img1.png

Capítulo 13

Alex Carlyle tenía frío y calor al mismo tiempo.

Un solo guardián lo empujó dentro de su nueva celda: no necesitó ayuda, porque estaba demasiado débil para resistirse. Las drogas que le habían inyectado sus captores seguían obrando su efecto. Lo dejaban quejumbroso, aturdido y dependiente. Incluso desinteresado por escapar.

O quizá fueran los vampiros los culpables de su debilidad: estaban autorizados a alimentarse de su sangre cada vez que quisieran, siempre y cuando no acabaran con su vida. Casi deseaba que lo hicieran de una vez…

Durante meses no había hecho otra cosa que respirar y vivir para Atlantis. Hasta que finalmente había conseguido la prueba de su existencia. Lo irónico era que, a esas alturas, ya no le importaba nada.

Se estremeció. La habitación estaba fría. ¿Por qué, entonces, le ardía la piel? Se sentó en el duro suelo. Un nuevo temblor le recorrió la espalda, como la caricia de unos dedos de uñas largas y afiladas.

Una mujer fue introducida de pronto en la celda. La puerta se cerró inmediatamente a su espalda.

Alex cerró los ojos, demasiado cansado para preocuparse por eso. Segundos después, unas manos pequeñas y delicadas lo sacudieron suavemente de los hombros. Abrió los ojos y se encontró con el rostro bellísimo y etéreo de Teira.

—¿Me necesitas? —le preguntó ella.

Había perdido las gafas, pero no las necesitaba para distinguir el brillo de preocupación de sus ojos castaños. Tenía las pestañas más largas que había visto en su vida. La melena rubia le llegaba hasta la cintura.

No era la primera vez que la veía. Teira insistía en que también ella era una prisionera, como él. Los dos habían sido «acompañados» a tantos lugares diferentes que Alex no tenía la menor idea de dónde se encontraban.

Aquella nueva celda estaba absolutamente desnuda, como si alguien hubiera arrancado hasta los revestimientos de las paredes.

—Estoy bien —mintió—. ¿Dónde estamos ahora?

—En mi casa.

Su casa. Suspiró profundamente. Algún lugar de Atlantis, entonces. Eso si acaso le estaba diciendo la verdad… Todavía no sabía si podía creer una sola palabra de las que salían de aquella preciosa boca…

Ya no sabía en quién podía confiar y en quién no.

Últimamente lo habían traicionado todos. Cada miembro de su equipo, por ejemplo, revelando tanto su localización como sus intenciones por unos pocos cientos de dólares. El hombre que había contratado para que lo guiara por el Amazonas había resultado ser un mercenario. Y ahora tenía que entendérselas con Teira.

Era una mujer hermosísima, pero la belleza solía esconder un cúmulo de mentiras. Y en ese momento estaba demasiado preocupada por él, se mostraba demasiado curiosa… Quizá la habían enviado para que le sonsacara información sobre el medallón, pensó irritado. ¿Por qué otra razón la habrían encerrado en la misma celda con él? Soltó una carcajada sin humor.

Por lo demás, Teira no era su tipo. Él prefería a las mujeres que se maquillaban mucho, que llevaban ropa ajustada y provocativa: mujeres que se marchaban justo después de hacer el amor, sin el menor escrúpulo. Y si no hablaba con ellas durante el acto, mejor todavía.

En cambio, las mujeres como Teira le daban miedo. En lugar de maquillaje y ropas ajustadas, lucían un aire de encanto e inocencia que lo enervaba.

