Capítulo 5
No se oyó el chirrido de ninguna bisagra. De hecho, no se oyó nada. Tan pronto estaba cerrada la doble puerta como, al momento siguiente, las dos hojas se abrían de par en par.
Grace se encontraba de pie, a la izquierda, escondida en las sombras. Cuando Darius pasó a su lado, tropezó con la cuerda que ella había improvisado con la sábana. Soltando un gruñido, se vio proyectado hacia delante.
En el instante en que cayó al suelo, Grace se encaramó a su espalda y, usándolo como trampolín, saltó fuera de la cámara. Miró a ambos lados del pasillo en busca de la dirección adecuada. Ninguna le pareció mejor que la otra, así que echó a correr al azar. No había llegado muy lejos cuando unas fuertes manos masculinas la agarraron de los brazos y la obligaron a detenerse.
Darius volvió a cargársela al hombro, para llevarla de vuelta a la cámara. Una vez allí, la bajó al suelo, pero no la soltó. Estaban tan cerca que Grace podía sentir el calor de su cuerpo a través de la ropa. Se lo quedó mirando, con los ojos muy abiertos.
—Espero por tu bien que no vuelvas a escaparte —le dijo con un brillo de determinación, que no de furia, en los ojos—. ¿Por qué no estás en la cama, mujer?
—¿Qué piensas hacer conmigo? —gritó ella.
Se hizo el silencio.
—Sé lo que debería hacer —le espetó con un gruñido—, pero todavía no sé lo que haré.
—Tengo amigos. Familia. No descansarán hasta que me encuentren. Haciéndome daño sólo conseguirás atraerte su ira.
Darius vaciló ligeramente.
—¿Y si no te hago daño? —le preguntó a su vez en voz muy baja, tanto que Grace apenas lo oyó—. ¿Y si solamente te doy placer?
Se sintió extrañamente cautivada, hipnotizada por sus palabras. Evocó hasta la última fantasía que había creado su mente: sus cuerpos desnudos y entrelazados rodando por el suelo… Se ruborizó de vergüenza. «¿Y si solamente te doy placer?». No contestó. No podía.
Darius respondió por ella:
—Te ofrezca lo que te ofrezca, no hay nada que ni tú ni nadie pueda hacer al respecto —su voz se endureció, perdiendo su anterior tono sensual—. Estás en mi casa, en mis aposentos privados, y haré contigo lo que me venga en gana. Digas lo que digas.
Con una advertencia tan directa resonando en sus oídos, Grace se olvidó del hechizo que parecía haberle lanzado antes y se acordó de las técnicas de lucha que había aprendido en la escuela. Girándose, le hincó un codo en el plexo solar y le pisó con fuerza el empeine de un pie. Acto seguido, volvió a girarse y le propinó un puñetazo en la cara. Sus nudillos encontraron un pómulo, en vez de su nariz, y soltó un grito de dolor.
Darius ni siquiera pestañeó. Ni se molestó en sujetarle la muñeca para evitar que volviera a hacerlo.
Y Grace lo hizo: tomó impulso y le soltó otro puñetazo… que le dolió tanto como el primero.
Darius arqueó una ceja, impertérrito.
—Luchar conmigo sólo te causará más dolor.
Se lo quedó mirando con expresión incrédula. Después de todo lo que había soportado durante los últimos días, su frustración era máxima.
Recuperándose, le propinó un rodillazo en la entrepierna. Esa vez Darius se dobló sobre sí mismo, cerrando los ojos.
Grace corrió hacia la puerta e intentó abrirla.
—Ábrete, maldita sea. Por favor, ábrete… —rezó.
—No pareces capaz de obrar ese milagro —le dijo Darius con voz tensa—. Pero no volveré a subestimarte.
No lo había oído moverse: de repente estaba allí, con las manos apoyadas en la puerta, a cada lado de su cabeza, acariciándole la nuca con su cálido aliento… Esa vez no intentó luchar contra él. ¿Qué bien le reportaría? Ya le había dejado demostrado que no reaccionaba, o casi no reaccionaba, al dolor físico.
—Por favor… —le suplicó—. Deja que me vaya —podía escuchar su propio pulso resonando en sus oídos. Intentó decirse que era de miedo, que la cercanía de su poderoso cuerpo no tenía nada que ver en ello.
—No puedo.
