Lucía y Richard

 

 

Norte de Nueva York

 

Una vez en la cabaña del lago, Richard Bowmaster se durmió en un instante, mejorado de la tripa, pero derrotado por la fatiga de ese largo domingo y afectado por la mezcla de amor recién descubierto e incertidumbre que lo consumía. Entretanto Lucía y Evelyn cortaron una toalla en pedazos y salieron a borrar las huellas digitales del Lexus. De acuerdo con las instrucciones de internet en el celular, bastaba con limpiarlas con un paño, pero Lucía había insistido en usar alcohol para mayor seguridad, porque podían permanecer identificables aunque el vehículo estuviera sumergido en el lago. «¿Cómo lo sabes?», le había preguntado Richard antes de dormirse, y ella le respondió, como antes: «No me preguntes». En la luz azulada de la nieve frotaron las partes visibles del automóvil por fuera y por dentro sistemáticamente, menos el interior de la cajuela. Volvieron a la cabaña para calentarse con una taza de té y conversar, mientras Richard descansaba. Disponían de tres horas antes de que oscureciera.
Evelyn había estado callada desde la noche anterior, colaborando en lo que le pidieran con el aire ausente de una sonámbula. Lucía adivinó que estaba sumida en su pasado, repasando la tragedia de su corta vida. Había abandonado sus esfuerzos por distraerla o animarla, porque comprendió que la situación era mucho más angustiosa para la muchacha que para ella y Richard. Evelyn estaba aterrorizada, pendía sobre ella el peligro de Frank Leroy, más grave que el de ser arrestada o deportada, pero había otro motivo que Lucía venía presintiendo desde que salieron de Brooklyn.
—Nos contaste cómo murieron tus hermanos en Guatemala, Evelyn. También Kathryn tuvo una muerte violenta. Me imagino que eso te trae malos recuerdos.
La chica asintió sin levantar la cara de la taza humeante.
—A mi hermano también lo mataron —agregó Lucía—. Se llamaba Enrique y yo lo quería mucho. Suponemos que fue detenido, pero ya no supimos nada más de él. No pudimos enterrarlo, porque no nos entregaron sus restos.
—¿Esss... es... es... seguro que murió? —preguntó Evelyn, titubeando más que nunca.
—Sí, Evelyn. Pasé años investigando la suerte de los detenidos que no aparecieron, como Enrique. Escribí dos libros sobre eso. Murieron torturados o ejecutados y los cuerpos eran dinamitados o los tiraban al mar. También se han hallado fosas comunes, pero pocas.
Con gran dificultad, tropezando con las palabras, Evelyn logró decir que al menos a sus hermanos Gregorio y Andrés los habían enterrado con la debida reverencia, aunque al velorio habían asistido muy pocos vecinos por temor a la pandilla. En la casa de su abuela habían encendido velas y quemado hierbas fragantes, les cantaron, los lloraron, brindaron con ron por ellos, los enterraron con algunas de sus cosas, para que nos les faltaran en la otra vida, y se les habían dicho misas durante nueve días, como es la costumbre, porque nueve son los meses que pasa el niño en el vientre de su madre antes de nacer y nueve son los días que demora el finado en renacer en el cielo. Sus hermanos tenían tumbas en tierra consagrada, donde su abuela iba a dejarles flores los domingos y llevarles comida en el Día de los Muertos.
—Kathryn, como mi hermano Enrique, no tendrá nada de eso... —murmuró Lucía, conmovida.
—Las almas sin descanso vienen a espantar a los vivos —dijo Evelyn en una exhalación, sin vacilar.
—Lo sé. Vienen a vernos en los sueños. A ti ya se te apareció Kathryn, ¿verdad?
—Sí... Anoche.
—Siento mucho que no podamos despedir a Kathryn con los ritos de tu pueblo, Evelyn, pero voy a mandarle a decir misas por nueve días. Te prometo que lo haré.
—¿Su ma... ma... mamá reza por su... su... hermano?
—Rezó por él hasta el último día de su vida, Evelyn.

