Capítulo 19
Luces de neón brillaban en los edificios cercanos. Grace aspiró profundamente antes de mirar a derecha e izquierda. «Estoy a punto de cometer un delito. Voy a allanar una propiedad privada», pensó. Con los labios apretados, dominó un estremecimiento. Nunca lo admitiría en voz alta, pero acechando tras su nerviosismo sentía correr por sus venas una maravillosa corriente de adrenalina.
Darius y ella estaban en la puerta del suntuoso edificio de apartamentos de Jason. Pegándose al muro de piedra, lanzó otra mirada a su derecha. Desafortunadamente, Darius no podía teletransportarlos dentro. Para eso tenía que visualizar primero una habitación, y nunca había estado en la casa de Jason. Se preguntó, sin embargo, cómo planeaba entrar sin que los descubrieran.
—¿Y si desactivamos las alarmas? —le preguntó en voz baja.
—No.
—Los vigilantes tienen cámaras en cada pasillo, quizá incluso en cada habitación.
—No importa. Pronunciaré un conjuro para que nos proteja antes de que pongamos un pie dentro. ¿Lista?
Con un nudo en la garganta, Grace asintió.
—Agárrate a mí. Fuerte.
Tras una breve vacilación, Grace le echó los brazos al cuello y se apretó contra su pecho.
—Podemos meternos en serios problemas por esto —le dijo—. No sé por qué te lo sugerí, yo…
Oyó el sonido de una tela al rasgarse una fracción de segundo antes de que la camiseta de Darius, o más bien sus jirones, cayera al suelo. Sus largas y anchas alas se desplegaron en toda su majestuosidad. De repente perdió pie: el suelo se alejaba.
—¿Qué pasa? —preguntó, aunque sabía la respuesta—. Darius, esto es…
—No te asustes. Lo único que tienes que hacer es agarrarte con fuerza a mí.
—No estoy asustada —se rió, nerviosa—. Estoy eufórica. Estamos volando con el Darius Expreso…
Se movían rápida, sigilosamente, ganando cada vez mayor altura.
Darius soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza.
—Esperaba que tuvieras miedo. ¿Es que nunca dejarás de sorprenderme, mi dulce Grace?
—Espero que no —miró hacia abajo, maravillada ante la vista de los coches y de la gente como puntos diminutos.
La luna parecía cada vez más grande, más cercana, hasta que tuvo la sensación de que se perdían en su resplandor. Darius recitó algo entre susurros: una extraña reverberación que empezó como un ligero temblor, pero que creció hasta hacer vibrar el edificio entero. Sin embargo, nadie pareció notarlo.
El temblor cesó.
—Ya estamos seguros —le informó.
Accedieron directamente a la terraza de Jason. Darius la posó firmemente en el suelo al tiempo que plegaba sus alas. Al hacerlo soltó un gruñido, y Grace se volvió para mirarlo preocupada. Estaba pálido. Vio que desviaba la mirada, suspirando.
—Te sientes débil otra vez. Quizá deberías volver a casa y…
—Estoy bien —la irritación, ¿con ella o consigo mismo?, se advertía en su tono.
—Démonos prisa, entonces.
Unas cortinas de gasa blanca colgaban sobre la puerta de la terraza. Grace las apartó y agarró el picaporte. Estaba cerrada.
Darius la hizo entonces a un lado, se plantó ante la puerta y escupió un chorro de fuego. La madera se chamuscó y los cristales cayeron al suelo en pedazos.
—Gracias —fue la primera en entrar, agitando una mano para ventilar el humo—. Esto está muy oscuro…
—Ya se te acostumbrarán los ojos.
Era cierto. De repente fue capaz de distinguir los objetos que aparecían ante ella: una tumbona, una mesa baja de cristal…
—¿Qué pasa con los sensores de movimiento y las cámaras de seguridad? —preguntó—. ¿Estamos protegidos al cien por cien?
—Sí. El conjuro los ha desactivado.
Ya más relajada, paseó por el salón, acariciando con las yemas de los dedos las pinturas y las… joyas, sí, joyas, que colgaban en las paredes.
—Cuánta riqueza. Y nada de esto le pertenece a Jason. Es casi como si estuviéramos en Atlantis.
