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Capítulo 20

Grace examinó la caja de chalecos antibalas que había recogido en el piso de abajo. Arrodillado al otro lado, Darius levantó uno con dos dedos y esbozó una mueca de disgusto.

Lo observó. Sus ojos castaños dorados brillaban de vitalidad, de contento. Desde la noche anterior todavía no habían cambiado: no se habían tornado azules. Las arrugas alrededor de sus ojos y de su boca también se habían relajado.

Seguía poseyendo aquella aura de peligro, desde luego. El peligro siempre había formado parte de su persona. Pero la frialdad, la desesperación, habían desaparecido.

Lo amaba tanto…

Frunciendo el ceño, Darius se puso el chaleco. Ella se inclinó para cerrarle el velero.

—Está demasiado ajustado.

—Tiene que estarlo.

—¿Servirá de algo?

—Lo entenderás una vez que te haya enseñado cómo funciona un arma de fuego —corrió a la cocina y sacó el arma que solía guardar en uno de los cajones. Dos veces se aseguró de que no quedaba ninguna bala en el tambor—. Esto es un revólver —le explicó. Colocándose detrás de él, le puso las manos sobre la pistola—. Agárralo así.

No le pasó desapercibido el temblor de sus dedos. Darius la miró por encima del hombro.

—¿Quién te enseñó a manejar esto?

—Alex. Me dijo que una mujer debía aprender a protegerse a sí misma —luchando contra una oleada de tristeza, le sujetó con fuerza las muñecas, para que no le temblaran. Estaba mucho más tranquilo y relajado que antes, pero seguía batallando contra aquella maldita debilidad, y eso no le gustaba. Las únicas ocasiones en que parecía recuperar toda su fuerza era cuando se excitaba sexualmente.

Humedeciéndose los labios con la punta de la lengua, apretó deliberadamente los senos contra los duros músculos de su espalda.

—Tienes que mantener el dedo en el gatillo y elegir un objetivo. El que sea. ¿Ya lo tienes?

—Oh, sí…

Su voz se hizo más profunda, más ronca. Grace sabía que si en ese momento hubiera deslizado la mano dentro de su pantalón, lo habría encontrado duro y excitado.

—Bien. Apunta con la mirilla del cañón.

Hubo un silencio.

—¿Qué?

—Que apuntes con la mirilla del cañón…

Otro silencio.

—¿Cómo puedo concentrarme cuando te estás apretando tanto contra mí?

A modo de respuesta, deslizó las manos todo a lo largo de sus brazos. Si la excitación sexual era lo que lo mantenía fuerte, haría todo cuanto estuviera en su poder para excitarlo.

—¿Quieres aprender a disparar o no?

—Sí —gruñó.

—¿Has elegido ya algún objetivo?

Darius podía sentir su calor reverberando por todo su cuerpo… Sí, ya tenía su objetivo a la vista. El sofá: allí era donde quería tenerla, desnuda y dispuesta…

Desvió la mirada a la ventana. Hacía varias horas que había salido el sol: debería haber partido ya para su tierra. Tenía todo lo que necesitaba de la superficie. Atlantis lo reclamaba.

Pero todavía no estaba preparado para despedirse de Grace.

No podía llevársela consigo. Estaría más segura allí y su bienestar le importaba más que todo lo demás.

Cuando acabara con aquel asunto de los Argonautas, volvería a buscarla. Volvería a por su esposa… qué bien le sonaba esa palabra… y se la llevaría a Atlantis. Se quedarían en la cama durante días, semanas, quizá meses, y harían el amor de todas las maneras imaginables. E inventarían otras nuevas.

—Objetivo a la vista —dijo.

—Aprieta el gatillo.

Fácilmente recordó cómo lo había acariciado, de que manera había deslizado sus inquietos dedos por debajo de su camisa para acariciarle el abdomen…

—¿Darius?

—¿Mmmm?

—Aprieta el gatillo —le acarició la oreja con su aliento.

Apretó. Oyó un clic.

—Si el sofá hubiera sido un humano, y el revólver hubiera estado cargado, habrías disparado un proyectil que lo habría herido gravemente. El material de que están fabricados estos chalecos resiste el impacto de las balas.

