Evelyn
Brooklyn
Evelyn Ortega comenzó su trabajo con los
Leroy en 2011. La casa de las estatuas, como ella llamaría siempre
a la residencia de esa familia, había pertenecido a un mafioso de
los años cincuenta y su numerosa parentela, incluidas dos tías
solteras y una bisabuela siciliana que se negó a salir de su pieza
cuando instalaron en el jardín a los griegos en pelotas. El
gángster murió en su ley y la casa pasó por otras manos antes de
ser adquirida por Frank Leroy, a quien el pasado turbio de la
propiedad y las estatuas deterioradas por la intemperie y la caca
de paloma le hacían gracia. Además, estaba bien situada en una
calle discreta y en un barrio que se había vuelto respetable.
Cheryl, su mujer, hubiera preferido un apartamento moderno en vez
de esa mansión pretenciosa, pero las decisiones grandes y chicas
estaban a cargo de él y jamás se discutían. La casa de las estatuas
tenía varias ventajas instaladas por el gángster para la comodidad
de su familia: acceso de silla de ruedas, un ascensor interno y
garaje para dos vehículos.
A Cheryl Leroy le bastaron cinco minutos con
Evelyn Ortega para darle el empleo. Necesitaba una niñera con
urgencia, no podía fijarse en detalles. La anterior había salido
hacía cinco días y no había vuelto. Seguramente había sido
deportada; eso pasaba por emplear indocumentadas, decía. Su marido
se encargaba normalmente de contratar, pagar y despedir al
servicio. A través de su oficina tenía contactos para conseguir
inmigrantes latinos y asiáticos dispuestos a trabajar por nada,
pero por norma no mezclaba el trabajo con la familia. Esos
contactos eran inútiles para conseguir una niñera de confianza,
habían tenido experiencias lamentables. Como ese era uno de los
pocos puntos en que la pareja estaba de acuerdo, Cheryl las buscaba
a través de la Iglesia Pentecostal, que siempre disponía de una
lista de mujeres buenas buscando trabajo. También la joven de
Guatemala debía de ser indocumentada, pero prefería olvidarlo por
el momento; ya se ocuparía de eso más adelante. Le gustaron su cara
honesta y sus modales respetuosos, presintió que había dado con una
gema, muy distinta a otras niñeras que habían desfilado por su
casa. Sus únicas dudas fueron sobre la edad de la chica, pues
parecía recién salida de la pubertad, y su tamaño. Había leído en
alguna parte que las personas más bajas del planeta son las mujeres
indígenas de Guatemala y tenía la prueba ante sus ojos. Se preguntó
si esa muchachita de nada, con huesos de codorniz y tartamuda,
sería capaz de habérselas con su hijo Frankie, quien debía pesar
más que ella y era incontrolable en sus pataletas.
Por su parte Evelyn creyó que la señora
Leroy era actriz de Hollywood, tan alta y tan rubia. Debía mirarla
hacia arriba, como a los árboles, tenía músculos en los brazos y
las pantorrillas, ojos celestes como el cielo de su aldea y una
cola de pelo amarillo que se meneaba con vida propia. Estaba
bronceada, con un tono anaranjado que ella nunca había visto, y
hablaba con voz entrecortada, como su abuelita Concepción, aunque
no era tan vieja como para que le fallara el aire. Parecía muy
nerviosa, un potrillo listo para salir de carrera.
Su nueva patrona la presentó al resto del
personal, una cocinera y su hija, encargada del aseo, que
trabajaban de nueve a cinco, lunes, miércoles y viernes. Le
mencionó a Iván Danescu, que no era empleado de la casa, pero
prestaba servicios, y a quien vería otro día, y le aclaró que su
marido, el señor Leroy, sólo mantenía un contacto mínimo, el
indispensable, con los domésticos. La condujo en ascensor al tercer
piso y eso acabó de convencer a Evelyn de que había aterrizado
entre millonarios. El ascensor era una jaula de pájaros de hierro
forjado en un diseño floral, del ancho necesario para una silla de
ruedas. La pieza de Frankie era la misma que medio siglo antes
ocupaba la bisabuela siciliana: amplia, con el techo inclinado y
una claraboya, además de la ventana, oscurecida por la copa de un
arce en el jardín. Frankie, de unos ocho o nueve años, tan rubio
como su madre y con una palidez de tísico, estaba atado a una silla
de ruedas frente a la televisión. Su madre le explicó a Evelyn que
las correas impedían que se cayera o se hiciese daño en caso de
convulsiones. El niño requería supervisión constante, porque se
ahogaba y en ese caso había que sacudirlo y golpearle la espalda
para devolverle el aliento, usaba pañales y debían darle de comer,
pero no daba problemas, era un querubín, se hacía querer de
inmediato. Sufría de diabetes, pero estaba muy bien controlado,
ella misma se encargaba de medir sus niveles y administrar la
insulina. Todo esto y algo más alcanzó a explicarle deprisa antes
de despedirse y desaparecer rumbo al gimnasio, como dijo.
Evelyn, confundida y cansada, se sentó junto
a la silla, le tomó la mano al niño, tratando de estirarle los
dedos agarrotados, y le dijo en spanglish, sin tartamudear, que iban a ser buenos
amigos. Frankie respondió con gruñidos y aleteos espasmódicos, que
ella interpretó como una bienvenida. Así comenzó la relación de
amor y guerra que llegaría a ser fundamental para ambos.
