Lucía y Richard

 

 

Norte de Nueva York

 

La primera parada fue en una gasolinera a la media hora de salir de Brooklyn para comprar cadenas para las ruedas del Lexus. Richard Bowmaster tenía neumáticos de nieve en el Subaru desde los tiempos en que iba con Horacio a pescar en el lago congelado. Le había advertido a Lucía del peligro del hielo negro en el pavimento, culpable de la mayoría de los accidentes graves en invierno. «Razón de más para mantener la calma. Relájate, hombre», le contestó ella, repitiendo sin saberlo el consejo de Horacio. Tenía instrucciones de esperarlo a medio kilómetro de distancia en un desvío, mientras él compraba las cadenas.
A Richard lo atendió una abuela de pelo gris con manos rojas de leñador, único ser viviente en la gasolinera, quien resultó más hábil y fuerte de lo que se podía presumir a simple vista. Ella misma le colocó las cadenas en menos de veinte minutos, sin darse por aludida del frío, mientras le contaba a gritos que era viuda y llevaba sola el negocio, dieciocho horas diarias y siete días a la semana, incluso en un domingo como ese, cuando nadie se atrevía a salir. No tenía repuesto para la luz trasera.
—¿Adónde va con este clima? —le preguntó la abuela al cobrarle.
—A un funeral —respondió él con un escalofrío.
Pronto los dos coches dejaron la carretera estatal y avanzaron un par de kilómetros por un camino rural, pero tuvieron que volverse porque llegaron a un punto por donde no habían pasado quitanieves desde hacía un par de días y era intransitable. Se cruzaron con muy pocos vehículos y con ninguno de los enormes camiones de transporte o buses de pasajeros que unían Nueva York con Canadá, que habían acatado la orden de evitar los caminos hasta el lunes, cuando se normalizaría el tráfico. Los bosques de pinos escarchados se perdían en el blanco infinito del cielo y el camino era apenas una raya de lápiz gris entre cerros de nieve. Cada tantos kilómetros había que detenerse a raspar hielo de los parabrisas; la temperatura era de varios grados bajo cero y seguía descendiendo. Richard envidió a las mujeres y al perro, que iban en el Subaru con la calefacción a todo dar. Se había puesto un verdugo de esquí y arropado tanto que apenas podía doblar los codos y las rodillas.
En el transcurso de las horas, a Richard le hicieron efecto las pastillas verdes, se le fue disipando la angustia que lo agobiaba antes de partir. Las interrogantes sobre Kathryn Brown perdieron urgencia; todo formaba parte de una novela ajena cuyas páginas habían sido escritas por otros. Sentía cierta curiosidad por el futuro inmediato, deseos de saber cómo iba a terminar la novela, pero nada de premura por llegar a su destino. Llegaría tarde o temprano y cumpliría su misión. Mejor dicho, cumpliría la misión asignada por Lucía. Ella estaba a cargo, él sólo debía obedecerle. Flotaba.
El panorama era inmutable, pasaba el tiempo en la esfera del reloj y se sumaban los kilómetros, pero no avanzaba, estaba detenido en el mismo sitio, sumergido en un espacio blanco, hipnotizado por la monotonía. Nunca había conducido en un invierno tan duro como ese. Era consciente de los peligros del camino, como le había advertido a Lucía, y del peligro más inminente de ser vencido por el sueño, que ya le pesaba en los párpados. Puso la radio, pero la mala sintonía y la estática lo irritaron; optó por seguir en silencio. Hizo un esfuerzo por volver a la realidad, al vehículo, al camino, al viaje. Bebió unos sorbos de café tibio del termo, pensando que en el próximo pueblo necesitaría ir al baño y tomarse un café retinto y bien caliente con dos aspirinas.
Por el espejo retrovisor vislumbraba a lo lejos las luces del Subaru, que desaparecían en las curvas para reaparecer poco después, y temió que Lucía estuviera tan fatigada como él. Le costaba situarse en el momento actual, se le enredaban los pensamientos mezclados con imágenes de su pasado.