Darius se volvió entonces hacia ella, soltando el arma.

—¿Sabes? Tengo otro objetivo en mente.

Y mantuvo ocupado a su «objetivo» durante la siguiente hora.

 

 

Después de volver a vestirse, Grace se metió el revólver en la cintura de sus téjanos, se llenó los bolsillos de balas y ayudó a Darius a recoger los chalecos. Cuando terminaron, se quedaron de pie el uno junto al otro. Ninguno se movió.

—Es hora de marcharse —dijo Darius.

—Estoy lista —repuso ella, con falsa confianza. Alzó la barbilla, desafiante.

—Tú te quedas aquí, Grace.

Frunció el ceño. Había adivinado que le haría eso. Pero el hecho de saberlo no le ahorró el dolor, ni la furia.

—Ni hablar. Alex es mi hermano y yo pienso ayudarlo.

—Tu seguridad es lo primero.

—Contigo estoy segura —entrecerró los ojos, irritada—. Además, soy tu esposa. A donde tú vayas, yo voy.

—Regresaré a por ti y te devolveré a tu hermano.

Grace lo agarró de la camisa, acercándolo hacia sí.

—Puedo ayudarte, y ambos lo sabemos.

Un brillo de dolor asomó a los ojos de Darius, pero desapareció rápidamente, sustituido por otro de determinación.

—No hay otro remedio. Debo guiar a mis dragones a la guerra, y no quiero a mi esposa en el campo de batalla.

—¿Qué pasa con el conjuro que me vincula a ti? ¡Ja! No podemos separarnos.

—El conjuro acabó nada más ocultarse la luna.

Desesperada, se devanó los sesos buscando algo que pudiera hacerle cambiar de idea. Cuando lo encontró, esbozó una lenta sonrisa.

—Creo que te olvidas de los Argonautas. De que me estuvieron siguiendo.

Arqueando una ceja, cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué quieres decir?

—Que podrían volver a seguirme. Y esta vez podrían incluso atacarme.

Se frotó la mandíbula mientras reflexionaba sobre sus palabras.

—Tienes razón —admitió en tono sombrío.

Grace se relajó, pensando que finalmente lo había convencido… hasta que él volvió a abrir la boca.

—Entonces te encerraré a cal y canto en mi palacio.

—¿Sabes? Me gusta esa vena de macho que tienes… —le clavó un dedo en el pecho, ceñuda—. Pero no la soporto. No lo consentiré.

Sin pronunciar una palabra, Darius le agarró la muñeca al tiempo que recogía el maletín con la otra mano. El aire empezó a crepitar entre ellos. Saltaron chispas de brillantes colores. La temperatura no varió, no se levantó brisa alguna, pero de repente… estaban en la cueva.

Darius se internó con ella en la niebla. En el instante en que Grace se dio cuenta de dónde estaba, se lanzó a sus brazos.

—Tranquila.

El sonido de su voz tranquilizó su corazón desbocado. Al cabo de un par de minutos, Darius se separó, le dio un rápido beso y la hizo entrar en otra cueva.

Grace miró a su alrededor. Un hombre, Brand, según recordaba, se hallaba cerca de ella. Blandía una espada sobre la cabeza y tenía un brillo asesino en los ojos.

Rápidamente, Darius la protegió con su cuerpo.

Al oír su voz, Brand bajó la espada.

—¿Cómo es que esa mujer sigue viva?

—Tócala y te mataré.

—Es de la superficie.

—Es mi esposa.

—¿Qué?

—Que es mi esposa —repitió—. Y por tanto, uno de nosotros.

Grace sintió el infantil impulso de sacarle la lengua a Brand. No se había olvidado de que la había llamado «meretriz».

El guerrero registró sus palabras y su fiera expresión se suavizó. Sonrió incluso.

—¿Qué es lo que has averiguado?

—Convoca a los hombres para una reunión.

Brand asintió con la cabeza y, después de lanzar una última mirada a Grace, se marchó.

—Me alegro de haber vuelto a casa —dijo Darius. Había recobrado su fortaleza desde el instante en que puso un pie dentro de la niebla, y en ese momento se llenaba los pulmones de aquella esencia tan familiar—. Necesito que les enseñes a mis guerreros el funcionamiento del arma y de los chalecos.