En los quince años que llevaban juntos,
Cheryl Leroy se había resignado a la autoridad brutal de su marido,
pero no había aprendido a esquivar a tiempo sus ataques. Permanecía
con él por el hábito de la desdicha, la dependencia económica y el
hijo enfermo. A su analista le había admitido que también lo
soportaba por adicción a la comodidad: ¿cómo iba a renunciar a sus
talleres de crecimiento espiritual, al club de lectura, a sus
clases de pilates, que la mantenían en forma, aunque menos de lo
deseable? Se requería tiempo y recursos para todo eso. Sufría al
compararse con mujeres realizadas e independientes tanto como con
aquellas que circulaban desnudas en el gimnasio. Ella nunca se
quitaba toda la ropa en el vestuario, era muy hábil en el manejo de
la toalla para entrar y salir de la ducha o la sauna sin mostrar
los verdugones en su cuerpo. Por donde examinara su vida, salía en
desventaja. El inventario de sus deficiencias y limitaciones era
doloroso; había fracasado en las ambiciones de la juventud y ahora,
al sumar los signos de la edad, lloraba.
Estaba muy sola, sólo tenía a su Frankie. Su
madre había muerto hacía once años y su padre, con quien siempre se
había llevado mal, se volvió a casar. Su nueva esposa era de China,
la conoció por internet y se la trajo sin preocuparse de que no
compartieran el mismo idioma ni pudieran comunicarse. «Mejor así,
tu madre era muy habladora», fue su comentario cuando le notificó
su boda a Cheryl. Vivían en Texas y nunca la habían invitado a
visitarlos ni habían hecho amago de ir a verla en Brooklyn. Jamás
preguntaban por el nieto con parálisis cerebral. Cheryl sólo había
visto a la mujer de su padre en las fotografías que le enviaban
cada Navidad, en las que ambos aparecían con gorros de Santa Claus,
él con una sonrisa oronda y ella con expresión confundida.
Todo se le iba aflojando a Cheryl, a pesar
de sus esfuerzos, no sólo el cuerpo, sino también su destino. Antes
de cumplir cuarenta la vejez había sido un enemigo lejano, a los
cuarenta y cinco la sentía acechando, tenaz e implacable. Alguna
vez soñó con una carrera profesional, tuvo ilusiones de salvar el
amor y estuvo orgullosa de su estado físico y su belleza, pero eso
pertenecía al pasado. Estaba quebrada, vencida. Llevaba varios años
tomando drogas para la depresión, la ansiedad, el apetito y el
insomnio. El gabinete del baño y el cajón de su mesilla de noche
contenían docenas de píldoras de mil colores, muchas que ya habían
expirado y otras tantas que había olvidado para qué servían, pero
ninguna podía reparar una vida rota. Su analista, el único hombre
que no la había hecho sufrir y la escuchaba, le había recetado
varios paliativos en los años de psicoterapia y ella había
obedecido como niña buena, como había obedecido mansamente a su
padre, a los novios temporales de su juventud y como ahora a su
marido. Largas caminatas, budismo zen, diversas dietas, hipnosis,
manuales de autoayuda, terapia de grupo... nada daba resultados
permanentes. Empezaba algo y durante un tiempo parecía ser el
remedio tan buscado, pero la ilusión duraba poco.
El analista estaba de acuerdo con ella en
que la causa principal de sus pesares no era tanto el hijo enfermo
como la relación con su marido. Le había hecho ver que la violencia
siempre es progresiva, tal como ella misma había comprobado en los
años con ese hombre; a cada rato perecían mujeres asesinadas que
pudieron haber escapado a tiempo, decía, pero él no podía
intervenir, como hubiera deseado cuando la veía llegar con una
costra de maquillaje y gafas de sol. Su papel consistía en darle
tiempo para tomar sus propias decisiones; él proveía un oído atento
y un lugar seguro para desmenuzar los secretos. Era tanto el temor
de Cheryl por su marido, que se crispaba al escuchar su automóvil
en el garaje o sus pasos en la casa. Era imposible adivinar el
estado de ánimo de Frank Leroy, porque cambiaba en un instante sin
causa previsible; ella rogaba para que llegara distraído, ocupado o
sólo de paso a cambiarse de ropa y salir, contaba los días para
verlo partir de viaje. Le había confesado al analista que deseaba
ser viuda y él había asentido sin demostrar la menor sorpresa,
porque había escuchado lo mismo de otras pacientes con menos
motivos que Cheryl Leroy para ansiar la muerte del cónyuge y había
concluido que es un sentimiento femenino normal. El ámbito de su
consulta estaba poblado de mujeres sometidas y furiosas, no conocía
otras.
Cheryl se sentía incapaz de sobrevivir sola
a cargo de su hijo. No había trabajado desde hacía años y su
diploma de consejera familiar era una tremenda ironía, ni siquiera
le había servido para abordar la relación con su marido. Frank
Leroy le hizo saber antes de casarse que deseaba una esposa a
tiempo completo. Ella se rebeló al principio, pero la pesadez y
pereza del embarazo la obligaron a ceder. Cuando nació Frankie
abandonó la idea de trabajar, porque el niño necesitaba su atención
total. Durante un par de años lo cuidó sola noche y día, hasta que
una crisis de nervios la mandó a la consulta del analista, quien le
recomendó conseguir ayuda, ya que podía pagarla. Entonces, mediando
una procesión de niñeras, Cheryl obtuvo algo de libertad para sus
limitadas actividades. Frank Leroy no conocía la mayor parte de
esas actividades, no porque ella se las ocultara, sino porque a él
no le interesaban, tenía otras cosas en que pensar. Como las
empleadas cambiaban con frecuencia y tenía muy poco que decirles,
Frank Leroy decidió que era inútil aprender sus nombres. Cumplía
con creces manteniendo a la familia, pagando salarios, cuentas y
los gastos astronómicos de su hijo.