 

En el Subaru, Evelyn seguía rezando en susurros por Kathryn Brown, como hacían en su aldea por los muertos. El alma de la joven no había podido volar al cielo, porque la muerte la pilló de repente, cuando menos lo esperaba, y se quedó atrapada a medio camino. Seguramente estaba todavía encerrada en la cajuela. Eso era un sacrilegio, un pecado, una imperdonable falta de respeto. ¿Quién despediría a Kathryn con los ritos apropiados? Un alma en pena es lo más lamentable del mundo. Ella era responsable; si no hubiera tomado el coche para ir a la farmacia, nunca se habría enterado de la suerte de Kathryn Brown, pero al hacerlo ambas quedaron amarradas. Se requerían muchas oraciones para liberar a esa alma y nueve días de duelo. Pobre Kathryn, nadie había llorado por ella ni la había despedido. En su pueblo sacrificaban un gallo para que acompañara al difunto al otro lado y se bebía ron para brindar por su viaje al cielo.
Evelyn rezaba y rezaba, un rosario tras otro, mientras Marcelo, cansado de gemir, se había quedado dormido con la lengua colgando y sus ojos entornados, porque los párpados apenas los cubrían hasta la mitad. Lucía acompañó a Evelyn un rato en la letanía de padrenuestros y avemarías, que había aprendido en la infancia y podía recitar sin vacilación, aunque no había rezado en cuarenta y tantos años. La repetición monótona le dio sueño y para distraerse un poco, empezó a contarle a Evelyn parte de su vida y a preguntarle sobre la suya. Habían entrado en confianza y la muchacha tartamudeaba menos.
Empezó a oscurecer y volvió a caer nieve, tal como Richard temía, sin que hubieran alcanzado el pueblo donde planeaban ir al baño y comer algo. Tuvieron que disminuir la velocidad. Trató de comunicarse con Lucía por el celular, pero como no había señal se detuvo al borde de la ruta con las luces intermitentes. Lucía se paró detrás y pudieron limpiar el hielo de los vidrios, ponerles espray anticongelante y compartir un termo de chocolate caliente con buñuelos. Debieron convencer a Evelyn de que no era el momento apropiado de ayunar por Kathryn, bastaban las oraciones. La temperatura dentro del Lexus era como la de afuera y por mucha ropa que Richard llevara puesta, iba temblando de frío. Aprovechó para estirar las piernas entumecidas y calentarse un poco con saltos y palmadas. Comprobó que todo estuviera en orden en ambos coches, le mostró el mapa a Lucía una vez más y dio orden de continuar.
—¿Cuánto falta? —le preguntó ella.
—Bastante. No habrá tiempo para comer.
—Llevamos seis horas manejando, Richard.
—Yo también estoy cansado y además me estoy muriendo de frío, me va a dar una pulmonía, ya la siento en los huesos, pero tenemos que llegar a la cabaña con luz. Está aislada y si no veo la entrada podemos pasarnos de largo.
—¿Y el GPS?
—No puede señalarme el desvío. Siempre he hecho el trayecto de memoria, pero necesito visibilidad. ¿Qué le pasó al chihuahua?
—Nada.
—Parece muerto.
—Así se pone cuando duerme.
—¡Qué animal tan feo!
—Que no te oiga, Richard. Tengo que hacer pipí.
—Tendrá que ser aquí mismo. Cuidado que se te hiele el trasero.
Las dos mujeres se acuclillaron junto al vehículo, mientras Richard orinaba detrás del suyo. Marcelo levantó la nariz cuando se vio abandonado, echó una mirada hacia afuera y decidió aguantarse. Nadie iba a convencerlo de pisar la nieve.

 

