Capítulo 10
Plantado al pie de su cama, Darius miraba fijamente a Grace.
Estaba rodeada por una multitud de colores. Como fondo, una sábana rosa; encima, una manta verde esmeralda. Y la cascada de rizos rojos que se derramaba sobre la almohada. La vista resultaba embriagadora. Dormía plácida, lánguidamente, con una expresión dulce e inocente. Desde el instante en que la vio, su único pensamiento había sido poseerla, hundirse con ella. Cómo ansiaba estirar una mano y acariciar la blanca tersura de su piel, hundir los dedos en la sedosa nube de su pelo…
Quizá debería cumplir con su juramento en aquel preciso momento, reflexionó, terminar sencillamente con aquella extraña fascinación que ejercía sobre el. Pero no. Era un estratega. Quedaban demasiadas cosas por aclarar, demasiados misterios. Necesitaba saber más sobre aquellos invasores humanos y sus armas. Sólo entonces sería capaz su ejército de reconquistar el palacio de Javar.
Darius había pasado varias horas buscando a Grace. Dado que ningún habitante de Atlantis podía sobrevivir mucho tiempo en la superficie, debería apresurarse ahora que ya la había encontrado: cada minuto era precioso.
No era así.
Continuaba observándola, embebiéndose con aquella visión. Llevaba una fina camisa blanca que le dejaba los hombros al descubierto, brillantes bajo la luz de la luna… y que delineaba claramente el dibujo de sus senos. Sus pezones formaban círculos de sombra que anhelaba acariciar con la lengua. Su pecho se alzaba y bajaba lentamente. Cuanto más la miraba, más hambriento y desesperado se volvía por ella.
¿Cómo sería sentir su pulso bajo sus palmas? ¿Sería lento y suave? ¿O acelerado y errático? Su propio pulso ardía de vitalidad, bombeando la sangre a su miembro dolorosamente endurecido.
«Yo no quiero hacer daño a esta mujer», se dijo. «Lo que quiero es disfrutar de cada instante en su presencia». Sacudió la cabeza, consternado por aquellos pensamientos.
Durante tanto tiempo había sido fiel a su juramento de muerte y destrucción, que no sabía qué hacer con aquellos recién adquiridos deseos: deseos que no habían desaparecido con la distancia que se había abierto entre ambos.
Deseos que podían desviar a un hombre del camino que había elegido, zarandearlo y llenarlo de remordimientos.
Grace murmuró algo entre dientes antes de soltar un dulce, delicado gemido. ¿Qué estaría soñando? Habría mentido si hubiera negado que ansiaba que soñara con él. Aquella mujer lo fascinaba en tantos aspectos… Su resolución. Su valentía al desafiarlo, cuando pocos hombres se habrían atrevido a ello.
Se preguntó cómo reaccionaría Grace si se tendía en aquel momento a su lado, en la cama. Si se dedicaba a desnudarla y a saborear cada centímetro de su piel tersa y dorada… hasta hundirse profundamente en la caliente humedad de su sexo.
Apartó bruscamente la mirada. «Te estás poniendo en ridículo. Distánciate de la situación. Conserva la cordura», se ordenó. Aquella mujer representaba una amenaza todavía mayor que un ejército. Había penetrado en la niebla y destruido completamente su sentido del orden. Había violado sus más íntimos pensamientos, había ignorado sus órdenes y lo había engatusado con su belleza.
Y, sin embargo, aún seguía viva. Quizá debería acostarse con ella. Para luego olvidarla como había hecho con sus otras amantes.
«Sí. Tomarla como has tomado a las otras: primitiva, salvaje, rápidamente». Era un buen plan. Pero… con aquella mujer, Darius quería una fusión lenta, dulce. Tierna. Como su beso.
Si no lograba sustraer su mente a su poder, acabaría cometiendo una locura.
Mientras paseaba la mirada por el dormitorio, llamaron su atención las cortinas de las ventanas, una sinfonía de colores cada una: rosas, amarillos, azules, verdes… Un arco iris. Un espejo ocupaba toda una pared. Otro estaba pintado con dibujos de flores blancas y ramas de vid, con pámpanos verdes y uvas rojas. Sí, Grace era una mujer que disfrutaba de la sensualidad de la vida. Con cosas que él también había disfrutado en su momento.