Apenas Frankie nació se supo que algo estaba
mal, pero habrían de pasar varios meses antes de que se midiera la
gravedad de su condición. Con delicadeza, los especialistas
explicaron a los padres que probablemente no iba a caminar, hablar
ni controlar la musculatura o los esfínteres, pero con los
medicamentos adecuados, rehabilitación y cirugía para corregir la
deformación de las extremidades, el niño podía progresar. Cheryl se
negó a aceptar ese diagnóstico funesto, recurrió a cuanto ofrecía
la medicina tradicional y además se lanzó a la caza de terapias
alternativas y médicos brujos, incluso uno que curaba con ondas
mentales por teléfono desde Portland. Aprendió a descifrar los
gestos y ruidos de su hijo, era la única que compartía una forma de
lenguaje con él. Así se enteraba, entre otras cosas, de la conducta
de las niñeras en su ausencia y por eso las despedía.
Para Frank Leroy ese hijo era una afrenta
personal. Nadie merecía semejante calamidad, para qué lo habían
resucitado cuando nació azul, habría sido más compasivo dejarlo ir,
en vez de condenarlo a una vida de sufrimiento y condenar a los
padres a una vida de cuidados. Se desentendió de él. Que la madre
se hiciera cargo. Nadie pudo convencerlo de que la parálisis
cerebral o la diabetes fueran accidentales, estaba seguro de que
eran culpa de Cheryl por no haber hecho caso de las advertencias
sobre el alcohol, el tabaco y los somníferos durante el embarazo.
Su mujer le había dado un hijo fallido y no podía tener otros,
porque después del parto, que casi le cuesta la vida, sufrió una
histerectomía. Consideraba que Cheryl era un desastre como esposa,
un nudo de nervios, obsesionada con el cuidado de Frankie, frígida
y con una fastidiosa actitud de víctima. La mujer que lo atrajo
quince años antes era una valkiria, campeona de natación, fuerte y
decidida, cómo iba a sospechar que en ese pecho de amazona latía un
corazón pusilánime. Era casi tan alta y fuerte como él, bien podría
hacerle frente, como al principio, cuando eran contrincantes
apasionados, empezaban a golpes y terminaban haciendo el amor
violentamente, un juego peligroso y excitante. Después de la
operación, a Cheryl se le apagó el fuego. Para Frank su mujer se
había convertido en un conejo neurótico capaz de sacarlo de quicio.
Su pasividad era una provocación para él. No reaccionaba con nada,
aguantaba suplicando, otra provocación, sólo conseguía aumentar la
ira de Frank, quien perdía la cabeza y después quedaba preocupado,
porque los moratones podían atraer sospechas; no quería problemas.
Estaba amarrado a ella por Frankie, cuyas expectativas de vida eran
las de un chico enclenque, pero podía durar muchos años. Leroy no
sólo estaba anclado en ese matrimonio de pesadumbre por el hijo; el
motivo principal para evitar el divorcio era porque le costaría muy
caro. Su mujer sabía demasiado. Con lo frívola y sumisa que
parecía, Cheryl se las había arreglado para investigar sus negocios
y podía chantajearlo, arruinarlo, destruirlo. Ella ignoraba los
detalles de sus actividades y cuánto tenía en sus cuentas secretas
de las Bahamas, pero lo sospechaba y era muy lista en ese aspecto.
Para eso sí que Cheryl se atrevía a hacerle frente. Si de proteger
a Frankie o defender sus derechos se trataba, estaba dispuesta a
pelear con uñas y dientes.
Quizá alguna vez se amaron, pero la llegada
de Frankie mató cualquier ilusión que pudieran haber albergado.
Cuando Frank Leroy supo que iba a ser padre de un hijo, ofreció una
fiesta tan costosa como una boda. Él era el único varón entre
varias hermanas, el único que podía pasar el apellido a sus
descendientes; ese niño prolongaría la estirpe, como dijo el abuelo
Leroy en el brindis de la fiesta. «Estirpe» era un término poco
adecuado para tres generaciones de sinvergüenzas, le comentó Cheryl
a Evelyn en uno de sus episodios de alcohol y tranquilizantes,
cuando se lo contó. El primer Leroy de esa rama familiar fue un
francés escapado de la cárcel de Calais en 1903, donde cumplía
condena por robo. Llegó a Estados Unidos con su desfachatez por
único capital y prosperó con imaginación y sin principios. Alcanzó
a gozar de su buena fortuna durante varios años, hasta que
volvieron a meterlo preso, esta vez por una estafa gigantesca que
dejó a miles de pensionistas ancianos en la miseria. Su hijo, el
padre de Frank Leroy, vivía desde hacía cinco años en Puerto
Vallarta escapando de la justicia estadounidense por delitos
cometidos y por fraude fiscal. Para Cheryl el hecho de que sus
suegros estuvieran lejos y sin posibilidad de regresar era una
bendición.
