Evelyn
México
Berto Cabrera, el coyote mexicano contratado
para conducir a Evelyn Ortega al norte, citó a sus clientes en la
panadería a las ocho de la mañana. Cuando el grupo estuvo completo
se pusieron en apretado círculo tomados de las manos y el coyote
rezó una oración. «Somos peregrinos de una Iglesia sin fronteras.
Te rogamos, Dios, que podamos viajar con tu divina protección
contra asaltantes y guardias por igual. Te lo pedimos en nombre de
tu hijo, Jesús Nazareno. Que así sea.» Todos los pasajeros dijeron
«Amén», menos Evelyn, que seguía llorando sin voz. «Guarda esas
lágrimas, Pilar Saravia, porque te harán falta más adelante», le
aconsejó Cabrera. Entregó su pasaje del bus a cada uno, con la
prohibición de intercambiar miradas o palabras entre ellos, hacer
amistad con otros pasajeros y sentarse al lado de la ventanilla;
los primerizos siempre lo hacían y los guardias se fijaban en
ellos. «Y tú, patoja, te vienes conmigo, de ahora en adelante yo
soy tu tío. Te quedas bien callada y con la cara de pendeja que
tienes, nadie va a sospechar. ¿Estamos?» Evelyn asintió,
callada.
Una furgoneta de reparto de la panadería los
llevó en la primera parte del viaje, hasta Tecún Umán, ciudad
fronteriza, separada de México por el río Suchiate. Por el río y el
puente, que unía ambas orillas, había tráfico constante de gente y
comercio. Era una frontera permeable. Los federales mexicanos
procuraban interceptar, sin demasiado celo, drogas, armas y otros
contrabandos, pero ignoraban a los migrantes, siempre que no
llamaran demasiado la atención. Asustada por la multitud
apresurada, el caos de bicicletas y triciclos y el estrépito de
motocicletas, Evelyn se aferró al brazo del coyote, quien había
instruido a los otros para que fueran por separado al hotel
Cervantes. Él y Evelyn subieron en uno de los taxis locales, una
bicicleta con un acoplado y un toldo para los pasajeros, el medio
de transporte más usado por esos lados, y pronto se reunieron con
el resto del grupo en un humilde hotel de paso, donde descansaron
esa noche.
Al día siguiente Berto Cabrera los llevó al
río, donde se alineaban botes y balsas hechas con un par de
neumáticos de camión y unas tablas. Así transportaban mercadería de
toda clase, animales y pasajeros. Cabrera contrató dos balsas
tiradas por sendos muchachos con una cuerda atada a la cintura y
conducidas por otro desde la balsa con un palo largo. En menos de
diez minutos estaban en México y un autobús los llevó al centro de
Tapachula.
Cabrera les explicó a sus clientes que se
encontraban en el estado de Chiapas, la parte más peligrosa para
los viajeros que no contaban con la protección de un coyote, porque
estaban a merced de bandidos, asaltantes y uniformados que les
podían quitar sus posesiones, desde el dinero hasta las zapatillas.
Era imposible burlarlos, conocían todos los escondites posibles,
incluso inspeccionaban los orificios privados de las personas.
Respecto a la extorsión de la policía, quien no pudiera pagarla iba
a parar a un calabozo, recibía una paliza y era deportado. El mayor
riesgo eran las «madrinas», dijo el coyote, civiles voluntarios que
con el pretexto de ayudar a las autoridades violaban y torturaban;
eran unos salvajes. En Chiapas desaparecía gente. No se debía
confiar en nadie, ni en los civiles ni en la autoridad.
Pasaron frente a un cementerio, donde
reinaban la soledad y el silencio de la muerte, pero desde el que,
de pronto, se escuchó el resoplido de un tren aprontándose a
partir; súbitamente el lugar cobró vida con docenas de migrantes,
que esperaban escondidos. Adultos y niños surgieron entre las
tumbas y arbustos y echaron a correr, cruzando un canal de
alcantarillado y saltando sobre rocas que sobresalían del agua
inmunda, hacia los vagones. Berto Cabrera les explicó que al tren
lo llamaban La Bestia, El Gusano de Hierro o El Tren de la Muerte,
y deberían montarse en hasta treinta o más trenes para cruzar
México.