Darius se quedó en el umbral, contemplando airado todos aquellos despojos del saqueo de Atlantis.
—Sé que eres descendiente de dioses —le dijo ella con la intención de distraerlo de su furia—, pero técnicamente no eres un dios. ¿De dónde procede entonces tu magia?
—De mi padre —respondió, algo más tranquilo, y entró en la casa—. Practicaba las antiguas artes.
La imagen de los cuerpos sin vida de sus padres volvió a relampaguear en la mente de Grace, tan nítida como cuando le lanzó el hechizo que la encadenó a él. Y volvió a sentir una punzada de compasión por el niño que había sido, el niño que había sido testigo de la muerte de su familia. No podía ni imaginarse lo mucho que debía de haber sufrido… y que seguía sufriendo.
—Lo siento. Siento… lo de tu familia.
Darius se volvió para mirarla.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque los vi. En tu mente. Cuando lanzaste el conjuro que me encadenó a ti.
Darius irguió los hombros. La sorpresa brilló por un instante en sus ojos.
—Eran toda mi vida.
—Lo sé.
—Quizá un día te hable de ellos…
—Me encantaría.
Asintió, tenso.
—Bueno, ahora mismo lo que tenemos que hacer es buscar cualquier información que Jason pueda tener de Atlantis y de tu hermano.
—Yo buscaré en la biblioteca el Libro de Ra-Dracus —miró a su alrededor—. Estoy segura de que fue él quien se lo robó a mi hermano.
—Yo registraré el resto de la casa.
Se separaron. Los suelos eran de caoba encerada, y la decoración parecía copiada de una antigua casa medieval. En el piso superior, Grace no tardó en encontrar el estudio. Había montones de libros apilados en cada esquina, muchos de ellos de aspecto antiguo. Hojeando algunos, encontró referencias de dragones, conjuros de magia y vampiros, pero ninguno era el Libro de Ra-Dracus. Un gran escritorio de madera de castaño dominaba la habitación, con un globo terráqueo que parecía hecho de… ¿qué? Algún tipo de piedra preciosa, quizá. Era violeta, como la amatista, pero a la vez parecía de cristal. Lo examinó de cerca. En el centro, se veía una cascada que rodeaba una especie de isla: Atlantis.
Registró los papeles que había sobre el escritorio. Al no encontrar nada interesante, tomó un abrecartas y forzó las cerraduras de los cajones. En el inferior descubrió fotos que la dejaron sorprendida a la vez que asqueada. Eran imágenes de guerreros dragones y humanos cubiertos por una espuma blanca, sangrando por múltiples heridas de bala. En algunas reconoció a Alex y a Teira: los dos estaban tendidos en una celda tapizada de joyas. En otras aparecían altas y pálidas criaturas, de fantasmales ojos azules, devorando los cuerpos de los dragones vencidos. Y los humanos estaban a un lado observándolo todo, con expresiones mezcladas de miedo, asco y entusiasmo.
¿Por qué habría tomado Jason fotos de sus crímenes? ¿Cómo simple recuerdo? ¿Para demostrar la existencia de Atlantis? ¿O acaso querría escribir un libro con el título Cómo me gusta matar? Frunció el ceño.
Evocó la imagen de su hermano que le había proporcionado el medallón de Darius. La habitación de la foto no coincidía: ésta era diferente, estaba radicada en Atlantis. Las paredes tapizadas de joyas eran muy parecidas a las que ella misma había visto en el palacio de Darius.
Cuando su marido volviera a su casa, Grace lo acompañaría. Su decisión se había fortalecido aún más.
Quizá Darius debió de percibir su agitación interior, porque de repente apareció detrás de ella.
—¿Qué estás…? —muy lentamente, le quitó las fotos de las manos—. Son Javar y sus hombres… y éstos son vampiros.
Vampiros. Grace se estremeció.
—Lo siento…
Lo miró a los ojos: los tenía entrecerrados, pero podía distinguir bien las pupilas de color azul hielo.
—¿Qué más has encontrado? —dejó las fotos a un lado con un gesto perfectamente tranquilo.
—Nada. ¿Y tú?
—Más despojos de Atlantis. Jason Graves se merece mucho más que morir. Se merece sufrir.
