Lucía
Canadá
Lucía Maraz acababa de cumplir diecinueve
años y se había inscrito en la universidad para estudiar
periodismo, cuando comenzó su vida de refugiada. De su hermano
Enrique no volvieron a saber nada; con el tiempo, después de mucho
buscarlo, sería uno más entre aquellos que se esfumaron sin rastro.
La muchacha estuvo dos meses en la embajada de Venezuela en
Santiago, en espera de un salvoconducto que le permitiera dejar el
país. Los cientos de huéspedes, como insistía en llamarlos el
embajador para minimizar la humillación de ser asilados, dormían
tirados donde cupieran y hacían turno a todas horas ante los
contados baños de la casa. Varias veces por semana, otros
perseguidos se las ingeniaban para saltar la muralla a pesar de la
vigilancia militar en la calle. A Lucía le pusieron en los brazos
un recién nacido, que introdujeron en un coche diplomático, oculto
en un canasto de verduras, con el encargo de cuidarlo hasta que
consiguieran asilar a los padres.
El hacinamiento y la angustia colectiva se
prestaban para conflicto, pero rápidamente los nuevos huéspedes
aceptaban las reglas de convivencia y aprendían a cultivar
paciencia. El salvoconducto de Lucía tardó más de lo habitual para
alguien sin antecedentes políticos o policiales, pero una vez que
llegó al poder del embajador, pudo irse. Antes de que la llevaran
acompañada por dos diplomáticos de la embajada hasta la puerta del
avión y de allí a Caracas, alcanzó a entregarle el bebé a sus
padres, quienes al fin habían podido asilarse. También alcanzó a
despedirse de su madre por teléfono, con la promesa de regresar
pronto. «No vuelvas antes de la democracia», respondió Lena con la
voz entera.
A Venezuela, rica y generosa, empezaban a
llegar cientos de chilenos, que pronto llegarían a ser miles y
miles, a los cuales se sumarían los fugitivos de la guerra sucia en
Argentina y Uruguay. La creciente colonia de refugiados del sur del
continente se aglomeraba en ciertos barrios, donde desde la comida
hasta el acento del español en la calle era de esos países. Un
comité de ayuda a los exiliados le consiguió a Lucía una pieza
donde vivir sin costo durante seis meses y un trabajo como
recepcionista en una elegante clínica de cirugía plástica. No
alcanzó a ocupar la pieza ni el empleo más de cuatro meses, porque
conoció a otro exiliado chileno, un atormentado sociólogo de
extrema izquierda, cuyas peroratas le recordaban con dolorosa
intensidad a su hermano. Era guapo y esbelto como torero, con pelo
largo y grasiento, manos finas y labios sensuales de expresión
despectiva. No hacía nada por disimular su mal genio ni su
arrogancia. Años más tarde Lucía habría de recordarlo con
perplejidad, sin entender cómo pudo enamorarse de un tipo tan
desagradable. La única explicación podía ser que era muy joven y
estaba muy sola. Al hombre le chocaba la alegría natural de los
venezolanos, a su parecer signo incontestable de decadencia moral,
y convenció a Lucía de que emigraran juntos a Canadá, donde nadie
desayunaba con champán ni aprovechaba el menor pretexto para
bailar.
En Montreal, Lucía y su desaliñado
guerrillero teórico fueron recibidos con los brazos abiertos por
otro comité de gente buena, que los instaló en un apartamento
provisto de muebles, útiles de cocina y hasta ropa a su medida en
el ropero. Era pleno enero y Lucía pensó que el frío se le había
instalado en el esqueleto para siempre; vivía encogida, tiritando,
envuelta en capas de lana, con la sospecha de que el infierno no
era una hoguera dantesca, sino un invierno en Montreal. Sobrevivió
los primeros meses buscando refugio en las tiendas, en los buses
con calefacción, en los túneles subterráneos que conectaban los
edificios, en su trabajo, en cualquier parte menos en el
apartamento que compartía con su compañero, donde la temperatura
era adecuada, pero el ambiente se cortaba con tijeras.
Mayo llegó con una primavera exuberante y
para entonces la historia personal del guerrillero había
evolucionado hasta convertirse en una aventura hiperbólica. Resultó
que no había salido de la embajada de Honduras en avión con un
salvoconducto, como entendía Lucía, sino que había pasado por la
Villa Grimaldi, el infame centro de tortura, de donde había salido
dañado de cuerpo y alma, y había escapado por peligrosos pasos
cordilleranos desde el sur de Chile hasta Argentina, donde se salvó
por un pelo de ser otra víctima de la guerra sucia en ese país. Con
tan doloroso pasado era normal que el pobre hombre estuviera
traumatizado y fuera incapaz de trabajar. Por suerte contaba con la
absoluta comprensión del comité de ayuda a los exiliados, que le
facilitó los medios para recibir terapia en su propio idioma y
disponer de tiempo para escribir una memoria de sus sufrimientos.