—Ni les cuento cuántos se caen y las ruedas
les pasan por encima —les advirtió Cabrera—. Mi prima, Olga
Sánchez, convirtió una fábrica abandonada de tortillas en refugio
para la gente que le llevan con brazos y piernas amputadas por el
tren. Ha salvado muchas vidas en su albergue Jesús el Buen Pastor.
Mi prima Olga es una santa. Si tuviéramos más tiempo, iríamos a
verla. Ustedes son viajeros de lujo, no van a andar colgados de los
trenes, pero aquí tampoco podemos tomar el autobús. ¿Ven a esos
vatos que andan con perros revisando documentos y equipaje? Son
federales. Los perros huelen las drogas y el miedo en la
gente.
El coyote los llevó donde un amigo
camionero, quien por un precio acordado los acomodó entre cajones
de electrodomésticos. Al fondo había un espacio estrecho entre la
carga, donde sus pasajeros se instalaron encogidos. No podían
estirar las piernas ni ponerse de pie. Iban a oscuras, con poco
aire y un calor de infierno, dando tumbos que amenazaban con
echarles las cajas encima. El coyote, sentado con comodidad en la
cabina, olvidó decirles que estarían presos allí durante horas,
pero les advirtió que racionaran el agua y aguantaran la orina,
porque no habría ninguna parada para aliviarse. Los hombres y
Evelyn se turnaron para abanicar con un trozo de cartón a María
Inés y le dieron parte de sus raciones de agua, ya que debía
amamantar a su niño.
El camión los condujo sin incidentes hasta
Fortín de las Flores, en Oaxaca, donde Berto Cabrera los instaló en
una casa abandonada en las afueras de la ciudad, provistos de
bidones de agua, pan, mortadela, queso de mano y galletas. «Esperen
aquí, que yo vuelvo pronto», dijo, y desapareció. Dos días más
tarde, cuando se había terminado la comida y seguían sin noticias
del coyote, el grupo se dividió entre los hombres, convencidos de
haber sido abandonados, y María Inés, partidaria de darle más
tiempo a Cabrera, en vista de que venía tan bien recomendado por
los evangélicos. Evelyn se abstuvo de opinar y además nadie la
consultó. Durante los pocos días que llevaban viajando juntos, los
cuatro hombres se habían convertido en protectores de la madre, el
niño y la extraña chiquilla flaca que vivía en la luna. Sabían que
no era realmente sordomuda, le habían escuchado decir algunas
palabras sueltas, pero respetaban su silencio, que tal vez era una
promesa religiosa o su último refugio. Las mujeres comían primero,
a ellas les asignaron el mejor lugar para dormir, en la única pieza
donde el techo todavía existía. De noche los hombres se turnaban y,
mientras uno montaba guardia, los demás descansaban.
Al anochecer del segundo día, tres de los
hombres salieron a comprar alimento, reconocer el terreno y
averiguar cómo podían continuar el viaje sin Cabrera, mientras el
otro se quedó cuidando a las mujeres. El bebé de María Inés había
rechazado el seno desde el día anterior y le costaba respirar de
tanto llorar y toser, ante la angustia de su madre, incapaz de
calmarlo. Evelyn se acordó de los remedios de su abuela en casos
semejantes; empapó en agua fría un par de camisetas y envolvió al
niño hasta bajarle la fiebre, mientras María Inés lloraba y hablaba
de regresar a Guatemala. Paseando al niño, Evelyn lo arrullaba con
un canturreo inventado, sin palabras conocidas, con sonidos de
pájaros y viento, que tuvieron el poder de dormirlo.
Esa noche regresaron los otros con
salchichas, tortillas, frijoles y arroz, cervezas para los hombres
y gaseosas para las mujeres. Después de ese banquete se sintieron
más animados y empezaron a hacer planes para continuar hacia el
norte. Habían descubierto que existían casas del migrante a lo
largo de la ruta y varias iglesias que ofrecían ayuda; también
podían contar con los Grupos Beta, empleados del Instituto Nacional
de Migración cuya misión no era imponer la ley, sino ayudar a los
viajeros con información humanitaria, rescate y primeros auxilios
en caso de accidente. Y, lo más curioso, lo hacían gratis y no
había que sobornarlos, dijeron. Es decir, no estaban totalmente
desamparados. Contaron el dinero común, dispuestos a compartirlo, y
prometieron permanecer juntos.