Otro estremecimiento la recorrió, porque sabía que Darius haría todo cuanto estuviera en su poder para vengarse de Jason.
Y ella planeaba ayudarlo.
A Grace le entraban ganas de darse de cabezazos contra la pared.
Hacía unas pocas horas que Darius y ella habían vuelto a casa, y todavía seguía tenso, rígido. Se negaba a hablar.
Detestaba la inmensa tristeza que parecía irradiar. Allí estaba, sentado en el sofá, con los ojos cerrados. Sin saber qué hacer, se le acercó.
—Quiero enseñarte algo.
Darius abrió los ojos, reacio.
—Por favor…
Ni una palabra salió de sus labios, pero al menos se levantó. Grace lo tomó de la mano y lo llevó al cuarto de baño. No le explicó sus acciones: simplemente se desnudó, y luego lo desnudó a él. Sabía que necesitaba amor… y ella iba a dárselo. Todo el amor del mundo.
Después de abrir los grifos del agua caliente, se metió en la bañera y obligó a Darius a acompañarla. Seguía sin hablar. El agua caía en cascada sobre sus cuerpos desnudos. Grace empezó a enjabonarle el pecho.
—Voy a contarte un chiste de dragones.
Darius frunció el ceño. Pero ella no se desanimó.
—¿Qué dijo el dragón cuando vio a un caballero de brillante armadura acercándose a él? «¡Oh, no! Otra vez carne en lata…».
Lenta, muy lentamente, sus labios se curvaron en una sonrisa.
«Lo conseguí», pensó Grace con una punzada de orgullo. «Le he hecho sonreír». La sonrisa se fue ampliando hasta iluminar toda la cara. El color de sus ojos se oscureció, adquiriendo aquella tonalidad castaño dorada que tanto amaba.
—Cuéntame otro —le pidió, delineándole un pómulo con la punta de un dedo.
Estuvo a punto de arrodillarse de puro alivio sólo de escuchar su voz ronca y vibrante. Sonriendo de felicidad, se colocó detrás y se dedicó a enjabonarle la espalda.
—Es un poco largo.
—Mejor todavía —volviéndose hacia ella, empezó a mordisquearle delicadamente el lóbulo de una oreja.
—Érase una vez un dragón que estaba obsesionado con los senos de una reina… —murmuró, casi sin aliento—. El dragón sabía que el castigo por tocarla era la muerte, pero aun así reveló su secreto deseo al médico del rey. El médico le aseguró que podía arreglarlo todo de manera que viera complacido su deseo, pero que eso le costaría mil monedas de oro —le enjabonó las tetillas y luego los brazos—. Aunque no tenía el dinero, el dragón aceptó sin vacilar.
—Grace… —gimió Darius, con su erección empujando contra su vientre.
Grace disimuló una sonrisa, consciente del poder que ejercía sobre aquel hombre tan fuerte.
—Al día siguiente, el médico elaboró unos polvos picantes y espolvoreó con ellos el sujetador de la reina, aprovechando que se estaba bañando. Nada más vestirse, la reina se puso a estornudar sin cesar. El médico fue convocado a los aposentos reales e informó al rey y a la reina que únicamente una saliva especial, aplicada durante varias horas, podría calmar aquel tipo de picor. Y que sólo un dragón poseía aquella saliva tan peculiar… —se interrumpió, jadeando.
—Continúa —la abrazaba con tanta fuerza que casi le cortaba la respiración. Le ardía la piel, aún más caliente que el agua que caía sobre ellos.
—¿Seguro?
—Continúa.
—Bueno, el rey convocó al dragón. Mientras tanto el médico le dio al dragón un antídoto contra el poder irritante de los polvos, que se metió en la boca y durante las siguientes horas… el dragón lamió apasionadamente los senos de la reina. Así que por fin… —continuó mientras le enjabonaba las nalgas— el picor de la reina desapareció y el dragón quedó satisfecho y convertido en héroe.
—A mí eso no me parece un chiste…
—Espera un poco… Cuando el médico demandó sus honorarios, el ya satisfecho dragón se negó a pagarle las monedas de oro: sabía bien que el médico nunca le revelaría al rey lo que había ocurrido. De modo que, al día siguiente, el médico espolvoreó con una dosis doble la ropa interior del rey. Y el rey inmediatamente llamó al dragón.