 

Lena Maraz comenzó a despedirse del mundo en 2008, más por cansancio que por enfermedad o por vejez, después de haber buscado a su hijo Enrique durante treinta y cinco años. Lucía nunca se perdonaría no haberse dado cuenta de lo deprimida que estaba su madre; creía que si hubiera intervenido mucho antes, habría podido ayudarla. Sólo lo advirtió al final, porque Lena se las arregló para ocultarlo y ella, distraída en lo suyo, no había prestado atención a los síntomas. En los últimos meses, cuando ya no pudo seguir fingiendo que la vida le interesaba, Lena se alimentaba sólo de caldo y un poco de puré de verduras. Permanecía postrada con eterna fatiga, reducida a esqueleto y pellejo, indiferente a todo menos a Lucía y su nieta Daniela. Se preparaba para morir por inanición, de la manera más natural, en su fe y en su ley. Le pedía a Dios que no demorara en llevársela y que por favor le permitiera mantener su dignidad hasta el final. Mientras sus órganos se iban cerrando lentamente, su mente nunca había estado más viva que entonces, más abierta, sensible y presente. Aceptó la debilidad progresiva de su cuerpo con gracia y humor, hasta que perdió el control de algunas funciones que para ella eran absolutamente privadas; entonces lloró por primera vez. Fue Daniela quien logró convencerla de que los pañales y los cuidados más íntimos que recibía de Lucía, de ella y de un enfermero que la visitaba una vez por semana no eran un castigo por pecados del pasado, sino una oportunidad de ganar el cielo. «No puedes irte al cielo con tu altanería intacta, abuela, tienes que practicar un poco de humildad», le decía en tono de cariñoso reproche. A Lena le pareció razonable y se resignó a no dar guerra. Sin embargo, pronto no hubo forma de que tragara algo más que unas cucharadas de yogur y unos sorbos de tisana de manzanilla. El enfermero mencionó la posibilidad de alimentarla por una sonda, pero su hija y su nieta se negaron a someterla a ese atropello: debían respetar la irrevocable decisión de Lena.
Desde su cama Lena apreciaba el pedazo de cielo de su ventana, agradecía un baño de esponja, a veces pedía que le leyeran poemas o le pusieran las canciones románticas que solía bailar en su juventud. Estaba presa en ese cuerpo devastado, pero libre del dolor abismal por su hijo, porque a medida que pasaban los días, aquello que al comienzo era un presentimiento, una sombra fugaz, el roce de un beso en la frente, fue adquiriendo contornos cada vez más precisos. Enrique estaba a su lado, esperando con ella.
Nada podía detener el asedio de la muerte, pero Lucía, aterrada al ver a su madre consumirse, se convirtió en su carcelero, privándola de los cigarrillos, su único placer, porque pensaba que eso le quitaba el apetito y la estaba matando. Daniela, que tenía el don de captar la necesidad ajena y la bondad para tratar de remediarla, adivinó que la abstinencia era el peor tormento de su abuela. Ese año había terminado la escuela secundaria, tenía planes para ir a estudiar a Miami en septiembre y entretanto tomaba cursos intensivos de inglés. Pasaba cada tarde a ver a Lena, así libraba a Lucía durante algunas horas para que pudiera trabajar. A los dieciocho años Daniela, alta y bella, con los rasgos eslavos de sus antepasados, jugaba al solitario o se instalaba en la cama de su abuela a hacer las tareas de inglés, mientras Lena dormitaba con ese ronquido líquido de los últimos momentos. Lucía no sospechaba que Daniela suministraba a su abuela los cigarrillos prohibidos, que llevaba de contrabando escondidos en su sostén. Habrían de pasar varios años antes de que Daniela le confesara a su madre esos pecados de misericordia.
