Evelyn

 

 

Chicago

 

Miriam, la madre de Evelyn Ortega, llevaba más de diez años sin ver a los tres hijos que dejó con la abuela en Guatemala, pero reconoció a Evelyn de inmediato cuando llegó a Chicago, por las fotos y porque era igual a la abuela. «No salió a mí, por suerte», pensó al verla bajar de la furgoneta de Galileo León. La abuela, Concepción Montoya, era de sangre mezclada, había sacado lo mejor de la raza maya y de la blanca y había sido una belleza en la adolescencia, antes de que la usaran los soldados. Evelyn había heredado sus finos rasgos, saltándose una generación. Miriam, en cambio, era de facciones toscas, tronco pesado y piernas cortas, como probablemente había sido su padre, ese «violador indio bajado del cerro», como ella agregaba siempre al referirse a su progenitor. Su hija era todavía una niña con una gruesa trenza negra colgando hasta la cintura y un rostro delicado. Miriam corrió hacia ella y la estrechó apretadamente, repitiendo su nombre y llorando de gusto por tenerla y de tristeza por los otros hijos asesinados. Evelyn se dejó abrazar sin un gesto para retribuir la efusividad de su madre; esa mujer gorda de pelo amarillo era una desconocida.
Aquel primer encuentro marcó el tono de la relación entre madre e hija. Evelyn hablaba lo menos posible para evitar el bochorno de las palabras que se le enredaban en la boca y Miriam sentía ese silencio como un reproche. Aunque Evelyn nunca tocó el tema, Miriam aprovechaba cualquiera ocasión para dejar en claro que ella no había abandonado a sus hijos por gusto, sino por necesidad. Todos habrían pasado hambre si ella se hubiera quedado en Monja Blanca del Valle haciendo tamales con la abuela, ¿acaso Evelyn no lo entendía? Cuando a su vez fuera madre comprendería la enormidad del sacrificio que ella había hecho por su familia.
Otro tema que flotaba en el ambiente era la suerte corrida por Gregorio y Andrés. Miriam creía que si ella hubiera estado en Guatemala, habría criado a los hijos con mano firme, Gregorio no se habría desviado por el camino de la delincuencia y Andrés no hubiera muerto por culpa de su hermano. En esas ocasiones Evelyn sacaba la voz para defender a su mamita, que les había dado buenas costumbres; su hermano se hizo malo por flojo y no por falta de palmetazos de la abuela.
La familia León vivía en un barrio de casas remolque, una veintena de viviendas similares, cada una con un pequeño patio, que compartían con un loro y una perra grande y mansa. A Evelyn le dieron una colchoneta de espuma, que ella colocaba en el suelo de la cocina por la noche. Contaban con un baño mínimo y un lavadero exterior en el patio. A pesar de la estrechez, todos se llevaban bien, en parte porque trabajaban en distintos turnos. Miriam limpiaba oficinas de noche y casas por la mañana, estaba ausente desde la medianoche hasta el mediodía siguiente. Galileo no tenía horario fijo y cuando estaba en la casa era discreto como si estuviera en falta, para evitar el constante mal humor de su mujer. Una vecina cuidaba a los niños por un precio razonable, pero cuando llegó Evelyn le dieron a ella esa responsabilidad. Por las tardes Miriam estaba en casa y eso le permitió a Evelyn ir a clases de inglés durante el primer año, uno de los beneficios para inmigrantes que ofrecía la iglesia, y después empezó a trabajar con su madre. Miriam y Galileo eran pentecostales y sus vidas giraban en torno a los servicios y las actividades sociales de su iglesia.
Galileo le explicó a Evelyn que él había encontrado su redención en el Señor y una familia en sus hermanos y hermanas de la fe: «Fui hombre de mala vida hasta que fui a la iglesia y allí el Espíritu Santo descendió sobre mí. De eso hace nueve años». A la muchacha le costó imaginar que ese hombre mojigato fuera capaz de una mala vida. Según Galileo, un rayo divino lo tiró al suelo durante un servicio religioso y entre los revolcones del trance expulsó a Satanás, mientras la entusiasta congregación cantaba y rezaba por él a pleno pulmón. Desde entonces su vida había tomado otro rumbo, dijo, había conocido a Miriam, que era muy mandona, pero buena, y lo ayudaba a mantenerse en el camino de la rectitud. Dios le había dado los dos hijos. Su relación con Dios era familiar, conversaban como un hijo con su padre, le bastaba pedir algo con el fervor de su corazón y le era otorgado. Había dado testimonio público de su fe y había sido bautizado por inmersión en una piscina local, tal como esperaba que Evelyn lo hiciera, pero ella postergaba ese momento por lealtad al padre Benito y a su abuela, para quienes cambiarse de iglesia sería una afrenta.

