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Capítulo 7

Una vez que recuperó un mínimo sentido del equilibrio, se arrastró fuera de la cueva. Un aire cálido y húmedo le acariciaba la piel. Guiándose por el resplandor del final, no tardó en salir al exterior. La recibieron los familiares sonidos de la jungla amazónica: los gritos de los monos aulladores, el incesante zumbido de los insectos, la apresurada corriente de un río.

Debilitada de puro alivio, se incorporó. Las piernas apenas la sostenían, pero se obligó a caminar, a poner una mayor distancia entre aquel mundo y el que acababa de abandonar.

Mientras corría, los sonidos que antes había escuchado empezaron a apagarse. La luz del sol se debilitaba: las nubes estaban cubriendo el cielo. De repente se desató un aguacero, que la empapó en unos pocos segundos. No tuvo más remedio que buscar refugio debajo de un arbusto cercano.

«Vamos, rápido, rápido, rápido…», se ordenaba en silencio.

La lluvia no tardó en amainar y Grace se internó de nuevo en la selva. Las ramas le arañaban el rostro, le azotaban brazos y piernas, le salpicaban agua en los ojos. Pero siguió caminando sin aminorar el paso.

El sol empezaba a abrirse paso entre las nubes y el follaje. Cada pocos pasos, volvía con miedo la mirada. Miraba, siempre miraba, temiendo lo peor…

«Te perseguiré», le había dicho Darius. «No descansaré hasta encontrarte».

Lanzó otra mirada sobre su hombro… y chocó contra un pecho masculino. Proyectada hacia atrás, cayó de espaldas. El hombre con el que había tropezado era poco más alto que ella y también había caído al suelo.

Grace se levantó de un salto, dispuesta a luchar. Había escapado de una horda de guerreros y no estaba dispuesta a que la capturaran de nuevo.

—Tranquila —dijo un segundo hombre que apareció detrás del primero, alzando las manos en son de paz—. No te asustes. No queremos hacerte daño…

Inglés. Estaba hablando inglés. Como el hombre que continuaba tendido en el suelo, aquél era de mediana estatura. Tenía el cabello y los ojos castaños, la piel bronceada. Era delgado, poco musculoso, y llevaba una camisa de color beige. Grace reconoció en la pechera el logo tipo de los Argonautas, un antiguo barco griego atravesado por dos lanzas. Justo encima, figuraba su nombre bordado: Jason.

«Jason, de los argonautas», pensó de inmediato. Alex trabajaba para Argonautas. Intentó recordar si Alex le habría hablado alguna vez de aquel Jason.

No importaba. Bastaba con que trabajara con su hermano.

«Ha llegado la caballería», pronunció para sus adentros.

—Gracias a Dios…

—Levántate, Mitch —le dijo el tal Jason al compañero caído—. Esta mujer no se ha hecho daño y, parece que tú tampoco —le ofreció a Grace una cantimplora de agua—. Bebe. Creo que lo necesitas.

Bebió con avidez. El agua resbaló por su barbilla y se la secó con el dorso de la mano.

—Gracias. Y ahora salgamos de una vez de esta selva…

—Espera un momento… —acercándose, la tomó suavemente de una muñeca—. Antes necesitamos saber quién eres y qué estás haciendo aquí. Además, es evidente que estás al borde del agotamiento. Necesitas descansar.

—Ya descansaré después, y os lo contaré todo —no había visto a Darius salir de la niebla, y tampoco lo había oído: pero no quería correr riesgos. Sería capaz de matar a aquellos dos hombres con un simple chasquido de sus dedos.

Jason debió de percibir su miedo y su desesperación, porque de repente sacó una pistola, una Glock de nueve milímetros. Alex siempre llevaba un arma cuando salía de expedición, así que la vista de aquella pistola no debería haberla inquietado, pero la inquietó.

—¿Te persigue alguien? —le preguntó Jason, mirando a su alrededor.

—No lo sé —respondió mientras escrutaba la espesura. ¿Qué no habría hecho por tener también ella un arma, en aquel momento?

