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Capítulo 18

Transcurrieron horas mientras Grace desgastaba la moqueta de su diminuto salón, de tanto pasear de un lado a otro.

El pasillo del edificio se había quedado en silencio media hora atrás. Cada vez que cerraba los ojos, se imaginaba a Darius sentado al otro lado de la puerta, meditabundo, intentando pensar en alguna manera de deshacerse de ella…

Frunció el ceño. Darius volvería a Atlantis por la mañana, pero no lo haría sin ella. Tanto si le gustaba como si no, estaba decidida a acompañarlo.

Suspirando, se frotó las sienes. «¿Qué voy a hacer ahora?», se preguntaba. Por debajo de su frustración con Darius latía un constante temor por Alex: sabía que su hermano era el verdadero catalizador de sus tumultuosas emociones. La impotencia la consumía porque sabía que no le quedaba otro remedio que esperar y rezar para que Alex estuviera bien.

Para que Jason lo mantuviera vivo, porque al parecer su hermano tenía algo que él quería…

El medallón.

Soltó una carcajada sin humor. Todo siempre volvía al medallón. Si hubiera sospechado desde el principio el valor de aquel maldito colgante, se habría esforzado por no perderlo… ¿Dónde diablos podía estar?

Necesitaba a Darius. Lo necesitaba a su lado. Necesitaba sentir sus fuertes brazos envolviéndola, escuchar sus palabras de aliento…

—Darius —exclamó, frustrada. ¿Qué estaría haciendo…?

De pronto una borrosa sombra se dibujó ante ella. Un susurro de calor, una vaharada de masculino aroma… y Darius se materializó ante sus ojos. Tenía una expresión tensa, preocupada.

—¿Qué te pasa?

—Pasa que te necesito —contestó ella—. Te necesito. Eso es todo.

Sus miradas parecieron anudarse. Más que tenso, Darius parecía… cambiado. Distinto. Más sexy que nunca. Deseoso. De ella.

Grace sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Darius no se parecía al hombre que había conocido en la cueva, blandiendo su espada, con la muerte en la mirada. Ni tampoco al hombre que había estado a punto de estrangular a Patrick. En aquel momento le recordaba al hombre que tanto había disfrutado con los colores y con el chocolate, el hombre que la había besado tiernamente en los labios, deleitándose con su sabor. El hombre que le había lamido las palmas de las manos, curándole las heridas.

Oh, Dios, cuánto lo deseaba…

Pero la culpa la asaeteó de inmediato: ¿cómo podía desearlo, disfrutar de él, cuando Alex estaba sufriendo?

—Ahora mismo no puedes ayudar a tu hermano —le dijo Darius, como si le hubiera adivinado el pensamiento.

—Lo sé —repuso en tono suave, deseándolo todavía más.

—Entonces ven aquí.

Sin pronunciar una palabra, Grace se lanzó a sus brazos. Darius la tomó a su vez de las nalgas y la acorraló contra la pared. Instantáneamente, le devoró los labios con un beso abrasador.

—Esta vez no me detendré —le advirtió.

—Bien —dijo ella—. Porque no pensaba dejar que lo hicieras.

Darius empezó a mordisquearle suavemente el lóbulo de una oreja. Había llegado el momento: la espera había terminado.

Acariciándole una mejilla con una mano y la espalda con la otra, Grace se apretó contra su erección. Un violento temblor la recorrió de los pies a la cabeza, dejándola todavía más excitada.

El, a su vez, reclamó nuevamente sus labios. Era su mujer, y él su hombre. Deslizó la lengua dentro de su boca, y el deseo de Grace alcanzó el punto de no retorno. No, eso no era exactamente cierto. Había alcanzado el punto de no retorno desde la primera vez que lo vio…

Se estremeció con la fuerza de la necesidad, con la intensidad de su calor, con el ansia devoradora de llegar a conocerlo por fin. Todo él.

—Darius…

—Grace…

Darius nunca se había sentido tan lleno de vida como se sentía en aquel momento, con ella en sus brazos. Grace le había mostrado un mundo que había perdido la esperanza de volver a ver, un mundo de colores y de sabores… de emoción. Verdadera emoción.