 

La armonía entre los habitantes del remolque peligraba en las raras visitas de Doreen, una hija de Galileo, producto de amores transitorios en sus años mozos con una inmigrante de la República Dominicana, que vivía del contrabando y de la adivinación con cartas. Según Miriam, Doreen había sacado de su madre la genialidad para engañar a los imbéciles, era drogadicta y andaba por el mundo arrastrando una humareda fatídica, por eso lo que tocaba se convertía en caca de perro. Tenía veintiséis años y aparentaba cincuenta, no había trabajado honradamente ni un solo día de su existencia, pero se jactaba de manejar dinero a montones. Nadie se atrevía a preguntarle cómo lo obtenía, porque sospechaban que sus métodos eran inconfesables, pero parecía que, así como lo ganaba, lo perdía. Entonces llegaba donde su padre a exigir un préstamo sin ninguna intención de devolverlo. Miriam la detestaba y Galileo le tenía miedo; delante de ella se arrastraba como un gusano y le daba lo que podía, siempre menos de lo que ella quería. Miriam le atribuía sangre ruin, sin especificar qué significaba eso, y la despreciaba por ser negra, pero tampoco se atrevía a hacerle frente. Nada en el físico de Doreen podía imponer temor, era flaca, gastada, con ojos de roedor, dientes y uñas amarillos y encorvada por debilidad de los huesos, pero irradiaba una terrible rabia contenida, como una cacerola a presión a punto de estallar. Miriam ordenó a su hija mantenerse lejos del radar de esa mujer; nada bueno se podía esperar de ella.
La orden de su madre fue innecesaria, porque a Evelyn se le cortaba la respiración con la proximidad de Doreen. La perra empezaba a aullar en el patio avisando de su llegada con varios minutos de antelación. Eso advertía a Evelyn de que debía escabullirse, pero no siempre lo lograba a tiempo. «¿Adónde vas tan rápido, sordomuda retardada?», la interceptaba Doreen amenazante. Era la única que la insultaba; los demás se acostumbraron a descifrar el significado de las frases entrecortadas de Evelyn antes de que las terminara. Galileo León se apuraba en darle dinero a su hija para que se fuera y en cada oportunidad le rogaba que lo acompañara a la iglesia aunque fuera una sola vez. Mantenía la esperanza de que el Espíritu Santo se dignara a descender sobre ella para salvarla de sí misma, como le había ocurrido a él.

 

