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Capítulo 16

Los Argonautas estaban instalados en una alta torre de cristal y níquel. Mientras subía en el lujoso ascensor hasta el piso cuarenta y tres, Grace no pudo evitar pensar que todo aquel dinero estaba manchado de sangre.

¿De verdad creía Jason que podía secuestrar a su hermano y salir luego impune? Cerró los puños. Por debajo de su furia, sin embargo, latía el temor. Recordaba el aspecto tan terrible que había tenido Alex en aquella imagen que había visto, débil y aterido de frío…

—Estoy asustada, Darius —susurró.

Darius permanecía extrañamente silencioso. Aunque su rostro había recuperado algo de color, seguía lívido y tenía las mejillas levemente hundidas.

A Grace no le gustaba ver cómo se debilitaba por momentos aquel hombre tan extraordinariamente fuerte y capaz. Y no porque temiera que en esas condiciones fuera a serle de menor ayuda, sino porque se preocupaba por él: le importaba. De repente, verlo en aquel estado era todavía peor que si le hubiera sucedido a ella…

El descubrimiento la dejó consternada, porque eso quería decir que…

«Oh, Dios mío», exclamó para sus adentros. No era simplemente que se preocupara por él: lo amaba. Soltó un gruñido, y Darius le lanzó una penetrante mirada.

Forzó una media sonrisa: de todas las estupideces que habría podido cometer, enamorarse de aquel poderoso guerrero había sido la mayor de todas.

Cuando le dijo a Darius que no estaba preparada para él… no le había mentido. Era demasiado intenso. Demasiado testarudo. Demasiado todo. Pero entonces… ¿cómo podía haber sucedido todo aquello?

«No te preocupes por eso ahora mismo», se aconsejó. «Sólo aliméntalo. Haz que recobre su fuerza». Le temblaban las manos cuando sacó del bolso una caja de pastillas de menta. Procurando no mirarlo a la cara, ya que no quería que supiera lo que estaba pensando… le tomó una mano. Tenía la palma áspera y seca, dura y callosa.

Pero él rechazó bruscamente su contacto.

Acto seguido, sin embargo, antes de que ella tuviera tiempo de reaccionar, le agarró a su vez la mano y entrelazó los dedos con los suyos.

—No seas tan condescendiente conmigo —le espetó ella al tiempo que intentaba liberar la mano. Acababa de darse cuenta de que lo amaba, y no quería tocarlo—. Para tu información, no quería tomarte la mano. Sólo quería darte una pastilla de menta.

—Quieta.

—Suelta…

—Cierra la boca o te la cerraré yo. Con la mía.

Entrecerrando los ojos, Grace alzó su mano libre y le metió varias pastillas de menta en la boca. Al final había sido ella la que le había cerrado la boca a él. Vio que fruncía el ceño mientras las masticaba; pero, lejos de soltarle la mano, se la estaba apretando…

Alguien detrás de ellos soltó una risita: sólo entonces se acordó Grace de los dos hombres con aspecto de ejecutivos con los que compartían el ascensor. Se atrevió a mirarlos y les ofreció una forzada sonrisa de circunstancias.

—Cuando estemos allí, déjame que hable yo —le dijo a Darius en voz baja—. No quiero que nadie sepa que sabemos lo que está pasando.

—Dejaré que hables tú, ya que se trata de tu gente —dijo en voz alta, despreocupado de la presencia de los ejecutivos—. Pero si no contestan a mi satisfacción, me veré obligado a actuar.

—No puedes amenazar a cualquiera que se niegue a responder a tus preguntas —le reprochó ella, sin alzar la voz—. O terminarás en prisión, en una mazmorra… o como quiera que tú lo llames.

—A veces, dulce Grace, tu inocencia me divierte. Como si alguien pudiera mantenerme encerrado a mí —de repente frunció el ceño—. ¿Este aparato no puede ir más rápido? Ya hemos perdido suficiente tiempo —con su mano libre, pulsó todos los botones.

El ascensor se detuvo en el siguiente piso. Y en el siguiente… y en el siguiente.

—Las escaleras habrían sido más rápidas —masculló uno de los ejecutivos, irritado.

Grace volvió a lanzarle otra sonrisa, esa vez de disculpa.