«Grace, Grace, Grace». Su mente recitaba su nombre como una letanía. Tal vez si pudiera saborearla un poco más, lograría quitársela de la cabeza sin tener que llegar al extremo de acostarse con ella. Porque acostarse con ella sería un gesto demasiado íntimo. Un beso sería suficiente para satisfacerlo, pero no para destruirlo…
«Mentiroso. Aquel último beso te dejó secuelas. No puedes permitirte nada», se decía. Y sin embargo, se sorprendió a sí mismo acercándose a la cama. Obligado por una fuerza mayor que la de su voluntad, se inclinó para aspirar su erótica fragancia. Cerró los ojos mientras se embebía de su dulzura.
Perdida en sus sueños, Grace se aproximó instintivamente a él, como si hubiera sentido su presencia y la buscara…
Pero Darius sabía que, si se hubiera despertado en aquel preciso momento, habría luchado contra él. No sabiendo qué otra cosa hacer, pronunció un conjuro destinado a relajarla y tranquilizarla en aquellos primeros y fundamentales segundos.
Se incorporó nada más terminar.
—Grace —dijo en tono suave—. Despierta.
Estaba decidido a interrogarla. Nada más.
—Mmmmm… —se removió en la cama sin llegar a abrir los ojos, enredándose en las sábanas.
—Grace. Tenemos que hablar.
Abrió lentamente los párpados. Y esbozó una dulce, adormilada sonrisa.
—¿Darius?
Al sonido de su nombre en sus labios, la garganta se le secó de repente. Fue incapaz de seguir hablando.
—Estás aquí —ampliando su sonrisa, Grace estiró los brazos por encima de la cabeza—. ¿Estoy soñando? —susurró. De repente frunció levemente el ceño—. No, esto no parece un sueño.
—No lo es —repuso Darius con voz ronca. El color de sus ojos era mucho más hermoso que cualquier otro que hubiera conocido.
—¿Así que eres real? —le preguntó, sin demostrar temor alguno.
Darius asintió, recordándose que era su hechizo el responsable de aquella languidez. Era irracional, sabía, pero habría matado por que hubiera sido él el causante de aquella reacción, y no su conjuro.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Tengo que hacerte unas preguntas.
—Me alegro de que hayas venido.
—Necesito el medallón, Grace. ¿Dónde está?
Se lo quedó mirando durante unos segundos, adormilada. Luego le echó los brazos al cuello y lo acercó hacia sí, hasta que quedaron nariz contra nariz.
—Las preguntas después. Ahora bésame.
Un traicionero fuego lo arrasó de la cabeza a los pies. Había querido relajarla, que no excitarla. Por todos los dioses, le había lanzado aquel conjuro precisamente para evitar tocarla… ¡y ahora ella misma le estaba pidiendo que lo hiciera!
—Suéltame —le pidió en tono suave.
—No quiero —se puso a juguetear con el vello que asomaba por el cuello de su camisa, tentándolo con la mirada—. Todas estas noches he soñado con aquel beso que me diste… Es lo único de mi vida que me ha hecho sentirme completa, realizada… y quiero más —de repente frunció el ceño—. No sé por qué te he dicho eso, yo… ¿Cómo es que no te tengo miedo?
«Me merezco que me den una paliza», se recriminó Darius, pero de todas formas bajó la cabeza. Aquella confesión lo había cautivado, encadenado. Nada podía hacer contra aquella atracción. En cualquier momento cesarían los efectos del conjuro, y ella lo rechazaría, se apartaría bruscamente. Pero hasta entonces…
—Abre la boca —le ordenó.
Grace obedeció de inmediato. Darius exploró entonces el dulce interior de su boca; su ronco gemido se mezcló con el suspiro de ella. Era como una mezcolanza de sabores: cálida, deliciosa, hipnótica. Un sabor que solamente había experimentado en una ocasión antes, la primera vez que se besaron. Y quería saborear aquella maravilla hasta cansarse.
Grace se aferró a su camisa, demandándole silenciosamente que no se detuviera. Casi se avergonzó de que estuviera reaccionando de una manera tan abierta y desinhibida. Con cuánta desesperación ansiaba hundirse en su interior y poseerla de todas las maneras imaginables…
Se colocó encima de ella, tal y como había imaginado y soñado unos segundos antes. Podía sentir la dulce presión de sus senos contra su duro pecho. Además de la fina camisa, llevaba una diminuta braga. Era sin duda la criatura más erótica y sensual del mundo. Maldijo aquellas mínimas barreras que estorbaban el contacto de la piel contra la piel.
