hizo pedazos. Recitaba incoherencias en un monólogo ininterrumpido y cuando dejó de comer fue a dar con sus huesos a una clínica psiquiátrica administrada por alemanes. Le plantaron al lado a una enfermera de día y otra de noche, ambas tan parecidas en su físico rotundo y su autoridad imponente, como gemelas descendientes de un coronel prusiano. Esas temibles matronas se encargaron de alimentarla durante dos semanas por un tubo al estómago con un líquido espeso oloroso a vainilla, así como de vestirla contra su voluntad y llevarla prácticamente en vilo a pasear por el patio de los locos. Aquellos paseos y otras actividades obligatorias, como los documentales de delfines y osos panda, destinados a combatir pensamientos destructivos, no tuvieron ningún efecto apreciable en ella. Entonces el director de la clínica sugirió terapia electroconvulsiva, un método eficaz y de poco riesgo para arrancarla de la indiferencia, como dijo. El tratamiento era bajo anestesia, la paciente ni se enteraba, y el único inconveniente menor era pérdida temporal de la memoria, que en el caso de Anita sería una bendición.
Richard escuchó la explicación y decidió esperar, porque era incapaz de someter a su mujer a varias sesiones de electroshock, y por una vez la familia Farihna estuvo de acuerdo. También estuvieron de acuerdo en no prolongar su estancia en esa institución teutónica más allá de lo indispensable. Apenas fue posible quitarle el tubo y darle una papilla nutritiva a cucharaditas, se llevaron a la paciente a la casa de su madre. Si antes las hermanas se habían propuesto turnarse para cuidarla, después del accidente de Bibi no la dejaban sola ni un instante. De día y de noche había alguien con ella, vigilando y rezando.
De nuevo Richard fue excluido del mundo femenino donde languidecía su mujer. Ni siquiera pudo acercarse para tratar de explicarle lo ocurrido y clamar por su perdón, aunque no cabía perdón posible. Sin que nadie pronunciara la palabra frente a él, fue tratado como un asesino. Y así exactamente se sentía. Vivía solo en su casa, mientras los Farihna retenían a su mujer. «La han secuestrado», le decía por teléfono a su amigo Horacio, que lo llamaba desde Nueva York. En cambio a su padre, que también lo llamaba regularmente, no le confesaba el desastre de su existencia sino que lo tranquilizaba con una versión optimista en la que Anita y él, con ayuda psicológica y de la familia, estaban superando el duelo. Joseph sabía que Bibi había muerto atropellada, pero no sospechaba que Richard conducía el vehículo.
La empleada, que antes iba a cuidar a Bibi y hacer limpieza, se fue el mismo día del accidente y no regresó ni a cobrar su sueldo. También la Garota se esfumó, porque Richard ya no podía pagarle los tragos y por miedo supersticioso: creía que las desgracias de Richard las causaba una maldición y eso solía ser contagioso. En torno a Richard crecía el desorden y se alargaban las hileras de botellas en el suelo, en la nevera fermentaban productos con pelos verdes que habían perdido su naturaleza original y la ropa sucia se reproducía sola como truco de ilusionista. Su mal aspecto asustó a los alumnos de sus clases, que fueron desapareciendo rápidamente, y se encontró sin fondos por primera vez. Los últimos ahorros de Anita se destinaron a pagar la clínica. Empezó a beber ron ordinario a granel, solo en su casa, porque debía dinero en el bar. Pasaba el tiempo echado frente a la televisión encendida a toda hora para evitar el silencio y la oscuridad, donde flotaba la presencia transparente de sus niños. A los treinta y cinco años se consideraba medio muerto, porque ya había vivido media vida. La otra mitad no le interesaba.