Entretanto Lucía aceptó dos empleos de inmediato, porque no creía
merecer la caridad del comité: había otros refugiados en
condiciones más urgentes. Trabajaba doce horas diarias y llegaba a
cocinar, limpiar, lavar ropa y levantarle el ánimo a su
compañero.
Lucía aguantó estoicamente varios meses,
hasta que una noche llegó medio muerta de fatiga al apartamento y
lo encontró en penumbra, con olor a encierro y vómito. El hombre
había pasado el día en cama, bebiendo ginebra y deprimido hasta la
inercia, porque seguía estancado en el primer capítulo de sus
memorias. «¿Trajiste algo de comer? Aquí no hay nada, me estoy
muriendo de hambre», masculló el aspirante a escritor cuando ella
encendió la luz. Entonces Lucía tuvo al fin la revelación de cuán
grotesca era esa convivencia. Pidió una pizza por teléfono y empezó
la tarea diaria de hacerse cargo del desorden de batalla en que
languidecía el guerrillero. Esa misma noche, mientras él dormía el
sueño profundo de la ginebra, empacó sus cosas y se fue
calladamente. Tenía algo de dinero ahorrado y había oído que en
Vancouver comenzaba a florecer una colonia de exiliados chilenos.
Al día siguiente tomó el tren que la llevaría a través del
continente a la costa occidental.
Lena Maraz visitaba a Lucía en Canadá una
vez al año y se quedaba con ella tres o cuatro semanas, nunca más,
porque seguía buscando a Enrique. Con los años su pesquisa
desesperada se convirtió en una forma de vida, una serie de rutinas
que cumplía religiosamente y daban sentido a su existencia. Poco
después del golpe militar, el cardenal abrió una oficina, la
Vicaría de la Solidaridad, para ayudar a los perseguidos y a sus
familias, donde Lena acudía cada semana, siempre en vano. Allí
conoció a otras personas en su situación, hizo amistad con los
religiosos y voluntarios y aprendió a moverse en la burocracia del
dolor. Mantuvo contacto con el cardenal hasta donde fue posible,
porque el prelado era la persona más ocupada del país. El gobierno
soportaba de mala gana a las madres y después a las abuelas, que
desfilaban con los retratos de sus hijos y nietos prendidos al
pecho y se instalaban en silencio frente a los cuarteles y centros
de detención con pancartas clamando justicia. Esas viejas
testarudas se negaban a entender que las personas que reclamaban
nunca fueron detenidas. Se habían ido a otra parte o jamás
existieron.
En el amanecer de un martes invernal, una
patrulla llegó al apartamento de Lena Maraz a notificarle que su
hijo había sido víctima de un accidente fatal y podía recoger sus
restos al día siguiente en la dirección que le dieron, después de
advertirle de que debía presentarse exactamente a las siete de la
mañana en un vehículo de tamaño apropiado para transportar un
ataúd. A Lena le fallaron las rodillas y se desplomó en el suelo.
Había esperado durante años alguna noticia de Enrique y al verse
confrontada con el hecho de haberlo hallado, aunque fuera muerto,
le falló el aire en el pecho.
No se atrevió a acudir a la Vicaría por
temor a que cualquier intervención arruinara esa oportunidad única
de recuperar a su hijo, pero supuso que tal vez la Iglesia o el
cardenal en persona habían obrado ese milagro. Acudió a su hermana,
porque le faltó valor para ir sola, y fueron juntas, vestidas de
luto, a la dirección que les dieron. En un patio cuadrado rodeado
de muros chorreantes por la pátina de la humedad y el tiempo, las
recibieron unos hombres que les señalaron un cajón de tablas de
pino y les dieron instrucciones de enterrarlo antes de las seis de
la tarde. Estaba sellado. Les indicaron que estaba terminantemente
prohibido abrirlo, les entregaron un certificado de defunción para
el trámite del cementerio y le dieron a firmar a Lena un recibo
donde constaba que el procedimiento era conforme a la ley. Le
dieron copia del recibo y la ayudaron a poner el ataúd en el camión
del mercado que las mujeres habían alquilado.
Lena no fue directamente al cementerio,
según las órdenes, sino a la casa de su hermana, una pequeña
parcela en las afueras de Santiago. Con ayuda del camionero bajaron
el ataúd, lo pusieron sobre la mesa del comedor y, una vez que
estuvieron solas, cortaron la banda metálica del sello. No
reconocieron el cuerpo; no era Enrique, aunque en el certificado
ponía su nombre. Lena sintió una mezcla de horror ante el estado en
que estaba ese joven y de alivio porque no era su hijo. Podía
mantener la esperanza de encontrarlo vivo. Por insistencia de su
hermana decidió correr el riesgo de las represalias y llamó a uno
de sus amigos en la Vicaría, un sacerdote belga, que llegó en su
motocicleta una hora más tarde, provisto de una cámara
fotográfica.
