Capítulo 1
Trescientos años después
—No se ríe.
—No grita nunca.
—Cuando Grayley apuñaló a Darius por accidente en un muslo con una hoja de seis dientes, nuestro líder ni siquiera pestañeó.
—Yo diría que lo que necesita son unas cuantas horas de deporte de cama, pero no estoy muy seguro de que sepa para qué sirve lo que tiene entre las piernas…
El último comentario fue coreado por unas risas roncas, masculinas.
Darius Kragin entró en el amplio salón. El suelo de madera de ébano relucía en perfecto contraste con las rugosas paredes de marfil, con relieves de dragón. En los ventanales, el viento agitaba las delicadas cortinas de gasa. A través de los techos de cristal se veían las aguas tranquilas que rodeaban la gran ciudad.
Se dirigió hacia la larga mesa rectangular. El aroma de la fruta y de los postres debería haberlo tentado, pero con los años se le habían deteriorado el olfato, el gusto e incluso la visión de los colores. Solamente olía a ceniza, gustaba nada más que el aire y veía en blanco y negro. Él mismo lo había querido así: la existencia le resultaba más fácil. Sólo en muy pocas ocasiones se lamentaba de ello.
Un guerrero lo vio y se apresuró a alertar a los demás. El silencio clavó sus frías garras en la sala. Cada guerrero presente en la misma se concentró en su plato, como si la bandeja de aves asadas se hubiera convertido en pura ambrosía de los dioses. El ambiente jovial y divertido se apagó de repente.
Darius ocupó su asiento a la cabecera de la mesa sin esbozar la menor sonrisa. Sólo después de beber la tercera copa de vino animó a sus hombres a retomar la conversación, si bien prefirieron sabiamente cambiar de tema. Esa vez hablaron de las mujeres que habían disfrutado y de las guerras que habían ganado: historias exageradas, todas ellas. Un guerrero incluso fue tan lejos como para afirmar que había satisfecho a cuatro mujeres a la vez.
Darius había escuchado un millar de veces las mismas historias. Después de tragarse un bocado que no le supo a nada, le preguntó al guerrero que se sentaba a su derecha:
—¿Alguna noticia nueva?
Brand, su lugarteniente, se encogió de hombros con una triste sonrisa.
—Quizá sí. O quizá no —sacudió la cabeza, agitando sus rubias trenzas—. Los vampiros se están comportando de una manera muy extraña. Han abandonado la Ciudad Exterior y se están concentrando aquí, en la Interior.
—Rara vez vienen aquí. ¿Han dado alguna indicación de por qué?
—No puede ser nada bueno para nosotros, sea cual sea su motivo —dijo Madox, interviniendo en la conversación—. Yo digo que matemos a todos aquéllos que se aventuren a acercarse demasiado a nuestro hogar —era el dragón más corpulento y siempre estaba dispuesto al combate. Sentado al otro extremo de la mesa, se inclinó hacia delante—. Somos diez veces más fuertes y más hábiles que ellos.
—Necesitamos exterminar toda su raza —añadió el guerrero que se hallaba sentado a su izquierda. Renard era el compañero que todos los demás habrían querido a su lado en la batalla. Luchaba con una determinación que muy pocos poseían y era leal hasta la muerte. Había estudiado además la anatomía de todas las especies de Atlantis, de manera que sabía exactamente dónde golpear para provocar el mayor daño. Y el mayor dolor.
Años atrás, Renard y su esposa habían sido capturados por un grupo de vampiros. Encadenado a un muro, le habían obligado a ver cómo violaban y desangraban a su mujer hasta la muerte. Cuando escapó, masacró a todos los responsables, pero ni siquiera eso había conseguido aplacar su furor. Era un hombre cambiado, que ya no reía nunca.
Lo que más detestaba Darius era que un grupo de dragones hubiera repetido aquella hazaña, haciendo lo mismo con una reina vampira, que no había sido responsable de la tragedia de Renard. La ofensa había desencadenado un conflicto entre razas.
—Tal vez podamos demandar a Zeus su aniquilación —repuso Brand.
—Hace mucho tiempo que los dioses nos han olvidado —dijo Renard, encogiéndose de hombros—. Además, Zeus es, en muchos aspectos, como Cronos. Podría aceptar, pero… ¿realmente querríamos nosotros que lo hiciera? Todos somos criaturas de los Titanes, incluidos los seres que más aborrecemos. Si Zeus aniquilara una raza… ¿qué le impediría hacer lo mismo con nosotros?