La llevó al inmenso comedor. Los dragones ya estaban alrededor de la mesa, de pie. Cuando la vieron, todos y cada uno se volvieron hacia Brand, que sonreía como diciendo: «ya os lo había dicho yo».

El más joven del grupo le dedicó una sonrisa. Eso si enseñar los dientes podía considerarse una sonrisa… Grace se removió, nerviosa. Darius le apretó la mano.

—Tranquila —le dijo, y a continuación miró a todos los presentes—. No te tocarán un solo pelo de la cabeza.

Al momento siguiente, todos lo acribillaron a preguntas. ¿Por qué se había desposado con una humana? ¿Cuándo? ¿Qué le había sucedido a Javar?

—Dadle un respiro, ¿queréis? —dijo Grace.

Darius se sonrió y la besó tiernamente en los labios.

Madox se quedó impresionado:

—¿Habéis visto eso?

—Sí que lo he visto —repuso Grayley, consternado.

—Una mujer humana ha tenido éxito en aquello en lo que todos fracasamos —concluyó Renard—. Ha hecho sonreír a Darius.

—Y también le he hecho reír —añadió ella.

Darius puso los ojos en blanco.

—Enséñales lo que hemos traído.

Grace hizo lo que le pedía.

—Esto es un chaleco antibalas —explicó, y les enseñó cómo funcionaban los broches de velero.

—Debéis conservar vuestra forma humana para llevarlos —les advirtió Darius—. Vuestras alas quedarán atrapadas. Sin embargo, os protegerán el pecho contra las armas de nuestros enemigos.

—Yo tengo una parte más importante que proteger… —sonrió Brittan.

Un coro de carcajadas jaleó la broma.

—Y ahora enséñales cómo funciona el arma.

Grace se sacó el revólver de la cintura de los tejanos.

—Esto dispara balas, proyectiles, y estos proyectiles atraviesan la ropa, la piel y el hueso. No se ven, pero dejan un agujero en el cuerpo y la víctima empieza a sangrar. Si queréis sobrevivir, debéis protegeros con los chalecos.

Todo el mundo la escuchaba con atención. Después de asegurarse de que no tenía balas, Grace les entregó el revólver para que lo examinaran.

—Tienen armas de diversas clases, algunas mucho más grandes que ésta, así que estad preparados.

Una vez que todo el mundo hubo examinado el revólver, Darius se lo devolvió.

—Con armas como éstas lograron destruir a Javar y a su ejército.

Algunos guerreros soltaron exclamaciones. Otros maldijeron entre dientes, o pestañearon asombrados.

—¿De modo que están… muertos? —inquirió Madox.

—Sí. Humanos y vampiros tomaron el palacio.

La furia de los dragones casi se podía palpar.

—¿Y por qué nos has hecho esperar tanto? Hace días que deberíamos haber masacrado a esos vampiros —gritó Tagart.

—Si os hubierais acercado a ellos, ahora mismo estaríais muertos —respondió, rotundo—. Los vampiros ya eran poderosos, pero con la ayuda de los humanos lo son mucho más.

Aquello logró convencer a Tagart, que asintió con la cabeza.

—Un ejército entero de dragones ha sido destruido —dijo el más alto—. Cuesta creerlo.

—Hoy mismo nos cobraremos venganza —dijo Darius—. Recuperaremos Atlantis, nuestro hogar. ¡Iremos a la guerra! —su grito fue acogido con una ovación—. Recoged todo lo necesario. Salimos dentro de una hora.

—¡Esperad! —era Grace. Para entonces los guerreros ya estaban abandonando la sala. Todo el mundo se detuvo para mirarla—. Hay un hombre, un humano pelirrojo… Es mi hermano. No le hagáis nada, por favor.

Los hombres miraron a Darius, que asintió con la cabeza.

—Sí, ese hombre ha de ser protegido. Traedlo ante mí.

Los dragones se marcharon: solamente quedó Brand.

—Los hombres necesitan que los guíes. Yo me quedaré aquí a custodiar el portal de la niebla.

—Gracias —Darius le dio una palmadita en el sombro—. Eres un verdadero amigo.

Una vez que estuvieron solos, se volvió hacia Grace.