—¿Tiene alguna idea de quién puede ser este
pobre muchacho, Lena?
—No es mi hijo, es todo lo que puedo
decirle, padre.
—Vamos a comparar su foto con las de
nuestros archivos a ver si podemos identificarlo y avisar a su
familia —replicó el sacerdote.
—Entretanto yo lo voy a enterrar como
corresponde, porque así me lo ordenaron y no quiero que vengan y me
lo quiten —decidió Lena.
—¿Puedo ayudarla con eso, Lena?
—Gracias, pero puedo arreglarme sola. Por el
momento este chico podrá descansar en un nicho junto a mi marido en
el Cementerio Católico. Cuando usted encuentre a su familia podrán
trasladarlo donde deseen.
Las fotografías que tomaron ese día no
correspondían a ninguna de las que había en los archivos de la
Vicaría. Como le explicaron a Lena, tal vez ese joven ni siquiera
era chileno, podía haber llegado de otro país, quizá de Argentina o
de Uruguay. En la Operación Cóndor, que unía a los servicios de
inteligencia y represión de las dictaduras de Chile, Argentina,
Uruguay, Paraguay, Bolivia y Brasil, con un saldo de sesenta mil
muertos, a veces se producían confusiones en el tráfico de
prisioneros, cuerpos y documentos de identidad. El retrato del
muchacho desconocido quedó puesto en la pared de la oficina a ver
si alguien lo reconocía.
Habrían de pasar varias semanas antes de que
a Lena se le ocurriera que el joven que había enterrado podía ser
el medio hermano de Enrique y Lucía, el hijo que su marido tuvo con
la otra esposa. Esa posibilidad se convirtió en un tormento que no
la dejaba en paz. Se puso en acción para localizar a la mujer que
había rechazado años antes, arrepentida hasta los huesos de haberla
tratado mal, porque ni ella ni su niño eran culpables; también
ellos habían sido víctimas del mismo engaño. Mediante la lógica de
la desesperación, se convenció de que en alguna parte había otra
madre abriendo un cajón sellado donde estaba Enrique. Creyó que si
ella encontraba a la madre del muchacho que había enterrado,
alguien la buscaría a ella en el futuro para darle razón de su
propio hijo. Como sus esfuerzos y los de la Vicaría fueron
inútiles, contrató a un detective privado especializado en personas
perdidas, como decía su tarjeta de presentación, pero tampoco él
pudo encontrar rastros de esa mujer ni de su hijo. «Se deben de
haber ido al extranjero, señora. Por lo visto, a mucha gente le da
por viajar en estos tiempos...», dijo el detective.
Después de eso Lena envejeció de súbito. Se
jubiló del banco, donde había trabajado muchos años, se encerró en
su casa y sólo salía para insistir en su búsqueda. A veces iba al
cementerio y se plantaba ante el nicho del joven desconocido a
contarle sus penas y pedirle que si su hijo andaba por esos lados,
le dijera que ella necesitaba un mensaje o una señal para dejar de
buscarlo. Con el tiempo llegó a incorporarlo a su familia, como un
espíritu discreto. El cementerio, con su silencio, sus avenidas
sombrías y sus palomas indiferentes, le ofrecía consuelo y paz.
Allí había puesto a su marido, pero en todos esos años nunca había
ido a visitarlo. Ahora, con el pretexto de rezar por el muchacho,
también rezaba por él.
Lucía Maraz pasó los años de su exilio en
Vancouver, una ciudad amable con mejor clima que Montreal, donde se
establecieron cientos de exiliados del cono sur en comunidades tan
cerradas, que algunos vivían como si nunca hubieran salido de sus
países, sin mezclarse con los canadienses más allá de lo
indispensable. No fue el caso de Lucía. Con la tenacidad heredada
de su madre aprendió inglés, que hablaba con acento chileno,
estudió periodismo y trabajó haciendo reportajes de investigación
para revistas políticas y televisión. Se adaptó en el país, hizo
amigos, adoptó una perra llamada Olivia, que habría de acompañarla
catorce años, y compró un minúsculo apartamento, porque era más
conveniente que alquilar. Si se enamoraba, lo que ocurrió más de
una vez, soñaba con casarse y echar raíces en Canadá, pero apenas
se le enfriaba la pasión le volvía de golpe la nostalgia por Chile.
