Richard
Río de
Janeiro
Salieron del motel a las nueve con sólo un
café en el cuerpo y hambre. Lucía exigió que fueran a desayunar a
alguna parte, necesitaba comida caliente en un plato normal, nada
de cartones y palillos chinos, dijo. Acabaron en un Denny’s, las
mujeres frente a un banquete de panqueques con miel, mientras
Richard cuchareaba una avena insípida. Al salir de Brooklyn el día
anterior habían acordado andar separados en público, pero con el
transcurso de las horas la cautela se fue aflojando, empezaban a
sentirse tan cómodos juntos que hasta Kathryn Brown había sido
incorporada al grupo con naturalidad.
El camino se presentaba mejor que el día
anterior. Había nevado muy poco durante la noche y la temperatura
seguía varios grados bajo cero, pero había cesado el viento y la
nieve había sido despejada de los caminos. Pudieron ir más rápido y
a esa velocidad Richard calculó que estarían en la cabaña alrededor
del mediodía con buena luz para disponer del Lexus. Sin embargo,
hora y media más tarde, al dar una curva, se encontró a cien metros
de las luces intermitentes azules y rojas de varios carros de la
policía bloqueando la carretera. No había desvío y si daba media
vuelta llamaría la atención.
El estómago le subió a la garganta con el
contenido del desayuno y se le llenó la boca de bilis. Náusea y un
reflejo fantasma de la diarrea anterior lo alarmaron. Tanteó el
bolsillo superior de la chaqueta, donde normalmente llevaba sus
pastillas rosadas, sin encontrarlas. Por el espejo retrovisor vio a
Lucía detrás de él, haciéndole una señal optimista con los dedos
cruzados. Delante había varios vehículos detenidos, una ambulancia
y un autobomba. Un patrullero le indicó que se pusiera en la cola.
Richard se quitó el verdugo de esquiar y le preguntó qué sucedía en
el tono más tranquilo que fue capaz de articular.
—Choque múltiple.
—¿Alguna fatalidad, oficial?
—No estoy en condiciones de dar esa
información.
Con la frente apoyada en los brazos sobre el
volante, descompuesto, Richard esperó con los demás conductores,
contando los segundos. Se le había desencadenado un incendio en el
estómago y en el esófago.
No recordaba haber tenido una acidez tan
feroz como esa, temió que se le hubiera reventado la úlcera y
estuviera sangrando por dentro. Había que ver la jodida mala suerte
de que le tocara un atasco justamente en ese momento, cuando tenían
un muerto a cuestas y necesitaba un baño urgentemente, se le podían
retorcer los intestinos. ¿No sería apendicitis lo que tenía? La
avena había sido un error, no recordó que aflojaba las tripas. «Si
estos jodidos policías no despejan la vía, me lo voy a hacer aquí
mismo, es lo último que me faltaba. Qué va a pensar Lucía, que soy
una piltrafa de hombre, un mentecato con diarrea crónica», dijo en
voz alta.
Los minutos se arrastraban con lentitud de
caracol en el reloj del automóvil. En eso sonó su celular.
—¿Estás bien? Pareces desmayado. —La voz de
Lucía le llegó del cielo.
—No sé —le contestó, levantando la cabeza
del volante.
—Es psicosomático, Richard. Estás nervioso.
Tómate tus píldoras.
—Están en mi bolso en tu auto.
—Te las llevo.
—¡No!
Vio a Lucía bajarse del Subaru por una
puerta y a Evelyn por la otra con Marcelo en brazos. Lucía se
acercó al Lexus con la mayor naturalidad y le golpeó la ventanilla
con los nudillos. Él bajó el vidrio dispuesto a recibirla a gritos,
pero ella le pasó rápidamente las pastillas en el instante que uno
de los patrulleros se acercaba a grandes trancos.
—¡Miss! ¡Permanezca dentro de su vehículo!
—le ordenó.
—Perdone, oficial. ¿No tiene un fósforo? —le
preguntó ella haciendo el gesto universal de llevarse un cigarrillo
a los labios.