Pasaron más de dos años sin que le llegara a Evelyn la notificación de los tribunales que le habían anunciado en el Centro de Detención. Miriam vivía pendiente del correo, aunque para entonces probablemente el expediente de su hija se había perdido en los vericuetos del Servicio de Inmigración y podría vivir sin documentos el resto de sus días sin ser molestada. Evelyn había hecho el último año de la escuela secundaria y se había graduado con toga y birrete, como el resto de su clase, sin que nadie le pidiera papeles para probar su existencia.
La crisis económica de los últimos años había agravado el antiguo resentimiento contra los latinos; millones de estadounidenses, estafados por las financieras y los bancos, perdieron la casa o el empleo y encontraron un chivo expiatorio en los inmigrantes. «A ver si algún americano de cualquier color va a trabajar por la miseria que nos pagan a nosotros», alegaba Miriam. Ganaba menos del mínimo legal y hacía más horas para cubrir los gastos, porque los precios subían, pero los sueldos se mantenían congelados. Evelyn iba con ella y otras dos mujeres a limpiar oficinas por la noche. Eran un equipo formidable, que llegaba en un Honda Accord con su material de aseo y una radio a pilas para escuchar a los predicadores evangélicos y las canciones mexicanas. Tenían por norma trabajar juntas, así se protegían de los peligros nocturnos, desde asaltos en la calle hasta acoso sexual en los edificios cerrados. Se labraron reputación de amazonas después de una zurra de escobas, baldes y cepillos que propinaron a un oficinista rezagado que trató de sobrepasarse con Evelyn en un baño. El guardia de seguridad, otro latino, se hizo el sordo durante un buen rato y cuando finalmente intervino, el galán parecía atropellado por un camión, pero se abstuvo de acudir a la policía para denunciar a sus agresoras; prefirió aguantar la humillación callado.
Miriam y Evelyn trabajaban codo a codo, se repartían las tareas domésticas, la crianza de los niños, el cuidado del loro y la perra, las compras y el resto de los quehaceres inevitables, pero les faltaba la intimidad fácil de madre e hija, parecían estar siempre de visita. Miriam no sabía cómo tratar a esa hija silenciosa. Oscilaba entre dejarla de lado o demostrarle su cariño con regalos. Evelyn era un alma solitaria, no había hecho amistad con nadie, ni en la escuela ni en la iglesia. Miriam pensaba que ningún muchacho se interesaba en ella porque seguía teniendo aspecto de mocosa desnutrida. Los inmigrantes llegaban con los huesos a la vista y en pocos meses iban camino a la obesidad con la dieta de comida rápida y barata, pero Evelyn era naturalmente inapetente, le repugnaban la grasa y el azúcar y echaba de menos los frijoles de su abuela. Miriam no sabía que cualquiera que se acercara a menos de un metro ponía a Evelyn en ascuas; el trauma de la violación estaba grabado a fuego en su memoria y en su cuerpo, asociaba el contacto físico con violencia, sangre y, sobre todo, con su hermano Andrés degollado. Su madre estaba enterada de lo que le había ocurrido, pero nadie le contó los detalles y Evelyn nunca pudo hablar de eso. A la muchacha el aislamiento le convenía, porque le ahorraba el esfuerzo de hablar.
Miriam no tenía quejas, la hija cumplía sus obligaciones a tiempo y nunca estaba de manos cruzadas, obedeciendo el precepto de su abuela, para quien el ocio era la madre de todos los vicios. Sólo se relajaba con sus dos hermanos, quienes le enseñaron a manejarse con el ordenador, y con los chiquillos de la iglesia, que no la juzgaban. Mientras los padres asistían al servicio, ella cuidaba a una veintena de niños en una sala adyacente, así se saltaba el largo sermón del pastor, un mexicano exaltado que lograba galvanizar a la congregación hasta el punto de la histeria. Evelyn inventaba juegos para entretener a los niños, les cantaba, los hacía bailar con ayuda de una pandereta y era capaz de contarles cuentos sin demasiado titubeo, siempre que no hubiera adultos de testigos. El pastor de la iglesia le aconsejó que estudiara para maestra; estaba claro que el Señor le había dado ese talento y desperdiciarlo era escupir al cielo. Le había prometido ayudarla a obtener sus papeles de residencia, pero su influencia, tan poderosa en las esferas celestiales, era ineficaz en las áridas oficinas del Servicio de Inmigración.

 

