Capítulo 3
Darius masculló una maldición y bajó la espada sin llegar a tocar a la mujer. Al hacerlo, levantó una delicada brisa que agitó los rizos de su melena. El hecho de que pudiera distinguir claramente su color, una tempestad de tonos rojizos que se derramaba sobre sus hombros, lo sorprendió lo suficiente como para vacilar en destruir a la poseedora de semejante belleza.
Procurando sobreponerse a su sorpresa, blandió nuevamente la espada. Ahuyentó todo pensamiento de compasión, o de tristeza. Sabía lo que tenía que hacer. Golpear. Destruir.
Se lo ordenaba su juramento.
Pero su pelo… Sus ojos seguían deleitándose en la primera pincelada de color que había visto en casi trescientos años. Sentía un cosquilleo en las yemas de los dedos. Sus sentidos anhelaban explorarla. Sus sentidos: él había querido renunciar a ellos, destruirlos. Pero la había mirado, se había acordado de su familia y su determinación se había agrietado. Y esa grieta era todo lo que habían necesitado sus sentidos para activarse de nuevo.
«Mata», le ordenaba su cerebro. «¡Actúa!».
Apretó los dientes. La voz de su mentor reverberó por todo su ser. «Matar viajeros es tu obligación. Tu privilegio».
Había habido ocasiones, como aquélla, en que se había resistido a desempeñar su misión: pero ni una sola vez había vacilado en hacer todo lo necesario. Simplemente había seguido adelante, asesinato tras asesinato, consciente de que no le quedaba otra opción. Hacía mucho tiempo que su personalidad de dragón se había impuesto a la humana. Un resto de conciencia seguía vivo en su interior, sí, pero muy deteriorado por la falta de uso.
¿Entonces por qué estaba dudando ahora, con aquel viajero?
La estudió. Tenía la piel llena de pecas, y manchas de barro en las mejillas. Su nariz era pequeña, recta y delicada, sus pestañas largas y espesas. Vio que abría los ojos lentamente, y de repente se quedó sin aliento.
Sus ojos eran verdes, con un ribete azul. Aquellos colores tan nuevos lo hipnotizaban, lo cautivaban. Despertaban su instinto protector. Peor aún…
Podía sentir cómo, mal que le pesara, el deseo empezaba a desenredarse, a desperezarse en su interior.
Cuando la mujer se dio cuenta de que había bajado la espada, se agachó levemente, empuñando un extraño objeto metálico. Sólo podía asumir que se trataba de una posición de ataque. Estaba asustada, cierto, pero lucharía con todas sus fuerzas con tal de sobrevivir.
¿Podía realmente destruir una valentía semejante?
Sí. Debía hacerlo. Y lo haría.
Y sin embargo, volvió a vacilar. Los rasgos de aquella mujer eran tan bellos, tan inocentes, tan angélicos, que le despertaban una inusitada emoción. ¿Preocupación? ¿Arrepentimiento? ¿Vergüenza?
¿Una mezcla de todos a la vez?
La sensación era tan novedosa que le costaba identificarla. ¿Qué era lo que hacía a aquel viajero tan diferente de los demás, hasta el punto de hacerlo dudar y, que los dioses le perdonaran, incluso despertar su deseo? ¿Quizá el hecho de que parecía una especie de hada? ¿O tal vez que pareciera todo lo que secretamente había deseado y sabía que nunca podría tener?
Recorrió el resto de su cuerpo con la mirada. No era alta, pero tenía un aire majestuoso que daba esa impresión. Estaba sudando y tenía la piel sucia de barro. Su ropa se adaptaba perfectamente a su figura curvilínea, como apropiado homenaje a su belleza.
Nuevas e indeseables sensaciones lo asaltaron. Odiosas sensaciones. No debería sentir nada: debería mostrarse distante. Pero lo sentía. Anhelaba acariciarla toda ella, sumergirse en aquella suavidad, deleitarse en su colorido resplandor. Ansiaba saborear; sí, saborear su cuerpo entero…
—No —pronunció más para sí mismo que para ella—. No.
Debía destruirla.
Ella había roto la Ley de la Niebla.
Años atrás, un guardián había incumplido su deber, había fracasado a la hora de proteger Atlantis, y por ello había causado las muertes de mucha gente: gente que Darius había amado. Por esa razón no podía permitirse dejar viva a aquella especie de hada…
Mientras pensaba todo eso, permanecía en posición de ataque, inmóvil. Su fría y dura lógica batallaba con su salvaje, masculino apetito. Si al menos aquella mujer hubiera desviado la mirada… pero los segundos se convirtieron en minutos y seguía mirándolo, estudiándolo. Quizá incluso admirándolo…
Desesperado por escapar al poder mental que parecía ejercer sobre su persona, le ordenó:
—Baja la mirada, mujer.