—¡Suba a su vehículo! ¡Y usted también! —le
gritó el hombre a Evelyn.
Esperaron treinta y cinco minutos, el Subaru
con los motores en marcha para mantener encendida la calefacción, y
el Lexus convertido en refrigerador, antes de que empezaran a
despejar el accidente. Una vez que se fueron las ambulancias y la
autobomba, la policía autorizó a partir a los vehículos alineados
en ambas direcciones. Al pasar frente al choque vieron una
camioneta volcada con las cuatro ruedas en el aire, un automóvil
irreconocible, con el frente totalmente achicharrado, que se había
estrellado por detrás, y un tercero que se le montó encima. El día
estaba claro, la tormenta había pasado y ninguno de los tres
conductores pensó en el hielo negro.
Richard se había echado cuatro antiácidos a
la boca. Todavía notaba la bilis y continuaban las llamaradas en el
estómago. Iba doblado sobre el volante, bañado de sudor frío, con
la vista nublada de dolor, cada minuto más convencido de que se
estaba desangrando por dentro. Por el celular le avisó a Lucía de
que no aguantaba más y se detuvo en el primer recodo de la
carretera que encontró. Ella se estacionó detrás en el momento en
que él abría la puerta y vomitaba estrepitosamente sobre el
pavimento.
—Vamos a buscar ayuda. Debe de haber un
hospital por aquí —dijo Lucía, pasándole una servilleta de papel y
una botella de agua.
—Nada de hospital. Se me va a pasar.
Necesito un baño...
Sin darle oportunidad a Richard de
contradecirla, Lucía le ordenó a Evelyn que manejara el Subaru y
ella se instaló al volante del Lexus. «Ve despacio, Lucía. Ya has
visto lo que puede pasar si el coche patina», le dijo Richard antes
de echarse en posición fetal en el asiento trasero. Pensó que
exactamente en esa misma postura, separada de él por el respaldo
del asiento y un tabique de plástico, estaba Kathryn Brown.
Cuando Richard vivía en Río de Janeiro se
bebía metódicamente; era una obligación social, parte de la
cultura, requisito indispensable en cualquier reunión, incluso de
trabajo, paliativo en una tarde lluviosa o un mediodía caliente,
incentivo para la discusión política, remedio para el resfrío, la
tristeza, los amores contrariados o el desencanto después de un
partido de fútbol. Richard no había vuelto en muchos años a esa
ciudad, pero suponía que todavía sería así. Ciertas costumbres
tardan varias generaciones en morir. En esa época ingería tanto
alcohol como sus amigos y conocidos, nada excepcional, creía. Muy
raras veces se embriagaba hasta la inconsciencia, era un estado muy
poco placentero; prefería la sensación de flotar, de ver el mundo
sin aristas, amable, tibio. No le había dado importancia a la
bebida hasta que Anita lo tildó de problema y empezó a llevarle la
cuenta de las copas, al principio discretamente y después
humillándolo con comentarios en público. Tenía buena cabeza para el
licor, podía echarse al cuerpo cuatro cervezas y tres caipiriñas
sin consecuencias fatales; al contrario, se le evaporaba la timidez
y creía volverse encantador; pero se medía para mantener tranquila
a su mujer y por la úlcera, que a veces le daba sorpresas
desagradables. Nunca comentó a su padre, a quien escribía a menudo,
el asunto de la bebida, porque Joseph era abstemio y no lo habría
comprendido.
Después de dar a luz a Bibi, Anita quedó
encinta tres veces y en cada ocasión sufrió una pérdida espontánea.
Soñaba con una familia grande, como la suya; ella era una de las
hijas menores entre once hermanos y tenía incontables primos y
sobrinos. Cada embarazo frustrado aumentaba su desesperación. Se le
metió en la cabeza que era una prueba divina o un castigo por
alguna falta imprecisa y poco a poco se le fueron acabando la
fuerza y la alegría.