La cita con el juez se habría postergado indefinidamente sin la intervención de Doreen. La hija de Galileo León se había deteriorado en esos pocos años y casi nada quedaba de su arrogancia, pero la rabia permanecía íntegra. Solía aparecer cubierta de moretones que atestiguaban su carácter feroz; cualquier provocación le servía de pretexto para batirse. Tenía una cicatriz de filibustero en la espalda, producto de una puñalada, que les mostraba a los niños como una insignia de honor, proclamando ufana que la dejaron por muerta desangrándose en un callejón entre cubos de basura. Evelyn se había enfrentado con ella en escasas ocasiones, porque su estrategia de huida normalmente le daba buen resultado. Si estaba sola con los niños, salía escapando con ellos a rastras apenas la perra empezaba a aullar. Ese día, sin embargo, el plan le falló, porque los niños estaban con escarlatina. La fiebre había comenzado tres días antes con dolor de garganta y ya estaban cubiertos de ronchas; era imposible sacarlos de la cama en un día frío de comienzos de octubre. Doreen entró pateando la puerta y amenazando con envenenar a la maldita perra. Evelyn se preparó para la retahíla de insultos que le llovería encima apenas la mujer comprendiera que su padre no estaba y no había dinero en la casa.
Desde la pequeña habitación de los niños Evelyn no podía ver en qué estaba la otra, pero la oía revolver y maldecir de impaciencia. Temiendo su reacción si no hallaba lo que buscaba, se armó de valor y fue a la cocina con ánimo de interceptarla antes de que llegara donde estaban los niños. Para disimular se dispuso a preparar un emparedado, pero Doreen no le dio tiempo. Arremetió como toro de lidia y antes de que Evelyn alcanzara a ver lo que se le venía encima, la cogió por el cuello con ambas manos, sacudiéndola con la fuerza de la adicción. «¿Dónde está el dinero? ¡Habla, retrasada, o te mato!» Evelyn trató inútilmente de soltarse de aquellas garras tenaces. A los gritos de Doreen asomaron sus hermanitos asustados y se echaron a llorar en el momento en que la perra, que rara vez entraba en la casa, cogía a la agresora por la chaqueta y empezaba a tirar gruñendo. Doreen empujó a Evelyn y se volvió para darle una patada al animal. La muchacha perdió pie, cayó hacia atrás, dándose en la nuca con la esquina del mesón de la cocina. Doreen repartió patadas entre la perra y Evelyn, pero en medio de su demencia tuvo un chispazo de cordura para comprender lo que había hecho y salió corriendo con un rosario de palabrotas. Una vecina, atraída por el bochinche, encontró a Evelyn en el suelo y a los dos niños desconsolados. Llamó a Miriam, a Galileo y a la policía, por ese orden.
Galileo León llegó minutos después que la policía y para entonces Evelyn estaba tratando de incorporarse, sostenida por una mujer de uniforme. El mundo le daba vueltas en torbellino, una lluvia de manchas negras le nublaba la vista y el dolor le partía el cráneo de tal manera que le costaba explicar lo sucedido, pero sus hermanitos repetían entre mocos y sollozos el nombre de Doreen. Galileo no pudo impedir que se llevaran a Evelyn en una ambulancia al hospital y que levantaran un informe policial de lo sucedido.
En el servicio de emergencia cosieron a Evelyn el cuero cabelludo con varios puntos, la dejaron en observación unas horas y la mandaron a su casa con un frasco de analgésicos y la recomendación de descansar, pero el incidente habría de seguir afectándola, porque ya existía el informe. Al día siguiente fue a buscarla la policía y la interrogaron sobre su relación con Doreen durante dos horas antes de soltarla. Volvieron un par de días más tarde y se la llevaron de nuevo, pero esta vez las preguntas fueron sobre su entrada en Estados Unidos y sus motivos para dejar su país. Vacilando, aterrada, Evelyn trató de contar lo sucedido a su familia, pero se le entendía poco y los agentes fueron perdiendo la paciencia. En el cuarto estaba presente un hombre sin uniforme que tomaba notas y no abrió la boca ni para dar su nombre.
Como Doreen tenía una imputación por drogas y otros delitos, llegaron a la casa tres agentes con un perro entrenado y registraron hasta el último resquicio sin hallar nada que les interesara. Galileo León se las arregló para desaparecer y le tocó a Miriam la vergüenza de ver cómo arrancaban el linóleo del suelo y destripaban sus colchones buscando drogas. Varios vecinos se asomaron a curiosear y después de que se fueran los agentes con su perro se quedaron rondando a la espera del segundo acto del drama. Tal como suponían, cuando volvió Galileo su mujer se le fue encima enfurecida. Todo era culpa suya y de esa puta de hija que tenía, cuántas veces le había repetido que no quería verla en su casa, era un pobre diablo, débil de carácter, con razón nadie lo respetaba, y dale y dale con una cantinela épica que empezó en la casa, siguió en el patio y la calle y terminó en la iglesia, donde la pareja llegó escoltada por varios testigos a consultar al pastor. Al cabo de unas horas a Miriam se le acabó el combustible y se le enfrió la ira, una vez que Galileo hubo prometido tímidamente mantener a su hija alejada.

