Capítulo 2
Grace Carlyle siempre había soñado con morir de puro placer, haciendo el amor con su marido. Bueno, no estaba casada y nunca se había acostado con nadie. Pero aun así iba a morir.
Y no de puro placer.
¿De agotamiento por el calor? Quizá.
¿De hambre? Muy posible.
¿Por su propia estupidez? Absolutamente.
Estaba perdida y sola en la aterradora jungla amazónica.
Mientras caminaba entre árboles enormes cubiertos de enredaderas, chorros de sudor le corrían por el pecho y la espalda. De cuando en cuando, pequeños claros abiertos en la bóveda vegetal proyectaban una luz neblinosa. Los olores a vegetación putrefacta, a lluvia y a flores se mezclaban formando una extraña fragancia agridulce. Arrugó la nariz.
—Yo lo único que quería era un poco de aventura —musitó—. Y al final he acabado perdida y atrapada en esta sauna infestada de bichos.
Para completar su descenso a los infiernos, casi esperaba que el cielo se abriera de un momento a otro para descargar un diluvio.
Lo único bueno de su circunstancia actual era que tanto andar y sudar iba a servirle para adelgazar algunos kilos. Claro que allí no iba a servirle de nada. Quizá únicamente a efectos de los titulares de prensa. Podía imaginárselos:
Neoyorquina hallada muerta en la Amazonia. Una pena. ¡Tenía una figura fantástica!
Frunciendo el ceño, aplastó un mosquito que intentaba drenarle un brazo, y eso que se había aplicado varias capas de crema contra las picaduras. ¿Dónde diablos estaba Alex? Ya debería haber encontrado a su hermano. O haberse topado con alguna tribu indígena.
Si no hubiera pedido aquella ampliación de permiso en Air Travel, en aquel momento estaría volando en un avión, relajada, escuchando el hipnótico rumor de los motores.
—Tendría aire acondicionado —masculló mientras se abría paso entre la maleza—. Estaría tomando un refresco de cola —continuó avanzando—. Y escuchando las conversaciones de mis compañeras sobre zapatos, ropa, citas elegantes y orgasmos miserables.
«Y seguiría sintiéndome fatal», se dijo para sus adentros. «Suspirando por estar en cualquier otro lugar».
Se detuvo bruscamente y cerró los ojos. «Yo sólo quiero ser feliz. ¿Es demasiado pedir?».
Evidentemente sí.
Demasiadas veces había tenido que batallar últimamente con una sensación de descontento, un deseo de experimentar otras cosas. Su madre había intentado advertirle de lo que podía suponerle semejante insatisfacción:
—Acabarás metiéndote en problemas.
¿Pero Grace la había escuchado? No. En lugar de ello, había hecho caso a su tía Sophie. ¡Su tía Sophie, por el amor de Dios! La única tía suya que llevaba mallas de piel de leopardo y tonteaba con carteros y strippers masculinos.
—Sé que has hecho cosas excitantes, Grace, cariño —le había dicho Sophie—, pero eso no es realmente vivir. Algo te falta en tu vida, y, si no lo encuentras, terminarás como una pasa seca. Igual que tu madre.
Sí, Grace echaba algo de menos en su vida. Era consciente de ello, y en un esfuerzo por encontrar ese misterioso «algo», había probado con citas normales, citas a ciegas y citas por Internet. Cuando no resultó, decidió matricularse en una escuela nocturna. No para conocer hombres, sino para aprender. Pero las clases de cosmetología no le sirvieron de mucho: ni los mejores estilistas del mundo pudieron domeñar su maraña de rizos rojos. Después de eso, probó a conducir coches de carreras e intentó hacer aeróbic. Incluso se hizo un piercing en el ombligo. No funcionó.
¿Qué necesitaba para sentirse llena, completa, realizada?
—Esta jungla no, eso seguro —gruñó—. Que me explique alguien, por favor… —alzó la mirada al cielo— por qué la satisfacción me rehúye continuamente. Me muero de ganas de saberlo.
Viajar por el mundo siempre había sido su sueño: por eso convertirse en asistente de vuelo de un chárter privado le pareció el trabajo perfecto. Pero con el tiempo había acabado convirtiéndose en una simple camarera de a bordo, saltando de hotel en hotel, sin poder disfrutar nunca de los destinos en los que recalaba. Sí, había escalado montañas, había hecho surf y había saltado en paracaídas, pero la inyección de adrenalina que le provocaban aquellas actividades no solía durar mucho y, como todo lo que había probado en su vida, la había dejado aún más insatisfecha que antes.