El lento camino a la muerte desarmó el testarudo rencor de Lena contra el marido que la había traicionado y pudo hablar de él con su hija y su nieta en el soplo de voz que le iba quedando.
—Enrique lo ha perdonado, ahora te toca perdonarlo a ti, Lucía.
—No le tengo pica, mamá. Casi no lo conocí.
—Precisamente, hija, esa ausencia es la que debes perdonar.
—En realidad, nunca me hizo falta, mamá. Enrique, en cambio, quería tener un padre; estaba muy dolido, se sentía abandonado.
—Eso fue cuando era chico. Ahora entiende que su padre no actuó por maldad, estaba enamorado de esa mujer. No supo el daño que nos hizo a todos, a nosotros tanto como a ella y su hijo. Enrique lo entiende.
—¿Qué clase de hombre sería mi hermano ahora, a los cincuenta y siete años?
—Sigue teniendo veintidós, Lucía, y sigue siendo idealista y apasionado. No me mires así, hija. Estoy perdiendo la vida, pero no estoy perdiendo la cabeza.
—Hablas como si Enrique estuviera aquí.
—Está.
—Ay, mamá...
—Sé que lo mataron, Lucía. Enrique se niega a decirme cómo, quiere convencerme de que fue rápido y no sufrió mucho, porque cuando lo detuvieron estaba herido, desangrándose, y eso lo libró de la tortura. Se puede decir que murió peleando.
—¿Te habla?
—Sí, hija. Me habla. Está conmigo.
—¿Puedes verlo?
—Puedo sentirlo. Me ayuda cuando me ahogo, me acomoda las almohadas, me seca la frente, me pone cubos de hielo en la boca.
—Esa soy yo, mamá.
—Sí, eres tú y Daniela, pero también es Enrique.
—Dices que sigue siendo joven.
—Nadie envejece después de muerto, hija.
En esos últimos días de su madre, Lucía comprendió que la muerte no era un final, no era ausencia de vida, sino una poderosa ola oceánica, agua fresca y luminosa, que se la llevaba a otra dimensión. Lena se iba desprendiendo de la tierra firme y se iba dejando llevar por la ola, libre de ancla y de la fuerza de gravedad, liviana, pez translúcido impulsado por la corriente. Lucía dejó de luchar contra lo inminente y descansó. Sentada junto a su madre respiraba a conciencia, lentamente, y la iba invadiendo una inmensa quietud, un deseo de irse con ella, dejarse arrastrar y disolverse en el océano. Por primera vez sentía su propia alma como una luz incandescente por dentro, sosteniéndola, una luz eterna e invulnerable a los afanes de la existencia. Encontró un punto de calma absoluta en el centro de sí misma. No había nada que hacer, sólo esperar. Acallar el ruido del mundo. Supo que así experimentaba su madre la cercanía de la muerte y entonces desapareció el terror que la había dominado al ver cómo su madre se iba consumiendo y apagando como una vela.
Lena Maraz murió una de esas mañanas de febrero en que el sofoco del verano chileno se anuncia temprano. Había estado adormilada durante días, respirando apenas con un jadeo intermitente, aferrada a la mano de Enrique, mientras su nieta rogaba que le fallara pronto el corazón y saliera de una vez de ese pantano de agonía. Lucía, en cambio, entendía que su madre debía andar el último trecho a su propio paso, sin apuro. Había pasado la noche echada a su lado esperando el desenlace y Daniela se había recostado en el sofá de la sala. La noche se les hizo muy corta. Al amanecer Lucía se lavó la cara con agua fría, bebió una taza de café, despertó a Daniela y fueron juntas a instalarse a ambos lados de la cama. Por un instante Lena pareció volver a la vida, abrió los ojos y los fijó en su hija y su nieta. «Las quiero mucho, chiquillas. Vámonos, Enrique», murmuró. Cerró los párpados y Lucía sintió aflojarse la mano de su madre entre las suyas.