Había pasado demasiados años cuidando a su padre enfermo, temeroso de abandonar la casa no fuera a necesitarlo para una emergencia. Se había apartado todo lo posible de las mujeres. Por ello, el simple pensamiento de permanecer atado a una le daba náuseas. Sus captores deberían haberlo encerrado con una morena de aspecto lascivo. Entonces sí que habría hablado…

Apretó la mandíbula. Nunca debió haberse apropiado de aquel medallón. ¿Qué habría hecho Grace con él? ¿Y por qué diablos se lo había enviado a ella? No había querido involucrarla: simplemente no había sido consciente de la gravedad del peligro hasta que ya había sido demasiado tarde. No sabría qué hacer si llegaba a resultar herida… Sólo había tres personas que verdaderamente le importaran, y Grace figuraba a la cabeza de la lista. Su madre y tía Sophie ocupaban los lugares segundo y tercero.

Teira volvió a sacudirlo suavemente. Tenía los dedos helados. Y le castañeaban los dientes.

—¿Qué es lo que quieres? —le espetó Alex.

La mujer se estremeció, pero no se apartó.

—¿Me necesitas? —volvió a preguntarle. Su melodiosa voz era como una risa de primavera.

—Estoy bien.

—Te ayudaré a entrar en calor.

—No necesito tu maldita ayuda. Retírate al otro lado de la celda y déjame en paz.

Sus inocentes rasgos palidecieron mientras se retiraba.

Alex experimentó una punzada de decepción. Nunca se lo diría, nunca lo admitiría en voz alta, pero le gustaba tenerla cerca. Su aroma, delicioso como una tormenta de verano, lo reconfortaba… aunque le asustaba al mismo tiempo. Ella no era su tipo, pero más de una vez se sorprendía a sí mismo mirándola, anhelando tocarla, abrazarla…

Como si hubiera percibido aquellos secretos anhelos, la mujer volvió a su lado y le acarició con dedos temblorosos la frente, el puente de la nariz, la mandíbula…

—¿Por qué no me dejas que te ayude?

Alex suspiró, saboreando su caricia aun a sabiendas de que debía detenerla. Probablemente había cámaras ocultas por alguna parte, y no quería que nadie pensara que había acabado cediendo a las seducciones de aquella mujer.

—¿Tienes alguna idea de lo que me están inyectando?

—No.

—Entonces no puedes ayudarme.

Con la punta de un dedo, Teira empezó a trazar extraños símbolos sobre la piel de su mejilla. Una intensa concentración nublaba sus rasgos.

Alex dejó poco a poco de temblar. Sentía cada vez menos frío. Sus músculos se relajaron.

—¿Te sientes mejor? —inquirió ella.

Se las arregló para encogerse de hombros, con gesto indiferente. ¿Qué símbolos le había dibujado sobre la piel? ¿Y cómo había podido ayudarlo con aquella simple caricia? Sin embargo, era demasiado testarudo para preguntárselo.

—¿Por qué no te gusto? —le susurró, mordiéndose el labio inferior.

—Claro que me gustas —no estaba dispuesto a reconocer que, sin su ayuda, habría podido morir.

Sus captores, los mismos que le habían perseguido por la jungla, le habían dado un trato brutal. Le habían golpeado y drogado; habían estado a punto de drenarle la sangre… Se estremecía de sólo recordarlo. Y siempre Teira había estado a su lado, esperándolo, consolándolo. Reconfortándolo con su tranquila fortaleza y dignidad.

—¿Cómo es que te han encerrado a ti también aquí? —le preguntó, para arrepentirse inmediatamente de sus palabras. No quería ver cómo el engaño afeaba su belleza mientras tejía una telaraña de mentiras. Sabía perfectamente por qué estaba allí. ¿O no?

Lentamente, Teira se tendió a su lado y le pasó un brazo por la cintura. Aquella mujer anhelaba el contacto físico con fruición, desesperadamente, como si se lo hubieran negado desde siempre. Y Alex mentiría si dijera que no le agradaba sentir su menudo cuerpo apretado contra el suyo…

—Ellos mataron a mi hombre y a todo su ejército. Yo intento… ¿cómo se dice? —frunció levemente el ceño mientras buscaba la palabra.

La miró fijamente a los ojos. Como siempre, no descubrió duplicidad alguna en ellos.

—¿Vencerlos?

