Capítulo 8
Viéndolo todo una vez más en blanco y negro, Darius se quedó contemplando la niebla: Grace había escapado. Todo su ser lo empujaba a trasladarse a su mundo y darle caza. Ya. Sin embargo, sus motivaciones no eran las adecuadas. Era la bestia que habitaba en él la que anhelaba su cercanía… y no el Guardián.
Con los dientes apretados, se quedó donde estaba. Fueran cuales fueran sus deseos, ascender al mundo exterior no era una opción. No hasta que nombrara un Guardián provisional. Soltó una brutal maldición: detestaba esperar. Y, sin embargo, por debajo de su impaciencia latía una sensación de alivio. Grace viviría un poco más, y él volvería a verla, tarde o temprano.
Se llevó una mano al medallón que llevaba al cuello. Cuando no tocó más que uno, frunció el ceño. El otro medallón tampoco estaba en sus bolsillos. Una negra furia lo recorrió de la cabeza a los pies: Grace no sólo había escapado, y con bastante facilidad, sino que además le había robado el Ra-Dracus. Cerró los puños con tanta fuerza que a punto estuvo de romperse los huesos de los dedos.
Tenía que encontrar a esa mujer. Y pronto.
Después de lanzar una última mirada a la niebla, abandonó la cueva y volvió al palacio. Siete de sus guerreros lo estaban esperando en el comedor.
Estaban congregados de pie, con los brazos cruzados, formando un círculo. La posición de guerra. En el centro estaba Brand, ceñudo.
—¿Tienes algo que decirnos, Darius?
Darius se detuvo en seco. Sus hombres nunca lo habían abordado de esa manera. Se maldijo por haberles permitido aquel absurdo juego que se había inventado Brand.
—No. No tengo nada que deciros.
—Bueno, pues yo sí tengo algo que decirte —gruñó Zaeven.
Madox apoyó una mano sobre el hombro del joven dragón, en un gesto de advertencia.
—Ese tono no te llevará más que a una pelea.
Zaeven se quedó callado, a regañadientes.
—No tengo tiempo para juegos estúpidos ahora mismo.
—¿Juegos estúpidos, dices? —repitió Renard, exasperado—. ¿Crees que estamos jugando?
—¿Para qué habéis venido si no es por esa absurda apuesta? Os dije que os pasarais el resto del día entrenando en la arena. Allí es donde deberíais estar —girándose en redondo, se dispuso a alejarse.
—Sabemos lo de la mujer —le gritó Tagart, avanzando un paso.
Darius se detuvo bruscamente y se volvió para mirarlos.
—¿Qué mujer?
—¿Quieres decir que hay más de una? —Zaeven se adelantó a Tagart, ansioso. Su expresión había perdido la dureza anterior.
—Cállate —le ordenó Brand antes de concentrarse nuevamente en Darius. Sus siguientes palabras restallaron como un látigo—: Te lo preguntaré otra vez: ¿tienes algo que decirnos?
—No —contestó Darius en tono rotundo.
Tagart frunció el ceño. Un dibujo de escamas se traslució en su frente.
—¿Te parece justo que tú puedas tener una mujer y nosotros no?
Brittan estaba apoyado en la pared del fondo, con gesto despreocupado. Tenía los brazos cruzados y sonreía con ácido humor. Aquel hombre irritante encontraba divertida cualquier situación, por tensa que fuera.
—Yo propongo que compartamos a la mujer.
—No hay ninguna mujer —sentenció Darius.
Aquello provocó una protesta unánime:
—La hemos visto, Darius.
—Brand llegó a tocarla…
—Incluso luchamos para ver quién la poseía primero…
Se hizo un denso, frío silencio.
Muy lentamente, Darius paseó la mirada por cada uno de sus guerreros.
—¿Qué es eso de que Brand la tocó?
La pregunta suscitó distintas reacciones. Brittan se rió entre dientes. Los dragones más jóvenes palidecieron; Madox y Renard se limitaron a sacudir la cabeza. Tagart abandonó la sala, indignado:
—Ya estoy harto de todo esto.
Brand puso los ojos en blanco.