Brand apuró el resto de su vino, con mirada fiera.
—Entonces no le pidamos nada. Golpeemos directamente.
—Ha llegado el momento de que les declaremos la guerra —gruñó Madox, mostrándose de acuerdo.
La palabra «guerra» arrancó más de una sonrisa en la sala.
—Estoy de acuerdo en que los vampiros necesitan ser eliminados. Crean el caos, y solamente por eso deben morir —Darius recorrió con la mirada a todos y cada uno de sus guerreros—. Pero hay un momento para la guerra y un momento para la estrategia. Éste es el momento de la estrategia. Enviaré una patrulla a la Ciudad Interior para descubrir las verdaderas intenciones de los vampiros. Después tomaremos una decisión.
—Pero… —quiso protestar un guerrero.
Darius lo interrumpió con un gesto.
—Nuestros antepasados declararon la última guerra con los vampiros, y aunque ganamos, sufrimos muchas bajas. Numerosas familias quedaron destruidas y la sangre anegó esta tierra. Tendremos paciencia.
Un decepcionado silencio se abatió sobre los presentes. Darius llegó a preguntarse si, más que reflexionar sobre sus palabras, no estarían pensando en rebelarse.
—¿Qué te importa a ti, Darius, que las familias sean destruidas? Un tipo despiadado como tú siempre debería estar dispuesto a utilizar la violencia —el acre comentario provino de Tagart, sentado al otro extremo de la mesa—. ¿No quieres derramar más sangre? ¿Ni siquiera si esa sangre es de vampiros, que no de humanos?
Se alzó un coro de gruñidos que fue creciendo en volumen. Varios guerreros se atrevieron a mirar directamente a Darius, como esperando que lo castigara por haber expresado lo que todos estaban pensando. Tagart se limitó a reír, desafiante.
«¿Realmente me consideran un ser despiadado?», se preguntó Darius. ¿Tan despiadado como para ejecutar a un miembro de su propia raza por algo tan trivial como un insulto de palabra? Era un asesino, sí. Pero no un ser despiadado, sin corazón.
Un ser sin corazón no sentía nada, y él tenía sentimientos. Simplemente sabía controlarlos, enterrarlos en lo más profundo de su alma. Así era como prefería vivir. Los sentimientos demasiado intensos creaban agitación, y la agitación desenterraba recuerdos. Recuerdos terriblemente dolorosos… Agarró el tenedor con fuerza, pero enseguida se obligó a relajarse.
Habría preferido no sentir nada antes que revivir el tormento de su pasado: el mismo tormento que podía muy bien convertirse en presente si dejaba que un solo recuerdo echara sus venenosas raíces…
—Mi familia es Atlantis —dijo al fin, con voz sorprendentemente tranquila—. Haré todo lo necesario para protegerla. Y si eso significa esperar antes que declarar la guerra y enfrentarme por ello con todos y cada uno de mis guerreros, lo haré.
Consciente de que no podía provocar a Darius, Tagart se encogió de hombros y volvió a concentrarse en su plato.
—Tienes razón, amigo mío —sonriendo de oreja a oreja, Brand le palmeó un hombro—. La guerra sólo es divertida cuando uno se alza con la victoria. Aceptamos tu consejo de esperar.
—Tú sigue besándole el trasero —masculló Tagart— y se te gastarán los labios.
Brand dejó de sonreír. El medallón que llevaba al cuello empezó a brillar.
—¿Qué has dicho? —le preguntó sin alzar la voz.
—¿Tienes los oídos tan mal como el resto de tu cuerpo? —Tagart se levantó, apoyando las manos firmemente sobre la mesa—. He dicho que se te gastarán los labios de tanto besarle el trasero.
Con un gruñido, Brand saltó sobre la mesa, derribándolo todo mientras intentaba acometer a Tagart. En el proceso, la piel se le cubrió de escamas de reptil y unas alas incandescentes le brotaron de la espalda, rasgándole la ropa, convirtiéndolo de hombre en animal. Su aliento despedía fuego, llamaradas que lo abrasaban todo a su paso.
Idéntica transformación sufrió Tagart, y las dos bestias rodaron enzarzadas por el suelo de ébano, en una maraña de garras, colmillos y furia.