Lenta, seductoramente, Grace deslizó los dedos por su pecho al tiempo que esbozaba una femenina sonrisa. La parte más profunda y primitiva de Darius la había reconocido desde el mismo momento en que la vio salir de la niebla: era su pareja, Su compañera.

La razón de su existencia.

La desposaría.

Mientras él continuaba mirándola, ella se lamió un dedo y trazó con saliva el dibujo de un corazón sobre su tetilla. Darius suspiró profundamente.

Al casarse con él, Grace pasaría a convertirse en ciudadana de Atlantis. Su juramento estipulaba que debía matar a todos aquellos viajeros que atravesaran el portal de niebla. Pero si ella fuera de Atlantis… entonces todo cambiaba.

El alivio, la alegría, reverberaron en su interior como una tórrida lluvia.

Reclamó su boca con mayor ferocidad. Grace respondió hundiendo los dedos en su pelo y devolviéndole el beso. Se frotaba contra su erección, jadeando, tomando, entregándose. La barrera de la ropa sólo conseguía aumentar la fricción.

Darius cerró los dedos sobre la suave redondez de sus nalgas, acelerando su ritmo, y el beso se prolongó, primero duro y rápido, luego lento y tierno.

—Eres tan bella… —le dijo con voz quebrada.

—No, yo…

—Lo eres. Me quemas. Me haces arder…

Se derretía en sus brazos. Sus senos parecían fundirse con su pecho, con los pezones endurecidos, esperando. Saborearlos se le antojaba a Darius tan necesario como respirar. Con cualquier otra mujer se habría apresurado, habría complacido a su pareja y habría alcanzado él mismo satisfacción, pero no le habría ofrecido nada más.

Pero eso había acabado.

Quería recibir y dar. Entregarse.

La tumbó delicadamente sobre la moqueta. Tomándola suavemente de la barbilla, le dijo:

—Esto va a ser mucho más que sexo, mi dulce Grace. Me estoy entregando a ti. Por entero —se interrumpió y estudió sus rasgos—. ¿Entiendes?

Algo que no supo cómo interpretar brilló en sus ojos. ¿Incertidumbre? ¿O excitación? Vio que se mordía el labio inferior y sacudía la cabeza.

—Quiero que seas mía hoy y para siempre —explicó él.

—¿Quieres decir… casarnos?

—Más que eso. Emparejarnos para toda la vida.

—¿Hay alguna diferencia?

—No te la puedo explicar. Sólo puedo mostrártela.

—¿Y quieres hacer esto aquí? —Grace abrió mucho los ojos—. ¿Ahora?

Vio que asentía con la cabeza. No podía estar hablando en serio. Tenía que estar burlándose de ella. Pero su expresión tensa, a la vez que vulnerable, le decía lo contrario.

Le había dicho la verdad.

Y ella no sabía cómo reaccionar.

«Grace Kragin», le susurró una voz interior.

Aunque no entendía lo que había podido llevarlo a tomar una decisión semejante, la perspectiva le resultó absolutamente tentadora. Ya había admitido que lo amaba. ¿Por qué negar ahora sus sentimientos? «Yo quiero ser su mujer», pensó. Así era. Ahora y siempre, como había dicho él.

Qué maravilloso sería poder acostarse con Darius cada noche, sentir cada noche su aliento en la nuca, sus susurros de amor en los oídos… Qué maravilloso sería poder tener hijos con él. Su mente conjuró la imagen de un delicioso bebé. Su bebé.

—Tú viste la violencia de mi pasado —le dijo Darius, malinterpretando su silencio—. Sabes las cosas que he hecho y puedes imaginar perfectamente las que haré. Pese a todo ello, te estoy pidiendo que me aceptes. Si puedes hacerlo, yo te entregaré mi vida, mis riquezas y la promesa de que te protegeré siempre —las últimas palabras abandonaron sus labios con toda su desesperación. Todo su anhelo. Toda su necesidad.