El hombre la miró ceñudo: evidentemente, le estaba echando la culpa de lo sucedido.

Como si ella pudiera controlar a un guerrero de casi dos metros que…

«Oh, Dios mío», exclamó para sus adentros. Darius ya estaba mostrando los colmillos al pobre e inocente ejecutivo…

Cuando el ascensor volvió a detenerse, ambos sujetos se apresuraron a escapar.

—¿Has visto eso? —inquirió uno de ellos—. Tenía los dientes de sable…

Una vez que se cerraron las puertas, se hizo un denso y ominoso silencio. El ascensor continuó deteniéndose en cada piso. Y cuando alguien intentaba entrar, Darius volvía a enseñarle los colmillos, con lógicos efectos disuasorios.

A la cuarta parada, Grace tuvo una náusea y salió del ascensor, tirando de Darius. Estaban en la vigésimo novena planta.

—Perdón —se dirigió a la primera persona con la que se encontró, una mujer mayor que llevaba una bandeja de cafés—. ¿Dónde están las escaleras?

—Al final del pasillo. La última puerta a la derecha.

Sólo cuando llegaron a la escalera vacía, Grace volvió a hablar.

—Supongo que éste es un buen momento para que me informes sobre tus peculiaridades como dragón… —se mordió el labio inferior, nerviosa—. Necesito estar preparada… Sólo por si acaso.

Mientras subían, continuó agarrándole con fuerza la mano. Él no le pidió que lo soltase, y ella se permitió imaginar que si no lo hacía, era precisamente porque necesitaba aquel contacto tanto como ella. Porque estaban vinculados de una manera intangible, y aquel contacto físico reforzaba aquel vínculo.

—Los dragones podemos volar —le dijo él, suspirando.

—¿Con alas?

—¿Es que existe otra manera?

—No te pongas irónico. No tienes bulto alguno en la espalda que delate la presencia de alas o de cualquier otro tipo de… —se interrumpió para buscar las palabras adecuadas— instrumentos de vuelo.

—Están ocultas bajo la piel. Cuando las alas emergen, la piel se retrae. Quizá decida enseñártelo. Más tarde. Cuando estemos solos.

En su voz se traslucía la promesa de algo excitante y eróticamente perverso a la vez. De repente se lo imaginó sin camisa, se imaginó sus propios dedos recorriendo los músculos de su espalda. Se estremeció. Su aroma escogió aquel momento para envolverla, sumergiéndola en una marea de necesidad…

Tenía que cambiar de tema antes de que pudiera cometer alguna estupidez, como por ejemplo ignorar el mundo exterior y sus responsabilidades y llevárselo en aquel preciso momento a su casa.

—¿Hay humanos en Atlantis? —le preguntó.

—Algunos. Los dioses solían castigar a los humanos enviándolos a nuestra tierra. Al poco tiempo, los vampiros se comían a la mayoría.

—Qué horror —lo miró de reojo antes de volver a clavar la mirada en las escaleras—. ¿Has… eh… has tenido relaciones alguna vez antes con humanas? No es que esté diciendo que las tengas ahora, por supuesto —se apresuró a precisar—. Sólo quería decir… —apretó los labios.

Darius, en cambio, fue al grano del asunto.

—¿Por relaciones te refieres a acostarse?

—Si la pregunta no te ofende… bueno, sí.

—¿Estás segura de que quieres oír la respuesta?

Sí. No. Suspiró. Realmente quería saberlo.

—Sí.

—Sólo existe una humana con la que me encantaría irme a la cama, Grace, y tengo planes en ese sentido —le acarició la palma de la mano con el pulgar.

Corrientes de placer atravesaron su cuerpo. Inconscientemente, se sonrió.

Para cuando llegaron al piso cuarenta y tres, le ardían los músculos por la fatiga. Siempre había soñado con tener una perfecta talla seis, pero el esfuerzo que se requería para ello era demasiado grande. Una tortura. El «ejercicio»… era una palabra que estaba aprendiendo a aborrecer. Era todavía peor que la dieta baja en calorías…

Darius le abrió la puerta y ella pasó primero. Estaban en Argonautas. La moqueta era de color rojo burdeos y en las paredes colgaban cuadros de Picasso, Monet y Renoir. Había vigilantes apostados en las esquinas y videocámaras vigilando todos los ángulos. Una fuente que semejaba una pequeña cascada ocupaba el centro de la sala de espera.