Emprendieron la marcha nuevamente y veintisiete kilómetros más adelante se aproximaron a un pueblo pequeño, sólo una calle principal con las tiendas habituales, una gasolinera, dos bares y casas de un piso. Richard comprendió que de ninguna manera alcanzarían a llegar con luz al lago y decidió que pasaran la noche allí. El viento y el frío se habían intensificado y él necesitaba calentarse, tenía la mandíbula dolorida de dar diente con diente. La idea de pasar una noche en un hotel le preocupaba, no deseaba llamar la atención, pero peor sería seguir adelante en la oscuridad y perderse. Los celulares tenían señal y pudo avisar a Lucía del cambio de plan. Poca esperanza había de encontrar alojamiento decente, pero les salió al paso un motel con la ventaja de que las habitaciones daban directamente al estacionamiento y podían pasar inadvertidos. En la recepción, impregnada de olor a creosota, le advirtieron de que el motel estaba en reparación y sólo tenían una pieza disponible. Richard pagó 49,90 dólares en efectivo y después fue a llamar a las mujeres.
—Es todo lo que hay. Vamos a tener que compartir la pieza —les anunció.
—¡Por fin vas a dormir conmigo, Richard! —exclamó Lucía.
—Mmm... Me preocupa dejar a Kathryn en el coche —dijo él, cambiando de tema.
—¿Quieres dormir con ella?
La pieza olía como la recepción y tenía el aspecto provisorio de una mala escenografía de teatro. El techo era muy bajo, los muebles enclenques, todo estaba cubierto de la pátina lúgubre de la ordinariez. Contaba con dos camas, un televisor anticuado, un baño con manchas indelebles y goteo permanente en el lavatorio, pero había una jarra eléctrica para hervir agua, ducha caliente y buena calefacción. De hecho, hacía un calor sofocante en el cuarto y a los pocos minutos a Richard se le pasó el frío y empezó a quitarse las capas de ropa gruesa. El suelo, alfombrado en color café, y los cubrecamas con cuadros negros y azules necesitaban con urgencia una limpieza a fondo, pero las sábanas y toallas, aunque gastadas, estaban limpias. Marcelo corrió al baño y orinó largamente en un rincón ante la mirada divertida de Lucía y la espantada de Richard.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Richard.
—Supongo que entre los pertrechos de guerra que empacaste habrá toallas de papel. Yo iré a buscarlas, tú ya te has enfriado bastante.
Poco después Richard, ya repuesto del susto de agarrar una pulmonía, anunció que iría en busca de comida, porque con ese clima jamás conseguirían que les fueran a dejar una pizza y el motel no tenía cocina, sólo un bar donde lo único comestible eran aceitunas y papas fritas añejas. Supuso que por humilde que fuera el pueblo, habría un restaurante chino o mexicano. Les quedaban provisiones, pero prefirieron dejarlas para el día siguiente. Cuarenta minutos más tarde, cuando Richard regresó con comida china y café en los dos termos, encontró a Lucía y Evelyn viendo las noticias del temporal por televisión.
—El viernes se registraron las temperaturas más bajas desde 1869 en el estado de Nueva York. La tormenta duró casi tres horas, pero la nieve va a seguir un par de días más. Ha causado millones de dólares en daños. La tormenta tiene nombre, se llama Jonas —le informó Lucía.
—En el lago será peor. Mientras más al norte, más frío hace —le dijo Richard, quitándose el chaquetón, el chaleco, la bufanda, el gorro, el verdugo de esquí y los guantes.
Notó que tenía una mosca raquítica en la camiseta, pero al darle una sacudida el insecto desapareció de un salto.
—¡Una pulga! —exclamó dándose palmadas por todo el cuerpo, desesperado.
Lucía y Evelyn apenas levantaron la vista del televisor.
—¡Pulgas! ¡Aquí hay pulgas! —repetía Richard rascándose.
—¿Qué esperabas por 49,90 dólares, Richard? A los chilenos no nos pican —dijo ella.
—A mí tampoco —agregó Evelyn.
—A ti te pican porque eres liviano de sangre —diagnosticó Lucía.
Los cartones del restaurante chino eran de aspecto deprimente, pero el contenido resultó menos terrible de lo que esperaban. Aunque contenía tanta sal que cualquier otro ingrediente perdía el sabor, les devolvió el ánimo a todos. Incluso el chihuahua, que era muy fastidioso, porque le costaba masticar, quiso probar el chow mein. Richard siguió rascándose durante un rato, hasta que se resignó a las pulgas y prefirió no pensar en las cucarachas que emergerían de los rincones apenas apagaran la luz. Se sintió abrigado y seguro en ese cuarto triste de hotel de paso, unido a las mujeres por la aventura, tanteando el terreno de la amistad y emocionado por hallarse tan cerca de Lucía. Estaba tan poco familiarizado con esa apacible sensación de felicidad que no supo reconocerla.
Había comprado una botella de tequila Méndez, lo único que encontró en el bar del hotel, como le había pedido Lucía para echarle a su café y al de Evelyn. Por primera vez desde hacía años sintió deseo de tomarse un trago, más por camaradería que por necesidad, pero lo descartó. La experiencia le había inculcado mucha cautela con el alcohol, se empezaba mojando los labios y se terminaba de cabeza en la adicción. Dormir sería imposible, todavía era muy temprano, aunque afuera estaba totalmente oscuro.
Como no lograron ponerse de acuerdo para ver algo en la televisión y lo único que olvidaron incluir en el equipaje fue lectura, terminaron contándose las vidas, como habían hecho la noche anterior, sin la magia del bizcocho, pero con la misma soltura y confianza. Richard quiso saber del matrimonio fracasado de Lucía, porque había conocido a su marido, Carlos Urzúa, en la universidad. Lo admiraba, pero no se lo dijo a ella, porque supuso que el hombre no debía ser tan admirable en el plano personal.