Lenta, muy lentamente, sacudió la cabeza.
—Lo siento. No entiendo lo que dices.
Incluso su voz era inocente, suave, melódica: una caricia a sus sentidos. Y eso que ni siquiera tenía la menor idea de lo que había dicho.
—Maldita seas —masculló—. Y maldito sea yo.
Esbozó un gesto de disgusto. Todavía mientras envainaba la espada y cerraba la distancia que los separaba, se ordenó permanecer indiferente. Fue inútil. No había razón para que hiciera lo que estaba a punto de hacer, pero era incapaz de detenerse. Sus acciones ya no estaban controladas por su mente, sino por alguna fuerza que ni lograba entender ni quería analizar.
La mujer perdió el aliento al verlo acercarse.
—¿Qué haces?
La había acorralado contra la pared de roca. La mujer seguía apuntándolo con el objeto metálico. ¿Realmente esperaba protegerse de un guerrero dragón con un objeto tan ridículo? Se lo arrebató con toda facilidad y lo lanzó por encima de su hombro.
La mujer la emprendió entonces a golpes con él, soltando puñetazos y patadas como un demonio.
Darius le sujetó las muñecas y le alzó las manos por encima de la cabeza.
—Quieta —le dijo. Al ver que continuaba resistiéndose, suspiró y esperó a que se cansara. Lo que ocurrió al cabo de unos pocos minutos.
—Irás a la cárcel por esto…
Su cálido aliento acariciándole el pecho, la embriagadora dulzura de su ser tangible le despertó otro recuerdo de su familia que fue incapaz de desterrar de su mente. Se disponía a apartarse de ella cuando su aroma a miedo y a orquídeas lo envolvió. Durante mucho tiempo, no había olido más que a ceniza, de manera que no pudo evitar disfrutar con aquella nueva fragancia. Aspirando profundamente, se apretó contra ella. La necesidad de tocarla, de formar parte de ella, se negaba a abandonarlo.
La sintió estremecerse. ¿De frío? ¿O quizá de un turbulento deseo similar al suyo? Cuando pudo sentir la dureza de sus pezones, y la vio morderse delicadamente el labio inferior, la excitación que había sentido por ella se convirtió en una verdadera tormenta. Una tormenta desesperada, salvaje, casi sobrenatural. Su sangre de dragón afluyó a su miembro como un torrente de lava.
Sus labios se curvaron en una sonrisa de desprecio… de sí mismo. En el instante en que se dio cuenta de que estaba sonriendo, frunció el ceño. ¡Cómo se habrían reído sus hombres de él! Y sin embargo, no le importaba. Nunca había sentido nada tan perfecto, tan maravilloso.
Sus miradas volvieron a encontrarse. «Esta mujer es tu enemigo», se recordó, apretando los dientes. Y se apartó lo suficiente para que su erección permaneciese a una distancia segura.
—La mente está abierta, los oídos escucharán —murmuró—. Mis palabras son tuyas, tus palabras son mías. Ahora hablaré y nos entenderemos. A partir de este momento y durante todo el tiempo —sin dejar de observarla, le preguntó—: ¿Comprendes ahora mis palabras?
—Sí… sí… —pronunció con los ojos muy abiertos. Su boca se abrió y cerró varias veces antes de que llegara a decir algo—. ¿Cómo…?
—Te he lanzado un conjuro de comprensión.
—¿Un conjuro? No, no. Eso no es posible —sacudió la cabeza—. Yo hablo tres idiomas, y me costó mucho aprenderlos… ¿Qué es lo que me has hecho?
—Ya te lo he explicado.
—No me digas la verdad, entonces —soltó una carcajada, más de desesperación que de humor—. Pero nada de esto importa. Mañana por la mañana me despertaré y descubriré que todo esto no ha sido más que una pesadilla.
«No», pronunció Darius para sus adentros, detestándose a sí mismo. Al día siguiente, aquella mujer no se despertaría.
—No deberías haber venido aquí, mujer. ¿Es que no aprecias tu vida?
—¿Me estás amenazando? —forcejeó de nuevo—. Suéltame.
—Deja de luchar. Con ello sólo conseguirás apretar aún más tu cuerpo contra el mío —vio que se quedaba perfectamente inmóvil—. ¿Quién eres?
—Soy ciudadana de los Estados Unidos y conozco mis derechos. No puedes retenerme contra mi voluntad.
—Puedo hacer lo que quiera.