—Sí que puedes —volviéndose de repente hacia él. Lo empujó. El impacto, aunque leve, hizo que volviera a tropezar con la cuerda de sábana. Cayó al suelo, pero arrastrándola consigo.
Grace se incorporó de manera automática. Al apoyarse sobre su pecho para tomar impulso, vio que se le había abierto el cuello de la camisa, descubriendo los dos medallones. ¿Cuál de ellos era el que pertenecía a Alex? ¿El de los ojos de rubí?
¿Qué importaba? Había llegado con un medallón. Y se marcharía con uno.
La determinación reverberaba como un tambor en su pecho. Para distraerlo, gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Le echó las manos al cuello, como si quisiera ahogarlo. Rápidamente le soltó una de las cadenas: a continuación, disimuladamente, bajó la mano y se la guardó en un bolsillo.
Luego volvió a gritar, más para encubrir su satisfacción que por miedo. Lo había conseguido.
—Tranquilízate.
Para su sorpresa, se quedó callada. Y relajada.
—Vaya… No había imaginado que sería tan fácil… —comentó, desconfiado.
—Sé cuándo estoy vencida.
Darius se aprovechó de su inmovilidad para colocarse encima de ella e inmovilizarla con el simple peso de su cuerpo. Luego le levantó los brazos por encima de la cabeza.
—Por favor, quítate de encima… —logró pronunciar Grace. Olía tan bien… Era un aroma masculino, a sol, a tierra y a mar. Y lo estaba aspirando a pleno pulmón, como si fuera la clave de su supervivencia—. Por favor…
—Me gusta demasiado estar donde estoy.
Aquellas palabras resonaron en su cerebro con tanta claridad que su propio cuerpo respondió de manera automática: «a mí también me gusta», pensó. Se mordió el labio inferior. ¿Cómo era posible que aquel hombre la cautivara tanto y le inspirara miedo al mismo tiempo?
Era tan sexy que se le hacía la boca agua sólo de mirarlo… Y le despertaba zonas sensibles de su cuerpo que había creído muertas por falta de uso.
«Domínate, Grace. Sólo una estúpida habría deseado a un ser semejante».
¿Qué era lo que quería de ella? Estudió su rostro, pero no encontró rastro alguno de sus intenciones. Sus rasgos eran completamente inexpresivos. Continuó mirándolo, deteniéndose en la cicatriz que cruzaba su mejilla. Se fijó en el extraño perfil de su nariz, como si se la hubieran roto más de una vez. Era oscuramente seductor. Y peligroso.
«Eso es», se dijo a manera de reproche. «Por eso me atrae tanto. Soy una fan del peligro».
—¿Qué te ha pasado en las manos, mujer? —le preguntó él de repente. Su rostro había recuperado la expresividad: de hecho reflejaba una ferocidad absolutamente intimidante.
—Si te lo digo… ¿me dejarás marchar?
Darius entrecerró los ojos y se llevó una de sus palmas a la boca. Sus cálidos labios le abrasaron la piel un instante antes de que empezara a lamerle las heridas con la punta de la lengua. Una extraña descarga eléctrica le recorrió inmediatamente el brazo: a punto estuvo de tener un orgasmo.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó con un gemido, casi sin aliento. Fuera cual fuera el motivo, su gesto era absolutamente sugerente, conmovedoramente tierno—. Para… —pero incluso mientras pronunciaba la orden, rezó para que no la obedeciera. La piel le estaba subiendo de temperatura, sus terminaciones nerviosas ganaban en sensibilidad. Invadida por una embriagadora languidez, anheló de repente que aquella lengua no se detuviera nunca, que explorara un territorio mucho mayor de su cuerpo…
—Mi saliva te curará —le dijo en un tono todavía fiero. Pero era un tipo distinto de fiereza. Más tensa y contenida, menos furiosa—. ¿Qué te ha pasado en las manos? —volvió a preguntarle.
—Escalé las paredes.
—¿Por qué has hecho tal cosa?
—Para intentar escapar.
—Qué estupidez —masculló.
Una de sus rodillas estaba en contacto con su entrepierna. El placer que Grace sentía en su bajo vientre se intensificaba por momentos.
Darius pasó a concentrarse en la otra mano, deslizando la lengua por toda la superficie de su palma, suscitándole todo tipo de eróticas sensaciones. De azul hielo, sus ojos se habían tornado de un cálido castaño dorado.