—Sí. Quiero vencerlos. Derrotarlos.

Tanto si se creía su historia como si no, no le gustaba imaginársela atada a otro hombre. Y todavía le gustaba menos que aquello le importara tanto.

—No sabía que habías estado casada.

Teira desvió la mirada. Parecía irradiar tristeza y desesperación por todos los poros. Cuando volvió a hablar, su dolor era como una cosa viva.

—Nuestra unión terminó demasiado rápidamente.

Alex se sorprendió a sí mismo tomándole la mano por primera vez. Apretándosela en un gesto de consuelo.

—¿Por qué lo mataron?

—Para controlar el Portal de niebla que custodiaba y robarle sus riquezas. Incluso aquí, en esta celda, arrancaron las piedras preciosas de las paredes. Lo echo de menos —añadió en tono suave.

«Para controlar el Portal de niebla que custodiaba…». Alex había sabido desde el principio que Teira procedía de Atlantis… pero no que había sido esposa de un Guardián. Se sentía como un estúpido. Era lógico que la mantuvieran viva: ella debía de conocer secretos que nadie más debía saber.

En ese momento contempló el precioso rostro de Teira bajo una nueva luz.

—¿Cuánto hace que desapareció tu… —le costó pronunciar la palabra— marido?

—Semanas ya. Muchas semanas —alzó una mano para delinear con un dedo el dibujo de sus labios—. ¿Me ayudarás a escapar?

«Escapar». Qué bien sonaba aquella palabra. Había perdido toda noción del tiempo y ni siquiera sabía cuántos días llevaba encerrado. O cuántos meses.

Se tumbó de espaldas: el movimiento le arrancó un gemido de dolor. Teira no perdió el tiempo en apoyar la cabeza en el hueco de su hombro y cruzar una pierna sobre la suya.

—Tú estás tan solo como yo —dijo ella—. Lo sé.

Se adaptaba perfectamente a su cuerpo. Demasiado. Como si hubiera sido moldeado específicamente para adaptarse a cada curva, a cada ángulo del suyo. Y, ciertamente, se sentía solo. Permaneció durante un buen rato mirando al techo. ¿Qué iba a hacer con aquella mujer? ¿Sería una canalla despiadada que sólo quería su medallón y que estaba dispuesta a vender su cuerpo para conseguirlo? ¿O acaso era tan inocente como parecía?

—Háblame de ti.

Ella le había hecho la misma petición un millar de veces antes. Decidió que no perdería nada por darle alguna información sobre sí mismo. Nada importante. No le mencionaría a Grace, por supuesto. No se atrevería. Su amor por su hermana podría volverse en contra suya, y eso no estaba dispuesto a permitirlo.

—Tengo veintinueve años —le dijo a Teira. Apoyó una mano sobre su cabeza y hundió suavemente los dedos en su pelo—. Siempre me han gustado los coches rápidos —y las mujeres rápidas: pero eso prefirió no decírselo—. Nunca he estado casado y no tengo hijos. Vivo en un apartamento del Upper East Side, en Manhattan.

—Man-hat-tan —pronunció ella, como saboreando la palabra—. Sigue.

—A cualquier hora del día o de la noche, hay multitud de gente en las calles. Los edificios se elevan hasta el cielo. Las tiendas y las panaderías no cierran nunca. Es el lugar donde todos los deseos pueden ser satisfechos.

—Mi gente rara vez sube a la superficie, pero Manhattan parece un lugar que podría llegar a gustarme.

—Háblame de tu hogar.

Una expresión nostálgica asomó a los ojos de Teira: de dorados como eran, se tornaron de un cálido color chocolate. Se arrebujó aún más contra él.

—Estamos dentro de un palacio dragón, aunque nadie podría adivinarlo por el estado de esta celda… Está rodeado por completo de agua. Hay flores de todas clases. Y muchos templos de dioses —de repente cambió a su lengua nativa—. Lo que pasa es que la mayoría los hemos olvidado… Porque nos hemos olvidado de nosotros mismos, hemos sido olvidados.