Darius echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Grace nunca había oído un sonido tan precioso, porque sabía lo rara que era para él cualquier diversión. Esperaba y confiaba que experimentara esa misma gozosa alegría cada día que estuvieran juntos…
Cuando dejó de reír, un brillo sensual asomaba a sus ojos.
—Me intriga sobre todo el detalle del festín de los senos… —susurró, frotándole la nariz con la «ya.
—A mí también. ¿Sabes? Tengo un picor aquí…
—Permíteme ayudarte… —se apoderó de sus labios en un lento y delicioso beso.
Su sabor, su calor, su virilidad nunca cesaban de cautivarla. Deseosa, desesperada, le echó los brazos al cuello.
Darius trazó con las palmas de las manos un resbaladizo sendero todo a lo largo de su espalda.
—Voy a poseerte otra vez.
—Sí, sí.
—Dime que me deseas.
—Te deseo.
—Dime que me necesitas.
—Tanto que moriría sin ti.
—Dime que me amas.
—Te amo. Bésame… Y no te detengas nunca…
Hizo algo más que besarla. La mordisqueó y lamió con exquisita delicadeza. Invadió sus sentidos de tal forma que llegó un momento en que lo único que pudo ver, sentir o saborear era él.
De repente se detuvo.
—Ayúdame a olvidar el pasado —le susurró con voz quebrada.
Grace deslizó una mano por su musculoso abdomen. Cuando cerró los dedos sobre su dura erección, lo oyó suspirar. No se detuvo allí mucho tiempo: sólo una caricia hacia arriba y hacia abajo. Luego lo soltó, juguetona, tentándolo insoportablemente antes de apoderarse del pesado saco de sus testículos.
Mientras seguía acariciándolo, se concentró en lamerle las tetillas.
Darius, a su vez, hundió los dedos en su melena, y a continuación le masajeó el cuello… y los senos. La vista de sus manos fuertes y morenas contrastando con su piel blanca se reveló como la imagen más erótica que había visto en toda su vida. Una vez más, cerró los dedos en torno a su falo. Estaba tan caliente y tan duro… Se concentró en acariciárselo con movimientos rápidos, arriba y abajo.
Ansiaba con tanta desesperación llenar sus días de felicidad, hacerle «olvidar» su dolor, como él mismo había dicho… No, no olvidar, sino curar. Haría lo que fuera necesario para darle la paz que tanto ansiaba.
—¿Cuál es tu mayor fantasía? —murmuró contra >u cuello. Le mordió, lo suficiente para dejarle marca—. Quizá yo pueda hacerla realidad…
—Tú eres mi fantasía, Grace —la tomó de la barbilla para obligarla a alzar la mirada—. Sólo tú.
—Yo tengo una —susurró—. ¿Quieres oírla?
Deslizando las manos por su espalda, la agarró de las nalgas para atraerla con mayor fuerza hacia si.
—Cuéntamela.
—Me gusta leer libros sobre grandes y fuertes guerreros que aman tan fieramente como luchan. Siempre he querido tener uno para mí sola.
—Ahora ya lo tienes.
—Oh, sí.
El agua caliente seguía resbalando sobre sus cuerpos mientras se frotaba contra él, acariciándole el pecho con los pezones, dejando que la gruesa cabeza de su pene se acoplara entre sus piernas.
—La fantasía consiste en que mi bravo guerrero me levanta en vilo y me penetra bajo la ducha.
Dicho y hecho: Darius la alzó, la apoyó contra la pared de azulejos y entró profundamente en ella. El vapor envolvía sus cuerpos. Grace estaba maravillada; aquello era más excitante que escalar una montaña o hacer puenting…
Percutía con sus caderas, mientras ella lo abrazaba. La mordió en el cuello, arrancándole un estremecimiento. Empujó con mayor fuerza. Ella jadeó su nombre. Gimió su nombre.
—Grace —gruñó—. Eres mía.
Y lo fue. Completamente.
Grace dormía plácidamente en sus brazos.
Aquella mujer poseía una gran fortaleza interior, un corazón generoso y una profunda capacidad de amor. Su risa lo curaba. De hecho, lo había curado.