—Vamos.

No protestó mientras se dejaba guiar hacia su cámara.

—Darius…

—Grace —la besó. Deslizó la lengua en el dulce interior de su boca, reclamándola. Ella le echó los brazos al cuello, anhelante.

Para cuando volvieron a separarse, los dos estaban jadeando.

—Darius… —susurró de nuevo.

—Te amo. Dime tú ahora lo que tanto deseo oír.

—Yo también te amo —suspiró—. Toma mi arma.

Darius ya tenía las balas: la aceptó y le dio un último beso. Luego, sin pronunciar otra palabra, la dejó en su cámara. Sola. La puerta se cerró firmemente a su espalda, y Grace se miró las manos. Le temblaban, pero no de deseo, sino de miedo. Miedo por Darius. Por su hermano.

Había pensado en robarle el medallón, pero había cambiado de idea en el último momento. Esperar sería difícil, pero lo haría. Por Darius. Rezaría para que lograran derrotar a los vampiros y a los Argonautas.

Que Dios ayudara a los ciudadanos de Atlantis.

 

 

Darius se hallaba en el bosque, contemplando aquella carnicería. Había volado hasta allí a la velocidad de la luz, sólo para descubrir que el escuadrón que había enviado a vigilar el palacio de Javar había sido masacrado. Los cadáveres estaban cubiertos por una fina película blanca y por la sangre que manaba de las heridas de bala. Algunos estaban vivos, pero la mayoría habían muerto. Plegó las alas, con su chaleco antibalas en la mano. Tenía que detener a aquellos humanos a toda costa.

—Encontrad a los supervivientes —ordenó.

Maldijo en silencio. ¿Cuántos más tenían que morir antes de que todo aquello terminara? Frunciendo el ceño, se arrodilló al lado de Vorik, que yacía bocabajo, inmóvil.

Vorik abrió lentamente los ojos y Darius soltó un suspiro de alivio. Desenvainó la espada que llevaba. La espalda y escupió fuego sobre la hoja. Una vez que la tuvo al rojo vivo, empezó a extraerle los proyectiles, tal y como le había aconsejado Grace.

Vorik esbozó una mueca de dolor.

—Háblame del ataque —le pidió Darius, para distraerlo.

—Sus armas… son extrañas.

Renard se acercó también y se arrodilló justo cuando Vorik se desmayaba.

—¿Qué les ha pasado? —tocó la fina película blanca que cubría su cuerpo—. ¿Qué clase de sustancia es ésta?

—No lo sé.

Aquel escenario le recordó el día en que había encontrado a su familia masacrada, y apenas pudo reprimir un gemido. Si no hubiera desahogado antes su dolor con Grace, en aquel instante habría caído fulminado. Con manos temblorosas, continuó examinando los cuerpos. El poder curativo de la sangre de dragón ayudaba a cicatrizar las heridas desde el momento en que eran retiradas las balas. Si Javar hubiera sabido eso… ¿cuántos de sus guerreros habrían podido salvar la vida?

Cuando terminó, Darius se miró las manos empapadas de sangre. Se había manchado antes de sangre, y nunca le había importado. Pero esa vez sí que le afectaba. ¿Cuánta más tendría que ver antes de que aquel día terminara?

Conocía la respuesta: para cuando terminara aquel día, correría un río de sangre. Sólo podía rezar para que fuera la de sus enemigos, y no la de sus hombres.

Se incorporó, con la mano en la empuñadura de su espada.

—Debemos reclamar lo que nos pertenece —gritó—. ¿Quién luchará conmigo?

—¡Yo!

—¡Y yo!

Cada guerrero quería su oportunidad de vengarse.

—Que los dioses sean con nosotros —murmuró mientras desplegaba sus alas. Recogió su chaleco y alzó el vuelo.

Fue ganando velocidad, seguido de su ejército. Podía escuchar el potente batido de sus alas, sentir la intensidad de su determinación.

Centinelas humanos montaban guardia en las almenas del palacio de Javar. Cuando vieron a Darius, dieron la voz de alarma, apuntaron e hicieron fuego. En el aire, esquivó los proyectiles y escupió una vaharada de fuego.