Sin esas virtudes muy principales el baile
dejó de tener sentido para ella y terminó por vender su célebre
academia. Las mujeres de la familia Farinha, abuela, madre,
hermanas, tías y primas, cerraron filas en torno a ella, turnándose
para acompañarla. Como Anita no se despegaba de Bibi, vigilándola
ansiosamente, aterrada de perderla, trataron de distraerla y la
pusieron a escribir un libro con las recetas de cocina de varias
generaciones de Farinha, con la creencia de que ningún mal resiste
el remedio del trabajo y el consuelo de la comida. La hicieron
organizar cronológicamente ochenta álbumes de fotografías
familiares y cuando terminó inventaron otros pretextos para
mantenerla ocupada. A regañadientes, Richard permitió que llevaran
a su mujer y a Bibi a la hacienda de los abuelos durante un par de
meses. El sol y el viento le mejoraron el ánimo a Anita. Regresó
del campo con cuatro kilos más y arrepentida de haber vendido la
academia, porque tenía deseos de volver a bailar.
De nuevo hicieron el amor como en los
tiempos en que no hacían nada más. Iban a escuchar música y a
bailar. Venciendo su torpeza atávica, Richard daba un par de
vueltas con ella en la pista y apenas comprobaba que todos los ojos
estaban fijos en su mujer, unos porque reconocían a la reina de la
Academia Anita Farinha y otros por simple admiración o deseo, la
cedía galantemente a otros hombres más ligeros de pies, mientras él
bebía en su mesa y la observaba con ternura, pensando vagamente en
su existencia.
Tenía edad sobrada para planear el futuro,
pero era fácil postergar esa inquietud con un vaso en la mano.
Había obtenido su doctorado hacía más de dos años y no le había
sacado ningún provecho, fuera de un par de artículos que pudo
colocar en publicaciones universitarias en Estados Unidos, uno
sobre los derechos de los indígenas a la tierra en la Constitución
de 1988 y otro sobre violencia de género en Brasil. Se ganaba la
vida dando clases de inglés. Por curiosidad, más que por ambición,
se presentaba de vez en cuando a alguno de los avisos de empleo del
American Political Review. Consideraba
que ese tiempo en Río de Janeiro era una pausa gentil en su
destino, unas vacaciones dilatadas; pronto debería empezar a
labrarse una carrera profesional, pero eso podía esperar un poco
más. Esa ciudad invitaba al placer y al ocio. Anita poseía una casa
pequeña cerca de la playa y la venta de su negocio, más las clases
de inglés, les daba para vivir.
A Bibi le faltaba poco para cumplir tres
años cuando por fin las diosas oyeron las plegarias de Anita y del
resto de las mujeres de su familia. «Se lo debo a Yemayá», dijo
Anita cuando le anunció a su marido que estaba encinta. «Vaya,
pensé que me lo debías a mí», se rió él, levantándola en un abrazo
de ogro. El embarazo se desarrolló sin problemas y llegó a término
a su debido tiempo, pero el parto presentó complicaciones y al
final hubo que traer el niño al mundo por cesárea. El médico le
advirtió a Anita que no debía tener más hijos, al menos por unos
años, pero eso no la afectó demasiado ya que tenía en los brazos a
Pablo, un bebé sano y de apetito voraz, el hermanito de Bibi que la
familia esperaba.
Un mes después, al amanecer, Richard se
inclinó sobre la cuna para sacar al niño y pasárselo a Anita,
extrañado de que no hubiera chillado de hambre, como hacía cada
tres o cuatro horas. Estaba dormido tan apaciblemente, que vaciló
al levantarlo. Una oleada de ternura lo sacudió hasta los huesos,
le picaron los ojos y se le cerró la garganta con esa gratitud
apabullante que lo invadía a menudo en presencia de Bibi. Anita
recibió al recién nacido con la camisa abierta y alcanzó a
ponérselo al pecho antes de darse cuenta de que no respiraba. Un
alarido visceral de animal torturado sacudió la casa, el barrio, el
mundo entero.