Los dragones guerreros podían transformarse a voluntad en verdaderos dragones, pero siempre que se dejaran arrastrar por un impulso o una emoción. El propio Darius no había vuelto a experimentar un cambio de ese tipo desde que su familia fue masacrada, tres siglos atrás. En realidad sospechaba que, de alguna manera, había perdido aquella capacidad. Tagart gruñó cuando Brand lo lanzó contra la pared más cercana, quebrando el preciado marfil. Pero se recuperó rápidamente al tiempo que azotaba el rostro de Brand con su cola dentada, dejándole una profunda herida. Sus rugidos de furia resonaban en la sala. Una y otra vez se atacaron y esquivaron; tan pronto se separaban como a continuación volvían a enzarzarse.
Salvo Darius, hasta el último guerrero se levantó excitado, apresurándose a apostar.
—Ocho dracmas de oro por Brand —proclamó Grayley.
—Diez por Tagart —gritó Brittan.
—Veinte a que se matan entre sí —alzó la voz Zaeven.
—Basta ya —pronunció Darius en tono tranquilo, controlado.
Los dos combatientes se separaron como si hubiera gritado la orden, jadeando y desafiándose con la mirada.
—Sentaos —añadió Darius en el mismo tono. Esa vez, en lugar de obedecer, se limitaron a gruñirse. Los demás sí que se sentaron. Aunque habrían preferido seguir disfrutando de la pelea y hacer sus apuestas, Darius era su líder, su rey. Y lo conocían lo suficiente como para no contrariarlo.
—La orden no os excluye a vosotros —se dirigió específicamente a Tagart y Brand—. Sentaos y tranquilizaos de una vez.
Ambos se volvieron para mirarlo. No transcurrieron más de unos segundos hasta que recuperaron su forma humana. Sus alas se plegaron para desaparecer en su espalda, mientras que las escamas volvían a transformarse en piel humana. Levantaron las sillas que habían volcado y se sentaron.
—No quiero discordias en mi palacio.
Brand se limpió la sangre de la mejilla al tiempo que fulminaba a su rival con la mirada. Tagart, por su parte, le enseñó los dientes y soltó un gruñido.
Darius se dio cuenta de que estaban a punto de metamorfosearse de nuevo. Sus dragones estaban repartidos en cuatro escuadrones. Uno patrullaba la Ciudad Exterior, y otro la Interior. El tercero estaba autorizado para vagar libre, satisfacer a las mujeres, embriagarse con vino o dejarse arrastrar por cualquier otro vicio. El último tenía que quedarse allí, entrenándose. Cada mes, los escuadrones rotaban.
Aquellos hombres no llevaban más de dos días allí y ya estaban inquietos. Si no inventaba algo con que distraerlos, podrían acabar matándose los unos a los otros antes de que terminara su turno.
—¿Qué tal un torneo de esgrima?
Indiferentes, algunos de los hombres se encogieron de hombros.
—Otra vez no… —protestaron unos pocos.
—No —dijo Renard, sacudiendo su oscura cabeza—. Tú siempre ganas. Además, no hay trofeo que ganar.
—¿Qué os gustaría hacer, entonces?
—Mujeres —gritó uno de los hombres—. Tráenos mujeres.
Darius frunció el ceño.
—Sabéis que no se permiten mujeres dentro de palacio. Suponen una gran distracción y causan rivalidades entre vosotros. Y no me refiero a la simple escaramuza de hace un momento.
—Tengo una idea —dijo Brand. Una sonrisa asomó lentamente a sus labios—. Permíteme que proponga un nuevo concurso. No de fuerza física, sino de astucia e ingenio.
Todos lo miraron interesados. Incluso Tagart perdió su mirada de ira, expectante.
Un concurso de ingenio parecía algo perfectamente inofensivo. Darius lo animó a continuar.
La sonrisa de Brand se amplió.
—El concurso es muy sencillo. Gana el primero que le haga perder la paciencia a Darius.
—Yo no… —empezó Darius, pero Madox lo interrumpió, entusiasmado:
—¿Y qué obtendrá el ganador?
—La satisfacción de habernos vencido a todos los demás —respondió Brand—. Y una paliza de Darius, eso seguro —se recostó en los cojines de terciopelo de su sillón—. Pero os juro por los dioses que hasta el último moratón habrá merecido la pena.