De repente se metió un dedo en la boca. Grace soltó un gemido y susurró su nombre. Incluso se arqueó, rozándole el pecho con los pezones y creando una deliciosa fricción…
—Ahora está mejor —pronunció Darius con voz ronca.
Grace abrió los ojos. Él le enseñó las palmas para que se las viera: no tenían una sola herida.
—Pero… pero… —murmuró, confusa. ¿Cómo era posible?—. No sé qué decir…
—Pues no digas nada.
Podía haberla maltratado y castigado, por haber intentado escapar, pero había hecho todo lo contrario. No comprendía a aquel hombre.
—Gracias —pronunció en tono suave.
—De nada.
—¿Te quitarás de encima de mí ahora? —le preguntó entre temerosa y expectante.
—No. ¿Qué pensaba hacer tu hermano con el medallón?
Por un instante pensó en mentirle: cualquier cosa con tal de frenar la marea de contradictorias emociones que la asolaba por dentro. Luego acarició la idea de no decirle nada. Sabía instintivamente, sin embargo, que aquel hombre no toleraría ni una cosa ni la otra, y que además eso sólo serviría para prolongar su contacto.
—Ya hemos hablado de esto antes: te dije que no lo sabía. A lo mejor quería venderlo en e-Bay. O quedárselo para su colección privada.
Darius frunció el ceño.
—No entiendo. Explícame qué es eso de e-Bay… —cuando ella terminó de explicárselo, la miró furioso—. ¿Por qué habría de hacer algo así? —estaba genuinamente perplejo.
—Allí de donde vengo, la gente necesita dinero para sobrevivir. Y una manera de hacer dinero es vender lo que uno tenga.
—Nosotros aquí también necesitamos dinero, pero nunca nos desprenderíamos de nuestras más preciadas posesiones. ¿Es que tu hermano es demasiado perezoso para trabajar para comer?
—Mi hermano trabaja mucho. Y yo no sé si pretendía venderlo o no. Sólo te he dicho que habría podido hacerlo. Es un adicto a las subastas por Internet.
Suspirando, Darius le soltó finalmente la mano.
—Si lo que quieres es confundirme, lo estás consiguiendo. Si tu hermano quería vender el medallón… ¿por qué te lo dio?
—No lo sé —respondió—. ¿Por qué te importa tanto?
Se la quedó mirando fijamente, en lugar de contestarle. Sus oscuros pensamientos parecían agitarse detrás de sus ojos.
—Afirmas no saber nada, Grace, y sin embargo encontraste la niebla. La atravesaste. Tienes que saber algo más, algo que no me has dicho.
—Sé que no quise entrar en tus dominios —explicó con voz débil—. Sé que no quiero que me hagan daño. Y sé que quiero volver a casa. No deseo otra cosa.
Al ver que su expresión se ensombrecía peligrosamente, repasó lo que acababa de decirle. ¿Qué habría podido provocarle una reacción semejante?
—¿Por qué? —la pregunta resonó como un látigo.
Grace frunció el ceño, extrañada.
—Ahora eres tú quien me está confundiendo a mí…
—¿Hay un hombre esperándote?
—No —¿qué tenía que ver eso con nada? A no ser que… era imposible que estuviera celoso. La perspectiva la sorprendía. Ella no era del tipo de mujeres que inspiraran sentimientos tan intensos en los hombres: ni un deseo ardiente ni, desde luego, celos—. Echo de menos a mi madre y a mi tía, Darius. Echo de menos a mi hermano. Echo de menos mi apartamento. Mis muebles. Mi padre los fabricó todos antes de morir.
Darius se relajó.
—Tú me preguntaste antes por qué me importa tanto el medallón. Se trata de mi hogar. Haría lo que fuera para protegerlo, como tú para proteger el tuyo.
—¿Pero cómo puede un simple medallón amenazar tu hogar? No lo entiendo.
—Ni necesitas entenderlo —replicó—. ¿Dónde se encuentra tu hermano ahora?
Grace entrecerró los ojos y alzó la barbilla en otro gesto de desafío.
—No te lo diría ni aunque lo supiera.
—Esto no nos está llevando a ninguna parte… —dijo él—. ¿Cómo es?
La pura terquedad parecía fundir el azul y el verde de los ojos de Grace en un alborotado mar turquesa. Frunció los labios. Resultaba evidente que no pensaba contestarle.
—Necesito que me lo digas para saber si lo he matado o no —le espetó Darius, aunque no estaba seguro de que pudiera reconocer a una víctima suya si llegaba a verla alguna vez. Matar se había convertido en una segunda naturaleza para él: apenas se fijaba en sus presas.