 

El frío se colaba en el interior de la cabaña a pesar de las estufas y tuvieron que abrigarse con toda la ropa disponible. A Marcelo hubo que arroparlo con un chaleco, además de su capa, pues tenía poco pelo y era friolento. El único acalorado era Richard, que despertó de la siesta transpirando y renovado. Empezaba a caer nieve como plumitas y anunció que era hora de ponerse en acción.
—¿Dónde exactamente vamos a desprendernos del auto? —le preguntó Lucía.
—Hay un acantilado a menos de un kilómetro de aquí. En esa parte el lago es hondo, debe tener unos quince metros de profundidad. Espero que el sendero esté transitable, porque es el único acceso.
—Supongo que la cajuela está bien cerrada...
—Por el momento el alambre ha resistido, pero no te puedo asegurar que permanecerá cerrada en el fondo del lago.
—¿Sabes cómo evitar que el cuerpo flote si se abre la tapa?
—No nos pongamos en ese caso —dijo Richard, estremeciéndose ante una posibilidad que no se le había ocurrido.
—Abriéndole el vientre para que le entre agua.
—Pero ¡qué dices, Lucía!
—Eso hacían con los prisioneros que tiraban al mar —dijo ella con la voz quebrada.
Los tres permanecieron en silencio, absorbiendo el horror de lo que acababa de salir a la luz y seguros de que ninguno de ellos sería capaz de hacerlo.
—Pobre, pobre señorita Kathryn... —murmuró finalmente Evelyn.
—Perdona, Richard, pero no podemos seguir adelante con esto —dijo Lucía, a punto de llorar, como Evelyn—. Sé que fue idea mía y que yo te traje obligado hasta aquí, pero he recapacitado. Todo esto ha sido pura improvisación, no hicimos un buen plan, no reflexionamos a fondo. Claro que no había tiempo para eso...
—¿Qué me quieres decir? —la interrumpió Richard, alarmado.
—Desde anoche Evelyn no deja de pensar en el espíritu de Kathryn, que anda vagando en pena, y yo no dejo de pensar que esa desdichada tiene familia. Seguramente tiene mamá...Mi madre pasó la mitad de su vida buscando a mi hermano Enrique.
—Lo sé, Lucía, pero esto es diferente.
—¿Cómo diferente? Si seguimos adelante con esto, Kathryn Brown será una persona desaparecida, como mi hermano. Habrá gente que la quiere y que la buscará sin cesar. El sufrimiento de esa incertidumbre es peor que la certeza de su muerte.
—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó Richard, después de una larga pausa.
—Podríamos dejarla donde sea encontrada...
—¿Y si no la encuentran? ¿O si el cuerpo está tan descompuesto que no puede ser identificado?
—Siempre se puede identificar. Ahora basta un pedacito de hueso para identificar un cadáver.
Richard se paseaba a grandes pasos por la sala con las manos en el vientre, pálido, pensando en una solución. Entendía las razones de Lucía y compartía sus escrúpulos; tampoco él deseaba someter a la familia de esa mujer a una búsqueda sin fin. Debieron haberlo discurrido antes de llegar al punto en que se hallaban, pero todavía estaban a tiempo de remediarlo. La muerte de Kathryn Brown era responsabilidad del asesino, pero su desaparición sería suya y no podía asumir esa nueva culpa; ya tenía suficiente con las culpas antiguas. Debían dejar el cuerpo en un sitio alejado del lago y de la cabaña, donde estuviera a salvo de animales de rapiña y fuera hallado con el deshielo de la primavera, dentro de dos o tres meses. Eso daría a Evelyn la oportunidad de irse a un lugar seguro. Enterrar a Kathryn sería muy difícil. Cavar un hueco en la tierra congelada era una tarea que no emprendería estando sano y menos con el tormento de la úlcera. Le planteó el problema a Lucía, quien evidentemente ya lo había considerado.
—Podemos dejar a Kathryn en Rhinebeck —dijo ella.
—¿Por qué allí?
—No me refiero en el pueblo, sino en el Instituto Omega.
—¿Qué es eso?
—Para resumir digamos que es un centro espiritual, pero es mucho más que eso. He estado allí para retiros y conferencias. El Instituto tiene casi doscientos acres de prodigiosa naturaleza en un sitio aislado, cerca de Rhinebeck. Lo cierran en los meses de invierno.
—Pero debe de haber personal de mantenimiento.
—Sí, para las instalaciones, pero los bosques se cubren de nieve y no necesitan cuidados especiales. El camino a Rhinebeck y los alrededores es bueno, hay bastante tráfico, así es que no llamaríamos la atención y una vez que entremos en el terreno de Omega nadie nos vería.
—No me gusta, es muy arriesgado.
—A mí sí, porque es un lugar espiritual, con buena energía, en medio de bosques espectaculares. Allí me gustaría que dejaran mis cenizas. A Kathryn también le gustaría.
—Nunca sé si hablas en serio, Lucía.
—Totalmente en serio. Pero si tienes una idea mejor...
Para entonces nevaba de nuevo y comprendieron que era el momento de disponer del automóvil, antes de que el acceso fuera intransitable. Faltó tiempo de discutir más, estaban de acuerdo en que Kathryn debía ser encontrada y para eso habría que trasladarla al Subaru.