Aquel canalla… Grace no albergaba ninguna duda de que Jason Graves podía permitirse todos aquellos lujos. Sintió una punzada de rabia. Cuando Alex comenzó a trabajar para Argonautas, el sueldo apenas le había llegado para pagar su pequeño apartamento de Brooklyn. Pero durante los últimos meses había estado ganando mucho más; de hecho, había podido trasladarse a otro mucho más caro en el Upper East Side.

Los Argonautas también habían abandonado sus modestas oficinas de Brooklyn para ocupar la planta entera de aquel rascacielos.

En un principio había pensado que aquel éxito había sido fruto de sus últimas investigaciones y asesorías. Ahora sabía la verdad. Jason Graves podía permitirse todos aquellos lujos porque había saqueado Atlantis.

Se dirigió al mostrador de recepción. Tres mujeres se encargaban de atender los teléfonos. La primera tenía el pelo negro y corto y era muy atractiva. A Grace le soltó una mirada ceñuda e impaciente, pero cuando vio a Darius detrás de ella, su expresión cambió radicalmente… ¡Aquel maldito atractivo suyo!

—Un momento, por favor —pronunció por su micrófono, interrumpiendo la conversación con su interlocutor—. ¿En qué puedo ayudarlo? —le preguntó a Darius.

Grace cerró los puños de rabia.

—Queremos ver a Jason Graves ahora mismo.

—¿Cuál es su nombre, señor?

—Darius Kragin.

Los dedos de la mujer volaron sobre el teclado. Sin levantar la mirada, volvió a preguntar:

—¿A qué empresa representa?

—Me represento a mí mismo.

La recepcionista terminó de teclear, leyó algo en la pantalla y finalmente le dijo, sosteniéndole la mirada:

—El señor Graves no está en este momento. Ha salido de viaje.

Grace se pasó una mano por la cara. Estaba harta de perder el tiempo y se le estaba acabando la paciencia.

—¿Para cuándo esperan que vuelva? —inquirió con mayor brusquedad de lo que había pretendido.

—Para finales de esta semana, quizá a principios de la siguiente. Si me deja su nombre y su número de teléfono, me aseguraré de avisarles en cuanto llegue.

—¿Qué me dice de su ayudante? ¿Está aquí?

—Supongo que se refiere a Mitch Pierce —apoyando los codos sobre el mostrador, entrelazó los dedos—. Sí, él sí que está.

Mitch… otro Argonauta que la había ayudado en la jungla. Grace experimentó otra punzada de furia, pero procuró disimularla.

—Nos gustaría verlo. Ahora.

La mujer arqueó una ceja y esbozó una sonrisa de superioridad.

—¿Tienen cita?

Grace abrió la boca para responder que no, pero al final cambió de idea. Admitir que no tenían una cita era la mejor manera de que les señalaran la puerta. Y sin embargo, si respondía que sí, la sorprenderían en una mentira…

—Mire, me llamo Grace Carlyle. Si Mitch se entera de que me ha impedido verle… le aseguro que tendrá usted que buscarse otro empleo.

La recepcionista pareció pensárselo.

—Intentaré conseguirle esa cita.

Tecleó en el ordenador con una mano mientras con la otra marcaba una serie de números en un teléfono. Una vez consultada la agenda del señor Pierce, colgó y miró a Grace:

—Les recibirá dentro de una hora. Pueden esperar si quieren en la sala de la izquierda.

—Gracias —repuso Grace. Procurando disimular con poco éxito su sensación de triunfo, guió a Darius a la sala de espera. Estaban solos. Una redonda mesa de cristal ocupaba el centro, llena de libros y revistas; en la pared del fondo había un sofá y varias sillas. Todo muy elegante y muy caro.