Su lugar estaba allí, al sur del sur, en ese país largo y angosto
que la reclamaba. Volvería, estaba segura. Varios exiliados
chilenos habían regresado y llevaban una existencia quitada de
bulla sin ser molestados. Sabía que incluso su primer amor, el
guerrillero melodramático de pelo grasiento, había vuelto a Chile
sigilosamente y estaba trabajando en una compañía de seguros sin
que nadie se acordara o supiera de su pasado. Pero quizá ella
tendría menos suerte, porque había participado sin descanso en la
campaña internacional contra el gobierno militar. Le había jurado a
su madre que no lo intentaría, porque para Lena Maraz la
posibilidad de que su hija también se convirtiera en víctima de la
represión, era intolerable.
Los viajes de Lena a Canadá se distanciaron,
pero la correspondencia con su hija se intensificó, empezó a
escribirle a diario y Lucía lo hacía varias veces por semana. Las
cartas se cruzaban en el aire como una conversación de sordos, pero
ninguna de las dos esperaba respuesta para escribir. Esa abundante
correspondencia era el diario de ambas vidas, el registro de lo
cotidiano. Con el tiempo las cartas llegaron a ser indispensables
para Lucía; lo que no le escribía a su madre era como si nunca
hubiera sucedido, vida olvidada. En ese eterno diálogo epistolar,
una en Vancouver, la otra en Santiago, desarrollaron una amistad
tan profunda, que cuando Lucía regresó a Chile, se conocían mejor
que si hubieran convivido desde siempre.
En uno de los viajes de Lena, hablando del
muchacho que le entregaron en vez de su Enrique, Lena decidió
contarle a su hija la verdad sobre su padre, que había ocultado
durante tantos años.
—Si el joven que me entregaron en ese ataúd
no es tu medio hermano, en alguna parte existe un hombre más o
menos de tu edad que tiene tu apellido y tu misma sangre —le
dijo.
—¿Cómo se llama? —preguntó Lucía, tan
sorprendida con la noticia de que su padre era bígamo que apenas le
salió la voz.
—Enrique Maraz, como tu padre y tu hermano.
He tratado de localizarlo, Lucía, pero él y su madre se esfumaron.
Necesito saber si ese chico que está en el cementerio es el hijo de
tu padre con esa otra mujer.
—No importa, mamá. La probabilidad de que
sea mi medio hermano es nula, eso sólo se da en las telenovelas. Lo
más seguro es lo que te dijeron en la Vicaría, que se producen
confusiones con la identidad de las víctimas. No te eches encima la
búsqueda de ese joven. Llevas años obsesionada con la suerte de
Enrique; acepta la verdad, por espantosa que sea, antes de que te
vuelvas loca.
—Estoy perfectamente cuerda, Lucía. Aceptaré
la muerte de tu hermano cuando tenga alguna evidencia, nunca
antes.
Lucía le confesó que en la infancia ni ella
ni Enrique creyeron del todo la versión del accidente del padre,
tan rodeada de misterio que sonaba a ficción. Cómo iban a creerla,
si nunca vieron ninguna expresión de duelo o visitaron una tumba;
tuvieron que conformarse con una explicación somera y un silencio
cauteloso. Inventaban versiones alternativas: que el padre estaba
vivo en otro lugar, que había cometido un crimen y estaba prófugo,
o cazando cocodrilos en Australia. Cualquier explicación resultaba
más razonable que la oficial: se murió y ya está, no pregunten
más.
—Ustedes eran muy chicos, Lucía, no podían
comprender la finalidad de la muerte, mi obligación era
preservarlos de ese dolor. Me pareció más sano que olvidaran al
padre. Pequé de soberbia, lo sé. Me propuse reemplazarlo, ser padre
y madre para mis hijos.
—Lo hiciste muy bien, mamá, pero me pregunto
si habrías actuado de esa manera si él no hubiera sido
bígamo.
—Seguramente no, Lucía. En ese caso tal vez
lo habría idealizado. Me motivó el rencor más que nada, y la
vergüenza. No quise contaminarlos a ustedes con la fealdad de lo
que pasó. Por eso no les hablé de él más adelante, cuando tenían
edad para comprender. Sé que les hizo falta un padre.
—Menos de lo que te imaginas, mamá. Es
cierto que habría sido mejor tener un papá, pero tú te las
arreglaste de lo más bien para criarnos.
—La falta de padre deja un hoyo en el
corazón de una mujer, Lucía. Una niña necesita sentirse protegida,
necesita energía masculina para desarrollar confianza en los
hombres y más tarde entregarse al amor. ¿Cuál es la versión
femenina del complejo de Edipo? ¿Electra? Tú no lo tuviste. Con
razón eres tan independiente y andas saltando de un amor a otro,
siempre buscando la seguridad de un padre.
—¡Por favor, vieja! Eso es pura jerga
freudiana. No busco a mi padre en mis amantes. Y tampoco es que yo
ande saltando de cama en cama. Soy monógama en serie y los amores
me duran largo, a menos que el tipo sea un pelotudo sin remedio
—dijo Lucía, y se echaron a reír pensando en el guerrillero
abandonado en Montreal.