Por eso había ido allí, a probar algo nuevo. Algo un poco más peligroso. Su hermano trabajaba para Argonautas, una empresa de mitoarqueología que había descubierto recientemente el primitivo planeador que construyó el mítico Dédalo para escapar del Laberinto: un descubrimiento que había sacudido a toda la comunidad científica. Alex se pasaba los días y las noches rebuscando e indagando en las mitologías de todo el mundo, para fundamentar o desechar científicamente los diferentes relatos.
Con un trabajo tan satisfactorio, Alex no tenía que preocuparse de acabar como una pasa seca. «No como yo», se lamentó Grace.
Enjugándose el sudor de la frente, aceleró el paso. Una semana atrás, Alex le había mandado un paquete con su diario personal y un maravilloso medallón con dos diminutas cabecitas de dragón, enlazadas. Ninguna nota de explicación había acompañado los regalos. Como sabía que se encontraba en Brasil buscando un portal que lo llevara a la ciudad perdida de Atlantis, Grace había tomado la decisión de acompañarlo. Ese mismo día le había dejado un mensaje en su móvil con la información de su vuelo.
Con un suspiro, se tocó el medallón que llevaba al cuello. Cuando su hermano no apareció en el aeropuerto para recogerla, lo lógico habría sido volverse a su casa.
—Pero noooo…, —pronunció en voz alta, aborreciéndose a sí misma—. Contraté un guía local e intenté encontrarlo. Sí, señorita —imitó la voz del guía—. Por supuesto, señorita. Lo que usted quiera, señorita. Canalla…
Ese mismo día, cuando ya llevaba dos de caminata, su amable y solícito guía le había robado la mochila y la había dejado abandonada allí. No tenía ni comida, ni agua, ni tienda. Al menos tenía un arma. Menos era nada.
De repente algo le golpeó la cabeza. Soltó un grito y enseguida se frotó la sien dolorida: la culpable del golpe era una fruta de color sonrosado que debía de haber caído de un árbol. Se le hizo la boca agua mientras contemplaba el jugo que destilaba el fruto, estrellado contra el suelo.
¿Sería venenoso? ¿Y qué le importaba? La muerte por envenenamiento sería preferible a despreciar tan inesperado tesoro.
Justo cuando se inclinaba para recoger los restos, otra fruta le cayó en la espalda. Girándose rápidamente, aguzó la mirada. A unos ocho metros de donde estaba y a unos cinco metros de altura, distinguió un peludo mono con un fruto en cada mano. Se lo quedó mirando boquiabierta. Estaba… ¿sonriendo?
De repente el animal le lanzó las dos piezas a la vez. Grace estaba demasiado sorprendida para reaccionar y recibió sendos impactos en los muslos. Riendo orgulloso, el mono empezó a dar saltos y a agitar los brazos como un poseso.
Aquello ya era demasiado. La habían robado, abandonado… y ahora se veía asaltada por un primate al que los Yankees muy bien habrían podido fichar como pitcher. Frunciendo el ceño, recogió una fruta, le dio dos bocados, se detuvo, volvió a darle otros dos bocados y lanzó el resto contra el mono. Le acertó en la oreja. El animal dejó de sonreír.
—Toma. Te lo tenías merecido, podrido saco de pelos…
Pero su victoria fue de corta duración. Un segundo después empezaron a volar frutas de todas direcciones. ¡Había monos por todas partes! Consciente de que estaba en minoría, recogió todas las frutas que pudo y echó a correr. Corrió sin rumbo fijo. Hasta que sintió los pulmones a punto de explotar.
Cuando finalmente aminoró el ritmo, tomó aire y mordió una fruta. Volvió a tomar aire y dio otro mordisco, y así sucesivamente. Fue un alivio en medio de tanto sufrimiento.
Transcurrió una hora. Para entonces su cuerpo se había olvidado de que había consumido algún alimento y arrastraba los pies de puro cansancio. Tenía la boca más seca que la arena. Pero seguía caminando, y con cada paso su cerebro parecía cantar una especie de mantra: encontrar a Alex, encontrar a Alex, encontrar a Alex…
Tenía que estar por allí, en alguna parte, buscando aquel estúpido portal. ¿Por qué no había podido localizarlo en las coordenadas que dejó consignadas en su diario?¿Dónde diablos se había metido?