—Te estás equivocando, Darius —dijo—. Durante años hemos obedecido tus órdenes sin rechistar. Desde el principio nos dijiste que las mujeres estaban prohibidas aquí, y por eso siempre hemos renunciado a los placeres de la carne por estar en el palacio. De ahí que esconder a una meretriz en tus aposentos privados sea como una burla a tus propias reglas.
—Ella no es una meretriz —gruñó. En lugar de ofrecerle una explicación, se limitó a repetir su pregunta—: ¿Qué han querido decir con eso de que tú la tocaste?
Brand soltó un suspiro exasperado y alzó las manos.
—¿Ya está? ¿Es eso lo único que tienes que decirnos?
—¿La tocaste?
—Estaba retrocediendo cuando chocó involuntariamente contra mí. Eso fue todo. ¿Contento?
Darius se relajó. Pero sólo hasta que Madox masculló:
—Sí, pero… te gustó el contacto, ¿eh, Brand?
Darius se sorprendió de su propia reacción de furia, de pura ira. No quería que ningún otro hombre tocara a Grace. Jamás. No se detuvo a analizar lo absurdo de aquel sentimiento de posesión. Sabía que estaba allí. No le gustaba, pero eso daba igual.
—¿Le hiciste daño?
—No —respondió Brand, cruzando los brazos sobre el pecho—. Me ofende que me preguntes eso.
—No volverás a tocarla. Ni tú ni nadie. ¿Entendido? —volvió a recorrer al grupo con la mirada, uno a uno.
Cada hombre registró su propia expresión de sorpresa y estupefacción durante el silencio que siguió a sus palabras. Luego, como si una presa se hubiera abierto de repente, empezaron a bombardearlo a preguntas:
—¿Qué es esa mujer para ti? Llevaba tu marca en el cuello…
—¿Dónde está?
—¿Cómo se llama?
—¿Cuánto tiempo lleva en el palacio?
—¿Cuándo podremos volver a verla?
En silencio, Darius apretó los dientes.
—Tienes que decirnos algo —exigió Madox.
«O nos rebelaremos»: la amenaza parecía flotar en el aire.
Darius flexionó los músculos del cuello para relajarse. Control. Necesitaba mantener el control.
—Acababa de llegar —les ofreció un mínimo de información para contentarlos. Apreciaba y respetaba a sus hombres. Llevaban siglos juntos, pero en ese momento estaban a punto de indisciplinarse—. Ya se ha marchado.
Se oyeron varias exclamaciones de decepción, en todos los tonos de voz.
—¿Puedes traerla de vuelta? —inquirió Zaeven, ansioso—. Me gustó. Nunca había visto antes ese color de pelo…
—No volverá —una fuerte punzada de decepción tomó desprevenido a Darius. Quería verla de nuevo, y lo haría, pero se suponía que no debería imaginársela allí, en su casa, iluminando aquel palacio con su sola presencia. Y supuestamente tampoco debería anhelar con tanto fervor aquel hipotético reencuentro. Ni echarla tanto de menos.
Intentó decirse que no era tanto la mujer lo que quería y echaba en falta, como la capacidad que parecía poseer de regenerar sus sentidos. Sentidos que él mismo se había esforzado por destruir.
—Tiene que haber una manera de hacerla regresar —dijo Zaeven.
No sabían que era una viajera y que debía morir, y Darius tampoco se lo dijo. Si nunca habían comprendido su juramento, ¿cómo podría explicarles aquella misión, la más repugnante de todas?
—Brand, necesito hablar contigo en privado.
—Todavía no hemos terminado con esta conversación —le recordó Madox, tensando la mandíbula—. Aún no nos has explicado tus acciones.
—Y no lo haré. Esa mujer no era mi amante, ni vino aquí para mi placer personal. Eso es todo lo que necesitáis saber —giró sobre sus talones—. Sígueme, Brand.
Sin mirar siquiera hacia atrás para comprobar que su amigo le seguía, Darius se dirigió a sus aposentos. Tenso, se dejó caer en una tumbona de la sala de baño y juntó las manos detrás de la cabeza.