 

En esa época de desgracia para Richard, su amigo Horacio Amado-Castro, convertido en director del Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe en la Universidad de Nueva York, decidió prestarle más atención a Brasil y pensó que de paso podía darle una oportunidad a Richard. Eran camaradas desde los años de soltería, cuando él iniciaba su carrera académica y Richard preparaba su tesis doctoral. En esos años había ido a visitarlo a Río de Janeiro y su amigo lo trató con tan exquisita hospitalidad, a pesar de su escuálido presupuesto de estudiante, que se quedó dos meses con él y fueron juntos al Mato Grosso, a explorar la selva amazónica con una mochila a la espalda. Consolidaron una de esas amistades masculinas sin asomo de sentimentalismo, inmunes a la distancia y el tiempo. Más tarde viajó de nuevo a Río de Janeiro para ser testigo en la boda de Richard y Anita. En los años siguientes se vieron muy poco, pero el afecto quedó resguardado en un rincón seguro de la memoria; ambos sabían que podían contar con el otro. Desde que supo lo ocurrido con Pablo y Bibi, Horacio llamaba a su amigo un par de veces por semana para tratar de levantarle el ánimo. En el teléfono la voz de Richard era irreconocible, arrastraba las palabras y se repetía con la obtusa incoherencia de los ebrios. Horacio comprendió que Richard necesitaba tanta ayuda como Anita.
Fue él quien le avisó a Richard, antes de que se publicara en las revistas especializadas, que existía una vacante en la universidad y le aconsejó presentarse de inmediato. La competencia por el puesto sería fuerte y en eso él no podía ayudarlo, pero si pasaba las pruebas necesarias y lo acompañaba la suerte podría encabezar la lista. Su tesis doctoral todavía se estudiaba, ese era un punto a su favor, y sus artículos publicados eran otro, pero había transcurrido más tiempo del conveniente desde entonces; Richard había perdido años de carrera profesional remoloneando en la playa y bebiendo caipiriñas. Para complacer a su amigo, Richard envió su solicitud sin grandes esperanzas y se llevó la enorme sorpresa de que dos semanas más tarde le llegara una respuesta invitándole a presentarse para una entrevista. Horacio tuvo que mandarle dinero para el avión a Nueva York. Richard se preparó para viajar sin darle explicaciones a Anita, que en ese momento estaba en la clínica de los alemanes. Se convenció a sí mismo de que no actuaba por egoísmo; si le daban el puesto, Anita estaría mucho mejor atendida en Estados Unidos, donde contaría con el seguro médico de la universidad para cubrir los gastos. Además, la única forma de recuperarla como esposa era arrancarla de las garras de los Farinha.
Después de exhaustivas entrevistas, Richard fue contratado a partir de agosto. Estaban en abril. Calculó que había tiempo suficiente para que Anita se repusiera y para organizar el traslado. Entretanto tuvo que pedirle otro préstamo a Horacio para los gastos ineludibles, con la intención de pagarle con la venta de la casa, siempre que Anita lo permitiera, porque la propiedad era de ella.
A Horacio Amado-Castro nunca le había faltado dinero gracias a la fortuna familiar. A los setenta y seis años, su padre seguía ejerciendo su tiranía de patriarca desde Argentina con el mismo carácter férreo de siempre, resignado a la desdicha de que uno de sus hijos se hubiera casado con una yanqui protestante y dos de sus nietos no hablaran español. Los visitaba varias veces al año para refrescar su vasta cultura en museos, conciertos y teatro, y para supervisar sus inversiones en bancos de Nueva York. Su nuera lo detestaba, pero lo trataba con la misma hipócrita cortesía de él con ella. Hacía años que el viejo pretendía comprarle una vivienda apropiada a Horacio. El estrecho apartamento de Manhattan donde vivía esa familia, en un décimo piso de un conglomerado de veinte edificios idénticos de ladrillo rojo, era una ratonera indigna de un hijo suyo. Horacio iba a heredar la parte correspondiente de su fortuna apenas él fuera a la tumba, pero en la familia todos eran longevos y él pensaba vivir un siglo; sería estúpido que Horacio esperara hasta entonces para llevar una vida holgada pudiendo hacerlo antes, decía entre carraspeos y chupadas de su cigarro cubano. «No quiero deberle nada a nadie y menos a tu padre, que es un déspota y me detesta», determinó la yanqui protestante, y Horacio no se atrevió a contradecirla. Por fin el viejo encontró la forma de convencer a esa nuera testaruda. Un día llegó con una adorable perrita para los nietos, una bola de pelos con ojos dulces. La llamaron Fifi, sin imaginar que pronto el nombre le quedaría chico. Era una esquimal canadiense, un perro de trineo que llegaría a pesar cuarenta y ocho kilos, y, ante la imposibilidad de quitársela a los niños, la nuera cedió y el abuelo hizo un cheque sustancioso. Horacio buscó una casa con patio para Fifi en los alrededores de Manhattan y acabó adquiriendo una brownstone en Brooklyn poco antes de que su amigo Richard Bowmaster llegara a trabajar en su facultad.