 

Ese mismo día, a las ocho de la noche, cuando Miriam todavía estaba colorada por la pataleta, llamaron a la puerta del remolque. Era el hombre que tomaba notas en la estación de policía. Venía del Servicio de Inmigración, dijo a modo de presentación. El aire se congeló, pero no pudieron impedirle la entrada. El agente estaba acostumbrado al efecto que causaba y trató de aliviar la tensión hablando en español, les contó que se había criado con sus abuelos mexicanos, que estaba orgulloso de sus orígenes y se movía con naturalidad entre las dos culturas. Lo oyeron incrédulos, porque el hombre era blanco puro, con ojos claros de pescado y machucaba el idioma sin piedad. Al ver que nadie apreciaba su intención de congraciarse, pasó de lleno al objeto de su visita. Sabía que Miriam y Galileo tenían residencia y sus hijos habían nacido en Estados Unidos, pero la situación de Evelyn Ortega estaba por verse. Tenía la ficha del Centro de Detención con la fecha de su arresto en la frontera y a falta de un certificado de nacimiento iba a suponer que había cumplido dieciocho años; era ilegal y por lo tanto elegible para ser deportada.
El silencio de mausoleo duró un par de minutos, mientras Miriam calculaba si ese hombre venía con la ley bajo el brazo o pretendía un soborno. De pronto Galileo León, habitualmente vacilante, se pronunció con una voz firme que nadie le había oído antes.
—Esta niña es refugiada. Nadie es ilegal en esta vida, todos tenemos derecho a vivir en el mundo. El dinero y el crimen no respetan fronteras. Yo le pregunto, señor, ¿por qué los humanos tenemos que hacerlo?
—Yo no hago las leyes. Mi trabajo es hacer que se cumplan —replicó el otro, desconcertado.
—Mírela bien, ¿qué edad cree que tiene? —dijo Galileo señalando a Evelyn.
—Se ve muy joven, pero necesito el certificado de nacimiento para probarlo. En su ficha dice que el certificado se lo llevó el agua cuando cruzó el río. Eso fue hace tres años; entretanto podrían haber conseguido una copia.
—¿Quién iba a hacer eso? Mi madre es una anciana iletrada y en Guatemala esos trámites demoran mucho y cuestan dinero —intervino Miriam, recién repuesta de la sorpresa al ver a su marido opinando como leguleyo.
—Lo que cuenta la muchacha sobre pandillas y sus hermanos asesinados es común, ya lo he oído antes. Hay muchas historias así entre inmigrantes. Los jueces también las han oído. Algunos las creen y otros no. El asilo o la deportación dependerán del juez que le toque —dijo el agente antes de irse.
Galileo León, siempre dócil, era partidario de esperar el curso de la ley, que se hace esperar pero llega, como decía. Miriam opinaba que si la ley llega, nunca favorece al más débil, y se puso de inmediato en campaña para hacer desaparecer a su hija. No le preguntó a Evelyn su parecer cuando puso en acción a sus contactos de la red clandestina de inmigrantes indocumentados ni cuando aceptó enviarla a trabajar a la casa de una gente en Brooklyn. Había obtenido el dato por otra mujer, miembro de la misma iglesia, cuya hermana conocía a alguien que había sido empleada doméstica en esa familia y daba testimonio de que no se fijaban en papeles ni en otras minucias. Mientras la muchacha cumpliera sus obligaciones, nadie iba a preguntarle su estado legal. Evelyn quiso saber cuáles serían esas obligaciones y le explicaron que se trataba de cuidar a un niño enfermo, nada más.
Miriam le mostró Nueva York en un mapa a su hija, la ayudó a empacar sus pertenencias en una maletita de peregrino, le dio una dirección en Manhattan y la puso en un bus Greyhound. Diecinueve horas más tarde Evelyn se presentó en la Iglesia Pentecostal Latinoamericana, un edificio de dos pisos que por fuera nada tenía de la dignidad de un templo, donde la recibió una congregante de buena voluntad. La mujer leyó la carta de presentación del pastor de Chicago, le ofreció alojamiento por esa noche en su propio apartamento y al día siguiente le indicó cómo llegar en metro a la iglesia del Tabernáculo de la Nueva Vida en Brooklyn. Allí otra mujer casi idéntica a la anterior le dio una bebida gaseosa, un panfleto con los servicios religiosos y las actividades sociales del tabernáculo e instrucciones para dar con la dirección de sus nuevos empleadores.
A las tres de la tarde de un día otoñal de 2011, cuando los árboles empezaban a desnudarse y la calle estaba cubierta de una hojarasca crujiente y efímera, Evelyn Ortega tocó el timbre de una casa de tres pisos, situada en una esquina, con estatuas mutiladas de héroes griegos en el jardín. Allí habría de vivir y trabajar los años siguientes en paz y con documentos falsos.