—¿Qué? ¿Matado, has dicho? —inquirió sin aliento—. Uno ochenta y tantos de estatura. Pelirrojo. Ojos verdes.
Dado que Darius no había reconocido los colores antes de conocer a Grace, aquella información no le dijo nada.
—¿Alguna señal especial que lo distinga?
—Yo… yo… —mientras se esforzaba por responder, un escalofrío de terror le recorrió la espalda. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Solamente una llegó a resbalar por su mejilla.
Darius tensó todos sus músculos, como luchando contra el impulso de enjugar aquella lágrima. La observó deslizarse lentamente por su cuello. Su piel era pálida: demasiado.
Aquella mujer estaba muerta de miedo.
De repente sentía remordimientos de conciencia, un escrúpulo del que había creído librarse mucho tiempo atrás. Había amenazado a aquella mujer, la había encerrado en una habitación extraña, la había sometido sin piedad… y sin embargo ella había conservado su espíritu de rebeldía. Pero la posibilidad de la muerte de su hermano la estaba destruyendo como ninguna otra cosa había sido capaz de hacer.
Había bastantes posibilidades de que hubiera matado a su hermano. ¿Cómo reaccionaría ella entonces? Aquellos ojos del color del mar… ¿lo mirarían con odio? ¿Juraría derramar su sangre en venganza?
—¿Tiene alguna señal especial que lo distinga? —volvió a preguntarle, casi temiendo la respuesta.
—Lleva gafas —le temblaba la barbilla—. De montura metálica. Redondas.
Darius no había sido consciente de que había estado conteniendo el aliento hasta que lo soltó.
—Ningún hombre con gafas ha penetrado en la niebla —lo sabría porque las habría encontrado después de que la cabeza hubiera rodado por el suelo—. Tu hermano está a salvo —no le mencionó que existía la posibilidad de que hubiera entrado por el otro portal, el de Javar.
Grace se puso a sollozar de alivio.
—No había querido plantearme la posibilidad. Por eso, cuando tú lo dijiste… me entró tanto miedo…
Quizá debería haberla dejado en paz en ese momento, pero el alivio que irradiaba de su persona actuó como una invisible cadena; no podía moverse, y tampoco quería. Experimentaba un abrumador intentó de posesión hacia ella, pero, más todavía, una increíble necesidad de consolarla. De repente ansiaba abrazarla y envolverla con su fuerza, con su aroma. Ansiaba sellarla con su marca. Qué estupidez.
Grace intentó apretar los labios, pero se le escapó un sollozo.
—Para ya, mujer —le ordenó en un tono más brusco del que había pretendido—. Te prohíbo que llores.
Con ello sólo consiguió que llorara más aún. Gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas, se detuvieron en su mentón y continuaron luego hacia el cuello.
Transcurrieron minutos, que a Darius le parecieron horas, hasta que por fin obedeció su orden y se tranquilizó. Estremecida, cerró los ojos. Sus largas y oscuras pestañas se proyectaban sobre sus mejillas enrojecidas. Respetó su silencio, dándole tiempo para recuperarse. Si se ponía a llorar otra vez, ya no sabría qué hacer…
—¿Hay algo… que pueda hacer para ayudarte? —le preguntó, tenso. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que le había ofrecido consuelo a alguien? No podía recordarlo.
Grace abrió entonces los ojos. No había acusación alguna en las acuosas profundidades de su mirada. Ni miedo. Solamente una compasiva curiosidad.
—¿Te han obligado a hacer daño a mucha gente? Para proteger tu hogar, quiero decir.
Al principio, no respondió. Le gustaba que pensara lo mejor de él, pero su honor le exigía advertirla y no engañarla con mentiras sobre el hombre que nunca había sido… y que nunca sería.
—Guárdate tu compasión, Grace. Te engañas si crees que me han obligado a hacer algo. Yo siempre actúo por voluntad propia.
—Eso no responde a mi pregunta —insistió ella.
Darius se encogió de hombros.
—Siempre hay otras opciones —añadió Grace al ver que no decía nada—. Puedes hablar con la gente. Comunicarte.
Con no poca sorpresa, Darius se dio cuenta de que estaba intentando salvarlo, redimirlo. No sabía nada sobre él, ni sobre su pasado ni sobre sus creencias… y sin embargo, estaba intentando salvar su alma. Era algo sencillamente extraordinario.