—Lo siento, pero eso último no lo he comprendido…

—Oh, he dicho que me gustaría enseñarte mi mundo.

No, Alex sabía que había dicho otra cosa, pero lo dejó pasar. Qué fantástico sería poder viajar por Atlantis. Si conociera a sus habitantes, estudiara sus hogares, paseara por sus calles y se empapara de su cultura, podría incluso escribir un libro sobre sus experiencias. Podría… se estremeció al darse cuenta de que estaba divagando de nuevo.

—Ojalá pudiera hacerte comprender mi lengua —dijo Teira—. Pero mis poderes no son lo suficientemente fuertes y no puedo lanzarte un conjuro —se interrumpió mientras deslizaba un dedo por su mandíbula—. ¿Quién es Grace?

Horrorizado, se apartó bruscamente de ella. Levantándose con esfuerzo, se acercó a la jarra de agua que había en una esquina y bebió. Sólo entonces se volvió para fulminarla con la mirada.

—¿Dónde has oído ese nombre?

Temblorosa, Teira se abrazó las rodillas.

—Lo dijiste tú mientras dormías.

—Pues no vuelvas a pronunciarlo. Nunca más. ¿Entendido?

—Lo siento. No quería molestarte. Yo sólo…

En ese momento se abrió la puerta.

Entraron tres hombres: uno llevaba una mesa pequeña, otro una silla y el tercero una bandeja de comida. Un cuarto se reunió con ellos, portando un rifle con el que apuntó a Alex.

Teira temblaba de miedo. Cada día, esos mismos hombres le llevaban a Alex la comida: un simple mendrugo de pan, queso y agua. Cada día la sacaban a ella fuera de la habitación, para que comiera solo. Y cada día ella luchaba contra ellos, forcejeaba, gritaba. Alex siempre había dado por supuesto que esa resistencia no era más que una simple actuación, que se la llevaban para preguntarle qué era lo que había logrado sonsacarle…

Pero, en ese momento, cuando la miró, lo que vio en sus ojos fue un brillo de puro terror.

La mesa ya estaba dispuesta para Alex. El guardián que acababa de montarla se volvió hacia Teira para agarrarla firmemente de un brazo. Esa vez no protestó: simplemente se quedó mirando a Alex, como suplicándole en silencio que la ayudara.

—Es hora de que te quedes sola por un rato, corazón —le dijo el hombre.

Tanto si Teira trabajaba o no para aquella gente, Alex tomó conciencia de que su miedo eral real. Que no era fingido.

—Déjala en paz —le espetó al guardián, al tiempo que agarraba a Teira del otro brazo.

Otro de los guardias se apresuró a acercarse y Alex sintió un fuerte golpe en una sien. Se le nubló la vista. Le flaquearon las rodillas y cayó al suelo.

Teira soltó un grito e intentó ayudarlo, pero Alex contempló horrorizado cómo la abofeteaban. Vio que giraba bruscamente la cabeza hacia un lado, con un hilillo de sangre en los labios.

La furia se apoderó de él: una furia ciega que le hizo sacar fuerzas de flaqueza. Con un rugido, se abalanzó sobre el hombre que la había pegado. Los otros tres se lanzaron a su vez sobre él y lo redujeron.

—¡Alex! —gritó Teira.

«Levántate», le gritaba su cerebro. «¡Ayúdala!». Se estaba levantando cuando sintió un pinchazo en un brazo. Una familiar sensación de calor lo invadió: un calor tranquilizador, relajante. El dolor de huesos desapareció. De repente ya no sentía la boca tan seca. Cuando le soltaron, se derrumbó en el suelo sin gana alguna de luchar.

A Teira se la llevaron.

Cerró los ojos y dejó vagar la mente. Unos pasos resonaron en sus oídos, conforme los hombres fueron abandonando la habitación.

Fue entonces cuando escuchó un nuevo ruido de pasos. Acercándose.