¿Cómo era posible que su vida se hubiera complicado tanto en unas pocas horas? Sus hombres estaban a punto de rebelarse. Una mujer lo había burlado, no una, sino dos veces. Y aunque había contado con tiempo suficiente para ello, había faltado a su deber, a su juramento. Cerró los puños de rabia.
Y ahora tendría que abandonar su mundo, todo lo que había conocido siempre y le resultaba familiar… para viajar a la superficie.
Odiaba el caos, los cambios, y sin embargo, desde el instante en que conoció a Grace, se había lanzado a ese caos con los brazos abiertos.
Brand entró en la sala de baño y se detuvo al borde de la piscina. Darius sabía que, si en ese momento hubiera sido capaz de distinguir los colores, habría detectado en los de su amigo un dorado oscuro de perplejidad.
—¿Qué te ocurre?
—Necesito tu ayuda.
—Cuenta con ella.
—Debo viajar a la superficie y…
—¿Qué? Por favor, repíteme lo que acabas de decir. Creo que he oído mal.
—Has oído bien. Debo viajar a la superficie.
Brand lo miró ceñudo.
—Abandonar Atlantis está prohibido. Ya sabes que los dioses nos condenaron a vivir en este lugar. Marcharnos significaría debilitarnos y morir.
—No estaré fuera más que un solo día.
—¿Y si incluso eso es demasiado tiempo?
—De todas formas, tendría que ir. Se ha producido… una pequeña complicación. Esa mujer era mi prisionera. Pero se escapó —aquella confesión le sabía amarga—. Y debo encontrarla.
Brand asimiló aquella información y sacudió la cabeza.
—¿Quieres decir que la dejaste marchar?
—No.
—No pudo haberse escapado por su propio pie.
—Sí que lo hizo —apretó la mandíbula.
—¿Entonces no la dejaste marchar? —insistió Brand, obviamente incrédulo ante el aparente fracaso de su jefe—. ¿Consiguió burlarte?
—¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? La dejé encerrada en una habitación, pero ella se las arregló para escapar —«porque me robó el medallón cuando estaba distraído sintiendo su cuerpo bajo el mío», añadió para sus adentros.
Brand esbozó una lenta sonrisa.
—Es increíble. No me extrañaría que esa mujer fuera un demonio en la cama y… —se interrumpió en seco cuando vio la expresión airada de su jefe. Se aclaró la garganta—. ¿Por qué tuviste que encerrarla?
—Es una viajera.
La sonrisa se borró de pronto de los labios de Brand. Sus ojos perdieron todo brillo de diversión.
—Tiene que morir. Incluso una mujer podría guiar a un ejército hasta aquí.
—Lo sé —admitió Darius, suspirando.
—¿Qué quieres que haga?
—Que custodies el portal de la niebla mientras esté fuera.
—Pero yo no soy propiamente un Guardián. La frialdad de la cueva me debilitará.
—Sólo temporalmente —Darius alzó la mirada a la bóveda de cristal. El agua que envolvía la gran ciudad se agitaba tan furiosamente como su propia necesidad de volver a ver a Grace.
Grace, la tentadora, la torturadora. La inocente, la culpable. ¿Qué era ella? Las olas rompían sin cesar contra el cristal, agitándose, revolviéndose turbulentas. Con la misma rapidez con que aparecía una ola. otra ocupaba su lugar, dejando un rastro de espuma. ¿Era ésa la metáfora, la imagen de su futuro? ¿Días y días de tormentas y confusión?
Suspiró de nuevo.
—¿Qué dices, Brand? ¿Te quedarás en la cueva y destruirás a cualquiera que penetre en el portal, sea hombre o mujer, adulto o niño?
Brand dudó solamente un segundo. Con expresión solemne, asintió con la cabeza.
—Guardaré el portal de la niebla mientras tú no estés. Cuentas con mi palabra de honor.
—Gracias —confiaba completamente en Brand para aquella tarea. Sólo un hombre que había perdido a sus seres queridos a manos de los viajeros podía entender la importancia de la misión del Guardián. Su amigo no dejaría pasar a nadie.