La expresión de Grace se suavizó.

—Yo no necesito tus riquezas. Sólo a ti.

Al escuchar aquellas palabras, el instinto de posesión que siempre había sentido por Grace afloró a la superficie. Un deseo crudo, primario, lo abrasó por dentro. Todo en su interior clamaba por ella. No sólo parte de su ser, sino su esencia entera.

Entrelazó los dedos con los suyos. Acto seguido, como temiendo que pudiera cambiar de idea, pronunció:

—Te pertenezco. Mi corazón sólo por ti late —la miraba intensamente—. Nadie más me tentará, a partir de este día y para siempre. Te pertenezco.

Mientras hablaba, los lugares donde sus cuerpos estaban en contacto empezaron a arder, a brillar. Grace sintió una extraña sensación en la boca del estómago, como si algo se estuviera liberando y desenredando por dentro, haciéndola estremecerse de la cabeza a los pies.

—Pronuncia tú las palabras —le pidió él con voz ronca.

Sí. Sí.

—Te pertenezco. Mi corazón sólo por ti late —mientras hablaba, veía cómo se iban acercando sus labios—. Nadie más me tentará, a partir de este día y para siempre. Te pertenezco.

En el instante en que la última palabra abandonó su boca, Darius la besó. Cerró los ojos con fuerza mientras todo su cuerpo se tensaba.

Grace sintió que una parte de su alma abandonaba su cuerpo para entrar en el de él. Instantáneamente el vacío resultante se llenó con su esencia, que la barrió por dentro como un fuego arrasador. El intercambio fue potentísimo, salvajemente erótico.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó, entre jadeos.

—Nos hemos unido.

No necesitó que le dijera más para entenderlo. Estaban unidos, no físicamente, eso aún no, sino de una manera todavía más tangible. Innegable. Ignoraba qué explicación podía tener, pero ya no eran dos entidades separadas: eran uno. Antes lo había necesitado, pero ahora sabía que moriría sin él. Lo percibía, lo sabía en lo más profundo de su alma.

—No soy nada sin ti —le dijo Darius, haciéndose eco de sus pensamientos—. ¿Sientes lo mucho que te deseo?

Lo sentía. Sí que lo sentía. Su deseo se confundía con el suyo, ronroneando en sus venas.

—Tú eres para mí más importante que el aire —le dijo él—. Más importante que el agua. Tú, Grace, mi única necesidad.

—Te amo —pronunció ella, ofreciéndole por fin las palabras que habían resonado una y otra vez en su corazón. Mientras hablaba, la felicidad que había perseguido en vano durante toda su vida apareció de repente ante sus ojos, al alcance de la mano. Y se lanzó a abrazarla al mismo tiempo que abrazaba a Darius. Aquel hombre representaba todo lo que había echado de menos en su vida: peligro, aventura, pasión.

Se incorporó de repente para quitarse la camiseta.

—Voy a darte todo lo que ansias, mi dulce Grace —sonrió—. Todo.

Un estremecimiento de anticipación la recorrió. Deslizó las palmas de las manos por su ancho pecho, por sus tetillas. Los tatuajes estaban como apagados, no tan rojos y brillantes como antes, pero seguían allí, tan sensuales como siempre. Se le hacía la boca agua sólo de pensar en saborearlos.

Le pidió que se tumbara bocarriba. Luego, inclinándose, empezó a lamer el dibujo de las alas del dragón, saboreando su piel ligeramente salada. Pudo sentir la tensión de sus músculos bajo su lengua.

Darius, a su vez, deslizó una mano entre sus piernas: la tela de sus téjanos creaba una deliciosa fricción. Grace empezó a gemir, deleitada con sus caricias. Todo en su interior parecía volver a la vida. Lugares de su cuerpo que hasta el momento ni siquiera había sabido que existían suspiraban ahora por sus atenciones.