Durante la espera soportaron varias visitas rápidas de los vigilantes de seguridad, que apenas asomaron la cabeza, sin llegar a entrar. Grace se puso a bojear varias revistas. En una de ellas había un reportaje sobre Jason Graves, con sus recientes descubrimientos y su también reciente enriquecimiento. El artículo mencionaba que había adquirido un edificio entero de apartamentos en Upper East Side con la intención de alojar a sus empleados. Era allí donde había vivido Alex hasta que desapareció…

Darius, mientras tanto, parecía reposar en el sillón, con las manos detrás de la cabeza y los ojos cerrados. Grace sospechaba que estaba conservando su fuerza y preparándose mentalmente para el inminente enfrentamiento con Mitch… única razón por la que no había irrumpido en las oficinas, exigiendo verlo. O quizá había puesto a su espíritu a vagar por el edificio, observando, explorando…

Finalmente una mujer, algo mayor y menos hostil que la recepcionista, entró para decirles:

—El señor Pierce los recibirá ahora. Si hacen el favor de acompañarme…

Grace se levantó rápidamente, seguida de Darius. Caminaron por un pasillo y doblaron una esquina. La mujer se detuvo entonces y les señaló la última puerta a la derecha.

En su recorrido, Grace leyó las placas de cada puerta: ninguna era la de su hermano. Se preguntó dónde estaría su despacho.

—¿Sabes una cosa? —le dijo a Darius en un susurro—. Me entran ganas de asesinar a estos Argonautas.

—No sabía que te gustara tanto la sangre… —una sonrisa sincera asomó a sus labios—. Intenta reprimir esas ansias hasta que hayamos interrogado convenientemente a ese tal Mitch.

—No te preocupes.

Al final del pasillo, el nombre de Mitch Pierce podía leerse en la placa de la puerta.

—Es ésta —dijo Grace, algo nerviosa. No sabía muy bien qué decir o qué hacer cuando lo viera…

Darius no se molestó en llamar. Simplemente, empujó la puerta y entró.

Mitch estaba sentado ante un gran escritorio de caoba, vacío de papeles. Era tal como lo recordaba Grace: aspecto atractivo, de anchos hombros y cintura estrecha, con un pelo ligeramente gris que le daba un cierto aire de distinción. Sólo una cosa llamó su atención: tenía la frente bañada en sudor.

Estaba nervioso.

«Muy interesante», pensó Grace. Paseó la mirada por el despacho, impresionada por su lujosa decoración: cuadros, jarrones, antigüedades de todo tipo.

Forzando una actitud indiferente, Mitch juntó las manos y apoyó los codos sobre la mesa. Había algo en sus ojos, algo que Grace no había notado antes… No tenían brillo. Era la mirada de la codicia. Le dedicó una sonrisa tan agradable como falsa.

—Me alegro de volver a verte, Grace. Tienes buen aspecto después de la dura prueba que pasaste en la jungla.

—Gracias —«canalla», lo insultó en silencio. No se molestó en decirle lo mismo.

—Por favor, toma asiento… —lanzó una nerviosa mirada a Darius—. ¿De verdad te pareció necesario traer a un guardaespaldas?

—Es un amigo.

—Entiendo. Bueno, tomad asiento los dos, por favor…

Darius se quedó de pie, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho, ceñudo. Mitch sacó un pañuelo blanco para enjugarse el sudor de la frente.

Grace tampoco se sentó y permaneció al lado de Darius: sólo esperaba que no se le ocurriera enseñarle los colmillos… Desde luego, no había esperado que aquella reunión empezara con Mitch orinándose de miedo en los pantalones. El único momento en que, tal vez, le gustaría ver esos colmillos sería en la cama. Cuando estuviera desnudo, mirándola, deseándola…

«Por el amor de Dios, concéntrate», se ordenó.

—Muy bien, como queráis. ¿En qué puedo ayudarte, Grace?

—Darius —le dijo ella, consciente de lo mucho que lo intimidaba con su presencia—, empieza tú, ¿quieres?

—¿Dónde está tu jefe, Jason Graves?

—Fuera del país. Aún sigue en Brasil, me temo. De todas formas, yo estoy más que dispuesto a ayudaros en todo lo que necesitéis… —se rió, nervioso.

—Quiero saber por qué ordenaste a uno de tus hombres que siguiera a Grace.

Tragando nervioso, Mitch se recostó en su sillón. Tenía tanto miedo que ni siquiera intentó negarlo.

—Supongo que lo acorralasteis… ¿Puedo preguntar qué fue lo que os dijo?

—No nos contó nada —mintió Darius—. Sólo que tú lo habías enviado.

Mitch se relajó visiblemente.

