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Capítulo 4

Sola en la habitación, Grace forcejeó con sus ligaduras hasta que logró liberar las muñecas. Luego se desató los tobillos y se sentó en la cama. Alex la había atado muchas veces cuando eran niños, así que liberarse siempre le había parecido un juego divertido. Además, su captor no había apretado bien los nudos, como si no hubiera querido hacerle daño.

Soltó un tembloroso suspiro mientras paseaba la mirada por el espacioso interior, deteniéndose en cada detalle. Aparte de la suntuosa cama en la que estaba sentada, el único mobiliario era un aparador de marfil. Y los colores: eran tantos los colores que brillaban en las paredes, como fragmentos irisados de ónice… Había también una chimenea de mármol, vacía. La única salida era una puerta sin picaporte.

«¿Dónde diablos estoy?», se preguntó, presa del pánico. El miedo y la adrenalina corrían furiosamente por su sangre. Un hombre que podía permitirse ese tipo de lujos, seguro que podía pagarse un sistema de seguridad inexpugnable. Mientras cerraba los puños sobre la colcha de terciopelo azul zafiro, otro pensamiento acudió a su mente. Ese hombre bien podría permitirse también el lujo de torturar a una mujer inocente sin consecuencias…

Levantándose, intentó sobreponerse a su miedo. «Todo saldrá bien», se dijo. Sólo necesitaba encontrar una manera de salir de allí. Antes de que él volviera. Corrió hacia la doble puerta. La empujó, pero las pesadas hojas de marfil no cedían. Era de esperar.

¿Qué iba a hacer ahora?

No había ventanas por las que poder escapar. Y el techo… miró hacia arriba y se quedó sin aliento. El techo estaba formado por diversas capas de cristal, verdadera fuente de luz de la habitación. Una fina juntura central corría de un extremo a otro, permitiendo una vista espectacular de un líquido color turquesa que se agitaba sin cesar. Peces y otras criaturas del mar, sospechosamente parecidas a sirenas, se deslizaban plácidamente por el agua…

«Estoy bajo el agua. Bajo el agua». Golpeó la puerta con los puños.

—¡Sácame de aquí, maldito seas!

No recibió respuesta alguna.

—Esto es ilegal. Si no me sacas de aquí, te encarcelarán. Te juro que te encarcelarán. Irás a prisión, ya lo verás… ¡Déjame salir!

No recibió respuesta. Al final, agotada, apoyó la mejilla en la fría puerta. «¿Dónde estoy?», se preguntó una vez más.

De repente recordó algo… algo que había leído. En un libro, una revista o… ¡el diario de Alex! Le dio un vuelco el estómago y cerró los ojos con fuerza. En su diario, su hermano había descrito un portal que comunicaba la tierra con Atlantis, un portal rodeado de niebla. Su boca formó una «o» perfecta cuando recordó las palabras del texto, encajándolas como las piezas de un puzzle. Atlantis no era el hogar de una raza extraordinaria de humanos, sino de horribles criaturas de pesadilla, un lugar donde los dioses habían escondido a sus más nefandos engendros.

Le flaquearon las rodillas. Volviéndose, apoyada contra la puerta, se deslizó hasta quedar sentada en el frío y duro suelo. Era cierto. Había viajado a través de la niebla. Estaba en Atlantis. Con horribles criaturas que incluso inspiraban temor a los dioses.

«Por favor, que esto sea un sueño», rezó, «un sueño del que me despierte en cualquier momento».

Si algún dios llegó a oírla, no le hizo el menor caso.

«Espera», pensó, sacudiendo la cabeza. Ella no creía en los antiguos dioses griegos. «Tengo que salir de aquí». Había querido correr peligros y aventuras, sí, pero no eso. Nunca eso. De camino a Brasil, había imaginado lo maravilloso que habría sido ayudar a Alex, lo satisfecha y realizada que se habría sentido si hubiera podido demostrar o invalidar un mito como el de Atlantis.

Bueno, pues ella había demostrado la existencia de Atlantis. Y no se sentía en absoluto realizada.

—Atlantis —susurró con voz quebrada, mirando la cama. La colcha parecía tejida con cuentas de cristal, y ya sabía, porque lo había comprobado, lo suave y fina que era. Estaba en Atlantis, hogar de minotauros, formorianos y vampiros, y tantas otras criaturas que su hermano no había sido capaz de identificar.

De repente, le dio otro vuelco el estómago. ¿Qué clase de criatura sería su captor? Intentó recordar. Los minotauros eran medio toros, medio humanos. Aquel ser no se había comportado como un toro con ella, no le había parecido que poseyera las características de tal. Los formorianos eran criaturas de un solo pie. ¿Podría ser un hombre lobo o un vampiro? Tampoco.