Él afirmaba haber hecho cosas horribles, pero, en lo más profundo de su ser, Grace ansiaba aquella parte tan fiera de su naturaleza. El peligro. Había intentado negarlo, pero siempre había sabido la verdad. Darius resumía todas sus fantasías: su sola presencia le garantizaba más excitación que cualquier desafío o aventura. Cuando estaba con él, se sentía completa. Se sentía viva.

Se sentía vital.

—Te quiero desnuda —Darius no esperó su respuesta, no podía. Impaciente como siempre le ocurría cada vez que estaba con ella, le rasgó la camisa. Debajo descubrió su sujetador de encaje verde esmeralda, su sensual piercing y un pequeño tatuaje con la figura de un dragón.

—Mira —le dijo.

Perdida como estaba en aquel mar de sensaciones, tardó unos segundos en reaccionar. Cuando lo hizo, se quedó sin aliento.

—¿Qué…? No lo entiendo. Tengo un tatuaje… —se lo quedó mirando, estupefacta—. ¡Y yo no me he hecho un tatuaje en mi vida!

—Llevas mi marca. Formo parte de ti para siempre.

A continuación le desgarró el sujetador por el centro, tal y como había hecho con la camisa. La vista de sus exuberantes senos le hizo temblar como si fuera un chiquillo… Empezó a acariciárselos, disfrutando al ver cómo se arqueaba con los ojos cerrados, animándolo a continuar… Se inclinó para capturar un pezón con los labios. Y la oyó susurrar su nombre como si rezara una oración.

Se lo succionó con fuerza.

—Oh, Dios… —gimió ella.

Le rodeó la cintura con las piernas al tiempo que hundía los dedos en su pelo. Darius continuaba acariciándole un seno, con el pezón de perla entre sus dedos, mientras le lamía y succionaba el otro: sus pezones eran dulces y rosados como frambuesas. De repente una de sus manos bajó hasta su vientre, buscando el delicado piercing de plata.

Debilitada su resolución de conducirse con lentitud, empezó a acariciarla entre las piernas. Grace se frotaba lascivamente contra él, con él… Cuando la tuvo jadeante, suplicante, la descalzó y la despojó con rapidez del pantalón. La vista de su cuerpo, cubierto únicamente por la pequeña braga color esmeralda, casi le provocó un ataque. Semejante belleza… Su belleza.

Deslizó los dejos debajo del fino encaje y encontró su sedoso calor: estaba húmeda, caliente. Dispuesta. La deseaba desesperadamente. Con la punta de la lengua, empezó a lamer la humedad de aquellos finísimos pliegues…

—Sí —murmuró Grace, arqueándose hacia él—. Sí, tócame ahí…

Darius deslizó un dedo en su interior, y luego otro.

—¿Quieres más? —tenía la frente perlada de sudor. Le mordió el cuello, y acto seguido se lo lamió mientras imprimía un delicioso ritmo a sus dedos.

Grace gritó, alzando las caderas. Darius se moría de ganas de entrar en ella, pero introdujo otro dedo. Le encantaba sentirla por dentro: la tensión de sus músculos, su húmedo calor… Suaves gemidos escaparon de sus labios cuando comenzó a frotarle el clítoris con el pulgar.

—Estoy lista… —le dijo—. Te prometo que estoy lista.

Con un gruñido, Darius cerró los labios sobre su boca y se embebió de ella. No se la merecía, pero los dioses se la habían entregado y pensaba hacer todo lo que estaba en su mano para hacerla feliz.

—Quiero besarte aquí —le dijo, rodeando suavemente con el pulgar el centro de su humedad.

Grace cerró los ojos. Generosa como era, no se contentaba solamente con recibir placer: también insistía en devolvérselo.

—Yo… quiero besarte… aquí —jadeó, deslizando una mano entre sus piernas y cerrando la mano sobre su grueso falo.

En pocos segundos, Darius se desnudó y la despojó de la braga, de manera que ambos quedaron completamente desnudos. Después se tendió de espaldas: sólo de imaginarse su roja melena acariciándole el vientre, cerniéndose sobre sus caderas y su miembro, se excitaba insoportablemente, al borde del orgasmo…

—Siéntate encima —le pidió, sorprendido él mismo de que aún le quedara voz—. Pero no mirando hacia mí. Hacia el otro lado.

