Evelyn, Richard, Lucía

 

 

Rhinebeck

 

En el Subaru, sin calefacción y con dos ventanillas a medio abrir, abrigados como exploradores del Ártico, Richard Bowmaster les contó a las mujeres que hacía unos meses había invitado a dar una conferencia en su facultad a un par de expertos en tráfico de trabajadores indocumentados. A eso se dedicaban Frank Leroy e Iván Danescu, según les había explicado Evelyn. Nada nuevo, dijo Richard, oferta y demanda existían desde que se abolió oficialmente la esclavitud, pero nunca el negocio había sido tan rentable como en la actualidad; era una mina de oro equivalente sólo al tráfico de drogas y armas. Mientras más duras las leyes y más exhaustivos los controles fronterizos, más eficiente y despiadada era la organización y más ganaban los agentes, como se denominaban los traficantes. Richard suponía que Frank Leroy conectaba a traficantes con clientes estadounidenses. Los tipos como él no se ensuciaban las manos, desconocían las caras y las historias de los migrantes que iban a dar como esclavos en la agricultura, la manufactura, la industria y los prostíbulos. Para él eran números, carga anónima que se debía transportar, menos valiosa que animales.
Leroy mantenía una fachada de hombre de negocios respetable. Su oficina en Manhattan estaba en plena avenida Lexington, como les había contado Evelyn, y desde allí llevaba sus asuntos con clientes dispuestos a emplear esclavos, cultivaba la amistad de políticos y autoridades complacientes, lavaba dinero y resolvía los problemas legales que se presentaran. Igual que le había conseguido un carnet tribal a Evelyn Ortega, podía obtener papeles de identidad falsos al precio justo, pero las víctimas de tráfico humano no los necesitaban, existían bajo el radar, invisibles, silenciadas, en las sombras de un mundo sin leyes. Su comisión debía ser alta, pero quienes movían carga en gran escala la pagaban para ir sobre seguro.
—¿Crees que Frank Leroy realmente intenta matar a su mujer y su hijo, como te dijo Cheryl? ¿O serían sólo amenazas? —le preguntó Richard a Evelyn.
—La señora le tiene miedo. Cree que puede inyectarle una sobredosis de insulina a Frankie o asfixiarlo.
—¡Ese hombre debe de ser un monstruo si su mujer piensa eso de él! —exclamó Lucía.
—También cree que la señorita Kathryn pensaba ayudarlo.
—¿Eso te parece posible, Evelyn?
—No.
—¿Qué motivo podría tener Frank Leroy para matar a Kathryn? —preguntó Richard.
—Por ejemplo, que Kathryn hubiera averiguado algo sobre él y lo estuviera chantajeando... —especuló Lucía.
—La señorita estaba encinta de tres meses —los interrumpió Evelyn.
—¡Vaya! Esto es una tremenda sorpresa, Evelyn. ¿Por qué no nos lo dijiste antes?
—Yo trato de no pasar chismes.
—¿Estaba embarazada de Leroy?
—Sí. Me lo dijo la señorita Kathryn. La señora Leroy no lo sabe.
—Podría ser que Frank Leroy la matara porque ella lo estaba presionando, aunque parece un motivo muy débil. Pudo haber sido accidental... —sugirió Lucía.
—Tendría que haber sido el jueves por la noche o el viernes por la mañana, antes de irse a Florida —dijo Richard—.Eso significa que Kathryn murió hace cuatro días. Si no fuera por la temperatura bajo cero...

 