Se quedó pálida, porque no tenía ninguna duda de la veracidad de sus palabras. «Retrasar su muerte será una crueldad», le gritaba su cerebro. «Cierra los ojos y golpea».
Una vez más, su cuerpo y su mente actuaban como si fueran entidades separadas. Se sorprendió a sí mismo soltando a la mujer y retrocediendo un paso. Ella se apartó de él como si fuera un vampiro sediento de sangre o un repugnante formoriano.
Darius procuró concentrarse en su destrucción, evitando la mirada de sus ojos del color del mar, pensando en todo lo que no fuera su tenaz, admirable espíritu. Tenía la camisa desgarrada y abierta por el medio, descubriendo a medias dos perfectos senos cubiertos por una tela de encaje rosa pálido. Como resultado, volvió a experimentar otro chispazo de deseo.
Hasta que su mirada se posó en los dos pares de ojos de rubí que colgaban en el valle que se abría entre sus senos. Se quedó sin aliento mientras examinaba el adorno. No podía ser… Pero lo era.
Un hosco ceño nubló sus rasgos. Cerró los puños con fuerza. ¿Cómo era posible que un amuleto tan sagrado hubiera ido a parar a las manos de aquella mujer? Los dioses recompensaban a cada guerrero dragón con un Ra-Dracus, Fuego de Dragón, y cada guerrero conservaba siempre el suyo, solamente lo perdía con la muerte. Los símbolos que podía distinguir en aquel amuleto le resultaban familiares, pero no podía recordar exactamente a quién pertenecían…
A esa mujer desde luego que no, eso era seguro. Ella no era un dragón, ni tampoco una hija de Atlantis.
Su ceño se profundizó. Irónicamente, el juramento que le había ordenado matarla lo obligaba también a mantenerla viva hasta que le explicara cómo y por qué tenía aquel medallón. Intentó quitárselo, pero ella le apartó bruscamente la mano.
—¿Qué… qué estás haciendo?
—Dame el medallón.
Pero ella no se acobardó ante su tono. Ni se apresuró a obedecer. En lugar de ello, le sostuvo la mirada con valentía. O con estupidez.
—No te acerques —le advirtió.
—Llevas los símbolos del dragón. Y tú, mujer, no eres ningún dragón. Dame el medallón.
—Lo único que pienso darte es una patada en el trasero, maldito ladrón. Aléjate de mí.
Se la quedó mirando fijamente. Estaba a la defensiva y tenía miedo. No era una buena combinación si quería obtener respuestas.
—Me llaman Darius —suspiró—. ¿Alivia eso tu temor?
—No —como desmintiendo sus palabras, se relajó visiblemente—. Mi hermano me regaló este medallón. Tengo que devolvérselo.
Darius se pasó una mano por la cara.
—¿Cómo te llamas?
—Grace Carlyle —contestó, reacia.
—¿Dónde está tu hermano, Grace Carlyle? Quiero hablar con él.
—No sé dónde se encuentra.
Y no le gustaba no saberlo, se dio cuenta Darius, leyendo la preocupación en sus ojos.
—No importa. El medallón tampoco le pertenece a él. Pertenece a un dragón, y yo se lo devolveré.
La mujer se lo quedó mirando durante un rato, hasta que finalmente esbozó una sonrisa temblorosa.
—Tienes razón. Quédatelo. Sólo necesitaré un momento para quitármelo —alzó los brazos como si fuera a hacer lo que le había dicho: quitarse el medallón. Pero al momento siguiente se lanzó como una flecha hacia la entrada de la niebla.
Darius estiró un brazo y la atrapó.
—¿Osas desafiarme? —le preguntó, perplejo. Como líder del palacio, estaba acostumbrado a que todo el mundo obedeciera sus órdenes. Hasta ahora.
Que aquella mujer se le resistiera era algo sorprendente, lo cual aumentaba de alguna manera su atractivo. Ella no era una guerrera y no tenía defensa alguna contra él.
—¡Suéltame!
—Luchar es inútil. Sólo conseguirás retrasar lo que es preciso hacer.
—¿Y qué es preciso hacer? —en lugar de tranquilizarse, intentó propinarle un codazo en el estómago.
Darius la inmovilizó apretándola contra su pecho.
—¡Quédate quieta! —gritó. De repente parpadeó varias veces, asombrado. ¿Había gritado? Sí, había alzado la voz.
La mujer se quedó quieta. Estaba jadeando. Y, en medio del creciente silencio, Darius empezó a escuchar el latido de su corazón, un ritmo acelerado que reverberaba en sus oídos. Sus miradas parecieron anudarse.
—Por favor —pronunció ella al fin, y Darius no estuvo seguro de si le estaba pidiendo que la soltase o que la abrazara con mayor fuerza.