Las mujeres o lo temían o lo deseaban. Cuando se atrevían a atraerlo a su cama, nunca le habían ofrecido nada más. Él tampoco había querido nada. Con Grace, en cambio, se sorprendía a sí mismo deseando todo cuanto ella pudiera ofrecerle. Aquella mujer parecía apelar directamente a sus más profundas e íntimas necesidades. Necesidades que ni siquiera él había sido consciente de tener.
Admitir un deseo tan intenso, aunque fuera para sí mismo, resultaba peligroso. Y sin embargo, de repente, eso no le importó. Todo excepto aquel preciso instante, aquella mujer, su propia necesidad… le pareció absolutamente irrelevante. No importaba que esa mujer hubiera penetrado en la niebla. No importaba su propia fidelidad a su juramento…
Bajó la mirada a sus labios. Eran tan exóticos, tan maravillosamente invitadores… Nunca había besado antes a nadie, pero en ese momento la necesidad de hacerlo lo consumía.
Le dio una única advertencia. Una sola.
—Levántate si no quieres que te bese.
Grace se lo quedó mirando sorprendida.
—¡Quítate de encima para que pueda levantarme!
Se levantó, y ella hizo lo mismo. Se quedaron muy quietos, frente a frente, como dos rivales en un instante congelado en el tiempo. Pero la pérdida de contacto no había logrado aliviar la necesidad que seguía sintiendo Darius.
—Voy a besarte —le dijo. Quería que se preparara, pero sus palabras sonaron como una amenaza.
—Antes dijiste que no me besarías si me levantaba.
—He cambiado de idea.
—No puedes.
—Sí que puedo.
La mirada de Grace viajó de su boca hasta sus ojos, y se humedeció los labios tal y como él hubiera querido humedecérselos… Cuando volvió a alzar la vista, tenía las pupilas dilatadas, oscurecidas.
Darius no pudo evitarlo: la agarró de los hombros y la tumbó otra vez en el suelo.
—¿Me darás tu boca?
Se hizo el silencio.
«Quiero esto», se dio cuenta Grace, aturdida. «Quiero que me bese». Sus miradas parecían haberse anudado. Jamás ningún hombre la había mirado así, con aquel anhelo en los ojos…
El mundo exterior pareció desvanecerse, y de repente no vio más que a aquel hombre sensual. «Realmente soy una amante del peligro», pensó.
—No debería besarte —musitó.
—Pero lo harás.
—Sí.
—Sí —repitió Darius.
No necesitó más: le rozó los labios con los suyos una, dos veces. Ella los entreabrió enseguida, y su lengua logró penetrar dentro.
Gimieron al unísono. Grace le echó los brazos al cuello. Él profundizó el beso instintivamente. La estaba besando tal y como había imaginado. Tal como deseaba, indiferente a si lo estaba haciendo bien o no.
Sus lenguas se enzarzaron salvajemente, como una tormenta de medianoche. Aquel beso era todo lo que secretamente había soñado Darius, la clase de beso que habría hecho perder la cabeza al más fuerte de los hombres… y además con gusto, sin arrepentimientos. Pudo sentir que se apretaba contra él, vencida toda resistencia.
—Darius… —pronunció con voz ronca.
Escuchar su nombre en sus labios fue como una bendición.
—Darius… —repitió—. Sabes tan bien…
Incluso se atrevió a frotarse contra la dureza de su erección. Estaba tan sorprendida como excitada: no podía creer que estuviera haciendo todas aquellas cosas, incapaz de detenerse.
—Esto no puede ser real… quiero decir que… esto es maravilloso.
—Y tú sabes a… —Darius volvió a hundir la lengua en su boca, para saborearla de nuevo. Su sabor era dulce y levemente ácido a la vez, tan exquisito como un vino añejo. ¿Había probado alguna vez algo tan delicioso?—. Ambrosía. Sí, sabes a ambrosía.
Hundió una mano en su pelo, deleitándose con su suavidad. La otra mano viajó por un hombro abajo, recorrió su costado y su muslo. La sintió estremecerse. Luego volvió a repetir la caricia. Ella soltó un gemido ronco, un suave ronroneo.