Tendido en la cama, bañado por la luz de la luna, se sentía débil y saciado a la vez. Recuerdos durante largo tiempo olvidados surgieron a la superficie, retazos de su pasado, piezas que había creído enterradas para siempre. No luchó contra ellos. Cerró los ojos y vio a su madre sonriendo con una sonrisa tan dulce y hermosa como las aguas cristalinas que envolvían la ciudad. Sus ojos dorados brillaban de alegría.
Lo había sorprendido con la espada de su padre, blandiendo el arma en una teatral y aparatosa finta, intentando imitarlo.
—Un día —le dijo con su melodiosa voz—, tu fuerza será superior a la de tu padre —le pidió la espada y la dejó apoyada contra la pared más cercana—. Lucharás a su lado y protegerás a los demás de todo mal.
Pero ese día nunca llegó.
Vio a su padre, fuerte, orgulloso y leal, subiendo la ladera que llevaba a su casa. Acababa de batallar con los formorianos, se había lavado la sangre, pero en su ropa todavía quedaban algunos restos. De repente sonrió y abrió los brazos. Un Darius de siete años corría gozoso a su encuentro.
—Solamente llevo fuera tres semanas, y mira cómo has crecido —le dijo su padre, abrazándolo con fuerza—. Dioses, te he echado de menos.
—Yo también —intentaba contener las lágrimas.
—Vamos, hijo —a su fuerte y valeroso padre también le brillaban los ojos—. Vayamos a saludar a tu madre y a tus hermanas.
Entraron juntos en la pequeña casa. Sus hermanas bailaban en torno a un fuego, riendo y cantando, haciendo ondear sus largas melenas. Las tres eran prácticamente idénticas, con sus mejillas regordetas y una conmovedora expresión de inocencia.
—Darius —nada más verlo, corrieron hacia él. Compartían un vínculo especial que el propio Darius no sabía explicar. Siempre había estado allí, y nunca desaparecería.
Las abrazó con fuerza, aspirando su dulce aroma.
—Padre ha vuelto. Saludadlo.
Sus rostros se encendieron de alegría mientras se lanzaban a los brazos del guerrero.
—Mis preciosas polluelas… —dijo, riendo entre lágrimas.
Su madre escuchó los gritos de alegría y entró apresurada en la cámara. Pasaron el resto del día juntos, la familia al completo.
Qué felices habían sido.
En aquel momento, una solitaria lágrima resbaló por la mejilla de Darius.
Sintonizada como estaba con él, Grace se despertó.
—¿Darius? —lo miró preocupada—. No pasa nada. Sea lo que sea, todo se arreglará.
Siguió otra lágrima, y otra. No podía evitarlo, y tampoco quería.
—Los echo tanto de menos —pronunció con voz quebrada—. Eran toda mi vida.
Grace comprendió inmediatamente.
—Háblame de ellos. Háblame de los viejos tiempos.
—Mis hermanas eran como la luz del sol, la luna y las estrellas —sus imágenes volvieron a asaltar su mente, y esa vez estuvo a punto de sollozar de dolor. Y sin embargo… el dolor no se comportó como el agente destructor que tanto había temido: fue solamente un recordatorio de que vivía y amaba—. Cada noche encendían un pequeño fuego y bailaban alrededor de las llamas. Estaban muy orgullosas de su habilidad y soñaban con encender un día la mayor fogata que había visto Atlantis.
—¿No tenían miedo de quemarse?
—Los dragones toleramos esas altas temperaturas. Nos dan fuerza. Ojalá hubieras podido verlas.
—¿Cómo se llamaban? —le preguntó en tono suave.
—Katha, Kandace y Kallia —con un gruñido animal, descargó un puñetazo en el colchón—. ¿Por qué tuvieron que morir? Los viajeros torturaron y asesinaron a mis hermanas…
Grace apoyó la cabeza sobre su pecho. Sabía que no había nada que pudiera decir o hacer para aliviar su angustia, así que se contentó con abrazarlo con mayor fuerza.
Darius se frotó los ojos, que le escocían.
—No se merecían una muerte así. No se merecían sufrir tanto.
—Lo sé, lo sé.
Darius hundió el rostro en su cuello y lloró.
Al fin estaba haciendo el duelo.