—¿Qué debo decirles a los demás?
—La verdad. O, mejor, no les digas nada. Decídelo tú.
—Muy bien. Te dejo entonces, para que puedas prepararte para tu viaje.
Darius asintió mientras se preguntaba si existiría alguna manera de prepararse para otro encuentro con Grace.
El mensajero que había enviado a Javar volvió hacia el final de la jornada. Darius estaba sumergido hasta la cintura en su piscina, contemplando el oscuro océano por el ventanal que acababa de abrir. La contemplación del mar se había convertido en una especie de ritual nocturno de relajación y tranquilidad.
De pie al borde de la piscina, el joven dragón se movía nervioso, como si no se decidiera a hablar.
—Lo siento… —dijo Grayley—, pero no pude transmitirle tu mensaje. Dicho esto… ¿no te entran ganas de gritarme?
Darius entrecerró los ojos.
—¿Desobedeciste a propósito mis órdenes para hacerme enfadar y ganar así esa estúpida apuesta vuestra?
—No, no —se apresuró a negar el joven—. Te lo juro. Los guardias se negaron a dejarme pasar.
—¿Los guardias? ¿Qué guardias?
—Los mismos que me ordenaron que me marchara. Me dijeron que allí no era bienvenido.
—¿Y Javar?
—También se negó a hablar conmigo.
—¿Te lo dijo en persona?
—No. Fueron los guardias quienes me transmitieron su negativa.
Darius frunció el ceño. Aquello no tenía sentido. ¿Por qué habría de impedirle Javar la entrada a un mensajero suyo? Aquél era su habitual medio de comunicación, y hasta el momento ninguno de ellos se había negado a recibir al otro. Además, ¿por qué un dragón habría de rechazar a otro dragón?
—Hay algo más… —continuó el joven dragón, vacilando—. Los guardias… tenían aspecto de humanos y portaban extrañas armas de metal.
Humanos. Extrañas armas de metal… Se incorporó de golpe de la piscina, salpicando agua. Desnudo, se acercó a su escritorio y sacó papel y pluma, que entregó a Grayley.
—Dibújame esas armas.
Lo que el joven guerrero dibujó parecía bastante mayor que el objeto que había llevado Grace, pero se asemejaba bastante en la forma. Darius tomó una decisión:
—Reúne a los hombres en el comedor. Ve a buscar luego al escuadrón de la Ciudad Exterior: Vorik es el líder. Dile que quiero que él y los demás rodeen el palacio de Javar, sin que los vean, y que detengan a cualquiera que intente entrar o salir del mismo.
—Como ordenes —el joven dragón le hizo una reverencia y se marchó.
Darius se secó rápidamente y se puso un pantalón. Todo se estaba complicando tanto… Había dado por supuesto que su mentor seguiría vivo, que simplemente habría perdido su medallón. Pero ahora eso le parecía muy poco plausible…
¿Qué estarían haciendo aquellos humanos en el palacio de Javar? Humanos, en plural. Más de uno. Quizá un ejército. Se pasó una mano por el pelo con gesto frustrado. La llegada de Grace no podía ser una simple coincidencia. La respuesta la tenían ella y su hermano. Estaba seguro. Encontrarla había dejado de ser un capricho para convertirse en una necesidad.
Sus guerreros lo esperaban en el comedor, silenciosos. Darius se sentó a la cabecera de la mesa.
—Queríais algo que hacer para no aburriros, y os lo voy a dar. Quiero que os preparéis para la guerra.
—¿Guerra? —exclamaron al unísono, excitados.
—¿Vas a dejar que declaremos la guerra a los vampiros? —quiso saber Madox.
—No. Los humanos se han apoderado del palacio de Javar, y poseen extrañas armas. Todavía no sé si han matado a los dragones del palacio, e ignoro lo que planean. Pero he enviado a Grayley a la Ciudad Exterior para que ordene al escuadrón de Vorik que rodee el palacio. Mañana por la noche nos reuniremos con ellos.