Al día siguiente comprobaron que el niño
había amanecido con apetito, aunque seguía respirando con
dificultad, y decidieron que apenas bajase el calor echarían a
andar. Ni pensar en tomar el autobús; era muy caro, pero podían
pedir un aventón a los camioneros y en última instancia trepar a
los trenes de carga.
Ya habían acomodado sus pertenencias y el
resto de la comida en las mochilas cuando llegó Berto Cabrera de lo
más alegre, cargado de bolsas, en una furgoneta alquilada. Lo
recibieron con una retahíla de reproches, que él barajó
amablemente, explicando que tuvo que cambiar los planes originales
porque había demasiada vigilancia en los autobuses y le habían
fallado algunos contactos. En otras palabras, habría que repartir
nuevas coimas. Tenía conocidos en los controles del camino, a
quienes pagaba una suma por cada pasajero; el jefe se quedaba con
la mitad y el resto se distribuía entre sus hombres; así todos
salían ganando en ese negocio de hormigas. Se requería cautela para
esa maniobra, porque podía salir una patrulla quisquillosa y
acabarían deportados; el riesgo de que eso ocurriera era mucho
mayor con guardias desconocidos.
Habrían hecho el viaje hasta la frontera en
un par de días, pero al bebé de María Inés le volvió la fiebre y
tuvieron que llevarlo a un hospital en San Luis Potosí. Hicieron
cola, sacaron un número y esperaron horas en una sala atiborrada de
pacientes hasta que por fin los llamaron. Para entonces el niño
estaba muy decaído. Los atendió un médico con ojeras de fatiga y la
ropa arrugada, que le diagnosticó tosferina y lo dejó internado con
antibióticos. El coyote armó un lío, porque eso le desbarataba los
planes, pero el médico se puso firme: el crío tenía una infección
muy seria de las vías respiratorias. Cabrera tuvo que ceder. Le
aseguró a la desconsolada madre que volvería a buscarlos al cabo de
una semana y ella no perdería el dinero del adelanto. María Inés
aceptó entre sollozos, pero el resto del grupo se negó a continuar
sin ella. «Primero Dios que no se nos vaya a morir el patojito,
pero de ser así, la María Inés va a necesitar compañía en el
duelo», fue la decisión unánime.
Pasaron una noche en un hotel de mala
muerte, pero tanto protestó el coyote por el gasto extra que
suponía que acabaron durmiendo en el patio de una iglesia junto a
docenas de otros como ellos. Allí recibían un plato de comida,
podían ducharse y lavar ropa, pero a las ocho de la mañana los
ponían en la puerta sin permiso para regresar hasta después de la
puesta de sol. El día se les hacía muy largo vagando por la ciudad,
siempre alertas, listos para echarse a correr. Los hombres trataron
de ganar unos pesos lavando automóviles o cargando materiales de
construcción sin llamar la atención de la policía, que andaba por
todos lados. Según Cabrera, los gringos estaban pasando millones de
dólares al gobierno mexicano para que atajara a los migrantes antes
de que llegaran a la frontera. Cada año salían deportadas desde
México más de cien mil personas en el bien llamado Bus de las
Lágrimas.
Como a Evelyn no le salía la voz ni para
mendigar y además podía caer en manos de cualquier rufián de los
muchos que cazaban a las niñas solas, Cabrera cargó con ella en su
vehículo. Callada e invisible, Evelyn aguardaba en la furgoneta
mientras él hacía tratos dudosos por el celular y parrandeaba en
garitos insalubres con mujeres de alquiler. Al amanecer llegaba
tambaleándose y con los ojos vidriosos, la descubría durmiendo
acurrucada en el asiento y comprendía que la chiquilla había pasado
el día y la noche sin comer ni tomar agua. «¡Qué hijueputa que
soy!», mascullaba, y partía con ella en busca de algún lugar
abierto donde ella pudiera ir al retrete y comer hasta
hartarse.
—Culpa tuya no más es, pendeja. Si no hablas
te vas a morir de hambre en este pinche mundo. ¿Cómo te las vas a
arreglar sola en el norte? —le reprochaba con un dejo involuntario
de ternura.