Sus hombres hicieron lo mismo, abrasando a los humanos. En un determinado momento, uno de sus guerreros soltó un grito y cayó al suelo. Darius no se detuvo a ver quién era, sino que continuó luchando y escupiendo fuego.

De repente sonó un gong.

Los humanos de las almenas no vivieron lo suficiente para oírlo. Para entonces sus cuerpos abrasados se habían convertido en cenizas que se llevaba el viento. Darius se posó en el suelo de cristal: plegó las alas y se puso inmediatamente su chaleco. Después de asegurarse de que todos sus guerreros estaban adecuadamente protegidos, blandiendo la espala en una mano y el revólver en la otra, se aproximó a la cúpula de vidrio que ocupaba toda la parte alta del palacio.

Inclinándose, se tocó el medallón y la bóveda de cristal se abrió en dos. No pudo distinguir a nadie dentro, ya que todo estaba envuelto en una espesa niebla. Sí que oyó el rumor de unos pasos nerviosos, y el murmullo de su miedo…

Habría preferido volar hacia lo desconocido, pero el chaleco no se lo permitía.

Así que saltó.

Sus hombres se apresuraron a seguirlo.

Cayó muchos metros. Cuando sus pies tocaron el suelo, su cuerpo entero reverberó del impacto. Gruñó. Los humanos se apartaban de su camino: el factor sorpresa retardaba su reacción, y Darius no desaprovechó aquella ventaja. Alzó su espada y se cobró su primera víctima. El humano gritó de dolor, agarrándose el pecho, y cayó como un saco.

A su espalda, sus guerreros luchaban valientemente, escupiendo fuego. Siempre escupiendo fuego. Sin detenerse, avanzó hacia su siguiente objetivo.

Una expresión de puro terror se dibujó en los rasgos del joven humano cuando se dio cuenta de que Darius se dirigía hacia él. El tipo alzó su arma, apuntó contra su pecho y disparó. Una bala tras otra se fue estrellando en su chaleco, sin causarle más que ligeras punzadas de dolor por la fuerza del impacto.

Darius se rió. Con los ojos desorbitados, el hombre soltó su arma y empuñó un grueso tubo conectado a una bombona roja que llevaba a la espalda. De su boca salió una espuma blanca con la que cubrió la piel de Darius, tan fría que casi le congeló la sangre en las venas.

Pero Darius soltó otra carcajada. Un Guardián de la Niebla como él soportaba bien el frío. Alzó su revólver, apuntó a la cabeza y disparó. El hombre cayó sin vida a sus pies.

Las alarmas sonaban por doquier, atronando sus oídos: muy pronto se mezcló con el fragor de los disparos. Darius sintió una punzada de dolor en un muslo, bajó la mirada y vio sangre manando por el agujero que le había hecho la bala. Sin detenerse, blandió la espada para dar muerte a otro enemigo.

Minutos después recorría la sala con la mirada, buscando enemigos: ya había dado buena cuenta de todos. Fue entonces cuando observó con horror cómo se derrumbaba Madox, cubierto su cuerpo por una espuma blanca, ensangrentado por sus numerosas heridas. Darius vació su revólver sobre el humano que se alejaba a la carrera.

No sabía si su amigo vivía o había muerto, y se le encogió el corazón. Con un rugido de pura rabia, echó a correr y escupió una vaharada de fuego que abrasó al último de sus enemigos. Sus gritos de horror resonaban en las paredes y el olor a carne quemada flotaba en el aire. Soltó su revólver.

Terminada la batalla, contó los guerreros que seguían en pie: sólo tres habían caído. Sacó a Madox fuera de la fortaleza y lo tendió en el suelo. Los demás lo siguieron, algunos cojeando. Renard corrió a su lado a examinar a Madox y lo ayudó a extraerle los proyectiles.

—Vivirá —anunció Renard, aliviado.

Darius empuñó entonces su propia daga y procedió a sacarse el proyectil del muslo. Gruñó de dolor, pero lo resistió bien. Para cuando terminó, sus hombres estaban entonando un canto de victoria. Y sin embargo, él no experimentaba sentimiento alguno de alegría o de gozo.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Renard, sentado a su lado.

—No lo sé. Su líder, Jason, no estaba aquí.