Con sus tatuajes de dragón, más bien parecía un… bueno, un dragón. ¿Pero los dragones no tenían escamas, cola y alas? Quizá sólo fuera un humano. O quizá un sátiro, una criatura extraordinariamente sexual, potente y viril. Eso explicaría al menos la reacción que había provocado en ella…

—Darius… —pronunció, saboreando su nombre.

Se estremeció dos veces, una de miedo y otra de algo que no quería ni nombrar, conforme su imagen asaltaba su mente. Era un hombre contradictorio. Con sus tormentosos ojos azul hielo, su tono exigente y sus músculos de la solidez de la roca, era el símbolo de la dureza y la frialdad, alguien incapaz de ofrecer calor. Y sin embargo, cuando la tocó, ella se había derretido por dentro, como si por sus venas corriera lava en vez de sangre.

Aquel hombre apestaba a peligro, a guerrero sin moral y sin reglas. Como los fascinantes guerreros sobre los que había leído en las novelas de amor. Pero aquello no era ninguna novela. Aquel hombre era real. Primario, salvaje. Absolutamente masculino. Cuando hablaba, en su voz resonaba un oscuro poder que evocaba tempestades de medianoche en lugares exóticos y extraños. Nunca, en sus veinticuatro años de existencia, ningún hombre le había despertado jamás una reacción tan sensual, tan poderosa. Que lo hubiera hecho alguien que la había amenazado de muerte, y además varias veces, la confundía. Incluso había intentado cortarla en dos con aquella monstruosa espada suya…

«Pero no ha llegado a herirte», le susurró su mente. «Ni una sola vez». Sus caricias habían sido suaves, tiernas… casi reverentes. Incluso le había parecido leer en su mirada la súplica de que lo acariciara a su vez…

La voz de su madre resonó en su cerebro: «necesitas ir al psicólogo, jovencita, si es que encuentras atractivo a ese hombre. «Tatuajes, espadas… por no hablar de su comportamiento de troglodita cuando te cargó al hombro».

Esa vez fue el turno de la voz de su tía Sophie: «Gracie, cariño, no hagas caso a tu madre. Hace años que no ha estado con ningún hombre. Deberías darle una oportunidad. ¿No tendrá por casualidad ese Darius algún hermano mayor que esté soltero?».

—Efectivamente, necesito ir a un psicólogo —masculló. Sus parientes parecían haberse asentado de manera permanente en su cerebro, dispuestos a darle consejos.

De repente la invadió una oleada de nostalgia, la más intensa que había experimentado desde su primer campamento de verano, cuando era una niña. Su madre podía ser una persona estricta y rigurosa, pero la quería y la echaba de menos. Su tía también la quería, y en ese momento la habría abrazado con fuerza, con todo su cariño.

Se abrazó, intentando combatir aquel vacío. ¿Dónde se había metido Darius? ¿Cuándo regresaría?

¿Qué planeaba hacer con ella? Sospechaba que nada bueno.

El aire allí era más caliente que en la cueva, pero el frío se le había metido en el cuerpo y empezó a temblar. Paseó la mirada por las rugosas paredes que terminaban en el techo de cristal. Escalarlas podría reportarle algunas magulladuras en las manos, un precio que estaría dispuesta a pagar si con ello conseguía encontrar alguna manera de abrir el techo y nadar luego hacia la superficie.

Se levantó. Sobre el aparador había una bandeja de fruta con una gran botella de vino. Suspirando, se acercó. Se le hizo la boca agua cuanto tomó una manzana. Sin pensárselo dos veces, devoró la deliciosa fruta. Y luego otra. Y otra. Entre bocado y bocado, bebió el vino tinto directamente de la botella.

Para cuando se acercó a la pared, se sentía más fuerte, más controlada. Se aferró a dos salientes y tomó impulso. Poco a poco fue escalando. Una vez había subido el Pulgar del Diablo en Alaska: no era un recuerdo muy agradable, ya que se le había helado el trasero, pero al menos había aprendido a escalar. Pensó con nostalgia en el arnés que había utilizado en aquella cumbre.

Por fin consiguió acceder al techo: para entonces le dolían las palmas y los dedos. Usando toda su fuerza, empujó e intentó abrir la juntura de cristal.