—¿Mañana? —Madox descargó un puñetazo sobre la mesa—. Deberíamos actuar hoy. Ahora. En este preciso instante. Si todavía queda alguna oportunidad de que los dragones de Javar sigan vivos, debemos hacer todo lo necesario para salvarlos.
Darius arqueó una ceja.
—¿Y qué ayuda podrás aportarles tú si estás muerto? No sabemos qué tipo de armas portan esos humanos. Y por tanto no sabemos protegernos de ellas.
—Tiene razón —intervino Renard, inclinándose hacia delante—. Debemos descubrir qué tipo de armas son ésas.
—Yo viajaré a la superficie —anunció Darius—. Procuraré averiguar todo lo que pueda al respecto.
—¿La superficie? —inquirió Zaeven.
—No puedes… —masculló Madox.
—Vaya un granuja con suerte… —dijo Brittan con una sonrisa irónica.
—Vamos —ordenó Darius—. Preparad vuestras armas. Brand, tus nuevas obligaciones comenzarán inmediatamente.
Su amigo abrió la boca con la intención de preguntarle algo, pero cambió de idea. Todo el mundo se apresuró a obedecer.
Darius se encerró en sus aposentos privados. Con Brand ya en su puesto, custodiando el portal de la niebla, cerró los ojos y se imaginó el palacio de Javar. En cuestión de segundos estuvo dentro de los muros que había visualizado en su mente. Sólo que aquellos muros estaban desnudos, desprovistos de pedrerías o decoración alguna. Frunció el ceño.
Volutas de niebla se alzaban hacia la bóveda de cristal. Mientras se trasladaba flotando a la sala contigua, vio lo que parecían cristales de nieve desparramados por el suelo. Eran esos cristales los que producían la niebla. Se agachó para examinarlos, lamentando no poder tocarlos y sentir su frialdad. ¿Por qué no se derretían?
Frunció el ceño mientras se incorporaba. Al contrario que en la primera, los seres humanos abundaban en aquella sala. Nadie lo vio, porque para ellos era como la misma niebla: estaba allí y no estaba al mismo tiempo. Podía observarlo todo, pero sin tocar nada.
Algunos de los invasores entraban y salían, portando armas como las que Grayley le había dibujado. A la espalda llevaban contenedores de forma redonda con un único tubo en la parte superior. Los hombres que no estaban armados portaban extraños picos que habría podido diseñar el propio Hefesto, dios del fuego. Clavaban aquellos picos en las paredes y arrancaban las piedras preciosas. ¿Dónde habrían adquirido esos seres humanos aquellas herramientas dignas de dioses?
Si hubiera sido un hombre menos frío, se habría metamorfoseado en dragón, de la furia que lo embargaba… Vio a una mujer vampira entrar en la habitación y relamerse los labios mientras recorría con la mirada a los humanos. Un hilillo de sangre le corría por la barbilla, señal de que acababa de alimentarse. Se detuvo para hablar con uno de los hombres.
—Dile a tu jefe que ya hemos hecho todo lo que se nos pidió —pronunció la vampira en una lengua de humanos, al tiempo que le acariciaba una mejilla con un dedo—. Estamos listos para recibir nuestra recompensa.
Su interlocutor se removió nervioso, pálido, pero al final asintió.
—Ya casi los tenemos.
—No tardéis mucho. Ya sabes que siempre podríamos saciar nuestro apetito con vosotros —y después de relamerse los labios una vez más, en un gesto que hizo estremecerse al humano, se marchó con la misma tranquilidad con que había entrado. Su largo vestido blanco flotaba detrás de ella en sensuales pliegues.
Darius contemplaba asombrado la escena. ¿Vampiros y humanos auxiliándose mutuamente? Inconcebible. Perplejo, recorrió con la mirada el resto de la cámara. Secciones de las paredes y del suelo estaban ennegrecidas por el humo y el fuego. En una esquina yacía el cadáver desmadejado de un dragón. Verán, uno de los más feroces guerreros de Javar. Una película blanca lo cubría de la cabeza a los pies. Tenía numerosas heridas, pero no sangraba.