—¿Has disfrutado de la mujer? —le preguntó una voz familiar.

Alex luchó contra la nube que envolvía su cerebro y parpadeó varias veces. Unos ojos castaños lo miraron: los mismos ojos castaños que pertenecían a su jefe, Jason Graves. Jason se daba un aire de importancia que resultaba casi palpable. Llevaba al cuello un medallón de dragón.

Entrecerró los ojos. Nunca había tenido a Jason por amigo, pero había sido un empleado fiel y de confianza durante los cuatro años que había trabajado para él. De repente experimentó el violento y amargo sabor de la traición…

De alguna forma lo había sospechado, pero la evidencia de aquella traición no dejó de sorprenderlo. «Nunca debí haber robado ese medallón», pronunció una vez más para sus adentros.

—No quiero que me acusen de ser poco hospitalario —dijo Jason, con un brillo de engreída superioridad en la mirada.

Sintió una renovada punzada de furia. El problema era que su cuerpo se negaba a colaborar.

—¿Qué le estás haciendo a Teira?

—Nada que no vaya a disfrutar, eso te lo aseguro.

Si hubiera tenido un arma a mano, lo habría matado en aquel preciso instante.

—Haz que vuelva —gruñó—. Ahora mismo.

—Primero tú y yo vamos a tener un tête-à-tête.

Alex cerró los ojos, impotente.

—¿Qué es exactamente lo que quieres de mí, Jason?

—Llámame «amo». Todo el mundo aquí lo hace —se sentó en la silla, frente a la mesa, y destapó la bandeja de comida.

Un sabroso aroma flotó en el aire, haciendo salivar a Alex. Aquello no era el pan y el queso que había esperado… ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había comido algo tan delicioso?

De repente soltó una carcajada. ¿Qué importaba? Aquella comida no era para él.

—¿Y si en lugar de «amo» te llamo «canalla»?

—Hazlo y te estrangularé con tus propias tripas —replicó Jason en tono tranquilo—. Y después le haré lo mismo a Teira.

—Amo, entonces —«canalla», pronunció en silencio mientras se esforzaba por sentarse en el suelo y cruzaba los brazos sobre el pecho.

Jason hundió el tenedor en lo que parecía un plato de pasta.

—Hasta ahora te has mostrado muy cerrado con nosotros, Alex.

—¿Qué quieres decir?

—Tu hermana, Grace —Jason empezó a comer. Cerró los ojos y masticó lentamente, paladeando el sabor—. La foto que tienes en tu despacho es de una niña de diez años.

La inquietud de Alex se transformó en verdadero terror.

—¿Y qué? —fingió un tono indiferente.

—Encontramos a una tal Grace buscándote por la selva. Es guapa tu hermanita —comentó Jason mientras lamía la nata de su tenedor.

Alex intentó levantarse, cerrar los dedos en torno al cuello de Jason… Pero su cuerpo se negaba a colaborar. A medio camino, volvió a derrumbarse en el suelo.

—¿Dónde está? —jadeó—. ¿Le has hecho daño?

—Por supuesto que no —replicó Jason, haciéndose el ofendido—. ¿Qué clase de hombre crees que soy?

—No te gustaría que te lo dijera —se pasó una mano por la cara—. ¿Dónde está?

—No te preocupes. La dejamos que volase de vuelta a Nueva York. Está a salvo… por el momento. Le mandamos un e-mail de tu parte, confirmándole que te encontrabas bien. Y por el bien de ella, espero que se conforme con eso.

—Déjala en paz.

—Eso dependerá de ti —apoyando los codos sobre la mesa, se inclinó hacia él—. ¿Dónde está mi medallón, Alex? —su tono era cada vez más duro, más áspero.

—Ya se lo dije a tus hombres: lo perdí. No sé dónde está.