—Vamos —decía en voz alta—. Ábrete, por favor…

Pero aquella maldita cosa continuaba firmemente cerrada. Al borde de las lágrimas, volvió a bajar. Apartándose la melena de la cara, sopesó todas sus opciones, que no eran muchas. Podía aceptar pasivamente lo que Darius le tuviera reservado… o podía luchar contra él.

No tuvo que pensárselo mucho.

—Lucharé —pronunció en tono resuelto.

Tenía que conseguir llegar a casa, tenía que encontrar y alertar a su hermano sobre los peligros de la niebla… si no era ya demasiado tarde. Una imagen de Alex asaltó su mente, yaciendo inmóvil en un ataúd…

Apretó los labios, negándose a considerar por un instante aquella posibilidad. Alex estaba vivo y a salvo. Tenía que estarlo. ¿Cómo si no le habría enviado el diario y el medallón? En el otro mundo no vendían sellos…

Paseó nuevamente la mirada por la habitación, esa vez buscando un arma. No había leños en la chimenea. Lo único que podía utilizar era la bandeja de la fruta, pero dudaba que pudiera hacer mucho daño a Darius con ella…

Experimentó una punzada de decepción. ¿Qué diablos podría hacer para escapar? ¿Fabricar una cuerda con las sábanas? Podría ponerla delante de la puerta, bien tensa, para hacerle tropezar cuando entrara. No era tan mala idea… Corrió a la cama y se apresuró a sacar las sábanas de lino.

A pesar de lo mucho que le dolían las manos, colocó y tensó la improvisada cuerda, a baja altura, delante de la puerta. Darius parecía invencible, pero podía tropezar como todo el mundo. Incluso los mitos decían que todas las criaturas, dioses y mortales, podían despistarse y cometer errores.

Aunque vivía actualmente en Nueva York, Grace se había criado en una pequeña población de California del Sur, un lugar conocido por su amabilidad y hospitalidad para con los extranjeros. Le habían enseñado a no herir ni hacer daño de manera deliberada a otro ser humano. Y sin embargo, no pudo reprimir una lenta sonrisa de expectación mientras contemplaba su trampa.

Darius estaba a punto de dar un traspié. Literalmente.

 

 

Darius entró en el comedor. Se detuvo solamente un momento en la puerta cuando se dio cuenta de que ya no veía colores: volvía a verlo todo en blanco y negro. Suspiró profundamente, decepcionado.

Pero cuando tomó conciencia de que no olía nada, se quedó paralizado de asombro: incluso su recién descubierto sentido del olfato le había abandonado.

Hasta ese momento, no había sido consciente de lo mucho que había echado de menos aquellas cosas.

La culpable había sido Grace, por supuesto. En su presencia, sus defensas se habían desmoronado y sus sentidos habían vuelto a la vida. Ahora que se había alejado de ella, todo volvía a ser como antes. ¿Qué clase de poder poseería aquella mujer para poder controlar de esa manera sus percepciones? Un músculo latió en su mandíbula.

Afortunadamente, sus hombres no habían esperado a que volviera. Ya se habían ido a entrenar a la arena, tal y como les había ordenado.

Frunciendo los labios, se acercó a la inmensa hilera de ventanales del fondo de la sala. Desde allí, en lo alto del palacio, podía disfrutar de una espectacular vista de la ciudad que se extendía debajo. La Ciudad Interior, donde las criaturas de Atlantis podían relajarse y disfrutar.

Multitudes de sirenas, centauros, cíclopes, grifos y dragones mujeres recorrían calles y tiendas. Varias ninfas retozaban en una cascada submarina cercana. Qué felices parecían, qué despreocupados…

Ojalá él hubiera podido disfrutar de aquella paz… Con un gruñido, se apartó del cristal y se acercó a la mesa. Se dejó caer en el asiento de la cabecera con tanta fuerza que crujió la madera maciza. Tenía que controlarse antes de que volviera a ver a aquella mujer… Grace. Demasiados sentimientos se agitaban en su interior: deseo, ternura, ira.

Procuró combatir el deseo y la ternura. Pero ambos sentimientos se resistían a desaparecer, tenaces. La belleza de aquella mujer podía debilitar al más fuerte de sus guerreros.

Por todos los dioses: si él había experimentado todas aquellas sensaciones simplemente sujetándole las muñecas, o mirándola a los ojos… ¿qué habría sentido si, por ejemplo, le hubiera acariciado los senos? ¿O si le hubiera separado los muslos para hundirse en ella? Su atormentado gemido se convirtió en un rugido que resonó en la bóveda de cristal. Si hubiera tenido a aquella mujer desnuda y a su disposición… habría podido perecer víctima de aquella sobrecarga de emociones.