 

Richard les entregó guantes desechables, con instrucciones de no tocar el Lexus sin ellos. Movió el vehículo para ponerlo al lado del Subaru y enseguida cortó los alambres de la cerradura con un alicate. Kathryn Brown llevaba allí por lo menos dos o tres días con sus noches y muy poco había cambiado, dormía debajo del tapiz. Al tocarla estaba helada, pero parecía menos dura que cuando Lucía intentó moverla en Brooklyn. A Richard se le escapó un sollozo al verla; en la luz diáfana de la nieve, esa joven acurrucada como un niño tenía el mismo aire trágico de vulnerabilidad que Bibi. Cerró los ojos, aspirando a bocanadas el aire helado para desprenderse de ese fogonazo despiadado de la memoria y obligarse a volver al presente. No era su Bibi, su niña adorada, era Kathryn Brown, una mujer desconocida. Mientras Evelyn observaba la escena murmurando plegarias en alta voz, paralizada, Richard y Lucía emprendieron la tarea de extraer el cuerpo de la cajuela, que resultó más pesado que en vida por el agobio de haberse muerto de repente. Por fin pudieron dar la vuelta a Kathryn y le vieron la cara por primera vez. Tenía los ojos abiertos. Eran redondos y azules, ojos de muñeca.
—Ándate a la casa, Evelyn. Mejor que no veas esto —le ordenó Lucía, pero la chica, clavada en su sitio, no le obedeció.
Kathryn era una joven delgada y de corta estatura, con pelo corto color chocolate y aspecto de adolescente, vestida con ropa de yoga. Tenía un hueco negro en la mitad de la frente, tan nítido como si estuviera pintado, y un poco de sangre coagulada en la mejilla y el cuello. La observaron durante un par de minutos con infinita lástima, imaginando cómo sería en plena vida. Incluso en la postura torcida en que se hallaba, mantenía una cierta elegancia de bailarina en reposo.
Lucía la cogió por las piernas a la altura de las rodillas y Richard por las axilas, la levantaron y a duras penas lograron trasladarla al Subaru. Forcejeando, la colocaron en la cajuela, la taparon con el mismo tapiz y encima pusieron una lona. Con el equipaje dentro de la cajuela, nadie sospecharía.
—Murió de un tiro de pistola de bajo calibre —dijo Lucía—. La bala quedó incrustada en el cráneo, no hay orificio de salida. Murió instantáneamente. El asesino tiene buena puntería.
Richard, todavía conmocionado por el recuerdo vívido del momento en que perdió a su Bibi, veintitantos años atrás, lloraba sin sentir las lágrimas que se le congelaban en las mejillas.
—Seguramente Kathryn lo conocía —agregó Lucía—. Estaban frente a frente, tal vez conversando. Esta mujer no esperaba la bala, tiene expresión desafiante, se ve que no tuvo miedo.
Evelyn, que había logrado superar la inmovilidad y estaba limpiando las huellas de la cajuela del Lexus, los llamó.
—Miren —anunció, señalando una pistola al fondo de la cajuela.
—¿Es de Leroy? —le preguntó Richard, levantándola por el cañón con cuidado.
—Se parece.
Richard entró en la cabaña, sosteniendo el arma entre el pulgar y el índice, y la puso sobre la única mesa. Suponiendo que la bala salió de esa pistola de Frank Leroy, les había caído encima otra responsabilidad indeseable: entregar o no entregar el arma a la policía, encubrir a un culpable o quizá incriminar a un inocente.
—¿Qué haremos con la pistola? —le preguntó a Lucía, una vez reunidos en el interior de la vivienda.
—Soy partidaria de dejarla en el Lexus. ¿Para qué nos vamos a complicar más la existencia? Ya tenemos bastantes problemas.
—Es la prueba más importante contra el asesino, no podemos tirarla al lago —objetó Richard.
—Bueno, ya veremos. Por ahora lo más urgente es deshacernos del coche. ¿Tienes fuerzas para eso, Richard?
—Me siento mucho mejor. Aprovechemos la luz; va a oscurecer temprano.

 