La filosofía de Frank Leroy, nieto del aquel
canalla francés e hijo de otro parecido, era simple y clara: el fin
justifica los medios si se obtiene beneficio propio. Cualquier
negocio conveniente para uno, es buen negocio, aunque sea fatal
para otros. Unos ganan y otros pierden, es la ley de la selva, y él
nunca perdía. Sabía ganar dinero y esconderlo. Se las arreglaba
para mostrarse casi indigente frente al Servicio de Impuestos
mediante una contabilidad creativa, mientras fingía más opulencia
de la real cuando le convenía. Así atraía la confianza de sus
clientes, otros hombres tan poco escrupulosos como él. Inspiraba
envidia y admiración. Era tan bribón como su padre y su abuelo,
pero a diferencia de ellos tenía clase y frialdad, no malgastaba su
tiempo en pequeñeces y evitaba riesgos. Seguridad ante todo. Su
estrategia consistía en actuar a través de otros que daban la cara
por él; ellos podían acabar presos, nunca él.
Desde el primer momento Evelyn trató a
Frankie como a una persona razonable, partiendo de la base de que a
pesar de las apariencias, era muy inteligente. Aprendió a moverlo
sin partirse la espalda, bañarlo, vestirlo y alimentarlo sin apuro,
para evitar que se atragantara. Muy pronto su eficiencia y cariño
convencieron a Cheryl de que también podía delegar en ella el
control de la diabetes de su hijo. Evelyn le medía el azúcar antes
de cada comida y regulaba la administración de insulina, que ella
misma le inyectaba varias veces al día. Había aprendido bastante
inglés en Chicago, pero allí vivía entre latinos y tenía pocas
oportunidades de practicarlo. En casa de los Leroy le hizo falta al
principio para comunicarse mejor con Cheryl, pero pronto
desarrollaron una relación afectuosa que no requería de muchas
palabras para entenderse. Cheryl dependía de Evelyn para todo y la
muchacha parecía adivinarle el pensamiento. «No sé cómo pude vivir
sin ti, Evelyn. Prométeme que nunca te vas a ir», solía decirle la
señora cuando estaba agobiada por la angustia o por la violencia de
su marido.
A Frankie, Evelyn le contaba cuentos en
spanglish y él escuchaba atento. «Tienes
que aprender, así vamos a poder contarnos secretos sin que nadie
nos entienda», le decía. Al principio el niño apenas captaba una
idea por aquí y otra por allá, pero le gustaba el sonido y el ritmo
de ese idioma melodioso, y al poco tiempo lo dominaba bien. Aunque
no podía formular palabras, le contestaba a Evelyn a través del
ordenador. Cuando lo conoció, a ella le tocaba lidiar con
frecuentes arrebatos de cólera de Frankie, que atribuyó a la
frustración de sentirse aislado y al aburrimiento, entonces se
acordó del ordenador con que jugaban sus hermanitos en Chicago y
pensó que si ellos podían usarlo a tan temprana edad, con mayor
razón podría hacerlo Frankie, el chico más listo que había visto.
Sus conocimientos informáticos eran mínimos y la idea de tener una
de esas máquinas fabulosas a su disposición resultaba impensable,
pero apenas lo propuso, Cheryl voló a comprar una para su hijo. Un
joven inmigrante de la India, contratado para ese fin, le enseñó a
Evelyn los fundamentos de computación y a su vez ella inició a
Frankie.
La vida y el ánimo del niño mejoraron de
manera sorprendente con el reto intelectual. Con Evelyn se
convirtieron en adictos a la información y los juegos de todas
clases. Frankie usaba el teclado con inmensa dificultad, las manos
apenas le obedecían, pero pasaba horas entusiasmado frente al
aparato. Superó rápidamente los fundamentos impartidos por el joven
de la India y pronto le estaba enseñando a Evelyn lo que iba
descubriendo solo. Pudo comunicarse, leer, entretenerse e
investigar aquello que picaba su curiosidad. Gracias a esa máquina
de posibilidades infinitas pudo probar que en verdad poseía una
inteligencia superior y su inagotable cerebro encontró el
contrincante perfecto para sus desafíos. El universo entero estaba
a su disposición. Una cosa conducía a otra y esa a la siguiente,
comenzaba con La guerra de las galaxias y
terminaba con un lémur ratón de Madagascar, después de pasar por el
Australopithecus afarensis, antepasado de
la familia humana. Más tarde creó su cuenta de Facebook, donde
llevaba una vida virtual con amigos invisibles.
Para Evelyn esa vida recluida en dulce
intimidad con Frankie resultó ser un bálsamo para la violencia que
había experimentado en el pasado. Se le terminaron las pesadillas
recurrentes y pudo recordar a sus hermanos vivos, como en la última
visión que tuvo con la chamana del Petén. Frankie llegó a ser lo
más importante en su vida, tanto como su abuela lejana. Cada
muestra de progreso del niño era un triunfo personal para ella. El
cariño celoso que recibía de él y la confianza que le demostraba
Cheryl le bastaban para sentirse contenta. No necesitaba más. Se
comunicaba con Miriam por teléfono, a veces la veía por FaceTime y
comprobaba cómo iban creciendo sus hermanitos, pero en esos años no
se dio tiempo para ir a verla a Chicago. «No puedo dejar a Frankie,
mamá, me necesita», era su explicación. Y Miriam tampoco tenía
curiosidad por visitar a esa hija que en verdad era una extraña. Se
mandaban fotos y regalos de Navidad y cumpleaños, pero ninguna de
las dos hacía esfuerzos por mejorar una relación que nunca cuajó.