—¿Cómo puedes no saberlo? —y añadió, suavizando su tono—: Evidentemente, estás aterrada. De haberte seguido alguien… ¿de quién o de qué estaríamos hablando? ¿De un nativo? ¿De algún animal?

—Na… nativos —mintió, en un murmullo apenas audible—. ¿Veis a alguien?

—No. ¡Robert! —llamó de pronto Jason.

—¡Sí!

Hasta ellos llegó una voz ronca, distante. Grace no podía ver quién había contestado. Se figuró que estaría oculto entre la maleza.

—Robert es uno de los guardas —le explicó Jason—. ¿Ves a algún nativo por ahí? —le preguntó a Robert.

—No, señor.

—¿Seguro?

—Al cien por cien.

Jason volvió a guardarse el arma en la cintura de sus téjanos.

—Nadie te persigue —le dijo a Grace—. Puedes relajarte.

—Pero…

—Aunque hubiera alguien por ahí, estamos rodeados de exploradores. Quienquiera que sea, no lograría acercarse a ti.

De manera que Darius no la había seguido. ¿Por qué? La pregunta resonó en su cerebro, confundiéndola.

—¿Estás seguro de que no hay ningún hombre por ahí? ¿Alto y fuerte, con una espada?

—¿Una espada? —Jason se la quedó mirando fijamente, con expresión sombría—. ¿Un hombre con una espada te estaba persiguiendo?

—Espada, lanza… es igual, ¿no? —mintió, dándole a entender que había sido un nativo. Ni siquiera sabía por qué lo hacía.

Aquello pareció tranquilizar a Jason.

—Ah, un nativo. No te preocupes, que no nos molestarán.

Grace se dijo que aquello no tenía sentido. Darius había puesto tanto interés en capturarla… ¿Por qué no la había seguido? Se sentía desgarrada entre el miedo y, mal que le pesara… la decepción.

De repente la asaltó una náusea. Tambaleándose, se pasó una mano por la frente.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —quiso saber Jason mientras le echaba un impermeable sobre los hombros—. Estás temblando. Juraría que tienes fiebre. A lo mejor te ha picado un mosquito…

¿Malaria? ¿Pensaba que tenía malaria? Soltó una carcajada sin humor, luchando contra el nudo que sentía en el estómago. Estaba débil y cansada, pero sabía que no tenía malaria. Antes de volar para Brasil, había tomado medicación para prevenir la enfermedad.

—No estoy enferma.

—¿Entonces por qué…? Sigues asustada —sonrió—. De nosotros no tienes nada que temer. Somos estadounidenses, como tú.

La asaltó otra náusea. Se cerró la parka sobre el pecho para entrar en calor.

—Trabajáis para Argonautas, ¿verdad?

—Exacto —dejó de sonreír—. ¿Conoces la empresa?

—Mi hermano también trabaja ahí. Alex Carlyle. ¿Está con vosotros?

—¿Alex? —pronunció el compañero de Jason—. ¿Alex Carlyle?

Grace se volvió hacia el otro hombre… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Mitch.

—¿Tú eres la hermana de Alex?

—Sí. ¿Dónde está?

Mitch era mayor que Jason. Tenía el cabello salpicado de gris y el rostro atezado.

—¿Por qué estás aquí?

—Respóndeme tú primero. ¿Dónde está mi hermano?

Los dos hombres se miraron. Mitch se removió incómodo. En cuanto a Jason, había arqueado una ceja: parecía perfectamente tranquilo, pero un brillo de especulación asomaba a sus ojos.

—¿Llevas algún documento que te identifique?

Grace parpadeó varias veces, sorprendida, y abrió los brazos.

—¿A ti qué te parece?

Jason la recorrió con la mirada, deteniéndose en sus senos y en sus muslos, apenas visibles bajo el impermeable de camuflaje.

—Que no.

Grace experimentó una punzada de inquietud. Estaba sola, en mitad de la selva, y en compañía de unos hombres a los que no conocía. «Son Argonautas», se recordó. «Trabajan con Alex. No tienes nada que temer». Con manos temblorosas, se apartó el pelo mojado de la cara.

—¿Dónde está mi hermano?

Mitch suspiró.

—Para serte sincero, lo ignoramos. Por eso estamos aquí. Queremos encontrarlo.