—Yo creo que mientes —sosteniendo una rodaja de piña con dos dedos, la mordió. El líquido empezó a resbalar por las comisuras de sus labios, hasta la barbilla. Luego se limpió delicadamente con la servilleta, en un exagerado gesto de aristócrata sureño.

—¿Para qué lo quieres, por cierto? Ya tienes uno nuevo.

—Los quiero todos.

—¿Por qué? No son de oro, ni de plata. Sólo de filigrana de metal. No tienen más que un valor decorativo.

Ambos sabían que mentía.

Jason se encogió de hombros.

—Esos medallones proporcionan a sus dueños un poder increíble… aunque todavía no hayamos descubierto la manera de aprovecharlo debidamente. Pero al tiempo —añadió, confiado—. Abren también cada puerta de este palacio, ofreciéndonos un verdadero festín de riquezas. Tú habrías podido participar de esto, ¿sabes? Al final habría acabado pidiéndote ayuda, pero escogiste trabajar contra mí.

—¿Crees acaso que puedes robar alegremente a toda esa gente y luego salir indemne? —resopló, incrédulo—. Son los hijos de los dioses. Yo, al menos, sólo quería estudiarlos.

—No, tú querías sacarlos a la luz. ¿Y crees que eso les habría reportado algún bien? ¿Crees que el mundo entero habría podido resistirse a venir aquí y robar toda esta sobreabundancia de tesoros? —esa vez fue Jason quien resopló—. Para responder a tu pregunta, yo no creo que pueda robarles alegremente todos esos tesoros. Yo sé que puedo. Porque lo he hecho. Y con mucha facilidad, además.

Alex sacudió la cabeza ante tamaña arrogancia.

—Supongo que vas a decirme cómo lo has hecho. Está claro que te mueres de ganas.

Jason le lanzó una mirada dura. Pero su presunción pudo más que su furia.

—Antes de penetrar en el portal de Florida, eché gas tóxico suficiente para dormir a un ejército. Luego envié a mis tropas. Hubo algunos muertos en nuestro bando: las bajas eran de prever. El Guardián de la Niebla era muy poderoso, pero nada pudo hacer contra el fuego de las ametralladoras.

—¿Qué pasó con sus hombres? Según el Libro de Re-Dracus, cada Guardián cuenta con un ejército de dragones en su palacio.

—Ah, el Libro de Ra-Dracus… —con gesto arrogante, Jason levantó su copa y bebió un trago—. ¿Te he dado ya las gracias por la adquisición de ese libro? Me cambió la vida.

—Tú me lo robaste —lo acusó Alex, entrecerrando los ojos.

—Por supuesto. Al igual que tú me robaste a mí. Qué ironía, ¿verdad? —sonrió, engreído—. Cometiste el error de redactar tus notas en tu ordenador. Y yo vigilo a todos mis empleados. Cuando averigüé exactamente lo que tenías, decidí apoderarme de ello. Así que pagué a alguien para que me lo consiguiera.

—Yo te robé el medallón, sí, pero siempre tuve intención de devolvértelo. Pensaba que ni siquiera eras consciente de su valor.

—Oh, claro que lo sabía —se rió—. He estado vaciando lentamente este palacio de cada joya, de cada pieza de oro, de cada tela suntuosa… y vendiéndolo en la superficie. ¿Cómo te crees que me he podido permitir mis nuevas instalaciones? ¿O esta ropa que llevo ahora mismo? —se interrumpió, alzando la barbilla—. Y pienso hacer lo mismo con el otro palacio dragón. Pero nos estamos desviando del tema. ¿Qué cómo conseguimos acabar con el ejército de dragones? De la misma manera que logramos encontrarlos. Libro de Ra-Dracus. Descubrimos que los debilitaba el frío y las balas. Rápido y sencillo.

—Eres un monstruo —susurró Alex, horrorizado por lo que había hecho Jason… y por todo lo que le quedaba por hacer.

