Prólogo
Atlantis
—¿La sientes, chico? ¿Sientes cómo se acerca la niebla?
Darius Kragin cerró los ojos con fuerza, con las palabras de su mentor resonando en su cerebro. ¿Qué si sentía la niebla? Por todos los dioses, claro que sí. Aunque sólo tenía ocho estaciones de edad, la sentía. Podía sentir cómo el vello se le erizaba de frío, la nauseabunda oleada de ácido en la garganta conforme la niebla empezaba a envolverlo. Incluso sentía correr por sus venas una esencia engañosamente dulce que no era la suya.
Luchando contra el impulso de salir de la cueva y volver al palacio, tensó los músculos y apretó los puños.
«Tengo que quedarme. Tengo que hacerlo».
Lentamente, se obligó a abrir los ojos. Al encontrarse con la mirada de Javar, soltó el aliento que había estado conteniendo. La fantasmal neblina velaba la figura de su mentor, con la sombría pared de la cueva a su espalda.
—Esto es lo que sentirás cada vez que la niebla te llame, porque esto querrá decir que un viajero anda cerca —dijo Javar—. Nunca te alejes demasiado de este lugar. Vivirás arriba, con los demás, pero siempre deberás volver aquí cuando se te llame.
—No me gusta estar aquí —le tembló la voz—. El frío me debilita.
—A otros dragones les debilita el frío, pero a ti no. Ya no. La niebla pasará a formar parte de ti, el frío será tu compañero más querido. Y ahora escucha —le ordenó en tono suave—. Escucha con atención.
Al principio, Darius no oyó nada. Pero luego empezó a registrar un silbido bajo, que iba haciéndose cada vez más agudo: un sonido que reverberaba en sus oídos como los gemidos de un muerto. «No es más que el viento», intentó decirse. De repente se levantó una brisa, cada vez más fuerte. Su olfato reconoció el olor de la desesperación, de la destrucción y la soledad, acercándose por momentos mientras se preparaba para el impacto…
Pero no hubo ningún impacto: lo que sintió fue más bien una caricia. El medallón de pedrería que llevaba al cuello empezó a zumbar como si estuviera vivo, encendiendo al rojo vivo el dibujo del dragón que se había tatuado apenas esa misma mañana.
Su tutor contuvo el aliento con gesto reverente y abrió los brazos.
—Por esto vivirás, chico: éste será tu destino. Por esto matarás.
—Yo no quiero que mi destino sea privar de la vida a los demás —replicó Darius.
Javar se tensó: una furia feroz ardía en las profundidades de sus ojos azules como el hielo, tan distintos de los de Darius o de los de cualquier otro dragón. Excepto Javar, todos los dragones tenían los ojos dorados.
—Tú estás destinado a ser un Guardián de la Niebla, un rey de guerreros. Deberías sentirte agradecido de que te haya escogido de entre los demás para esta tarea.
Darius tragó saliva. ¿Agradecido? Sí, debería haberse sentido agradecido. Pero, en lugar de ello, se sentía extrañamente… perdido. Solo. Tan solo y tan inseguro… ¿Qué era lo que realmente quería? ¿Era ésa la vida que buscaba para sí? Dejó vagar la mirada. Unas pocas sillas rotas estaban desperdigadas por el suelo. Las paredes eran negras, desnudas. No había calor alguno, sino una fría y torva realidad y la persistente sombra de la desesperanza. Convertirse en Guardián significaba encadenar su existencia, su misma alma a aquella caverna.
Entrecerrando los ojos, Javar cerró la distancia que los separaba: el taconeo de sus botas parecía armonizar con el goteo del agua que caía del techo de la cueva. Frunciendo los labios, lo agarró de los hombros con fuerza.
—Tus padres fueron masacrados. Tus hermanas fueron violadas y degolladas. Si el último de los Guardianes hubiera cumplido con su deber, tu familia aún estaría viva.
El dolor fue tan intenso que Darius a punto estuvo de arrancarse los ojos para no ver las odiosas imágenes que lo acosaban. Su madre yaciendo en el río bermellón de su propia sangre. Los profundos tajos en la espalda de su padre. Sus tres hermanas… Le tembló la barbilla, y parpadeó varias veces para contener las lágrimas. No lloraría. Ni ahora ni nunca.
Apenas unos días atrás, había regresado de una cacería para encontrarse con toda su familia asesinada. No había llorado en aquel entonces. Ni había derramado una sola lágrima cuando los invasores que acabaron con su familia fueron masacrados en venganza. Llorar significaba demostrar debilidad. Cuadró los hombros y alzó la barbilla.
—Eso es —dijo Javar, observándolo con un brillo de orgullo en los ojos—. Niega tus lágrimas y guárdate tu dolor. Úsalo contra aquellos que pretenden entrar en tu tierra. Mátalos con él.
—Quiero hacer todo lo que me dices —desvió la mirada—, pero…
—Matar viajeros es tu obligación —lo interrumpió Javar—. Tu privilegio.
—¿Y qué pasa con las mujeres y niños inocentes que pueden perecer accidentalmente? —el pensamiento de destruir una pureza semejante, como la de sus hermanas, le hacía aborrecer el monstruo en que quería convertirlo Javar… aunque no lo suficiente como para que se opusiera a su destino. Por proteger a sus amigos, haría lo que fuera. Nadie más le quedaba en el mundo—. ¿Podré respetar sus vidas?
