Capítulo 6
Grace permanecía de pie en la blanca arena de aquella especie de coliseo romano. Sólo el techo distorsionaba esa imagen, compuesto por la misma bóveda de cristal que abarcaba el resto del… ¿edificio? ¿Castillo?
La arena tenía la extensión de un campo de fútbol. El aire olía a sudor y a suciedad, cortesía de los seis hombres que combatían a espada. Sus gritos y gruñidos se mezclaban con el estrépito del metal. Todavía no la habían descubierto.
Con el corazón latiéndole desbocado, se giró en redondo decidida a regresar por donde había venido. Fue entonces cuando distinguió a otro guerrero que entraba por el mismo pasillo para volver a desaparecer por un pasillo lateral. ¿La habría visto? No lo sabía. Sólo sabía que la salida más cercana estaba bloqueada.
—Cálmate —susurró. Esperaría unos minutos. Seguro que para entonces el pasillo volvería a despejarse. Hasta entonces no tendría ningún problema en seguir donde estaba, sin que la viera nadie. Era fácil. Sencillo.
—¿Quién te ha enseñado a luchar, Kendrick? —exclamó un guerrero. Era el más alto de todos, de anchas espaldas y músculos poderosos. Llevaba el pelo rubio recogido en una larga coleta que le azotó el rostro en el instante en que lanzaba a su contrincante al suelo—. ¿Tu hermana?
El tal Kendrick se levantó de un salto, blandiendo su espada. Llevaba el mismo pantalón y la misma camiseta de cuero negro que los demás. Parecía el más joven de todos.
—En todo caso sería la tuya —gruñó—. Después de acostarme con ella, claro.
Grace contempló estupefacta las escamas verdes que, por un momento, aparecieron en el rostro del gigante rubio. Desaparecieron con la misma rapidez con que habían surgido.
El hombretón envainó entonces su espada y le indicó que se acercara.
—Si hubiera tenido una hermana, te habría matado aquí mismo. Como no es así, me conformaré con darte una paliza.
Pero otro hombre se interpuso entre los combatientes. Tenía el pelo castaño y una expresión triste, amargada, en los ojos. No iba armado.
—Basta ya. Somos amigos, no enemigos.
—Cállate, Renard —un joven apenas mayor que Kendrick intervino en la discusión y le acercó al pecho la punta de su espada. Tenía un llamativo tatuaje en la cara, con la figura de un dragón—. Ya va siendo hora de que tú y los demás luciferes os convenzáis de que no sois infalibles.
Renard entrecerró sus ojos dorados.
—Aparta la espada, polluelo, si no quieres pasarlo mal.
El polluelo palideció visiblemente e hizo lo que se le ordenaba.
Grace retrocedió unos centímetros. «Respira», se ordenó. «Sigue respirando». Iban a matarse entre ellos. Era una buena noticia: de esa manera no podrían evitar que escapara…
—Un movimiento muy inteligente por tu parte —comentó otro guerrero, de pelo rubio rojizo, muy guapo. Un brillo de diversión asomó a sus rasgos mientras sacaba lustre a su hacha doble—. Renard ha matado a otros hombres por mucho menos. Supongo que le servirá saber dónde tiene que golpear exactamente para herir o provocar una muerte rápida o lenta.
Al oír esas palabras, un frío sudor empezó a perlar la frente de Grace. Consiguió retroceder unos centímetros más.
—Sólo está intentando asustarte —intervino otro joven—. No le hagas caso.
—Espero que os matéis mutuamente —quien soltó esa acalorada frase era un guerrero de pelo negro—. Los dioses saben que estoy harto de escuchar vuestros lloriqueos.
—¿Lloriqueos? —inquirió alguien—. ¿Y lo dices tú, Tagart?
Kendrick escogió aquel momento para lanzarse contra el gigantón rubio. Con un gruñido, los dos hombres cayeron al suelo en un remolino de puños. Todos los demás decidieron incorporarse a la pelea, uno a uno.
Resultaba extraño, pero Grace tuvo la impresión de que sonreían. Todos.
Lanzó una rápida mirada al pasillo. Estaba vacío. El alivio amenazaba con ahogarla. Sin despegar los ojos de los combatientes, fue retrocediendo un centímetro más… y otro… y otro…
Hasta que chocó de espaldas con la mesa llena de espadas y hachas. Las diferentes armas cayeron al suelo con un gran estrépito. Luego se hizo un silencio.