—¿Tú lo has visto? —inquirió Jason.

Decepcionada, preocupada, Grace se frotó los ojos. Estaba empezando a nublársele la vista.

—No. Hace tiempo que no sé nada de él.

—¿Es a eso a lo que has venido? ¿A buscarlo?

Asintió con la cabeza y acto seguido se apretó las sienes con los dedos: ese simple movimiento le había causado un terrible dolor de cabeza. ¿Qué le sucedía? No había terminado de hacerse la pregunta cuando el dolor se trasladó al abdomen. Gimió. Un segundo después estaba doblada sobre sí misma, vomitando.

Jason y Mitch se apresuraron a apartarse, como si tuviera la peste. Cuando al fin terminó, se limpió la boca y cerró los ojos. Mitch le tendió otra cantimplora con agua, pero cuidando de no acercarse mucho.

—¿Te encuentras bien?

Con el estómago aún encogido, bebió varios sorbos.

—No. Sí —respondió—. No lo sé —¿dónde diablos se habría metido su hermano?—. ¿Estáis en el equipo de Alex?

—No, pero trabajamos con él. Por desgracia, como tú, hace tiempo que no sabemos nada. Simplemente cortó la comunicación con nosotros —Jason se interrumpió de repente—. ¿Cómo te llamas?

—Grace. ¿Acabáis de llegar a Brasil?

—Hace un par de días.

Odiaba preguntárselo, pero tenía que hacerlo.

—¿Sospecháis que… ha jugado sucio con vosotros?

—Aún no —respondió Mitch, y se aclaró la garganta antes de añadir—: Encontramos a uno de los hombres de Alex. Estaba medio deshidratado: nos dijo que Alex lo había abandonado para seguir otra pista. Ahora mismo está en nuestro barco, en la enfermería.

—¿Y adonde conduce esa otra pista?

—No lo sabemos —desvió la mirada—. ¿Sabes lo que estaba buscando Alex? Su compañero habló de una tal… Atlantis.

—¿Atlantis? —se hizo la sorprendida. Sí, aquel hombre debía de trabajar con Alex. Pero, a juzgar por sus palabras, nada había sabido de su proyecto. Lo que significaba que su hermano había decidido ocultárselo, y no sería ella quien se lo contara. Además, ¿cómo habría podido explicarle algo tan increíble?—. Creo que quería investigar la leyenda de las mujeres guerreras. Ya sabes, las Amazonas.

El hombre asintió, aparentemente satisfecho con la respuesta.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Desde el lunes —dos días que se habían convertido en toda una eternidad.

—¿El lunes pasado? ¿Has sobrevivido aquí, sola… durante una semana entera?

—¿Una semana? No. Sólo llevo aquí dos días.

—Hoy es lunes, día doce.

Grace contó los días. Había entrado en la jungla el cinco. Dos días se los había pasado vagando por la jungla, antes de penetrar en la niebla. Ese día debería ser el siete, no el doce.

—¿Has dicho que estamos a doce?

—Eso es.

«¡Dios mío!», exclamó para sus adentros. Había perdido cinco días. ¿Cómo era posible? ¿Y si…? No. Desechó inmediatamente ese pensamiento.

Pero la posibilidad continuaba acosándola.

Suspiró. Si no hubiera sido por aquellos días perdidos, no se le habría ocurrido aquella idea. Pero… y si todo lo que había sufrido y soportado había sido un delirio de su imaginación? ¿Cómo un espejismo en el desierto? Porque… ¿qué posibilidades había de que existiera un hombre como Darius? ¿Un hombre que le había curado las heridas con su saliva?

¿O que la había besado hasta hacerla llorar de emoción?

Inconscientemente se llevó una mano al pecho para tocarse el medallón, pero lo único que encontraron sus dedos fue la tela de su camiseta. Lo había perdido en la niebla. ¿O nunca lo había tenido? No lo sabía. Su confusión crecía por momentos.

«Después», se ordenó. Ya se preocuparía de averiguar la verdad más adelante. Después de que se hubiera duchado y alimentado convenientemente.

No había manera de explicarles sus sospechas a aquellos hombres sin parecer total y completamente loca, así que ni siquiera lo intentó.