—Si enviamos a alguien para que siguiera a Grace, fue precisamente para protegerla. Temíamos que algo le había sucedido a Alex y no queríamos que le pasara lo mismo a ella.

—Has dicho «temíamos», en pasado —le señaló Grace—. ¿Quiere decir eso que ya sabes que no le ha sucedido nada?

—No, no… Como te dije, todavía tenemos hombres buscándolo, tanto en Brasil como aquí. Yo he vuelto porque alguien tenía que dirigir la compañía. Pero no te preocupes: lo encontraremos.

—Estoy segura de ello.

—¿Es a eso a lo que has venido? ¿A preguntar por el estado de nuestras pesquisas sobre Alex? Deberías haberme llamado. Os habríais ahorrado el viaje.

—Estoy aquí porque me gustaría registrar su despacho. Si es posible.

—Oh, me temo que eso no puede ser… La entrada en los despachos está prohibida a las personas ajenas a la empresa. Para respetar la confidencialidad de los clientes y todo eso —soltó una risita nerviosa, en un intento por bromear—. ¿Estás buscando empleo, Grace?

—¿Me estás ofreciendo tú uno, Mitch? —arqueó una ceja.

—Siempre andamos necesitados de buenos empleados.

«Probablemente porque termináis matándolos», pensó Grace. Sintió a Darius tensarse a su lado y se preguntó si no habría pronunciado las palabras en voz alta…

—Cuando salgas —añadió Mitch—, pídele a la recepcionista una solicitud. Si muestras la misma actitud que Alex, estaremos encantados de tenerte con nosotros.

—Me aseguraré de hacerlo. Por cierto, dime una cosa… si sospecháis que algo malo ha podido sucederle a Alex… ¿cómo es que aún no habéis llamado a la policía?

—No queremos involucrar a las autoridades mientras no dispongamos de una información más concreta.

«¿Cómo un cadáver, por ejemplo?», replicó Grace para sus adentros.

—¿Y qué habéis hecho hasta ahora para localizarlo?

—Jason podrá darte más detalles sobre ello cuando vuelva. Quizá deberías llamar tú misma a la policía.

De repente se le ocurrió algo, Mitch parecía querer que ella alertara a las autoridades… ¿Por qué? ¿Qué bien podría reportarle eso a él? A no ser que… ¿quizá para que ella quedara como una loca, una trastornada, una mujer enloquecida de preocupación por su hermano? ¿O, peor aún… incluso culpable de un crimen? Claro: echar la culpa a la hermana. Ésa podría ser la razón por la que la habían dejado marcharse de Brasil, la razón por la que la habían mantenido viva…

—Todavía no —le dijo a Mitch—. Pero quizá lo haga.

—Creo que eso sería lo más prudente —por primera vez le salió una sonrisa sincera—. Posibilidades sigue habiendo muchas. Eh… ¿os apetece algo de beber?

Con cuánta facilidad había pasado a las cortesías…

De repente le entraron ganas de ponerse a gritar, de soltarle a la cara que sabía que tenían a su hermano encerrado en algún lugar. Le habría encantado saltar sobre su escritorio y golpearlo…

Pero no podía hacer nada de eso. Si llegaban a sospechar que sabía la verdad, podrían acabar matando a Alex. Nunca en toda su vida se había sentido tan impotente.

—No, gracias —declinó su ofrecimiento en un tono tranquilo que a ella misma la sorprendió—. Pero sí que me gustaría hacerte algunas preguntas más. ¿Cuándo fue la última vez que supiste algo de Alex? —pensó que si seguía haciéndole hablar, quizá se le escapara inadvertidamente alguna información fundamental.

—Creo que ya he respondido a esa pregunta tuya… Hace varias semanas. Nos llamó para decirnos que se internaba en la jungla.

—¿Cómo se llama el hombre que encontró vuestro equipo de exploradores, el que había visto a Alex por última vez? Cuando me desperté en el barco, ya se había marchado, de modo que no tuve oportunidad de hablar con él —ahora sabía el motivo.

Mitch tragó saliva, azorado.

—Yo, eh… no lo recuerdo.

—¿No recuerdas el nombre de uno de tus empleados? ¿Los Argonautas no financiaron el viaje de Alex? ¿No tenéis listados ni registros de los hombres que contratáis?