Grace enredó de pronto una pierna en su cintura, apretándose contra él. Darius soltó un suspiro de exquisito placer: sabía que debería apartarse, concentrarse en interrogarla. No tenía mucho tiempo, porque ya había empezado a sentir los debilitadores efectos de su salida de Atlantis.
Pero no podía detenerse. Se sentía impotente. Desesperado.
Tenía que poseer a aquella mujer.
El deseo que sentía por ella era peligroso, prohibido, pero el tiempo parecía correr ajeno a la realidad, y Darius se permitió sentir en lugar de pensar. Mientras lo hacía, todas aquellas cosas que siempre había despreciado se convirtieron en sus mayores ¿liados. La ternura. La pasión. La ardiente carne femenina que lo tentaba. La embriaguez de su dulce fragancia…
Como si ella hubiera podido leerle el pensamiento y discernir sus necesidades, empezó a succionarle con fuerza la lengua, a mordisquearle los labios… Y Darius la dejó hacer. De haberse detenido, habría sido capaz de suplicarle de rodillas que continuara…
Deslizó una mano todo a lo largo de su cuerpo, recorriendo la aterciopelada tersura de su piel: primero todo a lo largo de la espalda, luego por la dulce redondez de su trasero. Grace gimió, y acto seguido él deslizó los dedos entre sus piernas, por encima de la braga, sintiendo su húmedo calor…
—Me encanta que me toques —susurró ella mientras los dedos de Darius le acariciaban un pezón, por debajo de la camisa—. Es tan maravilloso…
Darius saboreó aquellas palabras mientras le lamía el cuello, apretando su erección contra el punzante corazón de su deseo. Sus alientos se mezclaban, sus gemidos se volvían más roncos: señal de que ambos necesitaban más.
—Te quiero desnuda.
—Sí, sí.
Impaciente por contemplarla, le abrió la camisa. Grace ni siquiera se estremeció; arqueó la espalda, ofreciéndose a él. En silencio, le estaba diciendo que hiciera con ella lo que quisiera. Sus senos quedaron al descubierto, revelando unos pezones rosados, duros, excitados. A la luz de la luna, su vientre levemente redondeado tenía un brillo cremoso, con una diminuta joya relampagueando en su ombligo.
Se detuvo para tocar la piedra.
—¿Qué es esto?
Grace se humedeció los labios.
—Un piercing.
Nunca había oído aquella palabra, pero dio las gracias al cielo por aquel hallazgo. La sensual visión de una joya engastada en su vientre casi acabó con él. Tensos los músculos, inclinó la cabeza y se la lamió.
Grace perdió el aliento y se estremeció de placer.
—Eres la criatura más bella que existe sobre la tierra…
Se miraron. Ella abrió la boca para protestar, pero entonces él la tomó de la barbilla y la besó de nuevo. Luego, mientras con una mano continuaba acariciándole la joya, trazó un sendero de besos todo a lo largo de su hombro y de su cuello, antes de pasar a sus senos.
Grace se arqueó contra él, permitiéndole que le lamiera y succionara los pezones a placer, ávido. Quería saborearla por entero, toda al mismo tiempo: su vientre, sus pezones, su sexo…
—¿Darius?
—¿Mmmm? —aunque su cuerpo lo urgía a terminar lo que habían empezado, continuó saboreándola.
—Quiero que seas mío. En cuerpo y alma.
Se quedó inmóvil, mirándola, pensando que debía de haber oído mal. Ninguna de las mujeres con las que había estado le había dicho nunca nada parecido. Quizá las había abandonado sin darles oportunidad a que se lo dijeran. O quizá le habían demostrado la misma indiferencia que él les había demostrado a ellas.
—Dime qué es lo que quieres hacerme —la voz le salió ronca, estrangulada.
—Quiero darte placer —sus ojos brillaban como llamas color turquesa.
—¿Cómo?
—Besándote como tú me has besado a mí. Tocándote como tú me estás tocando.
—¿Dónde? —no podía evitar preguntarle. Necesitaba escuchar las palabras.
—Por todas partes.
—¿Aquí? —deslizando una mano dentro de la braga, sintió la suavidad de su vello… y hundió dos dedos en su sedosa humedad.
—¡Dios mío, sí! —gritó. Con los ojos cerrados, fue al encuentro de sus dedos—. Esto me hace soñar… oh, Dios mío…
—¿Quieres tocarme tú así, mi dulce Grace…? ¿Entre las piernas?
—Sí. Oh, sí —soltó una ronca exclamación al tiempo que deslizaba las manos bajo su camisa, a lo Largo de los tatuajes que cubrían su pecho. La sensación de sus tetillas endureciéndose bajo sus palmas le hizo estremecerse la cabeza a los pies.