—Sí, el pasado lunes —reconoció con voz débil.

—¿Y has estado sola durante todo este tiempo? —le preguntó Jason en tono escéptico.

—No, tenía un guía. Me abandonó.

Aquella respuesta pareció contentarlo.

—¿Llegaste a ver a Alex? —le puso una mano en un hombro, como si quisiera consolarla.

Grace se apartó: no quería ni compasión ni condescendencia. Sólo quería encontrar a Alex. Cuando llegó al Amazonas, no le había preocupado su hermano, no le había preocupado que pudiera estar perdido o herido en alguna parte. Alex era inteligente y decidido. Ya se había internado antes en junglas como aquélla, por lo que no había temido en absoluto por él.

—Ojalá lo hubiera visto —confesó—. Estoy muy preocupada.

—¿Sabes de algún lugar a donde pueda haber ido? —le preguntó Mitch—. ¿Algo sobre… aquella otra pista?

—No. ¿No lo sabe su compañero?

—No necesariamente —suspiró Jason—. Bueno, yo tengo que quedarme aquí para continuar con la búsqueda, pero avisaré a Patrick. Es otro compañero de nuestro equipo.

Patrick salió de la espesura. Iba vestido con ropa militar de camuflaje y portaba un rifle. Grace se asustó nada más verlo. El recién llegado la saludó con un gesto.

—No te hará ningún daño —continuó Jason—. Patrick te llevará a nuestro barco. Está bien aprovisionado de equipos médicos. Tienes que recibir alimentación intravenosa cuanto antes.

—No —replicó Grace. Alex bien podía seguir en la jungla y encontrarse solo, hambriento… Era posible que la necesitara. Y él siempre había estado a su lado, como lo estuvo durante la grave enfermedad de su padre—. Me quedaré con vosotros y os ayudaré a buscarlo.

—Me temo que eso es imposible.

—¿Por qué?

—Si te pasara algo a ti, yo me metería en un lío aún peor. Deja que Patrick te lleve al barco. Está anclado en el río, no lejos de aquí, a una hora de camino.

Estaba claro que aquellos hombres no la necesitaban.

—Lo buscaré yo misma. Iré a la población más próxima y…

—Estás a dos días de la civilización. Nunca lo conseguirás sola. Y en este momento no puedo enviar a ninguno de mis hombres para que te acompañe. Los necesito a todos aquí.

—Entonces me quedaré. Puedo ayudar —declaró, terca.

—Para serte sincero… serías un estorbo. Estás a punto de desmayarte. Perderíamos un tiempo precioso cargando contigo.

Aunque no le gustaba, entendía la lógica de su posición. Sin fuerza y sin energías, sería una carga para ellos. Pero la impotencia la devoraba por dentro, porque ansiaba desesperadamente hacer algo para ayudar a su hermano.

Quizá podría preguntar al hombre del barco: era el único que había estado con él.

—Está bien. Iré al barco.

—Gracias —le dijo Jason.

—Te mantendremos informada de nuestros progresos —le aseguró Mitch—. Te lo prometo.

—Si en un día o dos no lo habéis encontrado —les advirtió—, volveré.

Jason se encogió de hombros.

—Te daré un consejo, Grace. Cuando hayas recuperado las fuerzas, vuelve a casa. Lo mismo te está esperando allá, muerto de preocupación por ti.

—¿Qué quieres decir? —frunció el ceño.

—Si ha perdido esa otra pista, yo, en su lugar, me volvería a casa. Al hogar. Con mi seres queridos.

Aquello tenía sentido.

—¿Alguien ha comprobado si ha hecho alguna reserva de avión?

—Tenemos gente en el aeropuerto en estos momentos, buscándolo, aunque por ahora no sabemos nada —respondió Mitch—. Pero como éste es el lugar donde se le ha visto por última vez, nos quedaremos aquí y seguiremos rastreando la zona.

¿Podría Alex estar en casa? La posibilidad le resultaba tan tentadora después de todo lo que le había pasado que se aferró desesperadamente a ella. Volviéndose hacia Patrick, le dijo:

—Estoy lista. Llévame al barco.