—Nosotros no financiamos el viaje —se apresuró a replicar. Con demasiada rapidez—. Quizá Jason pueda decirte el nombre de ese hombre cuando vuelva.

—En la jungla, yo quería quedarme para seguir buscando a Alex. Pero vosotros me dijisteis que mi hermano ya había comprado un billete de vuelta a casa. ¿Sabes qué agencia o qué línea aérea utilizó?

Mitch soltó una tensa carcajada.

—Seré sincero contigo, Grace… no sé dónde está. Ojalá pudiera ayudarte, pero… —se encogió de hombros—. Podría estar en cualquier parte.

—Ya. Otra cosa. Mientras estuvisteis en la jungla… ¿os tropezasteis casualmente con… extrañas criaturas? ¿De tierras míticas?

—Yo… yo no sé de qué estás hablando.

«¡Mentiroso!», ansiaba gritarle Grace. Miró a Darius: su expresión era fría, distante, y sin embargo, ella tenía la impresión de que deseaba saltar sobre Mitch y despedazarlo.

Mitch debió de percibir lo mismo, porque se removía nervioso en su sillón. Para su sorpresa, Darius se puso a pasear por el despacho, curioseando las antigüedades con indolente actitud, como si no le interesaran demasiado.

—¿Sabes? No me caes nada bien —le espetó de pronto mientras examinaba una copa forrada de piedras preciosas—. Me recuerdas a un vampiro sediento de sangre.

Mitch se alisó su corbata azul.

—Eh… no existen los vampiros.

—Y los dragones tampoco, claro.

El hombre se puso lívido. Su mirada asustada viajaba de Darius a la copa.

—Claro que no —dijo con voz quebrada al tiempo que estiraba una mano hacia la antigüedad, como temiendo que la dejara caer al suelo.

Darius chasqueó la lengua y lanzó la copa al aire, la recogió y volvió a lanzarla. Cuando la recogió por segunda vez, pronunció en tono tranquilo:

—Dado que eres un incrédulo, lógicamente no tendrás que preocuparte de que un dragón pueda comerte vivo… —arqueó una ceja—. ¿Verdad?

Mitch se levantó entonces del sillón y apoyó las dos manos sobre el escritorio.

—Vuelve por favor a dejar eso en su sitio, si no quieres que avise a seguridad. Lo único que he hecho ha sido ayudarte, Grace, y así es como me lo pagas… Voy a tener que pediros a los dos que salgáis de aquí.

—Estos objetos me recuerdan algo… creo que los he visto antes en alguna parte —comentó Darius sin soltar la copa.

—En alguna revista de arqueología, seguro —Mitch lanzó una desesperada mirada a Grace—. Y ahora, por favor…—añadió— tengo trabajo que hacer.

Después de dejar la copa en su sitio, Darius recogió un colorido jarrón con dibujos de dragones.

—¿Dónde encontraste esto?

Hubo un silencio. Y una ligera tosecilla.

—En Madrid. De verdad, necesito seguir trabajando y…

—Pues yo juraría que pertenecía a un amigo mío. Quizá hayas oído hablar de él. Se llama… o se llamaba… Javar ta'Arda. Le regaló a su esposa, Teira, un jarrón idéntico a éste la víspera de su matrimonio.

—Creo que deberías dejarlo donde estaba —Mitch se humedeció los labios, nervioso—. Antes hablaba en serio cuando te dije lo de avisar a seguridad. No quiero hacerlo, pero lo haré si es necesario.

Darius dejó el jarrón en su lugar, pero justo en el borde del estante, en precario equilibrio.

—Como te estaba diciendo hace un momento, no me caes bien. Pero Grace me ha pedido que utilice la violencia únicamente como último recurso. De todas formas, puedo asegurarte una cosa: volveremos a vernos las caras.

Y dicho eso, abandonó el despacho.

«Ese es mi hombre», pensó Grace, orgullosa.

—Que tengas un buen día, Mitch —se volvió para lanzarle una última mirada. Estaba tan pálido que parecía un fantasma… o un vampiro. Se había levantado a toda prisa del sillón para evitar que el jarrón terminara cayendo al suelo.

Estaba siguiendo a Darius cuando oyó el estrépito de la porcelana al romperse, seguido de un aullido… No pudo reprimir una sonrisa.