Llegaron al Instituto Omega a eso de las dos de la tarde. Lucía les había descrito una naturaleza exuberante, un bosque de arbustos, coníferas y árboles antiguos, pero muchos habían perdido el follaje y el paisaje era menos tupido de lo esperado. Si había vigilancia o personal de mantenimiento serían vistos fácilmente, pero decidieron correr el riesgo.
—Esta propiedad es enorme. Estoy segura de que vamos a encontrar el lugar ideal para dejar a Kathryn —dijo Lucía.
—¿Hay cámaras de seguridad? —preguntó Richard.
—No. ¿Para qué iban a tener cámaras de seguridad en un lugar como este? Aquí no hay nada que robar.
—Me alegro. Y después, ¿qué haremos contigo, Evelyn? —le preguntó Richard en el tono paternal que desde hacía dos días empleaba con ella—. Tenemos que ponerte a salvo de Leroy y de la policía.
—Le prometí a mi abuela que así como me fui, así iba a volver —dijo la muchacha.
—Pero saliste escapando de la Salvatrucha. ¿Cómo vas a volver a Guatemala? —dijo Lucía.
—Eso fue hace ocho años. Una promesa es una promesa.
—Los hombres que asesinaron a tus hermanos están muertos o presos, probablemente. Nadie vive tanto en esa pandilla, pero sigue habiendo mucha violencia en tu país, Evelyn. Aunque nadie se acuerde de la venganza hacia tu familia, una chica joven y linda como tú está en una posición muy vulnerable. Lo entiendes, ¿verdad?
—Evelyn también corre peligro aquí —intervino Richard.
—No creo que la arresten por indocumentada. Hay once millones de inmigrantes en la misma situación en este país —dijo Lucía.
—Tarde o temprano van a encontrar el cuerpo de Kathryn y se va a desencadenar una investigación a fondo conectada con los Leroy. En la autopsia verán que estaba embarazada y con una prueba de ADN se puede probar que era de Frank Leroy. Se sabrá de la desaparición del automóvil y de Evelyn.
—Por eso tiene que irse lo más lejos posible, Richard —dijo Lucía—. Si la encuentran la acusarán de robar el automóvil y podrían relacionarla con la muerte de Kathryn.
—En ese caso los tres estaríamos fregados. Somos cómplices de ocultar pruebas, nada menos que deshacernos de un cadáver.
—Vamos a necesitar un buen abogado —apuntó Lucía.
—Ningún abogado, por genial que sea, nos sacaría de este lío. A ver, Lucía, desembucha. Estoy seguro de que ya tienes un plan.
—Es sólo una idea, Richard... Lo más importante es poner a salvo a Evelyn donde ni Leroy ni la policía la encuentren. Anoche llamé a mi hija y a ella se le ocurrió que Evelyn puede desaparecer en Miami, donde hay millones de latinos y donde sobra trabajo. Puede quedarse allí hasta que se calmen las aguas y una vez que estemos seguros de que nadie la busca, podría regresar con su madre a Chicago. Entretanto Daniela ha ofrecido alojarla en su apartamento.
—¡No estarás pensando comprometer a Daniela en esto! —exclamó Richard, escandalizado.
—¿Por qué no? A Daniela le encanta la aventura y cuando supo en lo que nos hemos metido lamentó no estar aquí para echarnos una mano. Estoy segura de que tu padre haría lo mismo.
—¿Le contaste por teléfono a Daniela?
—Por whatsapp. Cálmate, hombre, nadie sospecha de nosotros, no habría razón para que investigaran nuestros celulares. Además, con whatsapp no hay problema. Una vez que dejemos a Kathryn, vamos a poner a Evelyn en un avión a Miami. Daniela la estará esperando.
—¿Avión?
—Puede volar dentro del país con su carnet tribal, pero si es arriesgado, la mandamos en un bus. El viaje es largo, día y medio, creo.
Entraron al Instituto Omega por Lake Drive y pasaron frente a los edificios de administración en un panorama blanco de absoluto silencio y soledad. Nadie había estado allí desde el comienzo de la tormenta, el camino no había sido despejado con máquinas, pero el sol había derretido buena parte de la nieve, que corría en arroyos sucios. No había huellas recientes de vehículos. Lucía los guió a la cancha deportiva, porque recordaba que había una caja para guardar pelotas del tamaño adecuado para poner el cuerpo, allí estaría a salvo de coyotes y otros depredadores. A Evelyn, sin embargo, le pareció un sacrilegio poner a Kathryn en una caja de pelotas.
Siguieron hasta la orilla de un lago angosto y largo, cuya extensión Lucía había recorrido en kayak en sus visitas al Instituto. Lo encontraron congelado y no se atrevieron a pisarlo. Richard sabía lo difícil que puede ser calcular el grosor del hielo a simple vista. En la playa había un cobertizo, botes y un embarcadero. Richard propuso amarrar a la rejilla del Subaru una de las canoas livianas y conducir por el delgado camino que bordeaba el lago en busca de un sitio alejado. Podrían dejar a Kathryn en la canoa en la orilla opuesta, cubierta con una lona. En unas cuantas semanas, con el deshielo, la canoa flotaría en el lago hasta que la encontraran. «Un funeral en el agua es poético, como una ceremonia vikinga», agregó.
Richard y Lucía estaban tratando de soltar la cadena de una de las canoas, cuando Evelyn los detuvo con un grito y señaló un grupo de árboles cercanos.
—¿Qué hay? —preguntó Richard, pensando que se trataba de un vigilante.
—¡Un jaguar! —exclamó Evelyn, demudada.
—No puede ser, Evelyn. Aquí no existen esos animales.
—Yo no veo nada —dijo Lucía.
—¡Jaguar! —repitió la muchacha.
Y entonces les pareció ver en la blancura del bosque la silueta de un animal grande, amarillo, que dio media vuelta y desapareció de un salto en dirección a los jardines. Richard les aseguró que sólo podía tratarse de un venado o un coyote; en esa región nunca hubo jaguares y si hubo otros felinos grandes, como pumas o linces, fueron exterminados hacía más de un siglo. Fue una visión tan fugaz, que ambos dudaron de su existencia, pero Evelyn, transfigurada, echó a andar tras los pasos del supuesto jaguar como si no tocara el suelo, liviana, etérea, diminuta. No osaron llamarla, en caso de que alguien pudiera oírlos, y la siguieron pisando como pingüinos para evitar un resbalón en la fina capa de nieve.