Al principio Miriam temió que su hija, sola en una ciudad fría y
con gente desconocida, sufriera; además, le parecía que le pagaban
muy poco para todo el trabajo que hacía, aunque de eso Evelyn jamás
se quejó. Finalmente Miriam se convenció de que Evelyn estaba mejor
con los Leroy en Brooklyn que con su propia familia en Chicago. Su
hija había madurado y ella la había perdido.
Tuvo que pasar un tiempo antes de que Evelyn
le tomara el pulso a la extraña dinámica de la casa. El señor
Leroy, como todos lo llamaban, incluso su mujer al referirse a él,
era un hombre impredecible que se imponía sin levantar la voz; de
hecho, mientras más bajo y lento hablara, más temible resultaba.
Dormía en el primer piso en un cuarto en el que había hecho abrir
una puerta al jardín para entrar y salir sin pasar por la casa. Eso
le permitía mantener a su mujer y al servicio en ascuas, porque
surgía de repente de la nada, como un truco de ilusionista, y del
mismo modo desaparecía. El mueble más prominente de su cuarto era
el armario que contenía sus armas bajo llave, pulidas y bien
cebadas. Evelyn nada sabía de armas; en su pueblo las peleas eran a
cuchillo o machete y los pandilleros usaban pistolas de
contrabando, algunas tan primitivas que les estallaban en las
manos, pero había visto suficientes películas de acción como para
reconocer el arsenal de batalla de su patrón. En un par de
ocasiones lo había vislumbrado cuando el señor Leroy e Iván
Danescu, su hombre de confianza, lo limpiaban en la mesa del
comedor. Leroy mantenía una pistola cargada en la guantera del
Lexus, pero no así en el Fiat de su mujer o en la furgoneta con
elevador para la silla de ruedas, que Evelyn usaba para trasladar a
Frankie. Según él, se debía estar siempre preparado: «Si todos
anduviéramos armados habría menos locos y terroristas en lugares
públicos, porque apenas asomaran la cabeza alguien los
despacharía»; muchos inocentes morían por esperar a la
policía.
La cocinera y su hija le advirtieron a
Evelyn contra el error de meter las narices en los asuntos de los
Leroy, porque por andar averiguando habían despedido a más de una
empleada. Ellas llevaban tres años en esa casa sin saber en qué se
ocupaba el patrón, tal vez en nada, podía ser simplemente rico.
Sólo sabían que traía mercancía de México y la movía de un estado a
otro, pero el tipo de mercancía era un misterio. A Iván Danescu no
se le sacaba palabra, era seco como pan añejo, pero era el hombre
de confianza del señor Leroy y la prudencia indicaba mantenerse
lejos de él. El patrón se levantaba temprano, tomaba una taza de
café de pie en la cocina y se iba a jugar al tenis una hora. A su
regreso se duchaba y desaparecía hasta la noche o durante varios
días. Si se acordaba, pasaba a echar una mirada a Frankie desde la
puerta antes de irse. Evelyn aprendió a evitarlo y abstenerse de
mencionar al niño delante de él.
Por su parte, Cheryl Leroy se levantaba
tarde, porque dormía mal, pasaba el día en sus clases y cenaba en
una bandeja en la pieza de Frankie, salvo cuando su marido estaba
de viaje. Entonces aprovechaba para salir. Tenía un solo amigo y
prácticamente ninguna familia; sus únicas actividades fuera de la
casa eran sus múltiples clases, sus médicos y su analista. Por las
tardes empezaba a beber temprano y al anochecer el alcohol la
transformaba en la niña llorona que fue en la infancia; entonces
reclamaba la compañía de Evelyn. No podía contar con nadie más, esa
humilde joven era su único apoyo, su confidente. Así se enteró
Evelyn de los pormenores de la relación podrida de sus patrones,
supo de los golpes y de cómo desde un comienzo Frank Leroy se había
opuesto a las amistades de su mujer, cómo le prohibió recibir
visitas en la casa, no por celos, como decía, sino por defender su
privacidad. Sus negocios eran muy delicados y confidenciales, toda
precaución era poca. «Después de que Frankie naciera se volvió
todavía más estricto. No permite que nadie venga, porque le da
vergüenza que vean al niño», le dijo Cheryl a Evelyn. Sus salidas
nocturnas en ausencia del marido eran siempre al mismo lugar, un
modesto restaurante italiano de Brooklyn, con manteles a cuadros y
servilletas de papel, donde el personal ya la conocía, porque
llevaba varios años yendo allí. Evelyn sabía que no comía sola,
porque antes de salir concertaba una cita por teléfono. «Fuera de
ti, él es mi único amigo, Evelyn», le dijo. Era un pintor cuarenta
años mayor que ella, pobre, alcohólico y amable, con quien Cheryl
compartía pasta hecha por la mamma en la
cocina, chuletas de ternera y vino ordinario. Se conocían desde
hacía mucho. Antes de casarse, ella había inspirado varios cuadros
suyos y por un tiempo fue su musa. «Me vio en un campeonato de
natación y me pidió que posara como Juno para un mural alegórico.