 

 

Perdido en la intensidad de sus tumultuosas emociones, Darius caminaba decidido con la vista clavada al frente, hacia la casa de Grace.

—¿Crees que Alex se encuentra bien? —le preguntó ella.

—Por ahora sí. Tiene algo que ellos quieren. De lo contrario, hace tiempo que lo habrían matado.

—¿Dónde crees que pueden tenerlo retenido?

—En Atlantis.

Aquello la hizo detenerse en seco. Tuvo que correr para alcanzarlo.

—Pero tú lo comprobaste. Me dijiste que no estaba allí.

—Y no estaba. En aquel entonces. La visión de Alex nos confirmó que, efectivamente, estaba en la superficie. Pero después de haber conocido a Mitch, sospecho que lo han trasladado.

—¿Cómo podemos saber con seguridad si lo están reteniendo en Atlantis? ¿Interrogando a Mitch? ¿Entrando por la fuerza en Argonautas?

—No —respondió él—. Es más que probable que encontremos todo lo que necesitamos en la residencia de Jason Graves —pero, más que eso, allanar el hogar de Jason le proporcionaría una información que le resultaría muy necesaria cuando tuviera que luchar contra él.

Enfrentarse con Jason. La expectación crecía por momentos.

—Tienes razón… Y teniendo en cuenta que está fuera del país, supongo que hoy es el día perfecto para que entremos en su apartamento.

—Lo haremos esta noche, al amparo de las sombras.

—Después de eso… —vaciló por un momento— ¿volverás a Atlantis?

—Primero tengo que conseguir esos chalecos.

Ya estaban ante la puerta, y Grace sacó la llave.

—Quiero acompañarte cuando regreses a Atlantis.

—No. Rotundamente no —vio que se disponía a replicar algo—. Entra en casa. Vamos —la empujó suavemente—. Yo vendré luego: hay algo que tengo que hacer antes.

Una violenta tormenta parecía agitarse en su interior. Necesitaba algún tipo de liberación, necesitaba planificar su siguiente movimiento. Pero, sobre todo, necesitaba distanciarse de Grace y de sus propios sentimientos hacia ella.

No le dio tiempo a hacerle más preguntas. Simplemente le cerró la puerta en la cara.

Quizá fuera su imaginación, o quizá no, pero en su pantalla mental la vio acariciar la madera de la puerta con la punta de los dedos, entristecida. Evidentemente, estaba preocupada. No era la primera vez que se preocupaba por él, pero cada vez que lo hacía, Darius se conmovía un poco más, como si se ablandara por dentro.

Esperó a oír el ruido del cerrojo antes de alejarse unos metros. Le habría gustado explorar Nueva York, pero el conjuro le impedía alejarse demasiado de ella. Se quedó en el pasillo, paseando de un extremo a otro. De vez en cuando alguien pasaba a su lado y lo miraba con curiosidad, pero ninguno se atrevió a detenerse y preguntarle nada.

«Quiero acompañarte», le había dicho Grace.

Palidecía sólo de pensar en llevársela a su hogar, por mucho que el corazón se le llenara de gozo al mismo tiempo. Qué no habría dado por haber podido tener a Grace en su cama, desnuda y dispuesta para él…

Al día siguiente tendría que marcharse. Tenía momentos de fuerza extraordinaria, y momentos de absoluta debilidad. Descubriera lo que descubriera, consiguiera lo que consiguiera, tendría que volver a su hogar por la mañana. En caso contrario, dudaba que le quedaran fuerzas suficientes para viajar a través de la niebla. Y aun así, todavía faltaba tanto que hacer…

Aún tenía que matar a Grace.

¿Podría hacerlo, sin embargo? ¿Podría hacerle daño?

Darius no tenía que pensar en ello. No. No podía.

La respuesta le rebanó el alma como si fuera la hoja de un cuchillo. No, de ninguna manera podría hacer daño alguno a la dulce e inocente Grace.

Lo cautivaba en tantos aspectos diferentes… Había llegado a depender de ella de una manera que antaño habría creído imposible. Sin Grace, era como si no estuviera del todo vivo.