A los cuatro días dieron de alta en el
hospital al bebé de María Inés, pero el coyote decidió que de
ninguna manera podían arriesgarse a seguir con él, se les podía
morir por el camino. Faltaba lo más arduo, el cruce del Río Grande
y luego el desierto. Le dio a elegir a María Inés entre quedarse en
México por un tiempo, trabajando en lo que pudiera, lo cual sería
difícil, porque quién iba a emplearla con un crío en los brazos, o
volver a Guatemala. La mujer optó por regresar y se despidió de sus
compañeros de viaje, que ya eran su familia.
De modo que, después de dejar a María Inés y
su niño en el autobús, Berto Cabrera condujo a sus clientes hacia
Tamaulipas. Les contó que en un viaje anterior lo habían asaltado
en la puerta de un hotel dos tipos de traje y corbata, con pinta de
funcionarios, que le quitaron el dinero y el celular. Desde
entonces tenía cuidado con los hoteles de paso, donde a menudo
paraban los coyotes con sus pasajeros, porque la Migra, los
federales y los detectives de Investigaciones los tenían en la
mira.
Pasaron la noche en casa de un conocido de
Cabrera, tendidos apretadamente en el suelo en las mantas que
llevaban en la furgoneta. Por la mañana emprendieron viaje hacia
Nuevo Laredo, la última etapa en México, y pocas horas más tarde
estaban en la plaza Hidalgo, en pleno centro de la ciudad, junto a
cientos de migrantes mexicanos y centroamericanos, junto a
traficantes de toda índole, ofreciendo sus servicios. Nueve grupos
organizados de contrabandistas operaban en Nuevo Laredo y cada uno
contaba con más de cincuenta coyotes. Tenían pésima reputación,
robaban, violaban y algunos estaban ligados a bandas de asaltantes
o de chulos.
—No son gente honesta, como yo. En el tiempo
que llevo en esta profesión nadie ha podido decir nada malo de mí.
Yo cuido mi honor, soy responsable —les dijo Cabrera.
Compraron tarjetas para llamar por teléfono
y pudieron hablar con sus familias para avisarles de que estaban en
la frontera. Evelyn llamó al padre Benito, pero tartamudeaba tanto
que Cabrera le quitó el teléfono.
—La chamaca está bien, no se preocupe, dice
que le manda saludos a su abuelita. Pronto vamos a brincar para el
otro lado. Hágame el favor de llamar a su madre y dígale que esté
preparada —le pidió.
Los llevó a comer tacos y burritos en un
puesto callejero y de allí a la parroquia de San José a pagarle su
promesa al padre Leo. Les explicó que el cura era tan santo como
Olga Sánchez, no dormía por ayudar día y noche a la fila
interminable de migrantes y otros menesterosos con agua, comida,
primeros auxilios, teléfono y el consuelo espiritual que les
ofrecía en forma de chistes e historias edificantes inventadas al
vuelo. En cada viaje, Berto Cabrera pasaba por la parroquia para
darle un cinco por ciento de lo que él cobraba, menos sus gastos, a
cambio de su bendición y algunas oraciones por el bien de sus
pasajeros; era su seguro de trabajo, la cuota que pagaba al cielo
por la protección, como decía entre carcajadas. Claro que además
les pagaba una cuota a los peores facinerosos, los Zetas, para
evitar que le secuestraran a los clientes. En caso de que eso
ocurriera, los Zetas cobraban un rescate por cabeza, que los
familiares debían pagar para salvarles la vida. Secuestro exprés,
le llamaban. Mientras Cabrera contara con las oraciones del santo y
pagara a los Zetas, iba más o menos tranquilo. Así había sido
siempre.
Encontraron al sacerdote descalzo, con los
pantalones arremangados y una camiseta inmunda, seleccionando fruta
y verdura sanas en los cajones de productos demasiado maduros que
le regalaban en el mercado. Un gran charco de jugo de fruta en el
suelo atraía las moscas con su dulzona podredumbre. El padre Leo
recibió a Cabrera agradecido por su contribución económica y porque
el hombre se encargaba de convencer a otros coyotes de que
compraran ese estupendo seguro respaldado por el cielo.