¿Sabes a quién me refiero, Evelyn? Juno era la diosa romana de la
energía vital, la fuerza y la eterna juventud. Era una diosa
guerrera y protectora. Él todavía me ve así, no sospecha cómo he
cambiado.» Sería inútil tratar de explicarle a su marido lo que el
afecto platónico de ese artista anciano representaba para ella y
cómo esos encuentros en el restaurante eran los únicos momentos en
que se sentía admirada y querida.
Iván Danescu era un tipo de mala catadura y
peores modales, tan enigmático como su empleador. Su papel en la
jerarquía doméstica era indefinido. Evelyn sospechaba que el patrón
temía a Danescu casi tanto como el resto de los miembros de la
casa, porque había visto a ese hombre levantarle la voz en tono
desafiante y a Frank Leroy aguantar callado; debían de ser socios o
cómplices. Como nadie se preocupaba por la niñera guatemalteca,
insignificante y tartamuda, ella circulaba como un duende,
traspasando las paredes y enterándose de los secretos mejor
guardados. Suponían que ella apenas hablaba inglés y no entendía lo
que escuchaba ni lo que veía. Danescu se comunicaba sólo con el
señor Leroy, entraba y salía sin dar explicaciones y si se topaba
con la señora la examinaba con insolencia, sin pronunciar palabra,
pero a veces saludaba a Evelyn con un gesto difuso. Cheryl se
cuidaba de provocarlo, porque en las dos ocasiones en que se
atrevió a quejarse de él, recibió una bofetada de su marido.
Danescu era mucho más importante que ella en esa casa.
Evelyn había estado rara vez con ese hombre.
Al cumplirse un año de trabajo, cuando Cheryl estuvo segura de que
la niñera no iba a irse y Frankie la quería tanto que a ella solían
darle celos, le propuso que aprendiera a conducir para usar la
furgoneta. En un gesto de inesperada amabilidad, Iván se ofreció
para enseñarle. A solas con él en la privacidad del vehículo,
Evelyn comprobó que el ogro, como lo llamaban las otras empleadas,
era paciente como instructor y hasta podía sonreír cuando le
ajustaba el asiento para que alcanzara los pedales, aunque esa
sonrisa era apenas un rictus, como si le faltaran dientes. Ella
resultó ser buena estudiante, se aprendió de memoria las leyes del
tránsito y al cabo de una semana dominaba el vehículo. Entonces
Iván le tomó una foto contra la pared blanca de la cocina. A los
pocos días le entregó una licencia de conducir a nombre de una tal
Hazel Chigliak. «Es un carnet tribal, ahora perteneces a una tribu
de indios americanos», le anunció escuetamente.
Al principio Evelyn usaba la furgoneta sólo
para llevar a Frankie a cortarse el pelo, a una piscina temperada o
al centro de rehabilitación, pero al poco tiempo iban a tomar
helados, de pícnic y al cine. En la televisión el niño veía
películas de acción, asesinatos, tortura, explosiones y balazos,
pero en el cine, sentado detrás de la última fila en su silla de
ruedas, gozaba de las mismas historias sentimentales de amor y
desencanto que su niñera. A veces terminaban los dos tomados de la
mano, llorando. La música clásica lo calmaba y los ritmos latinos
lo ponían frenético de alegría. Evelyn le colocaba una pandereta o
maracas en las manos y mientras él sacudía los instrumentos, ella
bailaba como una marioneta desarticulada, provocando paroxismos de
risa en el niño.
Llegaron a ser inseparables. Evelyn
renunciaba sistemáticamente a sus días de salida y nunca se le
ocurrió pedir vacaciones, porque sabía que Frankie la echaría de
menos. Por primera vez desde que su hijo nació, Cheryl podía estar
tranquila. En el idioma particular de caricias, gestos y sonidos
que compartían y mediante el ordenador, Frankie le pidió a Evelyn
que se casara con él. «Tenés que crecer primero, patojito, y
después veremos», le contestó ella, conmovida.
Si la cocinera y su hija sabían lo que
sucedía entre el señor Leroy y su mujer, nunca lo comentaron.
Evelyn tampoco podía hablar de eso, pero no podía fingir que no lo
sabía, porque estaba incrustada en la familia, muy cercana a
Cheryl. Las palizas ocurrían siempre a puerta cerrada, pero las
paredes de esa casa antigua eran delgadas. Evelyn aumentaba el
volumen de la televisión para distraer a Frankie, quien sufría
ataques de angustia al escuchar a sus padres y a menudo terminaba
arrancándose mechones de pelo. En las peleas surgía siempre el
nombre de Frankie. Aunque su padre hiciera lo posible por pasar de
él, ese hijo era omnipresente y su deseo de que se muriera de una
vez era tan claro, que solía lanzarlo a la cara de su mujer. «Que
se mueran los dos», ella y su monstruo, ese bastardo sin un solo
gen de los Leroy, porque en su familia no existían tarados, ninguno
de los dos merecía vivir, estaban de más. Y Evelyn escuchaba el
chasquido terrible de los correazos. Cheryl, aterrada porque su
hijo lo hubiera oído, trataba de compensar el odio del padre con su
amor obsesivo de madre.