Con los pezones tensos y endurecidos, lo miró con expresión anhelante. Lentamente, hizo lo que le pedía. Su espalda era larga y esbelta, perfectamente proporcionada. Darius deslizó un dedo todo a lo largo de su columna, viendo cómo se le erizaba la piel.

Luego la aferró de las caderas.

—Ahora, inclínate.

Con sensual languidez, Grace acercó la boca a su dura erección. Su cálido aliento le acarició los testículos cuando él alzó la cabeza para saborear su dulce sexo.

Al primer contacto, Grace gritó de placer. No fue un orgasmo, pero casi. Se aferró a las caderas de Darius. Él continuaba lamiéndola, y ella se apoderó de la punta de su poderoso falo con los labios… y a punto estuvo de gritar de nuevo. El erotismo de tener su miembro dentro de su boca mientras Darius saboreaba su más íntima esencia resultó abrumador. Alcanzó rápidamente el clímax. Su cuerpo tembló y se convulsionó mientras un millar de luces estallaban en su mente. Para entonces, debería haberse sentido saciada, completamente satisfecha. Pero no. Lo quería profundamente enterrado en su interior.

Desesperado, Darius se incorporó y cambió de posición, tumbándola de espaldas.

—¿Y ahora? —pronunció con voz ronca, deseosa. Frenética. Necesitaba entrar en ella.

Grace abrió las piernas y guió su falo hacia su sexo, al borde de la penetración.

—Siempre estaré lista para ti.

—Eres mi mujer. Dilo.

—Soy tuya. Ahora. Siempre. ´

—Y yo soy tuyo —le devoró los labios en el preciso instante en que la penetró. Gritó de gozo, de felicidad: su alegría fue tan intensa que las alas de dragón le brotaron bruscamente de la espalda. Aquellas majestuosas alas permanecieron desplegadas en el aire durante un instante mágico, hasta que se cerraron sobre sus cuerpos como un capullo iridiscente.

La miró, impresionado. Tenía los ojos cerrados y los labios apretados. En lugar de gritar de dolor, murmuró unas palabras de rendición, de entrega.

Para Grace, la punzada de dolor de la virginidad desapareció con la misma rapidez con que había surgido.

—Tú eres… ésta es… yo soy tu primer amante —le dijo Darius, cuando tomó conciencia de lo que acababa de suceder—. Tu único amante.

—No te detengas. Mmmm…

—Tu única pareja… —añadió, sobrecogido por el descubrimiento. Se movió lentamente al principio, pero eso no pareció bastarle a Grace, porque lo agarró de las caderas para hundirlo más profundamente en su interior.

Darius no necesitó más estímulos. Aferrándola de las nalgas, empujó una y otra vez. Sus besos se tornaron más frenéticos, en sintonía con sus poderosos embates. La exquisita tensión se fue prolongando hasta que de repente explotó, regalándole a Grace la más asombrosa gratificación que había experimentado en su vida. Se estremeció, tembló, jadeó y gritó.

—Por los dioses, qué dulce eres… —pronunció Darius con los dientes apretados. Después de apoyarle bien las piernas sobre sus hombros para hundirse hasta el fondo, aceleró los embates y alcanzó el clímax, gritando su nombre.

Para su sorpresa, Grace volvió a tener otro orgasmo.

 

 

Darius llevó a Grace a la cama y ninguno de los dos volvió a levantarse en horas.

Quería pasar el resto de su vida allí mismo, en sus brazos, pero sabía que no podía ser.

Era medianoche. La luz de la luna entraba por las ventanas, con sus dedos de plata surcando la oscuridad. La ciudad latía de vida, pese a lo tardío de la hora. Había llegado el momento de marcharse. Sin embargo…

Se permitió unos minutos más de serena lujuria, del placer de seguir abrazando a Grace. Su aroma embriagador lo envolvía, su calor se le infiltraba en los huesos. Virgen. Aquella mujer hermosa y sensual le había entregado lo que no le había dado a ningún otro hombre.