El placer era insoportable. El pulgar de Darius encontró su clítoris y empezó a acariciarlo. Perdida en la magia de aquellas sensaciones, Grace se aferró a sus brazos. Estaba tan cerca… Ya casi estaba llegando…
—Verte así —le susurró—, tocarte así… me da más placer del que me merezco.
Su beso le robó el aire de los pulmones. La besaba como un hombre besaba a una mujer justo antes de hundirse en su cuerpo. La besaba como ella necesitaba que la besaran.
Grace enredó las piernas en torno a su cintura y lo tomó de las nalgas.
—Ansío tanto hacerte mía… —pronunció Darius con los dientes apretados, sin dejar de acariciarla.
Algo caliente y salvaje explotó en el interior de Grace. A partir de ese momento, todo se aceleró para ambos. Él quería hacerla suya, pero ella lo necesitaba. Lo agarró del pelo, manteniéndolo cautivo, mientras profundizaba el beso. Otros hombres la habían besado, pero aquélla era la primera vez que había sentido que la besaban con todo el cuerpo. Era la primera vez que un hombre la hacía sentirse como si constituyera para él su único universo…
Su dura erección empujaba contra su muslo. La necesidad que tenía Grace de sentirla en su interior, de fundirse con su cuerpo, le consumía el corazón y el alma.
—Estás tan duro… Te deseo, Darius —aquellas palabras parecieron surgir de un secreto lugar de su ser: la parte más sincera de su persona, la parte que no podía negar, aun sabiendo que debía hacerlo—. Hazme el amor.
—Yo… —un residuo de razón penetró en la conciencia de Darius. No podía hacer el amor con aquella mujer. Hacerlo y luego matarla sobrepasaría en vileza a cualquier otra cosa que hubiera hecho en el pasado.
Grace le deslizó la punta de la lengua por el cuello, la barbilla…
—Quiero hacer el amor contigo cada noche… —siguió un beso—. Así —un mordisqueo— y así.
«Cada noche». Lo único que no podía darle. Tenía una misión que cumplir. Y, por mucho que le pesara, tocar y saborear a aquella mujer no tenía nada que ver con esa misión. Torturado por la culpa, se apartó bruscamente para levantarse de la cama. Permaneció de pie, mirándola, esforzándose por mantener el control… y fracasando. Todavía podía paladear su sabor en los labios.
Grace tenía las mejillas levemente ruborizadas. La luz de la luna resaltaba el húmedo brillo de sus labios, tentándolo a que los saboreara una vez más. Sabía que volver con ella sería una absoluta locura. Y sin embargo, cada instinto que poseía le gritaba que aquella mujer era suya. Que le pertenecía y que podía convertirse en la única razón de su existencia. Que aquella conquista podía transformarse en su más alta victoria.
Pero incluso mientras su mente se veía asaltada por todos aquellos pensamientos… los rechazó.
Javar se había enamorado de una mujer. Muchos años atrás, su antiguo mentor había tomado a un dragón-mujer como compañera. Ella lo había ablandado, lo había hecho relajarse en sus deberes. Se había tornado mucho menos precavido con la niebla, menos rápido a la hora de matar.
Y, a esas alturas, era muy probable que aquella laxitud le hubiera acarreado la muerte, o algo peor. En aquel mismo momento, Javar podía estar encerrado en cualquier parte. O torturado por alguien deseoso de arrancarle sus conocimientos, su poder sobre la niebla…
Darius no podía correr ese mismo riesgo. Ablandarse podía significar la destrucción de Atlantis.
Experimentó una punzada de irritación por lo que no podía tener, por lo que no debería desear. ¿Cómo era posible que una simple caricia de Grace pudiera reducirlo a un simple amasijo de sensaciones? Estar con ella le había permitido vislumbrar, para su desgracia, todo aquello que echaba de menos en su vida. Calor, amor. La huida de la oscuridad.
Permitirse a sí mismo conocer la dulce alegría de perderse en sus brazos, en su cuerpo, supondría la destrucción de todo aquello que tanto le había costado construir. Aquella mujer era vida y era luz, mientras que él era muerte y tinieblas.
—Debemos detenernos —tuvo que arrancarse las palabras del pecho. Para ello necesitó de toda su fuerza, de toda su resolución.