Los seis hombres se volvieron para mirarla. En cuestión de unos segundos, sus expresiones registraron asombro, estupefacción, felicidad y… deseo. Grace perdió el aliento mientras se apresuraba a refugiarse detrás de la mesa. Intentó levantar una espada, pero pesaba demasiado.
Fue entonces cuando sintió un sólido muro a su espalda. Un muro vivo.
—Te gusta jugar con espadas, ¿eh?
Unas fuertes manos masculinas la agarraron de la cintura… y no eran las de Darius. La piel de aquel hombre era más oscura, sus manos eran más finas. Por no hablar de que no le provocaban en absoluto la misma reacción que las de Darius. En vez de excitación, lo que sentía en aquel momento era un puro terror.
—Quítame las manos de encima —le ordenó en tono tranquilo: ella misma se sorprendió y se felicitó por ello—. O te arrepentirás.
—¿Me arrepentiré o me gustará?
—¿Qué tienes ahí, Brand? —le preguntó uno de los guerreros.
—Dame un momento para averiguarlo —respondió su captor. Tenía la boca muy cerca de su oreja, y su voz ronca se convirtió en un sugerente rumor—: ¿Qué estás haciendo tú aquí, por cierto? Ya sabes que las mujeres tienen prohibida la entrada en palacio, y no digamos en la arena de entrenamiento.
—Yo… yo… Darius…
—¿Darius te ha enviado?
—Sí —respondió, rezando para que esa respuesta lo intimidara lo suficiente como para que se decidiera a liberarla—. Él me envió.
—Vaya, así que ha seguido mi consejo, después de todo —se rió—. Con tal de que dejemos de fastidiarlo, nos ha enviado a una meretriz. No me lo había esperado, la verdad. Y además con tanta rapidez…
La mente de Grace solamente registró una parte de la frase. ¿Una meretriz? ¡Una prostituta! Se estremeció de terror.
—¿Ya te estás excitando? —se rió el hombretón—. Yo también.
Aplicando la misma técnica que había usado con Darius, pisó un pie de su captor con todas sus fuerzas, en el empeine, y a continuación le clavó un codazo en el estómago. El tipo soltó un gruñido de dolor y la soltó. Acto seguido, se giró y le propinó un puñetazo en la barbilla.
Viéndose libre, intentó escapar. Pero para entonces los demás guerreros ya la habían rodeado. Tuvo la sensación de que el corazón dejaba de latirle.
Uno de los guerreros señaló a Brand:
—Se ve que no le gustas —y soltó una carcajada.
—Ya verás tú si le gusto o no…
Grace estaba temblando de terror. Brand, el tipo que la había agarrado, se frotó la mandíbula y le sonrió con expresión genuinamente divertida.
—¿Has traído a más amigas? No creo que me guste compartirte con los otros.
Mientras hablaba, los «otros» empezaron a cerrar el círculo. Grace se sintió de pronto como un filete de buey en una barbacoa de muertos de hambre. Literalmente. Para que el festín fuera completo, sólo les faltaba un tenedor, un cuchillo y un frasco de ketchup.
—Yo la quiero primero —dijo el guerrero más corpulento.
—No puedes. Me debes un favor, y me lo quiero cobrar ahora. Es mía. Ya la tendrás cuando yo haya acabado.
—Callaos la boca los dos —dijo el más guapo de todos, el que había estado abrillantando su hacha—. Tengo la sensación de que me querrá a mí primero. A las mujeres les gusta mucho mi cara…
—No, no y no… —exclamó Grace—. Nadie me tendrá. ¡Yo no soy una prostituta!
El hombre del tatuaje en la cara sonrió, malicioso.
—¿Ah, no?
No había dado resultado: continuaban acercándose. Tenía que pensar en algo…
—¡Pertenezco a Darius! —dijo lo primero que se le ocurrió.
Esa vez sí que se detuvieron.
—¿Qué has dicho? —inquirió Brand, ceñudo.
Grace tragó saliva. Quizá lo de presentarse como amante de Darius no había sido una idea tan buena, después de todo… Tal vez tuviera una esposa, un pensamiento que le provocó una inexplicable punzada de celos. Y si esos tipos eran los hermanos de su mujer…
—Yo, eh… he dicho que pertenezco a Darius.
—Eso es imposible —el ceño de Brand se profundizó mientras la taladraba con la mirada, examinándola detenidamente—. Nuestro rey jamás tomaría por esposa a una mujer como tú.
¿Rey? ¿Una mujer como ella? ¿La consideraban lo suficientemente buena como para que les diera placer como prostituta, pero no para que perteneciera a su bienamado líder? Aquello la ofendió.