Fue necesario hacer una autopsia. Richard
trató de ocultárselo a Anita, porque la idea de que el pequeño
Pablo sería cortado metódicamente era demasiado atroz, pero debían
averiguar la causa de la muerte. El informe del patólogo la
atribuyó a síndrome de muerte súbita, muerte de cuna, como decía en
letras mayúsculas, un accidente imposible de prever. Anita se sumió
en un dolor oscuro y profundo, una caverna insondable de donde su
marido fue excluido. Richard se vio rechazado por su mujer y
relegado al último rincón de su hogar como un estorbo por el resto
de los Farinha, que invadieron su privacidad para cuidar a Anita,
se hicieron cargo de Bibi y tomaban decisiones sin consultarlo. Los
parientes se apoderaron de su pequeña familia, suponiéndolo incapaz
de entender la magnitud de la tragedia, porque su sensibilidad era
muy diferente a la de ellos. En el fondo Richard se sintió
aliviado, porque en verdad era un forastero en ese territorio del
duelo. Aumentó sus horas de clases, salía temprano de su casa y
regresaba tarde con diferentes pretextos. En ese período bebía más.
El alcohol en suficiente cantidad era una distracción
necesaria.
Los viajeros estaban a pocos kilómetros del
desvío cuando oyeron una sirena y surgió un coche policial que
esperaba disimulado detrás de unos arbustos. Lucía vio las luces
girando entre ella y el Subaru, que venía detrás. Pensó seriamente
apretar a fondo el acelerador y jugarse la vida, pero un grito de
Richard la obligó a modificar su plan. Avanzó unos metros más hasta
que pudo detenerse en la cuneta. «Ahora sí que estamos jodidos»,
dijo Richard incorporándose con dificultad. Lucía bajó la
ventanilla y esperó sin respirar mientras el patrullero se le
plantaba detrás. Por su lado pasó el Subaru disminuyendo la
velocidad y ella alcanzó a hacerle una seña a Evelyn de que
continuara sin detenerse. Un momento después se le acercó un
policía.
—Sus documentos —le exigió.
—¿Cometí alguna infracción, oficial?
—Sus documentos.
Lucía buscó en la guantera y le pasó los
papeles del Lexus y su licencia internacional de conducir, pensando
que podía estar vencida, no recordaba cuándo la había sacado en
Chile. El hombre los examinó lentamente y observó a Richard, que se
había sentado y se estaba acomodando la ropa en el asiento
trasero.
—Baje del coche —le ordenó a Lucía.
Ella obedeció. Le temblaban las piernas, que
apenas la sostenían. Pensó fugazmente en que así se sentía un
afroamericano cuando lo paraba la policía y que si Richard hubiera
venido manejando el trato habría sido distinto. En ese momento
Richard abrió la puerta y se bajó, agachado.
—¡Espere dentro del vehículo, señor! —le
gritó el policía acercando la mano derecha a la funda de su
arma.
Richard se acuclilló sacudido de arcadas y
vomitó el resto del plato de avena a los pies del hombre, que
retrocedió asqueado.
—Está enfermo, tiene úlcera, oficial —le
dijo Lucía.
—¿Cuál es su relación con él?
—Soy... soy... —balbuceó Lucía.
—Es mi ama de casa. Trabaja para mí —logró
articular Richard entre dos arcadas.
El hombre colocó automáticamente los
estereotipos en su lugar: la empleada latina conduciendo a su
patrón, probablemente al hospital. El tipo parecía enfermo de
verdad. Curiosamente, la mujer tenía una licencia extranjera; no
era la primera vez que él veía un carnet internacional. ¿Chile?
¿Dónde quedaba eso? Esperó a que Richard se enderezara y volvió a
indicarle que se subiera al automóvil, pero su tono era
conciliador. Fue detrás del Lexus, llamó a Lucía y le señaló la
cajuela.
—Sí, oficial. Acaba de ocurrir. Hubo un
accidente múltiple en la carretera, tal vez usted se enteró. Un
coche que no alcanzó a frenar me pegó, pero fue nada, apenas una
leve abolladura y la cubierta del foco. Pinté la ampolleta con
barniz de uñas hasta que encuentre el repuesto.