—¿Darius? —suspiró, acurrucándose contra él.

—¿Mmmm?

—¿Estamos casados? Quiero decir, no hemos firmado nada ni…

—Estamos unidos. Juntos.

—Me alegro —incorporándose sobre un codo, le regaló una satisfecha sonrisa.

—Y yo.

—Lo que hemos hecho… creo que no existen palabras para describirlo.

—Yo quería ir despacio, esposa mía, quería saborearte…

—Dilo otra vez.

—Yo quería ir…

—No. La parte en que me has llamado tu esposa.

La abrazó con fuerza.

—Nos pertenecemos el uno al otro, esposa mía.

—¿Sabes una cosa? —sonrió—. Que me ha gustado mucho lo que me has dado, esposo mío.

Su miembro no debería haberse despertado en horas, quizá en días, pero mientras la miraba, una violenta necesidad volvió a asaltarlo. Si no se levantaban rápidamente de la cama, volvería a poseerla… y sabía que entonces sí que no tendría fuerza de voluntad para marcharse.

—Vístete —le dijo, dándole una palmadita en el trasero—. Es hora de que visitemos a Jason Graves.

Grace perdió su expresión soñadora. Aquella sensual tregua había terminado con la irrupción del mundo real. Se levantó para dirigirse tambaleante al cuarto de baño. Tomó una rápida ducha y se vistió con un pantalón negro y una camiseta a juego, de manga corta.

Cuando alzó la mirada, Darius estaba en la puerta del baño, mirándola fijamente con sus ojos dorados… ¡Dorados! El corazón se le aceleró al ritmo de un único pensamiento: «¡es mi marido!».

Se sorprendió a sí misma dando un paso hacia él, dispuesta a deslizar las manos debajo de la cintura de su pantalón y… interrumpió el rumbo de sus pensamientos antes de que fuera demasiado tarde. Antes de que se perdiera nuevamente en él.

Darius no parecía en absoluto excitado. Parecía… sufrir, como si aquella extraña debilidad lo hubiera asaltado de nuevo. Pero, orgulloso como era, no dijo una sola palabra.

—Ven —le dijo ella, y lo llevó a la cocina.

Una vez allí, le preparó apresuradamente un bocadillo. Nada más terminar de comerlo, Darius se sentó en el sillón, cansado. La comida no parecía haberle devuelto las fuerzas. ¿Por qué? Frunciendo el ceño, le tomó la mano para comprobar si tenía fiebre.

Pero mientras le sostenía la mano, vio que el color volvía a su rostro. Sólo entonces se dio cuenta de que no era la comida lo que le daba fuerzas, sino ella. Su contacto.

—Tienes que decirme qué es lo que te pasa —le pidió, apretándole con fuerza la mano—. ¿Qué es lo que te pone tan enfermo? —al ver que se quedaba callado, insistió—. Dímelo.

Darius suspiró.

—Cuando los dioses nos desterraron a Atlantis, nos encadenaron irrevocablemente a esa tierra. Aquéllos que intentan abandonarla mueren.

Se le encogió el estómago de terror. Si para Darius quedarse allí significaba la muerte… ella quería que se marchara.

—Tienes que volver a casa. Ahora —volcó toda su preocupación en su tono de voz, toda su angustia ante el pensamiento de perderlo.

—Volveré por la mañana, tal como planeamos.

—Yo registraré sola la casa de Jason y luego volaré a Brasil. Dentro de un par de días podré estar en Atlantis.

—Sola, no. La registraremos juntos.

—Pero…

—No, Grace.

Tenía que convencerlo de que se marchara. ¿Pero cómo? Lo soltó y se puso a fregar los platos, de espaldas a él. Segundos después estaba detrás de ella, abrazándola por la cintura.

—Te has enfadado.

—Tengo miedo por ti. Por Alex. Quiero que todo esto termine de una vez.

—Terminará pronto —una latente amenaza parecía traslucirse en su tono—. Muy pronto.