Cuanto más tiempo vagaba por la jungla, más perdida y sola se sentía. Los árboles y las lianas se iban espesando, y la oscuridad también. Al menos el olor a podredumbre había desaparecido, dejando sólo un sensual aroma a heliconias y orquídeas. Si no encontraba pronto un refugio, caería rendida al suelo, impotente. Y odiaba las serpientes y los insectos aún más que el hambre y la fatiga.
Los brazos y las piernas le pesaban terriblemente, como si fueran de acero. Sin saber qué hacer, se dejó caer al suelo. Allí tendida, podía escuchar el leve rumor de los insectos y… ¿tambores? ¿El rumor del agua? Parpadeó varias veces, aguzando los oídos. Sí. Estaba escuchando el glorioso sonido del agua.
«Levántate», se ordenó.
Recurriendo a toda la fuerza de que fue capaz, se arrastró por la maleza. La jungla vibraba de vida a su alrededor, burlándose de su debilidad. Las grandes y brillantes hojas verdes empezaron a espaciarse y el terreno se fue haciendo más húmedo, hasta que quedó completamente sumergido bajo un regato. Las aguas de color turquesa brillaban límpidas y cristalinas.
Hizo un cuenco con las manos y bebió ansiosa. De repente, para su sorpresa, el pecho empezó a arderle… cada vez más, como si se hubiera tragado una lengua de lava ardiente. Sólo que la sensación procedía del exterior, que no del interior, de su cuerpo.
El calor llegó a resultar insoportable y soltó un grito. Al incorporarse, posó la mirada en las dos cabezas gemelas de dragón de su medallón. Los dos pares de ojos, formados por sendos rubíes, brillaban con una luz fantasmal.
¡Era el medallón! Intentó quitárselo, pero de repente se vio empujada hacia delante por una invisible fuerza. Agitando los brazos, penetró en un denso muro vegetal. Al otro lado, la luz había dejado paso a una densa penumbra. Finalmente quedó inmóvil. El medallón se había enfriado.
Miró a su alrededor con ojos desorbitados: había entrado en una especie de cueva. Podía oír el sonido de las gotas de agua cayendo en el suelo rocoso. Una refrescante brisa le acariciaba el rostro. Suspiró aliviada. Aquel sereno ambiente parecía infiltrarse poco a poco en su interior, ayudándola a tranquilizarse y a recuperar el resuello.
—Lo único que necesito ahora son las provisiones que llevo en mi mochila… y moriré feliz.
Demasiado agotada para dejarse llevar por el miedo, se internó en la cueva. El techo empezaba a bajar, hasta que tuvo que avanzar casi de rodillas.
No supo cuánto tiempo pasó. ¿Minutos? ¿Horas? Sólo sabía que necesitaba encontrar una superficie usa y seca donde pudiera dormir. De repente distinguió un resplandor. Una luz que asomaba detrás de un recodo de la cueva, tentándola como un dedo que la estuviera llamando. Lo siguió.
Y encontró el paraíso.
La luz procedía de una pequeña e irisada poza de… ¿era agua? Aquel líquido de color azul celeste parecía más denso que el agua, como una especie de gel claro y transparente.
Pero lo más extraño de todo era que en lugar de extenderse por el suelo, la poza estaba colgando de pie, ligeramente inclinada. Como si fuera un retrato de pared… sin que hubiera pared alguna detrás.
¿Por qué no caía el líquido? ¿Por qué no se derramaba en el suelo? Su cerebro aturdido no conseguía procesar bien aquella información. Finos jirones de niebla envolvían todo aquel refugio, alzándose, girando, moviéndose sin cesar.
Casi sin darse cuenta soltó una nerviosa carcajada, y el sonido reverberó a su alrededor como un eco.
Estiró lentamente una mano, con la intención de tocar y examinar aquella extrañísima sustancia. Para su sorpresa, en el momento del contacto una violenta sacudida pareció explotar en su interior… y se sintió como si hubiera sido absorbida por un fuerte remolino.
El remolino tiraba de ella en todas direcciones. Por unos instantes, fue como si el mundo se desmoronara a su alrededor. Loca de terror, se dio cuenta de que estaba cayendo, muy abajo… En vano estiró las manos, desesperada por agarrarse a algo.
Fue entonces cuando empezaron los gritos. Chillidos agudos, desarticulados. Se tapó los oídos. No podía soportarlo más: aquel estruendo tenía que parar. Pero el griterío subía incluso de volumen. Era cada vez más alto, más intenso…
—¡Socorro!