Después de esas zurras, Cheryl pasaba varios
días sin moverse de la casa, escondida, sometiéndose callada a los
cuidados de Evelyn, que la consolaba con el cariño seguro de una
hija, le curaba los verdugones con árnica, la ayudaba a lavarse, le
cepillaba el pelo, la acompañaba a ver seriales de televisión y
escuchaba sus confesiones sin dar su opinión. Cheryl aprovechaba
ese tiempo de reclusión para pasarlo con Frankie, leyéndole,
contándole cuentos, sujetándole un pincel entre los dedos para que
pintara. La intensidad de esa atención maternal podía volverse
atosigante para el niño, que empezaba a ponerse nervioso y le
escribía en el ordenador a Evelyn que lo dejaran solo, en español,
para no ofender a su madre. La semana terminaba con el chiquillo
descontrolado, su madre dopada de píldoras para la ansiedad y la
depresión, más trabajo para Evelyn, quien jamás se quejaba, porque
comparada con la existencia de su patrona, la suya era fácil.
Compadecía con toda su alma a la señora y
deseaba protegerla, pero nadie podía intervenir. A Cheryl le había
tocado ese marido brutal y tendría que aceptar el castigo hasta el
día en que ya no pudiera más, entonces ella estaría a su lado para
escapar con Frankie lejos del señor Leroy. Evelyn conocía casos
semejantes, los había visto en su pueblo. El hombre se
emborrachaba, peleaba con otro, lo humillaban en el trabajo, perdía
una apuesta, en fin, cualquier causa podía provocar una golpiza a
la mujer o a los niños, no era su culpa, así son los hombres y así
es la ley de la vida, pensaba la muchacha. Seguramente las razones
del señor Leroy para ejercer tanta maldad contra su mujer eran
otras, pero las consecuencias eran las mismas. Los golpes llegaban
de repente, sin anunciarse, y después él se iba dando un portazo y
Cheryl se encerraba en su pieza a llorar hasta cansarse. Evelyn
calculaba el momento de aparecer en puntillas a decirle que Frankie
estaba bien, que tratara de descansar, para ofrecerle algo de
comer, sus pastillas para los nervios, sus somníferos, unas
compresas de hielo. «Tráeme el whisky, Evelyn, y quédate un rato
conmigo», le decía Cheryl, desfigurada de llanto, aferrada a su
mano.
En casa de los Leroy la discreción era
obligatoria para la convivencia, tal como advirtieron las otras
empleadas a Evelyn. A pesar del temor que le inspiraba el señor
Leroy, quería mantener su puesto; en la casa de las estatuas se
sentía segura como en su infancia con su abuela y contaba con
comodidades nunca soñadas, todos los helados que quisiera,
televisión, una cama mullida en la pieza de Frankie. Su sueldo era
mínimo, pero no tenía gastos y podía enviarle dinero a su abuela,
quien estaba reemplazando de a poco las paredes de barro y junco de
su choza por otras de ladrillo y cemento.
El viernes de enero en que el estado de
Nueva York se paralizó, la cocinera y su hija no acudieron a
trabajar. Cheryl, Evelyn y Frankie permanecieron encerrados en la
casa. Los medios de comunicación venían anunciando la tormenta
desde el día anterior y cuando llegó fue peor de lo pronosticado.
Empezó a caer un granizo pesado como garbanzos, que el viento
lanzaba contra las ventanas con riesgo de quebrar los vidrios.
Evelyn cerró las persianas y cortinas para proteger lo mejor
posible a Frankie del ruido y trató de distraerlo con la
televisión, pero esas medidas fueron inútiles, porque la metralla
del granizo y el rugido de los truenos lo aterrorizaron. Cuando
finalmente logró calmarlo, lo acostó con la intención de que se
durmiera; para entonces no podía distraerlo con la televisión,
porque la recepción era pésima. Preparándose para una posible falla
de electricidad, se había provisto de una linterna y velas y había
puesto la sopa en un termo para mantenerla caliente. Frank Leroy
había salido en un taxi al amanecer. Partió a un club de golf en
Florida, dispuesto a capear el temporal que se anunciaba. Cheryl
pasó el día en cama, enferma y llorosa.
El sábado, Cheryl se levantó tarde, muy
agitada, con la mirada demente de los días malos, pero a diferencia
de otras ocasiones, estaba tan callada que Evelyn se asustó. A eso
del mediodía, después de que llegara el jardinero a quitar la nieve
de la entrada, se fue en el Lexus a una cita con su analista, como
dijo. Regresó un par de horas más tarde, muy alterada. Evelyn le
abrió los frascos de calmantes, contó las píldoras y le sirvió una
buena medida de whisky, porque la señora no controlaba el temblor
de las manos. Cheryl se tomó las pastillas con tres tragos largos.
Había tenido un día fatal, dijo, estaba muy deprimida, la cabeza le
iba a estallar, no quería ver a nadie y menos a su marido, mejor
sería que ese desalmado no volviera más, que desapareciera, que se
fuera de cabeza al infierno, bien merecido lo tendría por andar en
lo que andaba, y no es que a ella le importara nada su suerte ni la
del hijo de perra de Danescu, ese enemigo en su propia casa.
«Malditos sean los dos, los odio», masculló tragando aire,
febril.
—Los tengo en un puño, Evelyn, porque si se
me antoja puedo hablar y entonces no tendrán dónde esconderse. Son
criminales, asesinos. ¿Sabes a qué se dedican? Tráfico humano,
transportan y venden gente. Los traen engañados de otras partes,
los emplean como esclavos. ¡No me digas que no has oído de
eso!
—Algo he oído... —admitió la muchacha,
espantada ante el aspecto de su patrona.