 

Evelyn pasó flotando con alas de ángel por el camino frente a la oficina de administración, la tienda, la librería y la cafetería, siguió hasta bordear la biblioteca y la sala de conferencias y dejó atrás los grandes comedores. Lucía recordaba el Instituto en plena temporada, verde y lleno de flores, pájaros de pecho colorado y ardillas doradas, visitantes moviéndose en cámara lenta en la danza contenida del taichí en el jardín, otros deambulando entre clases y conferencias con faldas de la India y sandalias de fraile, los empleados recién salidos de la adolescencia, olorosos a marihuana, en sus carros eléctricos cargados de bolsas y cajas. El panorama de invierno era desolado y hermoso, la blancura fantasmagórica contribuía a la impresión de inmensidad. Los edificios estaban cerrados y las ventanas tapadas con paneles de madera, sin signos de vida, como si nadie los hubiera ocupado desde hacía cincuenta años. La nieve absorbía los sonidos de la naturaleza y el crujido de las botas, iban detrás de Evelyn como se anda en los sueños, sin ruido. El día estaba claro y todavía era temprano, pero les parecía estar envueltos en una neblina teatral. Evelyn pasó de largo el área de las cabinas y enfiló a la izquierda por un sendero que culminaba en una empinada escalera de piedra. Ascendió los peldaños sin vacilar ni prestarle atención al hielo, como si supiera exactamente adónde iba, y los otros dos la siguieron a duras penas. Pasaron una fuente congelada y un Buda de piedra y se encontraron en lo alto de la colina con el santuario, un templo de madera estilo japonés, cuadrado, rodeado por terrazas cubiertas, el corazón espiritual de la comunidad.
Comprendieron que era el sitio escogido por Kathryn. Evelyn Ortega no podía saber que allí se encontraba el santuario y en la nieve no había huellas del animal, que sólo ella veía. Era inútil buscar una explicación y, como en tantos otros momentos, Lucía se rindió ante el misterio. Richard alcanzó a dudar de su razón por unos instantes, antes de encogerse de hombros y entregarse también. En los últimos dos días había perdido confianza en lo que creía saber y en la ilusión de estar en control; había aceptado que sabía muy poco y controlaba mucho menos, pero esa incertidumbre ya no lo asustaba. Lucía le había dicho en su noche de confidencias que la vida se manifiesta siempre, pero se manifiesta mejor si la recibimos sin resistencia. Evelyn, guiada por una intuición inapelable o por el espectro de un jaguar escapado de una selva recóndita, los llevó directamente al lugar sagrado donde Kathryn descansaría tranquila, amparada por espíritus buenos, hasta que estuviera lista para continuar su último viaje.
Evelyn y Lucía esperaron bajo el techo de la terraza, sentadas en un banco cerca de dos estanques helados, que en verano albergaban peces tropicales y flores de loto, mientras Richard iba en busca del automóvil. Había un empinado camino de acceso para vehículos de mantenimiento y jardinería, que el Subaru, con neumáticos de nieve y tracción de cuatro ruedas, pudo subir.
Sacaron a Kathryn cuidadosamente del automóvil, la tendieron sobre la lona y la llevaron en andas hasta el santuario. Como la sala de meditación estaba cerrada con llave, escogieron el puente entre los estanques para preparar el cuerpo, que seguía rígido en posición fetal, con los grandes ojos azules abiertos de asombro. Evelyn se quitó la piedra de Ixchel, la diosa-jaguar, que le había dado la curandera del Petén ocho años atrás, su amuleto de protección ancestral, para colgárselo al cuello a Kathryn. Richard quiso impedírselo, porque era arriesgado dejar esa prueba, pero desistió al comprender que sería casi imposible relacionarla con su dueña. Cuando encontraran el cuerpo, Evelyn estaría muy lejos. Se limitó a limpiarla con un pañuelo de papel empapado en tequila.