—¿Cómo lo sabes?

—Ese maldito cobarde… —Darius no terminó la frase. Algo se removió en su alma, algo oscuro: sintió de repente que Grace estaba en peligro. Se arrancó su medallón y lo sostuvo en la palma de la mano. Como no conseguía conjurar la imagen de Grace, pronunció—: Muéstrame a Jason Graves.

Los dos pares de ojos proyectaron sendos rayos rojizos que se cruzaron en una imagen: Jason estaba delante de Grace… que se hallaba encadenada a un muro. Ambos estaban rodeados de vampiros, que miraban a Grace ávidamente.

—¿Qué le has hecho a mi hermano? —gritaba ella, forcejeando con sus cadenas.

—Volví a capturarlo, a él y a esa mujerzuela dragona suya. Y si no cierras la boca ahora mismo, lo mataré delante de tus ojos —esbozó una cruel sonrisa—. Mitch me contó lo muy encariñado que está Darius contigo.

—No le metas a él en esto —le espetó Grace.

Tenía la cara y la ropa sucias, y los labios hinchados. Una ira inmensa arrasó a Darius por dentro. Una rabia fría y calculada contra Jason, una rabia sedienta de sangre. Habían logrado penetrar en su casa y habían secuestrado a Grace. Pagarían por ello.

Se obligó a estudiar el resto de la escena, buscando pistas que lo ayudaran a identificar el lugar donde la mantenían prisionera. Cuando vio a Layel, el rey de los vampiros, lo supo… y su miedo por Grace creció todavía más.

La visión desapareció con demasiada rapidez.

Cerró los dedos sobre el medallón.

—Los que estén bien, que me acompañen. Volaremos para hacer la guerra a los vampiros. Ahora.

Se despojó del chaleco y desplegó las alas. Lo mismo hicieron todos los hombres que quedaban en pie. Sintió una punzada de orgullo: sus guerreros estaban heridos, cansados, pero permanecían fielmente a su lado. Lucharían… y morirían si era necesario.

 

 

El bastión de los vampiros apareció en el horizonte.

La piedra negra daba al enorme edificio un aire lúgubre, tenebroso. Incluso las ventanas eran oscuras. Ninguna vegetación crecía allí, todo hablaba de decadencia y destrucción. Había cadáveres colgando de picas y lanzas, como recordatorio de la muerte que esperaba a quien osara entrar.

Y Grace estaba dentro.

Sobreponiéndose a su miedo, Darius voló hasta la ventana más alta seguido de sus guerreros. La barandilla era demasiado fina para que pudiera posarse sobre ella, así que permaneció flotando, Un sudor frío le corría por la frente. Era un hombre acostumbrado a esperar y a estudiar a su enemigo antes de atacarlo.

Pero esa vez no podía esperar. Sus hombres lo observaban, flotando en silencio. No podía ver nada a través del cristal ennegrecido, pero sí que podía escuchar voces…

Oyó un grito de mujer. ¡Grace!

Dio inmediatamente la señal. Entraron reventando el cristal. Vampiros y humanos se aprestaron a la lucha. Sin la protección de sus chalecos antibalas, los dragones eran vulnerables… y lo sabían.

Escupiendo fuego, Darius se abrió paso hacia Grace. Cuando ella lo vio, se puso a tirar frenéticamente de sus cadenas.

—¡Darius! —lo llamó. Su voz sonaba débil, vacía.

Jason Graves se hallaba ante ella, con expresión mezclada de rabia y asombro. Nada más ver a Darius, acercó el cañón de su pistola a la sien de Grace.

Darius no se permitió mirar el rostro de su esposa: si lo hubiera hecho, se habría desmoronado, y tenía que permanecer fuerte.

—Ambos sabemos que hoy morirás —le dijo Jason a Grace en un tono engañosamente tranquilo—. De ti depende que sea una muerte rápida… o lenta.

A Jason le temblaba la mano mientras miraba a Darius y la batalla que se desarrollaba al fondo. Los dragones escupían fuego, abrasando a humanos y vampiros. Gritos y aullidos se mezclaban en una sinfonía de muerte y dolor.

—Mátame —pronunció Jason, desesperado—, y nunca recuperarás el Libro de Ra-Dracus.