—Los hacen trabajar como animales, no les
pagan, los amenazan y los matan. Hay mucha gente metida en eso,
Evelyn, agentes, transportistas, policías, guardias fronterizos y
hasta jueces corruptos. Nunca faltan clientes para el negocio. Hay
mucho dinero en eso, ¿entiendes?
—Sí, señora.
—Tuviste suerte que a ti no te agarraron.
Habrías acabado en un burdel. Crees que estoy loca, ¿verdad,
Evelyn?
—No, señora.
—Kathryn Brown, la fisioterapeuta de mi
hijo, es una puta. Viene a esta casa a espiarnos; Frankie es nada
más que un pretexto. Mi marido la trajo aquí. Se acuesta con él,
¿sabías? No. Cómo vas a saberlo, niña. La llave que encontré en su
bolsillo es de la casa de esa puta. ¿Por qué crees que él tiene
llave de esa casa?
—Señora, por favor... ¿cómo puede saber de
dónde es esa llave?
—¿De qué otra parte puede ser? ¿Y sabes qué
más, Evelyn? Mi marido quiere deshacerse de mí y de Frankie... ¡de
su propio hijo! ¡Matarnos! Eso es lo que pretende y la Brown debe
ser cómplice, pero yo estoy vigilando. Nunca bajo la guardia,
siempre vigilando, vigilando...
En el límite de sus fuerzas, aturdida por el
alcohol y los medicamentos, sujetándose a las paredes, la mujer se
dejó conducir a su habitación. Evelyn la ayudó a desvestirse y
acostarse. La muchacha no imaginaba que Cheryl supiera algo de la
relación de Leroy con la fisioterapeuta. Ella llevaba meses con el
secreto adentro como un tumor maligno, sin poder sacarlo a la luz.
Con su vocación de invisibilidad escuchaba, observaba y sacaba
conclusiones. Los había sorprendido varias veces cuchicheando en el
pasillo o enviándose mensajes de texto de un extremo a otro de la
casa. Los había oído planear unas vacaciones juntos y los había
visto encerrarse en uno de los cuartos desocupados. Leroy sólo
aparecía en la pieza de Frankie cuando Kathryn estaba haciéndole
los ejercicios, entonces la mandaban a ella afuera con alguna
excusa. No se cuidaban delante del niño, aunque ambos sabían que
entendía todo, como si desearan que Cheryl descubriera su relación.
Evelyn le había dicho a Frankie que ese era un secreto de ellos
dos, que nadie más podía saberlo. Suponía que Leroy estaba
enamorado de Kathryn, porque buscaba pretextos para estar con ella
y en su presencia le cambiaba el tono de voz y la expresión de la
cara, pero las razones de Kathryn para enredarse con un hombre de
corazón malo, bastante mayor que ella, casado y padre de un niño
enfermo, le resultaban difíciles de comprender, a menos que se
sintiera tentada por el dinero que supuestamente él tenía.
Según Cheryl, su marido podía ser
irresistible si se lo proponía; así sucedió cuando él la conquistó.
Si algo se le metía en la cabeza a Frank Leroy, nada podía
detenerlo. Se conocieron en el bar elegante del Ritz, donde ella
había ido a divertirse con un par de amigas y él a cerrar un
negocio. Cheryl contó a Evelyn que intercambiaron un par de
miradas, midiéndose mutuamente en la distancia, y eso bastó para
que él se le acercara con dos martinis y actitud decidida. «A
partir de ese momento no me dejó tranquila. No pude escapar, me
atrapó como la araña a una mosca. Siempre supe que iba a
maltratarme, porque eso comenzó antes de casarnos, pero era como un
juego. No pensé que iba a ser cada vez peor, cada vez más
frecuente...» A pesar del terror y el odio que él le inspiraba,
Cheryl admitía que era un hombre que atraía con su buena presencia,
su ropa exclusiva, su aire de autoridad y misterio. Evelyn era
incapaz de apreciar esas cualidades.
Estaba aquella tarde de sábado escuchando
las lamentaciones incoherentes de Cheryl, cuando le llegó el olor
desde la pieza de al lado avisándole de que debía cambiar los
pañales a Frankie. Se le había afinado el olfato, además del oído y
la intuición. Cheryl había quedado de comprar los pañales, pero en
el estado en que llegó se le había olvidado. Evelyn calculó que el
niño adormilado podía esperar mientras ella iba de una carrera a la
farmacia. Se abrigó con un chaleco, su anorak, botas de goma y
guantes y salió dispuesta a desafiar la nieve, pero se encontró con
que la furgoneta tenía una rueda desinflada. El Fiat 500 de Cheryl
estaba en reparación en el taller. Era inútil llamar a un taxi,
tardaría en acudir con ese clima, y despertar a la señora tampoco
era una opción, porque ya estaría comatosa. Iba a renunciar a los
pañales y solucionar el problema con una toalla, cuando vio sobre
el mueble de la entrada las llaves del Lexus, donde siempre se
dejaban. Era el coche de Frank Leroy y ella nunca lo había
conducido, pero supuso que debía ser más fácil que la furgoneta; el
trayecto de ida y vuelta a la farmacia le ocuparía menos de media
hora, la señora estaba en el limbo, no la echaría de menos y el
problema quedaría resuelto. Comprobó que Frankie dormía tranquilo,
lo besó en la frente y le susurró que volvería pronto. Y sacó
cuidadosamente el automóvil del garaje.