Evelyn y sus compañeros se quitaron las
zapatillas, se metieron en el charco de fruta y verdura
descompuesta y ayudaron a rescatar lo que podía usarse en la cocina
de la iglesia, mientras el cura descansaba un rato a la sombra y
ponía al día a su amigo Cabrera de los nuevos inconvenientes
inventados por los yanquis, quienes además de los lentes de visión
nocturna y los aparatos para detectar la temperatura corporal,
habían sembrado el desierto con sensores sísmicos que registraban
los pasos en la tierra. Comentaron los últimos acontecimientos,
eufemismo para referirse a los atracos. Tampoco usaban los términos
«pandilla» o «narco». Había que cuidar el lenguaje.
De la parroquia de San José, Berto Cabrera
los llevó a uno de los campamentos a orillas del Río Grande,
poblados miserables de cartón, toldos, colchones, perros vagos,
ratas y desperdicios, hogar temporal de mendigos, delincuentes,
drogadictos y migrantes a la espera de una oportunidad. «Aquí nos
quedaremos hasta el momento de aventarnos p’al otro lado», les dijo. Sus pasajeros osaron
insinuar que ese no era el trato. La señora de la panadería en
Guatemala les había prometido que iban a dormir en hoteles.
—¿Ya se olvidaron de los hoteles donde
estuvimos? Aquí en la frontera hay que acomodarse. Al que no le
guste, que se regrese por donde vino —replicó el coyote.
Desde el campamento podían ver el lado
estadounidense vigilado día y noche por cámaras, luces, agentes en
vehículos militares, lanchas y helicópteros. Por altoparlantes
advertían a quienes se aventuraban en el agua que estaban en
territorio americano y debían volverse. En los últimos años habían
reforzado la frontera con miles de agentes provistos de la más
reciente tecnología, pero los desesperados siempre encontraban la
manera de burlar la vigilancia. Al comprobar lo asustados que
estaban sus clientes cuando vieron el caudal ancho y torrencial de
ese río de aguas verdosas, Cabrera les explicó que sólo se ahogaban
los estúpidos que trataban de pasar nadando o agarrados de una
cuerda. Así morían cientos al año y los cuerpos hinchados quedaban
atrapados entre las rocas, varados en los juncos de la orilla o
iban a dar al golfo de México. La diferencia entre la vida y la
muerte era información: saber dónde, cómo y cuándo cruzar. Sin
embargo, el mayor peligro no era el río, les advirtió, sino el
desierto, con temperaturas de infierno, que derretían las piedras,
sin agua, acechados por escorpiones, gatos monteses y coyotes
hambrientos. Perderse en el desierto significaba morir en cuestión
de uno o dos días. Las serpientes de cascabel, coral, mocasín y la
veloz azul índigo salían a cazar de noche, a la hora en que los
migrantes echan a andar, porque de día el calor mata. No podrían
usar linternas, que los delatarían; debían confiar en las oraciones
y la buena suerte. Les repitió que ellos eran viajeros de lujo y no
iban a quedar tirados en el desierto a merced de las víboras. Su
propia misión terminaba cuando cruzaran el Río Grande, pero en
Estados Unidos estaría su socio, listo para conducirlos hasta un
lugar seguro.
A regañadientes, los viajeros se instalaron
en el campamento bajo un improvisado techo de cartón, que les
ofrecía algo de sombra en el calor sofocante del día y la ilusión
de seguridad en la noche. A diferencia de otros migrantes, que
dormían envueltos en bolsas de plástico, comían una vez al día en
alguna parroquia o ganaban unos pesos trabajando en lo que pudieran
conseguir, ellos disponían de una cifra que les entregaba el coyote
a diario para comprar alimento y agua en botellas. Entretanto
Cabrera salió a buscar a un conocido suyo, a quien suponía drogado
en alguna parte, para que los cruzara al otro lado. Antes de irse
les dio instrucciones de mantenerse juntos y no dejar sola a la
muchacha ni por un instante; estaban rodeados de gente sin
escrúpulos, especialmente los adictos, capaces de matar para
quitarles las zapatillas o la mochila. En el campamento escaseaba
la comida, pero sobraba licor, marihuana, crack, heroína y un
surtido de píldoras sueltas sin nombre, que mezcladas con alcohol
podían ser mortales.