Se preguntó qué expresión tendría en aquel momento: quería verle los ojos mientras le daba placer, mientras la complacía de una manera que nunca había hecho con mujer alguna. El hecho de que quisiera observarla en aquellos momentos le resultaba tan extraño y ajeno como su propio deseo de saborearla, pero la necesidad resultaba innegable. Así que interrumpió el beso, una de las cosas más difíciles que había tenido que hacer nunca, y se apartó lo suficiente para mirarla.
Estaba jadeando y tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos. El rojo fuego de su melena enmarcaba sensualmente su rostro. Tenía las mejillas sonrosadas y las pecas de su nariz parecían más oscuras.
Lo deseaba tan desesperadamente como él. Con ese conocimiento, su falo se endureció todavía más. Aquella mujer probablemente sentía la misma desesperada fascinación y la misma inequívoca atracción que él. Una atracción que no lograba entender. Su alma era demasiado negra, y la de ella demasiado luminosa. Deberían despreciarse mutuamente. Deberían rechazarse.
Él debería desear su muerte. Pero no era así.
Vio que abría lentamente los ojos. En un impulso, le delineó el contorno de los labios con la punta de la lengua, dejando un rastro de humedad. Qué suave y frágil era. Qué extraordinariamente bella…
—Todavía no estoy preparada para que te detengas —le informó Grace con una seductora sonrisa.
Darius no respondió. No podía. De repente algo le constreñía el pecho: una emoción. De afecto, de cariño. «No debería haberla besado».
¿Cómo pudo haber permitido que sucediera algo así, consciente como era de que debía matarla?
Era él quien se merecía la muerte.
—¿Darius?
La culpa le pesaba sobre los hombros, pero se esforzó por combatirla. Siempre lo hacía. No podía permitir que la culpa anidara en su vida, si quería sobrevivir.
Grace se había incorporado sobre un codo y lo miraba con expresión confusa, perpleja. Se le había abierto ligeramente la camisa, descubriendo un hombro cremoso.
El silencio se adensaba entre ellos. Esbozando una sonrisa de amargura, Darius se humedeció las yemas de dos dedos y volvió a delinear el contorno de sus labios, dejando que las cualidades curativas de su saliva aliviaran su leve hinchazón. Ella lo sorprendió al meterse sus dedos en la boca, tal y como él había hecho antes. La sensación de la húmeda punta de su lengua puso en tensión todos sus músculos. Suspirando, retiró la mano.
—¿Darius? —volvió a mirarlo extrañada.
Había vuelto a aquella habitación para interrogarla, pero en el instante en que la vio, la tocó, la saboreó… se le olvidaron las preguntas que había querido hacerle. Sí, le había hecho una o dos, pero la necesidad de saborearla, de paladearla había sido tan intensa y violenta que se había olvidado de todo lo demás.
Se había olvidado de Javar. Se había olvidado de Atlantis.
Eso no volvería a ocurrir.
Se incorporó. Un frío sudor le perlaba la frente. Recurriendo a toda su fuerza de voluntad, se dirigió hacia la puerta.
—No intentes escaparte de nuevo —le advirtió, sin mirarla. Sabía que si lo hacía, podría perder la fuerza que tanto necesitaba para marcharse—. Si lo haces… no te gustaría nada lo que podría pasarte.
—¿Adónde vas? ¿Volverás?
—Acuérdate de lo que te he dicho —salió del dormitorio. La puerta se cerró silenciosamente a su espalda.
Grace se quedó sentada en el suelo, temblando de… ¿furia? Aquel hombre la había deseado con locura. ¿Por qué entonces se había marchado tan de repente?
Se había marchado con toda tranquilidad. Soltó una carcajada amarga, sin humor. ¿Se habría limitado a jugar con ella? Mientras ella gemía y suspiraba, arrebatada por la necesidad… ¿lo único que había querido Darius había sido controlarla, manipularla? ¿Intentar arrancarle las respuestas que creía que poseía?
Quizá fuera mejor que se hubiera marchado, pensó furiosa. Era un asesino confeso, pero si se hubiese quedado… ella misma se habría desnudado y lo habría desnudado a él, para terminar haciendo el amor allí mismo, en el suelo de aquella habitación…
Por un instante, en sus brazos, al fin había llegado a sentirse completa y realizada. Había anhelado que aquella sensación no terminara nunca.
Aquella ansia que Darius le había despertado… era demasiado intensa para ser real, y demasiado real para que pudiera negarla.
Debajo de su máscara imperturbable, Grace había creído vislumbrar un fuego cuyas llamas, en vez de abrasarla, la habían lamido dulcemente. Cuando le confesó que deseaba besarlo, había estado segura de la existencia de aquel fuego, reverberando bajo su piel.