—No. No te detengas —se sentó lentamente en la cama, frunciendo el ceño. Le pesaban los párpados de sueño, todavía relajada por el conjuro que le había lanzado—. Quiero que me hagas el amor. Necesito que me hagas el amor. Estoy a punto de tener un orgasmo…
—Cúbrete —le ordenó, en un tono aún más duro que antes. Sabía que, si no lo hacía pronto, acabaría suplicándole que se desnudara del todo.
Al ver que no se daba prisa en obedecer, se inclinó sobre ella para cerrarle la camisa, cuidadoso de no tocarle la piel. Ya había sobrepasado el umbral de su resistencia, y un solo contacto más… Ignoraba si su fuerza de voluntad se había debilitado tanto por su alejamiento de Atlantis o por la propia Grace. El sudor le corría por la frente mientras le cerraba las solapas de la blusa.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió ella bajando la mirada a sus manos, viendo la misma imagen que él: sus manos morenas contrastando con su piel cremosa. Su fuerza contrastando con su feminidad.
Darius se apartó por fin, sin responder.
Parpadeó varias veces, asombrada. Sacudió la cabeza. La pasión todavía ofuscaba sus sentidos. Sentía dolor… le dolía, sí. Al principio se había dicho a sí misma que Darius no era nada más que otro producto de su imaginación, pero en el fondo había sabido la verdad. Y la sabía ahora. Era real: estaba allí, con ella.
Le había prometido que la encontraría. Y lo había hecho.
Un estremecimiento le recorrió la espalda. Ignoraba cómo había podido convencerse de que aquellas horas pasadas con él en Atlantis no habían sido más que un sueño. En cualquier caso, aquello no importaba ahora. Lo único que importaba era que él estaba allí y que la deseaba… tanto como ella a él.
Recorrió su cuerpo con la mirada. Llevaba el mismo pantalón de cuero negro que la primera vez, pero con una camiseta negra y ajustada que le delineaba cada músculo.
Mientras lo contemplaba, la serena laxitud que antes había experimentado empezó a desvanecerse. Un rayo de luna iluminaba el rostro de Darius, arrancando un reflejo a sus ojos dorados. ¿Dorados? Recordaba que, en Atlantis, había tenido los ojos azules. De un azul hielo.
En ese momento, en cambio, eran de un cálido castaño dorado que traslucía un placer contenido, sí, pero también un secreto dolor que no pudo por menos que conmoverla.
Para su sorpresa, sin embargo, vio que de repente se endurecía su expresión. Y que sus ojos volvían a adquirir su primitivo color azul claro, cristalino. Helado.
—Tenemos que hablar de muchas cosas, Grace. Cuando termines de cubrirte, empezaremos.
Allí estaba ella, entregándose por completo a pesar de todo, y él… El rechazo le dolió profundamente.
—Hazlo ya —ordenó Darius, tensando la mandíbula.
La relajación iba desapareciendo por momentos. Aquél era el hombre que había amenazado con matarla. Que le había dado caza y la había encerrado. No era el hombre que la había abrazado tiernamente. Que la había besado con tanta pasión…
—¿Darius?
—Cúbrete con la sábana.
Alzó la mirada al cielo, como suplicando una intervención divina. ¡Que se cubriera de una vez!
—Darius… —repitió, ignorando su orden.
—¿Sí, Grace?
—¿Qué está pasando aquí? —era una pregunta estúpida, pero era la única que se le ocurría.
—Te dije que vendría a por ti, y he venido.
—¿Por qué? —tragó saliva.
Por toda respuesta, Darius se sacó una pequeña daga de la cintura del pantalón y se la puso en el cuello. El contacto fue leve, no lo suficiente para hacerle una herida, pero la impresión fue la misma: Grace perdió el aliento y se puso a gimotear.
—Vamos a tener que charlar —Darius arqueó una ceja—. Tú y yo.
—Sé que no has hecho todo este viaje para hablar —replicó. Y tampoco para hacerle el amor. ¿Qué era exactamente lo que quería de ella?
—Por ahora, lo único que quiero de ti es una simple conversación —la hoja permaneció en el aire durante un segundo más, hasta que volvió a enfundarla—. No te olvides de lo peligroso que soy.
Esforzándose por dominar su temblor, Grace se levantó rápidamente: la manta y la sábana cayeron a sus pies. Darius se quedó donde estaba, como si no tuviera nada que temer de ella.
Tenía su bolso encima de la mesilla. Decidida, sacó su spray sin la menor vacilación y le roció los ojos con el gas. Con su rugido resonando en los oídos, abandonó la habitación a toda prisa.