Por instrucciones de la muchacha, que asumió con naturalidad su papel de sacerdotisa, improvisaron algunos ritos funerarios elementales. En esos momentos se cerró un círculo para Evelyn, que no había podido decir palabra en el entierro de su hermano Gregorio y estuvo ausente en el de Andrés. Sintió que al despedir a Kathryn solemnemente honraba también a sus hermanos. En su aldea la agonía y el fallecimiento de un enfermo se encaraban sin aspavientos, porque la muerte es un umbral, como el nacimiento. Apoyaban a la persona para que cruzara al otro lado sin miedo, entregando su alma a Dios. En caso de muerte violenta, crimen o accidente, se requerían otros ritos para convencer a la víctima de lo sucedido y pedirle que se fuera y no volviera a espantar a los vivos. A Kathryn y al niño que llevaba adentro les faltó hasta el velorio más simple, tal vez no se habían enterado de que estaban muertos. Nadie había lavado, perfumado y vestido a Kathryn con su mejor ropa, nadie le había cantado ni se había puesto luto por ella, no sirvieron café, prendieron velas ni trajeron flores, tampoco hubo una cruz negra de papel para señalar la violencia de su partida. «Me da mucha pena la señorita Kathryn, que no tiene ni tan sólo un cajón o un lugar en el cementerio; pobre patojito sin nacer, que no tiene un juguete para el cielo», dijo Evelyn.
Lucía mojó un paño y limpió la sangre seca de la cara de Kathryn, mientras Evelyn rezaba en voz alta. A falta de flores, Richard cortó unas ramas y se las puso entre las manos. Evelyn insistió en dejarle también la botella de tequila, porque en los velorios siempre había licor. Limpiaron las huellas digitales de la pistola y la dejaron junto a Kathryn. Quizá esa sería la prueba contundente contra Frank Leroy. El cuerpo de Kathryn sería identificado como el de su amante, la pistola que disparó la bala estaba registrada a su nombre y podrían probar que él era el padre del feto. Todo apuntaba en su contra, pero no lo condenaba, porque el hombre tenía una coartada: estaba en Florida.
Cubrieron a Kathryn con el tapiz, juntaron las cuatro esquinas de la lona, envolviéndola cuidadosamente, y amarraron el bulto con las cuerdas que Richard tenía en el auto. Como todos los edificios del Instituto, el santuario carecía de cimientos, estaba elevado del suelo sobre pilotes, eso dejaba un espacio debajo donde pudieron deslizar a Kathryn. Pasaron un buen rato recogiendo piedras para tapar la entrada. Con el deshielo de la primavera el cuerpo inevitablemente comenzaría a descomponerse y el olor revelaría su presencia.
—Recemos, Richard, para acompañar a Evelyn y despedir a Kathryn —le pidió Lucía.
—No sé rezar, Lucía.
—Cada uno lo hace a su manera. Para mí rezar es relajarme y confiar en el misterio de la existencia.
—¿Eso es Dios para ti?
—Llámalo como quieras, Richard, pero danos la mano a Evelyn y a mí y formemos un círculo. Vamos a ayudar a Kathryn y su niñito a subir al cielo.
Después Richard les enseñó a Lucía y Evelyn a hacer bolas de nieve y colocarlas unas encima de otras para formar una pirámide con una vela encendida en el centro, como había visto hacer a los niños de Horacio en Navidad. Esa frágil lámpara, hecha de una llama vacilante y agua, proyectaba una delicada luz dorada entre círculos azules. Ningún rastro quedaría de ella en pocas horas, cuando se consumiera la vela y se derritiera la nieve.