De repente todo quedó en silencio. Sus pies tocaron una superficie dura. Se tambaleó, sin llegar a caerse. Empezó a respirar de nuevo. Tomar aire, soltar aire, tomar aire… Poco después, abrió los ojos. Una neblina de rocío se alzaba de la pequeña poza, en un precioso arco iris. La belleza de la vista quedaba enturbiada por los duros contornos de una lúgubre caverna. Una caverna que era diferente de la primera en la que había entrado.
Frunció el ceño. Allí, las paredes rocosas estaban cubiertas por extrañas y coloridas marcas, como si fueran de oro líquido. Y eso otro… ¿eran salpicaduras de sangre? Estremecida, desvió la mirada. El suelo estaba húmedo y cubierto por ramas de formas extrañas, pajas y piedras. En el extremo opuesto había varios asientos toscamente tallados en la roca.
El aire era frío, invernal. Un aire extraño, con un repugnante regusto metálico. Las paredes eran más altas y más anchas. Recordaba que, la primera vez que entró, la poza había estado a la derecha, no a la izquierda.
¿Cómo había podido cambiar todo tan drásticamente y con tanta rapidez, sin que ella llegara a dar un solo paso? Aquello no podía ser un sueño, ni una alucinación. Todo era demasiado real, demasiado horroroso. ¿Habría muerto? No, no. Ciertamente aquello no era el cielo, pero tampoco el infierno: hacía demasiado frío.
Pero entonces… ¿qué había sucedido?
Antes de que su mente pudiera formular una respuesta, oyó el crujido de una rama.
Al girar la cabeza, descubrió unos ojos azules como el hielo, perfectamente discernibles entre la niebla. Se quedó sin aliento. El dueño de aquellos ojos era el hombre más ferozmente masculino que había visto en su vida. Una cicatriz le corría desde la ceja izquierda hasta la barbilla. Tenía los pómulos salientes, como tallados con un hacha, y la mandíbula cuadrada. El único rasgo suave de su rostro era su boca sensual, de hipnótica belleza.
Estaba frente a ella: más de uno noventa de estatura, puro músculo. La niebla dejaba un rastro húmedo en su pecho bronceado, lleno de tatuajes.
Aquellos tatuajes brillaban, pero, más que eso, parecían vivos. Un feroz dragón desplegaba sus alas rojizas, como una imagen de tres dimensiones que hubiera cobrado vida. La cola del dragón se perdía bajo la cintura de su pantalón de cuero negro. Y alrededor de la figura podía distinguir oscuros símbolos que se enroscaban a lo largo de sus hombros, hasta sus poderosos bíceps.
Aquel hombre era aún más bárbaro que sus tatuajes: blandía una larga, amenazadora espada.
Una oleada de miedo la envolvió, pero aun así continuó mirándolo. Era un ser absolutamente salvaje, de una fascinante sensualidad. Enseguida le recordó a un feroz animal enjaulado. Preparado para atacar, para golpear. Irradiaba peligro por todos sus poros.
Con un giro de muñeca, hizo una finta con la espada.
Grace retrocedió un paso: seguro que no querría atacarla, no podía ser. Pero sí, estaba levantando la espada como si fuera a…
—Hey, un momento… —soltó una nerviosa carcajada—. Baja eso antes de que puedas hacerle daño a alguien —«a mí, por ejemplo», añadió para sí.
Hizo otra finta mientras se acercaba a ella. No había expresión alguna en su rostro: ni furia, ni miedo, ni maldad. Ninguna pista que pudiera ayudarla a entender por qué quería practicar esgrima frente a ella…
Se la quedó mirando fijamente. Ella le sostuvo la mirada: principalmente porque tenía demasiado miedo de apartarla.
—Yo no quiero hacerte ningún daño —murmuró.
Un prolongado silencio acogió sus palabras. Ante su aterrada mirada, la espada empezó a bajar, dirigida a su cuello. ¡Iba a matarla! Por puro instinto, sacó el revólver que llevaba en la cintura del pantalón. El aliento le quemaba como ácido en la garganta mientras apretaba el gatillo. Clik, clik, clik.
Pero no sucedió nada.
Maldijo entre dientes. El tambor estaba vacío. Miró frenética a su alrededor, buscando alguna ruta de escape. La niebla era la única salida, pero aquel salvaje guerrero se la bloqueaba.
—Por favor —susurró, sin saber qué decir o qué hacer.
O el hombre no la oyó, o no le importó lo que le decía. La afilada hoja de su espada se acercaba cada vez más a su cuello.
Cerró los ojos con fuerza.