 

Richard aceptó el puesto en Nueva York sin preguntarle a su mujer, porque dedujo que ella no estaba en condiciones de entender la situación. Se trataba de hacer lo mejor para ella. Calladamente se desprendió de casi todo lo que poseían y empacó el resto. No fue capaz de tirar las cosas que habían pertenecido a Bibi o la ropita de Pablo, las embaló en tres cajones y poco antes de partir los confió al cuidado de su suegra. Preparó las maletas de Anita sin escrúpulos, sabiendo que a ella le daba lo mismo; desde hacía un tiempo se vestía con ropa de gimnasia y se había mochado el pelo con tijeras de cocina.
Su plan de rescatar a su mujer con algún pretexto y salir de la ciudad sin melodrama fracasó, porque la madre y las hermanas de Anita adivinaron sus intenciones apenas llegó con los tres cajones para guardar y averiguaron el resto con olfato de sabuesos. Se empeñaron en impedir el viaje. Le hicieron ver la fragilidad de Anita, cómo iba a sobrevivir en esa ciudad brava, en una lengua enrevesada, sin su familia y sus amigas; si estaba deprimida entre los suyos, cómo iría a estarlo entre americanos desconocidos. Richard se negó a oír razones, su decisión era irrevocable. Aunque se abstuvo de decirlo, para evitar ofensas, consideraba que había llegado la hora de pensar en su propio futuro y dejarse de tantas contemplaciones con esa esposa histérica. Por su parte, Anita demostró total indiferencia por su suerte. Le daba lo mismo esto o aquello, aquí o allá.
Provisto de una bolsa con frascos de medicamentos, Richard condujo a su mujer al avión. Anita avanzó mansamente sin mirar hacia atrás y sin un gesto de despedida para su familia, que lloraba en masa separada de ella por un vidrio en el aeropuerto. Durante las diez horas de viaje estuvo despierta, sin comer ni preguntar adónde iban. En el aeropuerto de Nueva York los esperaban Horacio y su esposa.
Horacio no reconoció a la mujer de su amigo, la recordaba bella, sensual, toda curvas y sonrisa, pero quien apareció ante sus ojos había envejecido una década, arrastraba las zapatillas y miraba de un lado a otro furtivamente, como esperando ser atacada. No respondió a los saludos ni permitió que la mujer de Horacio la acompañara al baño. «Dios nos libre, esto es mucho peor de lo que pensé», murmuró Horacio. Su amigo tampoco se veía bien. Richard había bebido durante la mayor parte del vuelo, aprovechando el licor gratis, traía una barba de tres días, la ropa hecha una piltrafa, olía a sudor de borracho y sin la ayuda de Horacio se habría quedado varado con Anita en el aeropuerto.
Los Bowmaster se instalaron en un apartamento de la universidad destinado a miembros de la facultad, que Horacio les había conseguido; era un hallazgo, porque estaba en el centro de la ciudad, tenía una renta baja y existía una lista de espera. Después de depositar las maletas en la entrada y entregarle las llaves, Horacio se encerró con su amigo en uno de los cuartos para aleccionarlo. Había cientos, si no miles de postulantes para cada vacante académica en Estados Unidos, le dijo. La oportunidad de enseñar en la Universidad de Nueva York no se presentaba dos veces y más valía aprovecharla. Debía controlar la bebida y causar buena impresión desde el comienzo, no podía presentarse en el estado de suciedad y descuido en que estaba.
—Yo te he recomendado, Richard. No me dejes en mal lugar.
—¿Cómo se te ocurre? Estoy medio muerto con el viaje y con la salida de Río, mejor dicho, la huida. Para qué te cuento la tragedia de los Farihna porque nos veníamos. Quédate tranquilo, en un par de días me verás aparecer impecable en la universidad
—¿Y Anita?
—¿Qué hay con ella?
—Está muy delicada, no sé si puede quedarse sola, Richard.
—Tendrá que acostumbrarse, como todo el mundo. Aquí no cuenta con su familia para que la mime. Sólo cuenta conmigo.
—Entonces no le falles, hermano —dijo Horacio al despedirse.