—¿Un monstruo? Ni hablar. Ésos que moran en Atlantis sí que son monstruos. De hecho, déjame decirte una cosa sobre Teira, la dulce Teira que tanto quieres proteger. Es una dragón. Un engendro —lo vio palidecer y asintió con gesto satisfecho—. Veo que sabes de lo que estoy hablando.

—Yo he leído el Ra-Dracus en su integridad.

—Entonces sabrás lo que pasa cuando enfureces a un dragón… Se transforma en bestia. Una bestia asesina.

—Si Teira es un dragón, ¿por qué no ha cambiado? ¿Por qué no se ha liberado a sí misma? —se interrumpió—. ¿Y por qué no te ha matado a ti?

—Ella ha visto lo que nuestras armas le han hecho a su gente, y nos teme. El miedo convierte en sumisa a la más feroz criatura.

—O quizá no se rebele por el frío que tú mantienes aquí. La debilitas porque eres tú quien tiene miedo de ella.

Con los ojos entrecerrados, Jason replicó:

—Los dragones pueden pasar días, semanas sin comer. Hasta que de repente les acomete un hambre irrefrenable. ¿Sabes lo que comen cuando llega ese momento, Alex?

Tragó saliva. No lo sabía, pero podía adivinarlo.

—Comen lo primero que tienen a la vista —respondió el propio Jason, recostándose en la silla—. ¿Y sabes lo primero que verá Teira cuando le acometa esa ansia de comer? A ti, Alex. No tendrá que metamorfosearse en dragón. Sólo tendrá que empezar a morder.

Alex sacudió la cabeza, aturdido.

—Ella no me hará ningún daño —no sabía cuándo había empezado a considerar a Teira una aliada. Ni cuándo había empezado a perder su animosidad contra ella. Sólo sabía que la suya era la única ternura que había conocido durante aquellas últimas semanas.

—Eres tan confiado. Tan estúpido… —se rió Jason—. Yo conozco su naturaleza, y sé sin la menor duda que cuando llegue el momento, se dará un festín con tu cuerpo porque tú serás la única comida que tendrá a mano. Puede que ella misma no quiera, que se odie por ello, pero lo hará.

—¿Por qué estás haciendo todo esto? ¿Para qué tomarte tantas molestias? Mátame ya y terminemos de una vez.

—Dime dónde está el medallón y te dejaré en libertad. Me olvidaré de todo lo sucedido.

«Mentiroso», estuvo a punto de gritarle Alex. Se sentía cada vez más aletargado. Cerró los ojos.

—No sé dónde está —su propia voz le sonaba lejana, perdida.

—¿Necesito recordarte que puedo amenazar a tu madre? ¿A tu tía? ¿A tu hermana? A Patrick, uno de los hombres que encontraron a Grace, nada le gustaría más que abrirle las piernas antes de matarla…

Alex era incapaz de levantar los párpados: le pesaban demasiado. Dijo débilmente:

—Si alguien se atreve a tocar a un miembro de mi familia, yo…

—¿Tú qué? —le preguntó Jason, burlón.

No respondió. No podía hacer nada. Allí no, al menos, intoxicado por las drogas, debilitado por la pérdida de sangre. Dormir: sólo quería dormir.

—Ya hemos registrado tu casa, la de Grace e incluso la de tu madre. Nadie ha resultado herido. Pero eso puede cambiar en un instante, Alex. Se me está acabando la paciencia —Jason se levantó, rodeó la mesa y se puso en cuclillas delante de él. Agarrándolo del pelo, lo obligó a alzar la cabeza—. ¿Entiendes?

—Sí —susurró con voz ronca.

—Eres patético.

Le soltó. Alex cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra el suelo. Perdió la conciencia.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que la dulce fragancia del mar había invadido sus sentidos? No lo sabía. Pero cuando volvió a abrir los ojos, Teira estaba acurrucada a su lado, durmiendo plácidamente.

Instintivamente, se apartó cuando las palabras de Jason asaltaron su cerebro. «No tendrá que metamorfosearse en dragón. Sólo tendrá que empezar a morder».