Casi se echó a reír. Él, un sanguinario guerrero sin corazón que no había sentido nada durante los últimos tres siglos, estaba sufriendo por una simple mujer. Si no hubiera olido su dulzura, aquella sutil fragancia a sol y a flores… Si no hubiera acariciado su piel tersa…

«Lucha, combate ese encantamiento… ¿Dónde está tu famosa disciplina?», se preguntó. Descolgó una camisa de las varias que colgaban de la pared y se la puso, cubriéndose los dos medallones que llevaba. Fue entonces cuando, en un súbito acceso de lucidez, reconoció los símbolos del medallón que le había quitado a Grace: pertenecía a Javar, su antiguo mentor.

Frunció el ceño. ¿Cómo había podido perder Javar tan preciado tesoro? ¿Poseería el hermano de Grace algún extraño poder que le había permitido penetrar en la niebla, luchar contra Javar y arrebatarle el medallón? Claro que no, porque en ese caso, Javar habría acudido a Darius en busca de ayuda. Eso si acaso seguía vivo aún…

Hacía solamente un mes que Darius se había comunicado con su antiguo mentor a través de un mensajero. Todo le había parecido perfectamente normal en aquel entonces. Pero él sabía mejor que nadie que toda una vida podía cambiar en un instante.

—Tienes que hacer algo, Darius —gruñó Brand, que entró de repente en la sala metamorfoseado en dragón. Tuvo que plegar las alas para poder pasar por la puerta. Las filas de sus colmillos eran como una cinta luminosa que contrastaba con sus oscuras escamas.

Darius lanzó a su amigo una hosca mirada, procurando desterrar toda emoción de sus rasgos. No quería que ninguno de sus compañeros descubriera lo mucho que le estaba costando mantener el control. Le harían preguntas, preguntas que no deseaba responder. Y para las que, sinceramente, no tenía respuestas.

—No pienso hablar contigo mientras no te tranquilices —cruzó los brazos sobre su amplio pecho y esperó.

Brand soltó un profundo suspiro y, muy lentamente, recuperó su forma humana. Las escamas revelaron un pecho bronceado y rasgos viriles. Sus colmillos parecieron encogerse. El corte de la mejilla ya había curado, gracias al poder regenerador de la sangre de dragón.

Viendo aquello, Darius se tocó la cicatriz que le cruzaba una mejilla. Se la había hecho un rey fauno años atrás, durante una batalla, y todavía no entendía por qué le había dejado aquella marca.

—Tienes que hacer algo —repitió Brand, ya más calmadamente—. Hemos estado a punto de matarnos el uno al otro.

Darius había conocido a Brand poco después de que se mudara al palacio, cuando ambos eran todavía muy jóvenes. Sus respectivas familias habían sido aniquiladas durante una incursión de los humanos. Desde el principio, habían compartido un vínculo especial.

—La culpa la tiene ese estúpido juego tuyo —masculló Darius, frunciendo levemente el ceño.

Brand se sonrió.

—¿Otra vez te estás enfadando? Creo adivinar que ahora mismo te gustaría que te sirvieran mi cabeza en bandeja…

Obligándose a permanecer indiferente, Darius agarró una silla y se sentó al revés, a horcajadas.

—¿Cuál es la razón de tu transformación esta vez?

—El aburrimiento y la monotonía —fue la seca respuesta de su amigo—. Empezamos una primera ronda de torneos, pero no podíamos dejar de luchar. Ambos estábamos como locos.

—Te lo mereces después del escándalo que montaste.

—Vaya, vaya, Darius —sonrió de nuevo—. Deberías estarme agradecido…

Darius frunció el ceño. Otra vez su amigo había logrado sacarlo de su inmutabilidad.

—No me digas que estoy a punto de ganar el concurso. No cuando no hay nadie aquí que pueda dar fe de mi victoria.

El ceño de Darius se profundizó.

—Aparte del juego, ¿en qué puedo ayudaros para combatir vuestro aburrimiento?

—¿Te replantearás lo de traernos mujeres?

—No —se apresuró a responder. El adorable rostro de Grace asaltó su cerebro, y los músculos de su abdomen se contrajeron ligeramente. No habría más mujeres en su palacio. No cuando una tan aparentemente inofensiva como Grace le había provocado aquellas reacciones.

Brand no pareció advertir su desconcierto.

—Entonces sigamos con nuestro concurso. A ver quién te hace reír…

—¿O rabiar?

—Sí, eso también. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien atravesó tus barreras…

Darius sacudió la cabeza. Alguien lo había hecho ya. Y odiaba esa sensación.