Concentrado únicamente en salvar a Grace, Darius se acercó a él.

—A mí no me importa el libro.

—Un paso más y la mataré. ¿Me has oído? —chilló—. ¡La mataré!

Darius se quedó completamente inmóvil. Y sin embargo, una violenta furia le hervía en la sangre… tan intensa que terminó transformándose en dragón. Rugió ante aquella súbita transformación, mientras su cuerpo se cubría de escamas y espinas. Sus dientes se alargaron y afilaron. Sus uñas se transformaron en garras.

Jason se lo quedó mirando con ojos desorbitados.

—Oh, Dios mío —lo apuntó con su arma y apreté el gatillo.

Darius absorbió el impacto de cada bala y se lanzó contra él. Con un brusco giro, alcanzó al humano en la cara con su cola. El canalla gritó y cayó al suelo sangrando, con las joyas cayendo de sus bolsillos.

Darius se disponía a rematarlo cuando una bala se hundió en su brazo y se volvió para abrasar a su atacante. Tenía que proteger a Grace: ella era lo primero.

Jason se incorporó entonces de repente y se apresuró a recoger las joyas; tanta era su codicia que parecía haberse olvidado de la batalla. Acababa de levantar la mirada cuando se encontró con la de Darius: el terror contra la determinación. No transcurrió ni una fracción de segundo, porque Darius le mordió en el cuello y, acto seguido, lo despedazó con su cola y lo lanzó contra la pared. Cayó el cuerpo al suelo como un saco, sin vida, desmadejado.

—Grace… —corrió hacia ella. Las escamas desaparecieron bajo su piel. Los dientes recuperaron su aspecto normal. Sus alas se replegaron en la espalda. La liberó rápidamente.

—Darius —murmuró, dejándose caer en sus brazos. Tenía los ojos cerrados y estaba muy pálida.

La tumbó delicadamente en el suelo y se arrodilló a su lado. Como si hubiera percibido su vulnerabilidad, el rey de los vampiros se acercó de pronto a él, con sus relampagueantes ojos azules. Mostraba sus agudos colmillos, presto a morder.

Darius sintió el impulso de incorporarse y atacarlo a su vez, pero lo resistió. No se arriesgaría a que Grace sufriera más daño.

Layel dio un salto y Darius se encogió, protegiendo con su cuerpo el de Grace. El vampiro le hundió los colmillos en un hombro, pero con la misma rapidez con que había atacado, se retiró de nuevo.

—Lucha contra mí, cobarde —gruñó Layel—. Terminemos de una vez.

Darius lo fulminó con la mirada.

—No conseguirás provocarme. La vida de esta mujer es mucho más importante, y no pienso ponerla en peligro. Ni siquiera para librar al mundo de tu existencia.

La sangre resbalaba por la boca del vampiro, contrastando con su piel blanquísima. Por un momento pareció como si quisiera volver a atacarlo, pero en lugar de ello, le preguntó:

—¿Qué me ofreces a cambio de respetar la vida de esa humana?

—Diles a tus vampiros que se retiren y no incendiaré tu fortaleza.

—Incendia este bastión y me aseguraré de que tu mujer se queme con él.

Grace soltó un débil gemido. Darius le acarició la frente y le susurró al oído unas palabras de ánimo, sin apartar la mirada de Layel.

—Mis guerreros se retirarán tan pronto como la mujer quede a salvo.

—Me alegro de que hayan venido tus guerreros. Así me resultará más fácil matarlos —de repente, una expresión extraña se dibujó en los ojos del vampiro. Algo… casi humano—. ¿La amas?

—Por supuesto.

—Yo también amé una vez —le confesó, como si no hubiera podido evitarlo.

—Entonces lo entenderás.

El rey de los vampiros asintió levemente con la cabeza y cerró los ojos, permaneciendo pensativo durante un buen rato.

—Para salvar a la mujer, dejaré que tú y los tuyos abandonéis mi bastión en paz. Pero no siempre habrá una mujer interponiéndose entre tú y yo. Volveremos a luchar, Darius. Te lo prometo.

—Esperaré ansioso ese día.