De repente, vio que abría los ojos y esbozaba una soñolienta sonrisa… que no pudo por menos que conmoverlo.

Pero cuando estudió la expresión de Alex, la sonrisa se borró de sus labios.

—¿Qué pasa?

Mientras la miraba, su anterior temor desapareció. Teira tenía un moratón en la cara, apenas visible bajo una mancha de barro.

—Nada —alzó una mano para acariciarle tiernamente la mejilla—. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué te han hecho? —le preguntó, bajando la mano hasta su mentón.

—No me han hecho nada —le aseguró—. Creo que tienen miedo de hacerse daño.

Alex se rió: un ronco rumor que reverberó en su pecho. Parecía tan dulce y delicada que resultaba difícil imaginársela como un terrorífico dragón…

—¿Cómo te sientes? —la preocupación brillaba en sus ojos dorados.

—Mejor —mucho mejor ahora que ella estaba allí. Pero sabía que los temblores volverían—. Teira —suspiró—. Siento haberte tratado tan mal —hijo como era de un impecable caballero sureño, se avergonzaba del comportamiento que había tenido hacia ella. Vivía en Nueva York, sí, pero como todo buen caballero, seguía cediendo el paso a las damas y nunca consentía que le pagaran una comida o una cena—. Creía que trabajabas para ellos, pero eso no es ninguna excusa.

—Me gusta estar contigo.

Su confesión lo agradó, le reconfortó como un cálido abrigo de invierno… Seguía sin ser su tipo, pero lo atraía igualmente. Una potente atracción que ya no podía disimular más. Ni quería.

—A mí también me gusta estar contigo —admitió.

Vacilando, Teira lo besó en los labios. Lo que no había sido nada más que un beso casto, de puro consuelo, Alex lo convirtió en otra cosa cuando la obligó a abrir la boca y deslizó la lengua en su dulce interior.

Al principio, ella se tensó. Pero cuando se relajó, fue como si enloqueciera de repente. Tomó a su vez la iniciativa y deslizó también la lengua en su boca, gimiendo, hundiendo los dedos en su pelo…

El aire entre ellos pareció crepitar, como sentía Alex crepitar la sangre en sus venas. El cuerpo de Teira se apretaba contra el suyo. Alegremente habría corrido a la muerte si hubiera podido morir con el sabor de aquella mujer en la boca: se deleitaba en su fragancia, dulce y sin culpa, como el más puro océano, diferente del de cualquier otra mujer que hubiera conocido.

Con un gemido, la agarró de la cintura y la sentó encima de él, a horcajadas. No le importó que pudiera haber cámaras observándolos. No le importó que no fuera la mujer adecuada para él. La necesidad que sentía por ella era demasiado grande. Profundizó el beso, continuando con la exploración de su boca. Permitió que sus dedos trazaran un ardiente sendero todo a lo largo de su espalda, hasta cerrarse sobre sus nalgas, que apretó contra su dura erección.

Jadeó su nombre, y en el instante en que lo hizo, ella pareció olvidarse de su apresuramiento. Se apartó para mirarlo. Sus miradas se enlazaron, ávidas: sus alientos se mezclaban.

—¿Alex?

Le temblaron las manos cuando le apartó tiernamente el cabello de la cara.

—Sí, Teira —«Dios mío, sí», pronunció para sus adentros. Su voz sonaba baja y ronca: en ello no tenían nada que ver las drogas, y todo la mujer que tenía en los brazos.

Teira se mordió el labio inferior antes de susurrarle al oído:

—Puedo llevarnos a los dos a la libertad.

Alex se interrumpió para asimilar sus palabras.

—¿Cómo?

Una irónica sonrisa se dibujó en sus labios.

—Yo robé el medallón.

Alex sonrió también. Y se echó a reír. Podrían escapar juntos. Lo que significaba que iba a pasar los próximos días con aquella mujer en la cama… que era lo único que le importaba en ese momento.