¿Qué clase de arma podía destruir a una criatura tan poderosa? Los vampiros eran fuertes, sí. Y los humanos, decididos. Pero ni juntos eran capaces de asaltar un palacio lleno de dragones. Loco de furia, Darius no pudo evitar estirar una mano hacia el cuello de uno de aquellos canallas… pero sus dedos se cerraron sobre el aire.
Ahora sí que estaba seguro de que no podría enviar a su ejército contra aquellos hombres sin averiguar antes qué clase de armas poseían.
Registró el resto del palacio. No encontró señal alguna de Javar, ni del resto de sus hombres. ¿Habrían corrido la misma suerte que Verán? ¿O acaso habían huido del palacio?
Dejando todas aquellas preguntas sin contestar, regresó a su cámara. Respuestas: quería respuestas. Respuestas que, según sospechaba, podría tener Grace. Pero si esperaba conseguir algo de ella, necesitaría conservar la concentración, mantenerse frío, distante. Insensible. Despiadado.
Sólo deseó no sentirse tan lleno de vida cada vez que pensaba en ella. Tan vital…
Se arrancaría su imagen de la cabeza. Aquella gloriosa melena que se derramaba en cascada sobre sus hombros. Aquellos ojos de un verde más vibrante que el mar. Desterraría de sus oídos el sonido de su dulce voz…
Pero en lugar de expulsarla de su pensamiento, lo único que consiguió fue arraigarla aún más.
No tuvo ninguna dificultad en verse a sí mismo acostándola en su cama y desnudándola lentamente… Se imaginó separando sus dulces muslos, deleitándose con la tersura de su piel antes de hundirse profundamente en ella. Casi podía escuchar sus gemidos de arrebato y placer…
El deseo se tradujo en una densa esencia en las venas, su miembro se endureció insoportablemente: casi gruñó de dolor. Apretando la mandíbula, se quitó el medallón del cuello y lo sostuvo en la palma, frente a sí.
—Muéstrame a Grace Carlyle —ordenó.
Los dos dragones gemelos empezaron a brillar. En cuestión de segundos, como si no pudieran contener un poder tan extraordinario, sendos rayos rojizos surgieron de sus ojos, creando un círculo de luz. Dentro del círculo, el aire crepitaba y lanzaba chispas.
Y la imagen de Grace se formó en su centro.
En aquel instante, los sentidos de Darius volvieron a la vida. Seguía sin comprender cómo una simple mirada podía obrar aquel efecto. Grace yacía en una cama pequeña y tenía los ojos cerrados. Se había recogido la melena en lo alto de la cabeza, descuidadamente. Estaba muy pálida y tenía manchas de barro en la nariz y en la frente.
Llevaba la misma camisa sucia. Una especie de tubo estaba conectado a su brazo, parcialmente cubierto por una fina sábana blanca. Dos humanos se acercaron a la cama.
Darius frunció el ceño: el abrumador instinto de posesión había vuelto.
—Parece que la morfina está funcionando —dijo el hombre de pelo oscuro y voz de barítono.
—No es sólo morfina: le he dado tres sedantes distintos. Estará dormida durante horas.
—¿Qué vamos a hacer con ella?
—Lo que ella quiera que hagamos —se rió el otro—. Representaremos el papel de anfitriones solícitos.
—Deberíamos matarla y acabar de una vez con todo esto.
—No necesitamos la atención que provocaría su desaparición… sobre todo cuando su hermano ya está desaparecido.
—No renunciará a buscar a Alex. Eso es evidente.
—Que lo busque todo lo que quiera. Nunca lo encontrará.
El hombre de pelo oscuro estiró una mano y delineó con un dedo la mejilla de Grace. No se despertó, pero murmuró algo ininteligible entre dientes.
—Qué bonita es…
Un ronco y amenazador rugido brotó de la garganta de Darius.
—Pues mantén las manos quietas. Ya sabes que al jefe no le gustaría —le recordó su interlocutor—. Vamos. Tenemos trabajo que hacer.
Los dos humanos se marcharon… gracias a lo cual salvaron la vida. La imagen de Grace empezó a desvanecerse. Reacio, Darius volvió a colgarse el medallón.
Pronto. Muy pronto estaría de nuevo con ella.