—Tengo que darle una notificación.
—Debo llevar al señor Bowmaster al
médico.
—Esta vez la voy a dejar ir, pero debe
reemplazar la luz antes de veinticuatro horas. ¿Entiende?
—Sí, oficial.
—¿Necesita ayuda con el enfermo? Puedo
escoltarla al hospital.
—Muchas gracias, oficial. No será
necesario.
Lucía volvió al volante con taquicardia,
luchando por calmar la respiración, mientras el coche policial se
alejaba. «Me va a dar un infarto», pensó, pero treinta segundos
después estaba sacudida de risa nerviosa. Si le hubieran pasado una
multa su identidad y los datos del automóvil habrían quedado
registrados en el parte policial y entonces sí que las aprensiones
de Richard se hubieran cumplido en todo su magnífico horror.
—Nos libramos enjabonados —comentó,
secándose lágrimas de risa, pero a Richard no le pareció nada
divertido.
El Subaru los estaba esperando un kilómetro
más adelante y poco después Richard descubrió la entrada a la
cabaña de Horacio, apenas un sendero casi invisible culebreando
entre los pinos, cubierto por unos centímetros de nieve. Avanzaron
lentamente en el bosque, rogando para que los vehículos no se
atascaran, sin ver ni rastro de vida humana, durante unos diez
minutos, hasta que de pronto apareció el techo inclinado de una
cabaña de cuento de hadas, de donde colgaban carámbanos como
decoración de Navidad.
Richard, debilitado por los vómitos, pero
con menos dolor, abrió el candado del portón con su llave,
estacionaron los coches y se bajaron. Abrió la cerradura y tuvo que
empujar la puerta con todo el peso del cuerpo para moverla, porque
la madera se había hinchado con la humedad. Al entrar, una bocanada
nauseabunda les dio en la cara. Después de correr al baño, Richard
les explicó que la casa había permanecido cerrada durante más de
dos años y seguramente los murciélagos y otros animalejos se habían
adueñado de ella.
—¿Cuándo vamos a disponer del Lexus?
—preguntó Lucía.
—Hoy mismo, pero dame media hora para
reponerme —dijo él, echándose de bruces en el sofá desvencijado de
la sala, sin atreverse a pedirle que se tendiera con él y lo
abrazara para quitarle el frío.
—Descansa. Pero si nos quedamos mucho rato
aquí nos vamos a congelar —dijo Lucía.
—Hay que encender el generador y llenar las
estufas de combustible. Hay latas de keroseno en la cocina. Las
cañerías estarán congeladas y supongo que algunas rotas, eso se
verá en primavera. Vamos a derretir nieve para cocinar. No podemos
usar la chimenea, alguien podría ver el humo.
—Tú no estás en condiciones de hacer nada.
¡Vamos, Evelyn! —dijo Lucía, tapando a Richard con una manta
apolillada y tiesa como cartón, que encontró sobre una silla.
Poco más tarde las mujeres tenían dos
estufas encendidas, pero no lograron hacer funcionar el agonizante
generador y tampoco lo logró Richard cuando pudo ponerse de pie. En
la cabaña había una cocinilla de keroseno, que se usaba cuando iban
a pescar en el hielo, y Richard había incluido en el equipaje tres
linternas, sacos de dormir y otras comodidades esenciales para una
exploración amazónica, además de algunos paquetes de comida
vegetariana disecada, que él llevaba en sus largas excursiones en
bicicleta. «Alimento de burro», comentó Lucía de buen humor,
procurando hervir agua en la minúscula cocinilla, que resultó casi
tan poco cooperadora como el generador. Una vez remojada en agua
hirviendo, la comida de burro se transformó en una cena decente,
que Richard fue incapaz de probar, limitándose a un caldo y media
taza de té para mantenerse hidratado; su estómago no soportaba nada
más. Después volvió a echarse arropado en la manta.