Su reacción no podía ser más irracional; era consciente de ello. La culpa la tenían sus emociones: ese día había recorrido toda la gama posible y había perdido completamente el control. Siempre había sido una persona muy emocional, pero por lo general controlaba sus impulsos.
—¿Está casado? —preguntó.
—No.
—Pues entonces creo que le convendría una mujer como yo. De hecho, ahora mismo me está esperando. Será mejor que vaya con él. Ya sabéis lo mucho que se enfada cuando alguien llega tarde —y soltó una nerviosa carcajada.
Brand no la dejó pasar. Continuaba estudiándola con enervante intensidad. Grace se preguntó qué estaría pensando.
De repente vio que sonreía, una sonrisa que iluminó todo su rostro. Era muy guapo, pero no era Darius.
—Creo que nos está diciendo la verdad, chicos. Fijaos en la marca que tiene en el cuello.
Grace se llevó rápidamente una mano al cuello. Le ardían las mejillas. ¿Le habría dejado Darius un chupetón? Al principio se quedó consternada de sorpresa, pero luego experimentó una inesperada, indeseada y ridícula oleada de placer. Nunca nadie le había hecho un chupetón.
«¿Qué diablos me pasa?», se preguntó. Poniéndose en movimiento, pasó por delante de Brand y de los demás, que la dejaron marchar sin problemas.
Echó a correr por el pasillo, esperando que la siguieran. Pero no oyó pasos a su espalda, y una rápida mirada sobre su hombro le confirmó que estaba sola. Cuando llegó a la zona de baños, continuó por el corredor que se abría a la izquierda. Una brisa húmeda y salada le azotó el rostro. Rezó para que esa vez hubiera tomado la decisión acertada.
No fue así.
Al final del pasillo se encontró en un inmenso comedor. Darius estaba allí, sentado ante una enorme mesa, contemplando pensativo la galería de ventanales del fondo de la sala. Un denso aire de tristeza parecía envolverlo. Parecía tan perdido y tan solo…
Debió de percibir su presencia, porque de repente alzó la mirada: en sus ojos se dibujó primero una expresión de sorpresa… y luego de ira.
—Grace.
—Quédate donde estás.
Soltó un gruñido y se levantó bruscamente, como una pantera lista para atacar. Y, como una pantera, saltó por encima de la mesa, hacia ella. Grace miró a su alrededor, aterrada. Justo a su lado había una mesa pequeña, llena de toda clase de objetos de aspecto frágil y delicado Sin pensárselo dos veces, los barrió con la mano: jarras y vasos fueron a estrellarse contra el suelo. Saltaron cristales en todas direcciones.
Quizá eso lo entretuviera, o quizá no. En cualquier caso, giró sobre sus talones y salió disparada.
Corriendo como una posesa, dobló una esquina y se lanzó hacia el final del pasillo. No tenía que volver la mirada para saber que Darius se estaba acercando. Sus pasos resonaban en sus oídos.
Al final del corredor, descubrió una escalera de caracol que descendía. Aceleró el paso. ¿Cómo de cerca estaría de la victoria… o de la derrota?
—Vuelve, Grace —gritó Darius—. Te perseguiré. No descansaré hasta encontrarte.
—Estoy harta de tus amenazas… —gruñó sin detenerse.
—Te prometo que no te amenazaré más.
—Demasiado tarde —bajaba las escaleras cada vez más rápido.
—No lo entiendes.
Cuando llegó al último escalón, descubrió la entrada de una cueva. Allí, justo delante de ella, la niebla se arremolinaba y enroscaba sobre sí misma, llamándola, reclamándola. «Estoy a punto de regresar a casa», le gritó su cerebro.
—¡Grace!
Miró hacia atrás por última vez y se internó en la niebla.
Al instante todo empezó a girar a su alrededor y perdió pie. Empezó a sentir náuseas, aturdida. Giró y rodó una y otra vez, con tanta fuerza que perdió el medallón del dragón…
—¡Noooo…!
Intentó alcanzarlo, pero no pudo. Al momento siguiente, se olvidó del medallón. Estaba rodeada de estrellas que la deslumbraban, hasta el punto de que tuvo que cerrar los ojos. No dejaba de agitar brazos y piernas: esa vez se asustó aún más que antes. ¿Y si terminaba arribando a un lugar todavía más aterrador que el último? ¿Y si no llegaba a ningún sitio y se quedaba para siempre en aquel misterioso pozo de vacío, de no existencia?
Fuertes gritos atronaban sus oídos, pero uno parecía elevarse más alto que los demás: una profunda voz masculina que no cesaba de pronunciar su nombre…