El sendero, único acceso al acantilado, era casi invisible en la espuma blanca que emparejaba el mundo. El plan de Richard consistía en ir al lago con los dos vehículos, despeñar el Lexus y regresar en el otro. En condiciones normales se podía recorrer la corta distancia a pie en veinte minutos; la nieve era un impedimento, pero ofrecía la ventaja de cubrir las huellas en pocas horas. Decidió que él conduciría el Lexus delante, provisto de una pala, y Lucía iría detrás en el otro coche. Ella alegó que más lógico sería que el Subaru, con tracción de cuatro ruedas, abriera el camino. «Hazme caso, sé lo que hago», le contestó Richard, dándole un beso impulsivo en la punta de la nariz. Pillada por sorpresa, Lucía soltó una exclamación. Dejaron a Evelyn con el perro y con instrucciones de mantener las cortinas cerradas y encender una sola lámpara, si fuera necesario; mientras menos luz, mejor. Richard calculó que estarían de regreso en menos de una hora, si todo salía bien.
Orientándose por la separación de los árboles, cuyas ramas cargadas de nieve se inclinaban hasta el suelo, enfiló lentamente por el sendero que sólo él adivinaba, porque lo había recorrido antes, culebreando en el bosque, con Lucía atrás. Debieron retroceder varios metros en una ocasión, cuando se perdió el rastro, y poco más adelante el Lexus quedó atascado en la nieve. Richard se bajó a limpiar alrededor de las ruedas con la pala, después guió a Lucía para que empujara con el otro vehículo, tarea nada fácil, porque patinaba. Entonces ella entendió por qué el Subaru debía ir detrás; empujar era difícil, pero tirar habría sido casi imposible. En eso perdieron media hora, mientras iba oscureciendo y la temperatura descendía.
Por fin se encontraron con el lago a la vista, un inmenso espejo plateado que reflejaba el cielo azul gris en la quietud estricta de un paisaje invernal pintado en Holanda. Allí terminaba bruscamente el sendero. Richard descendió a explorar y anduvo de allá para acá, observando el acantilado, hasta que dio con lo que buscaba a unos treinta metros de donde estaban. Le explicó a Lucía que ese era el punto exacto con la profundidad necesaria y que deberían empujar a mano el Lexus, porque tratar de conducirlo hasta allí era muy peligroso. De nuevo Lucía comprendió las razones de Richard para que el Lexus fuera adelante, ya que en ese paso delgado no podría adelantar al otro coche. Empujarlo resultó complicado, se les hundían las botas en el terreno blando, en algunas partes las ruedas se atascaban en la nieve, que debían despejar con la pala, y en otras patinaban en el hielo.
Desde arriba el acantilado no le pareció muy alto a Lucía, pero según Richard esa era una impresión engañosa; desde esa altura el impacto y el peso del vehículo partirían el hielo. Con dificultad colocaron el automóvil perpendicular al lago, Richard lo puso en punto muerto y entre los dos le dieron una última arremetida. El coche avanzó despacio y las ruedas delanteras se asomaron al abismo, pero el resto se atascó en el borde del acantilado con un golpe sordo y el vehículo quedó balanceándose en la panza con tres partes del cuerpo en tierra y el resto colgando. Volvieron a empujarlo a todo pulmón sin lograr moverlo.
—¡Sólo esto nos faltaba! ¡Coopera, maldito cacharro! —exclamó Lucía, dándole una patada antes de dejarse caer sentada, jadeando.
—Debimos haber agarrado velocidad desde más atrás —apuntó Richard.
—Demasiado tarde. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Durante largos minutos estuvieron tratando de recuperar el ritmo de la respiración, midiendo el desastre sin que se les ocurriera ninguna solución, cubiertos de nieve. En eso estaban cuando de pronto el automóvil inclinó la proa en varios grados y se deslizó unas cuantas pulgadas, arrastrándose penosamente. Richard dedujo que el calor de la máquina empezaba a deshacer la nieve debajo. Corrieron a ayudarlo y un instante después el Lexus se fue de bruces y cayó del acantilado con la pesadez de un paquidermo herido de muerte. Desde arriba lo vieron aterrizar de punta en el lago y por un instante pareció que se quedaría allí en posición vertical, como una extraña escultura metálica, pero entonces oyeron el tremendo crujido, la superficie se partió como un cristal en mil pedazos y el coche se hundió lentamente con un suspiro de adiós, levantando una ola de agua helada y fragmentos de hielo azul. Mudos de estupor, fascinados, Lucía y Richard lo contemplaron sumergirse, tragado por el agua oscura, hasta desaparecer por completo en el fondo del lago.
—En un par de días se habrá congelado la superficie y no quedará ni rastro —dijo Richard, finalmente, cuando se disolvió la última ondulación del agua.
—Hasta la primavera, con el deshielo.
—Aquí el lago es hondo, no creo que lo encuentren. Nadie viene por aquí —dijo Richard.
—Dios lo quiera —dijo Lucía.
—Dudo que Dios apruebe nada de lo que hemos hecho —sonrió él.
—¿Por qué no? Ayudar a Evelyn es un acto de compasión, Richard. Contamos con aprobación divina. Si no me crees, pregúntaselo a tu padre.