Layel se envolvió en su capa, dispuesto a marcharse. Pero no antes de pronunciar una última amenaza:

—Ahora poseo muchos medallones de dragón. No tardaré en conquistar tu palacio —sonrió.

Antes de que Darius pudiera responder, Layel desapareció en una nube de humo. Los demás vampiros se desvanecieron del mismo modo. En la sala sólo quedaron los dragones, buscando en vano a sus enemigos.

—Registrad las mazmorras —ordenó Darius, que seguía meciendo en sus brazos a Grace, como si quisiera transmitirle su fuerza.

Momentos después, Renard se presentó con un humano. Teira corría a su lado, gritándole que no le hiciera daño. Era Alex, el hermano de Grace.

—¡Grace! —gritó el joven nada más verla, luchando por liberarse.

Renard no lo soltó.

—Estos dos estaban en una mazmorra. ¿Este es el humano del que nos hablaste?

—Sí. Suéltalo.

En el instante en que recuperó su libertad, corrió hacia su hermana.

—¿Qué te han hecho? —intentó quitársela a Darius.

—Esta mujer es mi esposa. Que tú seas su hermano es la única razón por la que aún sigues vivo.

—¿Tu esposa? ¿Ella…?

—Vive. Sólo está algo débil por la pérdida de sangre.

—Está muy pálida…

—Dale tiempo —bajando la mirada a la mujer que tanto amaba, le acarició el puente de la nariz con la punta de un dedo.

—Estoy despierta —dijo de repente ella en voz baja—. Siento que me capturaran. Intenté resistirme, pero…

Una inmensa oleada de alivio barrió a Darius. No pudo evitar pronunciar las siguientes palabras:

—Te amo, Grace Carlyle.

—Soy Grace Kragin. Y yo también te amo —abriendo los ojos, sonrió lentamente.

Darius no sabía dónde estaba el medallón de Javar, ni de cuántos medallones se habría apoderado Layel. Tampoco sabía dónde estaba el Libro de Ra-Dracus, pero había recuperado a Grace, y eso era lo único que importaba.

—He pasado tanto miedo…

—Sshh —le acunó el rostro entre las manos—. Todo está bien. Tu hermano está aquí.

—Así es, hermanita —se acercó para que pudiera verlo.

—Oh, gracias a Dios —con una mueca de dolor, se sentó en el suelo y lo abrazó—. Te he echado tanto de menos… —segundos después, se volvió de nuevo hacia Darius—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Quiero que vivas aquí, conmigo, Podemos construir una vida juntos, fundar una familia…

—Sí. Sí —le brillaban los ojos por las lágrimas.

Riendo, Darius le apartó el pelo de la cara y la besó en la nariz, los labios, la barbilla…

—Y creo que tu hermano también querrá quedarse.

—¿De veras? —miró a Alex con curiosidad.

Alex se limitó a arquear las cejas mientras le señalaba a la atractiva rubia que lo acompañaba.

—Se refiere… —le pasó un brazo a Teira por los hombros— a que yo también he encontrado el amor, Grace. Te presento a mi futura esposa, Teira.

Las dos mujeres intercambiaron una sonrisa de complicidad. Luego Grace se volvió hacia Darius:

—No podemos dejar a mi madre y a mi tía Sophie en la superficie sin nosotros.

—Estoy seguro de que Layel tiene espacio para ellas…

—¡No!

Darius le sonrió. Con una sonrisa sincera, genuina.

—Era una broma, Grace.

Frunció el ceño, asombrada. ¿Darius, bromeando? Increíble.

—Espero que sepas aceptar una broma, mi dulce Grace.

—Por supuesto. Es que no me lo esperaba de ti…

Un brillo de ternura asomó a sus ojos dorados.

—¿Pensabas que no tenía sentido del humor?

—Bueno, sí —admitió. Aspirando su aroma masculino, cerró los ojos para saborearlo mejor—. Pero te amo de todas formas. Y estoy segura de que te encantará tener a mi madre y a mi tía con nosotros.

Darius hizo una mueca.

—No sé si mis hombres estarán preparados… —repuso, haciendo otra broma—. Pero por ti haré lo que sea.

—Te amo —dijo Grace de nuevo—. ¿Te he contado alguna vez el chiste del dragón que no sabía decir que no?

 

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