Sus hormonas largamente reprimidas gritaban cada vez que Darius estaba cerca, confirmándole que cualquier íntimo contacto con él sería tan salvaje como mágico: del mismo tipo con el que había fantaseado durante años. O sobre el que había leído en las novelas de amor, yaciendo en su cama por las noches, deseando tener un hombre a su lado…
«¡Basta ya!», se ordenó. «Necesitas encontrar una manera de salir de aquí. Olvídate de Darius y de sus besos».
Aunque su cuerpo se resentía de hacer algo tan sacrílego como era olvidarse de una experiencia tan trascendental, Grace procuró enterrar el recuerdo de aquel beso en lo más profundo de su mente. Sacándose el medallón del bolsillo, se lo colgó al cuello con una sensación triunfal: había conseguido engañarlo.
Acto seguido se levantó y se concentró en revisar la puerta con la esperanza de encontrar algún pestillo oculto, un sensor, algo. Pero cuando volvió a ver las mismas paredes rugosas y desnudas de marfil, maldijo entre dientes. ¿Cómo habría logrado entrar y salir Darius? Ni siquiera había empujado la puerta: se había abierto sola.
Magia, muy probablemente.
Parpadeó sorprendida por la facilidad con que se le había ocurrido aquella idea. Apenas el día anterior, habría mandado a un manicomio a cualquiera que hubiera sostenido que los encantos o los hechizos mágicos eran algo real. Ahora no.
Como ella no hacía magia, o al menos no era consciente de ello, intentó abrir la puerta con el hombro. Rezó para no romperse un hueso con el impacto.
Aspiró hondo una, dos veces. Se lanzó hacia delante.
Pero no llegó a golpearse con nada… porque la puerta se abrió sola.
Estuvo a punto de caer al suelo, pero se detuvo a tiempo. Se quedó mirando la puerta: habría jurado que estaba viva y que se estaba burlando de ella… No había razón alguna que explicara por qué se había abierto esa vez, y antes no. Excepto el medallón… Con los ojos muy abiertos, se acarició la cadena con la joya en su extremo. Por supuesto: tenía que ser una especie de llave maestra a distancia, quizá un sensor de alguna especie. Eso explicaba por qué Darius no había querido que lo conservara.
«Puedo escaparme», pensó, entusiasmada. Miró a su alrededor: no estaba en el pasillo que había esperado, sino en una especie de enorme sala de baño. Había una tumbona de color azul lavanda con cojines de sartén, y una pequeña piscina de piedra y azulejo. Altas columnas sostenían el techo, del que colgaban múltiples cortinajes de gasa. El sueño de un decorador.
En cada una de las tres esquinas había un arco que llevaba a alguna parte. Grace se debatió sobre la dirección a tomar. Aspirando profundamente, escogió la del centro y echó a correr. Las paredes eran de pedrería: rubíes y zafiros, topacios y esmeraldas, alternándose con filigranas de oro.
Sólo en aquel corredor había suficientes riquezas para dar de comer a un país entero. Ni la persona menos avariciosa del mundo se habría resistido a aquella tentación. De repente se dio cuenta: era exactamente de eso de lo que quería protegerse Darius: de la codicia de la sociedad moderna. Era por eso por lo que mataba.
Rodeada de toda aquella riqueza, habría esperado encontrarse con criados o con guardias, pero seguía sin ver a nadie mientras continuaba corriendo. Una luz al final del pasillo llamó su atención y se dirigió hacia ella. Tal vez no tuviera una vida muy excitante a la que volver, pero al menos tenía una vida. Tenía a su madre, a su tía Sophie y a Alex.
«Y los besos de Darius», pensó.
Frunció el ceño: no le gustaba la emoción que le provocaba el recuerdo de sus labios, de su lengua invadiendo su boca. O de su cuerpo presionando contra el suyo.
Ensimismada una vez más en el recuerdo de aquel abrasador beso, no oyó las airadas voces masculinas hasta que fue demasiado tarde. Una mesa cubierta de armas extrañas desfiló por sus ojos antes de que llegara a detenerse. Sus pies se hundieron en una especie de arena. Se quedó mirándolo todo con la boca abierta, anonadada.
«¡Oh, Dios mío!», exclamó para sus adentros.
Se había escapado de Darius para encontrarse con otros seis guerreros tan fieros como él.