Usó su mano libre para acariciarle el cuello, antes de apartarle delicadamente la melena. El calor de su cuerpo lo tentaba, y luchó contra el impulso de explorarlo a fondo, desde sus redondeados senos hasta la deliciosa curva de su vientre. Desde sus piernas largas y bien torneadas hasta la caliente humedad de su sexo…
Podía fácilmente imaginársela desnuda en su cama, con los brazos abiertos, esperándolo… Sonreiría lenta, seductoramente, y él se colocaría encima, acariciaría con la lengua cada rincón de su cuerpo, disfrutaría de ella como nunca había disfrutado con nadie, o ella disfrutaría de él… y al final ambos caerían rendidos, saciados.
Aquella fantasía hacía que su deseo se mezclara, se enredara con la ternura. Pero eso no podía ser. El deseo podía tolerarlo; la ternura no.
Durante años había intentado reprimir sus necesidades físicas, pero había descubierto que era imposible. Así que de cuando en cuando se permitía yacer con alguna mujer, a la que poseía rápidamente para luego desentenderse de ella. No las besaba, ni saboreaba. Simplemente las poseía con distancia, en acoplamientos sin complicaciones que no tardaba en olvidar.
En aquel momento necesitaba conservar aquella misma distancia, para lo cual tenía que ignorar el atractivo de Grace. Con esa decisión firmemente arraigada en la mente, se apresuró a soltarle la cadena del medallón.
—Devuélvemelo. ¡Es mío!
—No. Es mío —replicó con expresión ominosa. Sin dejar de mirarla, se puso el medallón, que colgó encima de su otro Ra-Dracus—. Tengo muchas preguntas que hacerte, y espero que las respondas todas. Si me dices una sola mentira, te arrepentirás. ¿Está claro?
La mujer no contestó. Se limitó a soltar un tembloroso suspiro.
—¿Entendido? —insistió.
Esa vez asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos.
—Entonces empezaremos. Dijiste que tenías que devolverle el medallón a tu hermano. ¿Por qué? ¿Qué piensa hacer con él?
—Yo… no lo sé.
¿Le estaba mintiendo? La expresión angelical de sus rasgos sugería lo contrario. Miró sus labios llenos: eran labios hechos para el placer de un hombre. Se pasó una mano por la cara. Sin que pudiera evitarlo, se había imaginado aquellos labios recorriendo arriba y abajo su falo, con su roja melena derramada sobre sus muslos…
—¿Dónde lo encontró?
—No lo sé.
—¿Cuándo fue a parar a tus manos?
—Hace poco más de una semana.
—¿Sabes lo que es? ¿Conoces su poder?
—No tiene ningún poder —repuso ella, frunciendo el ceño—. No es más que un medallón. Una pieza de bisutería.
Se la quedó mirando fijamente, escrutador.
—Entonces… ¿cómo es que encontraste la niebla?
—No lo sé. Yo estaba caminando por esta maldita jungla. Tenía calor, estaba cansada y hambrienta. Descubrí un manantial, tropecé con la cueva y me arrastré dentro.
—¿Entró alguien en la cueva contigo?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí, maldita sea, estoy segura. Estaba completamente sola.
—Si me has mentido…
—Te he dicho la verdad.
¿Lo había hecho? Sinceramente, no lo sabía. Sólo sabía que quería creer en cada una de sus palabras. Estaba demasiado cautivado por su belleza, por su fragancia. Debería matarla allí mismo, pero no podía. Aún no.
«Soy un estúpido», pensó mientras la alzaba en vilo y se la cargaba aun hombro. La mujer empezó a patear inmediatamente y a clavarle las uñas en la espalda.
—¡Bájame, canalla troglodita! —sus gritos resonaban en sus oídos—. He respondido a tus preguntas. Tienes que dejarme marchar…
—Quizá una corta estancia en mi cámara haga que tus respuestas sean más ricas en detalles. Estoy seguro de que puedes hacerlo mejor.
Subió las escaleras de la cueva y entró en el palacio. La mujer continuaba forcejando y dando patadas. Tuvo buen cuidado de evitar a sus hombres mientras la llevaba a su cámara. Una vez dentro, la tumbó sobre la enorme cama y le ató las muñecas y los tobillos a los postes. Verla así, tumbada frente a él, le provocó otra dolorosa punzada de deseo. Se excitó insoportablemente.
Dios, no podía seguir allí con ella, no cuando parecía tan… apetecible. Así que dio media vuelta y desapareció en el pasillo. La puerta se cerró a su espalda.
Más tarde o más temprano, aquella mujer tendría que morir… por su mano.