—No podrás.
—¿Qué daño pueden hacer unos niños a nuestra gente?
—Se llevarán consigo el secreto de la niebla, incluso serán capaces de guiar a un ejército hasta aquí —sacudió la cabeza—. ¿Lo comprendes ahora? ¿Comprendes lo que debes hacer y por qué debes hacerlo?
—Sí —respondió en voz baja. Bajó la mirada al arroyo de aguas azulencas que corría bajo sus botas lenta, serenamente. Ojalá hubiera podido sentir esa misma serenidad en su interior—. Lo comprendo.
—Eres demasiado blando, chico —con un suspiro, Javar lo soltó—. Si no levantas barreras más sólidas en tu interior, tus sentimientos acarrearán tu muerte y la de todos los que te rodean.
Darius se tragó el nudo que le subía por la garganta.
—Entonces ayúdame, Javar. Ayúdame a desembarazarme de mis sentimientos para que pueda hacer todo lo que se me pide.
—Como te dije antes, sólo tienes que enterrar ese dolor dentro de ti, en alguna parte donde nadie más pueda alcanzarlo… ni siquiera tú mismo.
Parecía tan fácil… Y sin embargo, ¿cómo podía alguien enterrar un dolor tan terrible, unos recuerdos tan devastadores? ¿Cómo se podía luchar contra tan terrible agonía? Haría lo que fuera con tal de encontrar la paz.
—¿Cómo? —preguntó a su mentor.
—Tú mismo descubrirás la respuesta. Y antes de lo que te piensas.
La magia y el poder empezaron a agitarse a su alrededor, ondulando, reclamando su liberación. El aire se expandió y coaguló, dejando detrás un denso olor a oscuridad y a peligro. Un chorro de energía rebotó contra las paredes como un rayo hasta que estalló en un colorido abanico de chispas.
Darius se quedó paralizado mientras el horror, el miedo y la expectación se abrían camino en su interior.
—Un viajero entrará pronto —anunció Javar, tenso.
Con dedos temblorosos, Darius se llevó una mano a la empuñadura de su espada.
—Nada más salir, siempre experimentan una pequeña desorientación. Deberás aprovecharte de ella para acabar con ellos en ese preciso momento.
¿Podría hacerlo?
—No estoy preparado. No puedo…
—Puedes y lo harás —lo interrumpió Javar en tono helado—. Hay dos portales: el que tú tienes que custodiar aquí y el que yo vigilo al otro extremo de la ciudad. No te estoy pidiendo que hagas nada que no puedas hacer y que no haya hecho yo mismo.
En aquel preciso instante, un hombre alto apareció entre la niebla. Tenía los ojos cerrados, la cara pálida, la ropa desarreglada; el pelo salpicado de gris, y la piel bronceada surcada de arrugas. Tenía el aspecto de un profesor universitario. No parecía un guerrero, ni un malvado.
Todavía temblando, Darius desenfundó su espada. Casi se dobló sobre sí mismo bajo la fuerza de sus sentimientos encontrados. Una parte de su alma quería huir, rechazar aquella tarea, pero se obligó a quedarse donde estaba. Fueran quienes fueran, los viajeros eran sus enemigos. Fuera cual fuera su apariencia.
—Hazlo, Darius —gruñó Javar—. Hazlo ya.
El viajero abrió los ojos. Sus miradas se encontraron: los ojos dorados del dragón contra los verdes del humano. La resolución contra el miedo. La vida contra la muerte.
Darius alzó la hoja, se detuvo sólo por un instante… y golpeó. La sangre le salpicó el pecho desnudo y los brazos como una lluvia ponzoñosa. Un gemido escapó de los labios del hombre antes de caer lentamente al suelo, inerte.
Durante varios agonizantes segundos, Darius se quedó consternado por lo que acababa de hacer. «¿Qué he hecho?», se preguntaba, desesperado. Soltó la espada y oyó el distante sonido que hizo el metal al golpear contra el suelo, como si viniera de muy lejos.
Inclinándose hacia delante, vomitó.
Sorprendentemente, mientras vaciaba su estómago, perdió la sensación de dolor. Perdió su arrepentimiento y su tristeza. Un muro de hielo pareció cerrarle el pecho y lo poco que quedaba de su alma. Acogió con gusto aquella sensación de aturdimiento, de embrutecimiento, hasta que sintió solamente un extraño vacío. Todos sus sufrimientos habían desaparecido.
«He cumplido con mi deber», se dijo.
—Estoy orgulloso de ti, chico —Javar le dio una cariñosa palmadita en un hombro, en una de sus raras muestras de afecto—. ¿Estás preparado para juramentarte como Guardián?
—Sí. Estoy preparado —afirmó, decidido.
—Adelante entonces.
Sin vacilar, clavó una rodilla en tierra.
—En este lugar moraré, destruyendo a todos aquéllos que penetren en la niebla. A esta misión consagraré mi vida y mi muerte —mientras hablaba, una intrincada serie de símbolos rojos y negros se dibujó sobre su pecho, de un hombro a otro, como una marca a fuego—. Mi existencia no tendrá otro propósito. Yo soy el Guardián de la Niebla.
Javar se lo quedó mirando fijamente durante un buen rato. Luego asintió con gesto satisfecho:
—Tus ojos han cambiado de color, y ahora tienen el de la niebla. La niebla y tú formáis ya un solo ser. Muy bien, chico. Muy bien.