Ocho pares de ojos miraban a Darius con un desconcertante interés, sopesando opciones. Especulando.
—Yo no… —intentó protestar de nuevo.
—A mí me gusta la idea —lo interrumpió Tagart—. Cuenta conmigo.
—Y conmigo.
—Y conmigo también.
Antes de que algún otro guerrero se atreviera a ignorarlo, Darius pronunció una única palabra. Simple, pero efectiva.
—No —tragó un bocado de pollo y siguió comiendo—. Y ahora, seguid contándome más cosas de los vampiros.
—¿Qué tal si le hacemos sonreír? —Madox se levantó de la mesa—. ¿Eso valdría? También es una expresión de emoción, ¿no?
—Absolutamente —aprobó Brand—. Pero tendrá que haber alguien que sea testigo de la hazaña, o no habrá campeón.
Uno a uno, todos los demás se mostraron de acuerdo.
—No quiero saber nada más de esto —Darius se preguntó cuándo había perdido el control de aquella conversación. Y de sus hombres—. Yo… —de repente se interrumpió.
Una sensación de peligro le había acelerado el pulso. Se le erizó el vello de la nuca. La niebla le advertía de la presencia de un viajero.
Resignado y decidido a la vez, se levantó. Todo el mundo guardó silencio.
—Tengo que irme —anunció en tono seco, vacío—. Ya hablaremos de ese torneo de esgrima cuando vuelva.
Se disponía a abandonar la sala cuando Tagart se levantó también para plantarse delante de él.
—¿Te reclama la niebla? —se había apoyado en el marco de la puerta y le estaba cerrando el paso.
Darius ni se inmutó.
—Apártate.
—Apártame tú.
Alguien se rió por lo bajo, a su espalda. Con o sin su aprobación, el juego que había propuesto Brand parecía haber empezado. Aquello no era propio de sus hombres. Debían de estar bastante más aburridos de lo que había pensado.
Con una actitud de total indiferencia, Darius agarró a Tagart de los hombros, lo levantó como si fuera una pluma y lo arrojó contra la pared opuesta de la sala. Cayó al suelo con un ruido sordo.
—¿Alguien más?
—Yo —respondió Madox sin vacilar—. Yo quiero detenerte. ¿Te enfada eso? ¿Te entran ganas de chillarme, de mandarme al infierno?
Un brillo diabólico asomó a los ojos de Tagart mientras se incorporaba. Cerrando la mano sobre la empuñadura de su espada, se dirigió decidido hacia Darius.
Sin detenerse a analizar la estupidez de aquella acción, acercó la hoja de su espada al cuello de su jefe.
—¿Mostrarías algo de temor si ahora mismo te dijera que pienso matarte? —le espetó, furioso.
—Eso es llevar las cosas demasiado lejos —masculló Brand, integrándose en el grupo.
Un hilillo de sangre corría por el cuello de Darius. El pequeño corte debería haberle dolido, pero no sentía nada, ni la menor sensación. Sólo aquel constante distanciamiento de la realidad más inmediata.
Nadie se dio cuenta de sus intenciones. Tan pronto estaba perfectamente inmóvil, aceptando aparentemente el ataque de Tagart, como al momento siguiente desenvainaba su espada y la acercaba al cuello de su oponente. Tagart abrió mucho los ojos.
—Baja la espada —le ordenó Darius—, o te mato aquí mismo.
Transcurrieron dos segundos hasta que Tagart, con los ojos entrecerrados, se decidió a obedecer.
Darius bajó también su espada. Su expresión era pétrea, inescrutable.
—Terminad de comer, todos, y luego id a la arena a practicar. Os ejercitaréis hasta el agotamiento, hasta que no podáis teneros en pie. Es una orden.
Y abandonó la sala consciente de que no había complacido a sus hombres exhibiendo la reacción que habían esperado de él.
Darius bajó de cuatro en cuatro los escalones de la cueva. Decidido a terminar cuanto antes para seguir comiendo en privado, se quitó la camisa negra y la arrojó a un rincón. El medallón que llevaba, así como los tatuajes del pecho, brillaban como pequeñas llamas a la espera de que renovara una vez más su juramento.
Tranquilo, con la mente perfectamente clara, desenvainó su espada y se colocó a la izquierda de la niebla… esperando.