—Lo siento, pero mi respuesta no ha variado.

—Cada año te veo más distante, más frío… Este juego es más por tu bien que por el nuestro.

Con la característica fluidez de movimientos de los dragones, Darius se levantó. No necesitaba aquella conversación: no cuando le estaba costando tanto mantener el control. Una sola sonrisa y se resquebrajaría. Una lágrima y acabaría desmoronándose. Un grito y sus más profundos sufrimientos saldrían a la luz. Sabía perfectamente que el día en que perdiera el control, perecería en una tormenta de emociones.

—Soy así por una razón, Brand. Si abriera una puerta a mis sentimientos, a mis emociones, ya no podría seguir cumpliendo con mi deber. ¿Es eso lo que quieres?

—Eres mi amigo. Entiendo la importancia de lo que haces, pero también quiero que seas feliz. Y para conseguirlo, algo tiene que cambiar en tu vida.

—No —pronunció Darius con firmeza. Era consciente de que desde el instante en que Grace atravesó aquel portal, su vida había cambiado de manera irrevocable… y no para mejor. No: no necesitaba más cambios—. Sucede que a mí me gusta la monotonía.

Consciente de que aquel argumento era inobjetable, Brand cambió de táctica.

—Entonces nosotros somos distintos que tú. Porque necesitamos algo en que ocupar nuestras mentes.

—Mi respuesta sigue siendo no.

—Necesitamos excitación, desafío —insistió Brand—. Ansiamos averiguar lo que andan tramando los vampiros, y sin embargo tenemos que quedarnos aquí y entrenar.

—No.

—No, no, no. Qué cansado estoy de escuchar esa palabra.

—Pero tienes que resignarte, porque es la única que puedo darte.

Brand se acercó a la mesa y deslizó un dedo por su pulida superficie, con gesto indiferente.

—Detesto amenazarte, y sabes que no lo haría si me quedara alguna otra opción. Pero si no nos das algo, lo que sea, Darius… el caos más absoluto reinará en tu hogar. Continuaremos luchando a la menor provocación. Los banquetes comunales terminarán mal. Seguiremos…

—Ya me ha quedado claro —suspirando, Darius reconoció la verdad en las palabras de su amigo. Sabía que si no cedía de alguna forma, no encontraría la paz—. Di a los hombres que dejaré que sigan con ese estúpido concurso, si juran por lo más sagrado que se mantendrán apartados de mis aposentos —entrecerró los ojos—. Fíjate en lo que te digo. Si un solo hombre se acerca a mis aposentos sin mi permiso, se pasará un mes entero encadenado en la mazmorra de palacio.

Brand se lo quedó mirando fijamente con sus ojos dorados. El silencio se adensó entre ellos mientras la curiosidad se dibujaba en sus rasgos. Darius nunca antes había expulsado a nadie de sus aposentos: sus hombres siempre habían gozado de la libertad de visitarlo allí en cualquier momento, para contarle sus problemas. Que de repente les prohibiera la entrada resultaba extraño.

Y, además, sin mediar explicación alguna.

Pero Brand era demasiado astuto para hacerle preguntas.

—Muy bien —aceptó, palmeándole cariñosamente un hombro—. Ya percibirás un notable cambio en la actitud de todos.

Sí, pero… ¿ese cambio sería para mejor?

—Antes de que vuelvas a la arena a entrenar —le dijo Darius—, envía un mensajero a Javar. Quiero tener un encuentro con él.

—Hecho —Brand abandonó la sala.

Nuevamente a solas, Darius se volvió hacia la escalera que llevaba a sus aposentos. La insidiosa necesidad de acariciar la tersa piel de Grace parecía haber tejido una densa telaraña en su interior. Una necesidad casi tan potente como si la tuviera en aquel instante sentada sobre las rodillas…

Brand le había dicho que sus hombres podían acabar enloqueciendo, pero era Darius quien corría el peligro de volverse loco. Se pasó una mano por el pelo. Dejar a Grace en su cámara no había servido de nada: su imagen tendida en la cama se negaba a abandonar su mente. Era incapaz de soportar por más tiempo aquella inquietud. Era mejor luchar con ella ahora, antes de que su ansia fuera en aumento…

Acariciándose los dos medallones que llevaba, subió las escaleras y se plantó ante el umbral de su cámara. Aquella mujer le daría las respuestas que necesitaba, se dijo decidido, y él se comportaría como un verdadero Guardián. No como un hombre, ni como un animal. Como un Guardián.

Con gesto resuelto, soltó los medallones y abrió la puerta de doble hoja.