La había visto enfrentarse y desafiar a aquel humano, Mitch, y había sentido una punzada de orgullo. No se había amilanado. Le había interrogado sin revelar su dolor, sin derrumbarse. Era una mujer de fortaleza y honor, de amor y confianza.

Su mujer.

Sus botas se hundían en la moqueta, silenciosamente. Aspiró el olor que parecía envolver todo aquel edificio, aquella ciudad, y dirigió luego su mente hacia su propio hogar. Javar y el resto de los dragones del otro palacio estaban muertos. Una enorme tristeza lo embargó mientras admitía por fin la verdad. Lo había sabido sin lugar a dudas desde el momento en que vio los ricos tesoros del palacio de Javar decorando los despachos de Argonautas.

Sus amigos estaban muertos, se repitió mentalmente. Habían caído ante las armas de fuego. Armas de fuego… y vampiros. Y quizá el Libro de Ra-Dracus les había servido de ayuda. En cualquier caso, fuera como fuese, se cobraría venganza.

Ésas eran las consecuencias de que los humanos descubrieran la existencia de Atlantis: ya se lo había advertido Javar.

De alguna manera, Javar siempre había sido como un padre para Darius. Se habían entendido perfectamente. Cuando Teira entró en su vida, el carácter de Javar se suavizó de algún modo y el vínculo entre mentor y alumno se hizo más estrecho. Qué muerte tan absurda había tenido… Darius no había vuelto a perder a un ser querido desde el asesinato de su familia. Y ahora era como si una multitud de gotas de dolor, pasado y presente, se juntaran de pronto para formar una ola que barriera todas sus defensas y destruyera su indiferencia, su impasibilidad.

«Niega tus lágrimas y guárdate tu dolor. Úsalo contra aquéllos que pretenden entrar en tu tierra. Mátalos con él». Eso era lo que siempre le había dicho Javar. El viejo no habría querido que Darius llorara su muerte, pero en aquel momento la estaba llorando: no podía evitarlo. Sabía que no habría podido sobrevivir durante aquellos primeros años sin Javar, sin el sentido de misión que su mentor le había inculcado.

Debería haber matado a aquel humano, el tal Mitch, pensó Darius desapasionadamente. Debería haberlos matado a los dos, a Mitch y a Patrick. Ambos habían descubierto el portal de niebla, de manera que muy probablemente habrían participado en la muerte de Javar. Pero si los hubiera matado, estaba seguro de que el hermano de Grace habría sido ejecutado en represalia. Así que se había limitado a dejar inconsciente a Patrick y se había resignado a no tocar a Mitch. ¿Qué diablos le había pasado?

Conocía la respuesta. En parte, al menos: no había querido que Grace lo viera como un asesino. Como un protector, sí. Y como un amante, desde luego. ¿Pero como un asesino despiadado? No. Ya no.

No podía ni imaginarse cómo reaccionaría Grace si alguna vez lograba ver a la verdadera bestia que habitaba en su interior. ¿Temblaría de miedo y de asco? ¿Huiría de él como si fuera un monstruo? No quería que le tuviera miedo.

Había estado muy cerca de perder el control con el tal Patrick: tanto que había necesitado de todo su control para tranquilizarse. Enfrentarse cara a cara con el hombre que había acariciado el cuerpo dormido de Grace lo había llenado de ira. Sólo él estaba autorizado a tocarla. Sólo él, Darius, estaba autorizado a contemplar su cuerpo e imaginársela desnuda, deseosa, dispuesta…

Grace le pertenecía.

Anhelaba darle el mundo, no quitárselo. Anhelaba llenar sus días de alegría y sus noches de pasión. Anhelaba protegerla, honrarla y consagrarse a sus deseos y necesidades. Ahora se daba cuenta de que no podía dejarla marchar. Nunca. La necesitaba porque era suya.

«Nunca seré capaz de hacerle el menor daño»: aquella revelación pareció cristalizar en su interior. Sus más profundos instintos masculinos lo habían sabido desde el principio. Aquella mujer formaba parte de su ser, la mejor parte de su persona, y haciéndole daño sólo conseguiría destruirse a sí mismo.

Pero tenía que haber una manera de tenerlo todo. Una manera de protegerla de todo daño, de quedarse con aquella mujer sin deshonrar al mismo tiempo su juramento.

Sólo tenía que averiguar cuál era.